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El agente especial Pendergast se deslizó en silencio por el largo pasillo central a media luz de su piso de la calle Setenta y dos Oeste. Atrás fueron quedando una elegante biblioteca, una sala con óleos renacentistas y barrocos, una caja fuerte climatizada (llena hasta el techo de vinos de reserva en botelleros de teca) y, por último, un salón con sillones de cuero, alfombras caras de seda y terminales directamente conectados con media docena de bases de datos de las fuerzas del orden.

Era la zona pública del piso de Pendergast, aunque no la hubieran visto más de diez o doce personas. Ahora se dirigía a la zona privada, que sólo conocían él y Kyoko Ishimura, la asistenta sordomuda que vivía en el piso y lo cuidaba.

A lo largo de bastantes años, a medida que salían a la venta los dos pisos adyacentes, Pendergast los había comprado e incorporado al suyo. Ahora su residencia se extendía por casi toda la fachada de la calle Setenta y dos del Dakota, e incluso de una parte de la de Central Park Oeste: una fortaleza inmensa y laberíntica, pero extremadamente privada.

Al llegar al final del pasillo, abrió la puerta de lo que parecía un armario aunque no lo era: en la pequeña habitación del otro lado sólo había otra puerta en la pared del fondo. Tras desactivar los dispositivos de seguridad, abrió la puerta y penetró en los aposentos privados. También los cruzó deprisa, saludando con la cabeza a la señorita Ishimura, que estaba en la gran cocina preparando sopa de tripas de pescado en una encimera profesional. Como todos los espacios del Dakota, la cocina tenía el techo más alto de lo normal. Finalmente, Pendergast llegó al final de otro pasillo y a otra puerta de apariencia inofensiva. Él se dirigía al otro lado, al tercer apartamento, el sanctasanctórum al que ni siquiera la propia señorita Ishimura accedía casi nunca.

Abrió la puerta de otra habitación con dimensiones de armario, aunque esta vez al fondo no había otra puerta sino un shoji, una división corredera de madera y paneles de papel de arroz. Cerró la puerta, se acercó al shoji y lo apartó con suavidad.

Detrás había un jardín muy tranquilo. En el aire, ya denso de aromas a pino y eucalipto, flotaba el sonido de un chorrito de agua y el canto de los pájaros. La luz era tenue e indirecta y sugería la llegada del anochecer. En un verde receso zureaba una paloma.

De ahí partía un estrecho sendero de piedras planas, flanqueado por faroles de piedra, que serpenteaba entre macizos de plantas perennes. Tras cerrar el shoji, Pendergast pasó por encima del margen de guijarros y se internó por el sendero. Era un uchi-roji, el jardín interior de una casa de té; un lugar de gran intimidad, casi secreto, que exudaba calma y fomentaba el ánimo contemplativo. Pendergast llevaba tanto tiempo disfrutando de él que casi ya no era capaz de valorar su singularidad: un jardín completo y autónomo dentro de un gran edificio de pisos de Manhattan.

Al otro lado, entre los arbustos y los diminutos árboles, podía vislumbrarse una sencilla cabaña de madera sin ningún tipo de decoración. Pendergast pasó junto a la refinada fuente hacia la entrada del salón de té y volvió a apartar el shoji.

Al fondo estaba el salón de té propiamente dicho, decorado con elegante austeridad. Se quedó un momento en la entrada, paseando la vista por el pergamino colgado en su hornacina, los arreglos florales chabana y los estantes con batidores, cucharas de té y otros instrumentos, todo de una absoluta pulcritud. Después cerró la puerta corredera y, una vez sentado al modo seiza en el tatami, inició los rituales minuciosos de la ceremonia en sí.

La ceremonia del té es el centro de un ritual lleno de elegancia y perfección y consiste en servir el té a un grupo reducido de invitados. Pese a estar solo, Pendergast hizo la ceremonia para un invitado: alguien que no podía estar presente.

Llenó con cuidado la tetera, introdujo la medida justa de té en polvo, lo batió hasta lograr la consistencia deseada y lo sirvió en dos cuencos exquisitos del siglo XVII. Uno de ellos se lo puso delante y el otro lo depositó al otro lado del tatami. Permaneció un momento sentado viendo salir el vapor de su cuenco y observando cómo ascendía en delicadas volutas. A continuación, de forma lenta y meditativa, se llevó el cuenco a los labios.

Sorbo a sorbo, permitió que algunos recuerdos adquiriesen forma de imagen en su mente y las evocó de una en una. Todos los recuerdos giraban en torno a lo mismo: William Smithback Jr. colaborando con él en una carrera contrarreloj para reventar la puerta de la tumba de Senef y rescatar a quienes se habían quedado encerrados dentro. Smithback horrorizado en el asiento trasero de un taxi robado, mientras Pendergast sorteaba el tráfico con la pretensión de esquivar a su hermano Diógenes. Luego, bastante antes, Smithback escandalizado y consternado al ver que Pendergast quemaba la receta del Arcano frente a la tumba de Mary Greene. Y antes aún, de nuevo Smithback a su lado durante la terrible lucha contra los extraños moradores de la Buhardilla del Diablo, muy por debajo de las calles de Nueva York.

Cuando se hubo terminado su té, también se terminaron los recuerdos. Pendergast dejó el cuenco sobre la estera y cerró un momento los ojos. Al volver a abrirlos contempló el otro cuenco, que seguía lleno, delante de él. Suspiró quedamente y pronunció unas palabras.

Waga tomo yasurakani. Adiós, amigo mío.