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D’Agosta penetró en la portería del 666 de West End Avenue, seguido por la espectral figura de Pendergast. El portero, un grueso dominicano que respondía al nombre de Enrique Mosquera, estaba sentado en un taburete metálico con los robustos muslos separados. Tenía un bigote fino y el pelo ondulado. Al verles llegar, se levantó con una sorprendente agilidad.

—Encuentren a ese hijo de puta —dijo con ardor y fuerte acento—. Smithback era un buen hombre. Le digo yo que…

D’Agosta apoyó suavemente una mano en su pulcro uniforme marrón.

—Le presento al inspector Pendergast, del FBI. Él nos ayudará.

Mosquera observó a Pendergast.

—Muy bien. Perfecto.

D’Agosta respiró hondo. Aún no había asimilado del todo las consecuencias del documento mostrado por Pendergast. Tal vez fuera un gemelo. Tal vez existieran dos Colin Fearing. Nueva York era muy grande, y parecía que la mitad de los residentes británicos se llamaran Colin. A menos que el forense hubiera cometido un terrible error…

—Sé que ya le han hecho muchas preguntas, señor Mosquera —dijo—, pero el inspector Pendergast quiere saber un par de cosas más.

—Tranquilo, que si es para pillar al hijo de puta ese, contesto diez o veinte veces a lo que haga falta.

D’Agosta sacó un bloc. En realidad, lo que quería era que Pendergast oyese las explicaciones del portero, un testigo digno de todo crédito.

Pendergast empezó a hablar en voz baja.

—Describa lo que vio, señor Mosquera. Desde el principio.

—Cuando llegó Fearing, yo estaba acompañando a alguien a un taxi, y le vi entrar. No tenía muy buena pinta, como si se hubiera peleado. Tenía la cara hinchada y no sé si un ojo morado. Un color de piel raro, demasiado blanco. También andaba raro. Despacio.

—¿Cuándo le había visto por última vez?

—Hace unas dos semanas. Creo que estuvo fuera.

—Siga.

—Pasa de largo y sube al ascensor. Poco después vuelve la señora Kelly al edificio. Pasan unos cinco minutos. Luego sale él. Increíble. Lleno de sangre, con un cuchillo, haciendo eses como si estuviera herido. —Mosquera hizo una pausa—. Yo intento cogerle, pero me amenaza con el cuchillo, se vuelve y sale corriendo. Entonces llamo a la policía.

Pendergast se acarició el mentón con una mano de marfil.

—En el momento en que entró Fearing, cuando usted dejaba a alguien en un taxi, me imagino que le vio de refilón.

—No, le vi muy bien. No de refilón. Andaba despacio, ya le digo.

—¿Ha dicho que tenía la cara hinchada? ¿No podría ser otra persona?

—Fearing ha vivido aquí seis años. Le abro la puerta tres o cuatro veces al día, al muy hijo de puta.

Pendergast se quedó callado.

—E imagino que al salir tendría la cara cubierta de sangre.

—No, la cara no. La cara sin sangre, o muy poca. El resto todo lleno de sangre: las manos, la ropa…, el cuchillo…

Tras un momento de silencio, Pendergast preguntó:

—¿Y si le digo que hace diez días encontraron el cadáver de Colin Fearing en el río Harlem?

Mosquera entrecerró los ojos.

—¡Pues yo le diré que se equivoca!

—Me temo que no, señor Mosquera. Identificación, autopsia: ya lo han hecho todo.

El portero se irguió en todo su metro sesenta de estatura y adoptó un tono de solemne dignidad.

—Si no me cree, sólo le digo una cosa: mire la cinta. El hombre que sale es Colin Fearing. —Retó a Pendergast con la mirada, en silencio—. Me da igual lo que hayan encontrado en el río. El asesino es Colín Fearing. Estoy seguro.

—Gracias, señor Mosquera —dijo Pendergast.

D’Agosta carraspeó.

—Le avisaremos si tenemos más preguntas.

El portero asintió, mientras miraba con recelo a Pendergast.

—El asesino es Colin Fearing. Encuentren a ese hijo de puta.

Salieron a la calle y el aire frío de octubre les refrescó después del ambiente cerrado y agobiante del apartamento. Pendergast señaló un Rolls-Royce Silver Wraith del 59 que esperaba junto a la acera. D’Agosta vio al volante la robusta silueta de Proctor, el chófer del inspector.

—¿Quiere que le lleve a la parte alta?

—Pues no le digo que no. Ya son más de las tres y media. Esta noche no duermo.

D’Agosta penetró en el fragante olor a cuero del automóvil, seguido por Pendergast.

—Echémosle un vistazo a la grabación de seguridad.

El inspector pulsó un botón en el apoyabrazos e hizo bajar una pantalla LCD del techo.

D’Agosta sacó un DVD de su maletín.

—Tenga, una copia. El original ya se lo han llevado a comisaría.

Pendergast lo introdujo en el lector. Al poco rato apareció en pantalla el vestíbulo del 666 de West End Avenue, en gran angular. El objetivo ojo de pez abarcaba desde el ascensor hasta la puerta de la calle. El reloj aparecía en una esquina, con precisión de segundos. Debía de ser la décima vez que D’Agosta veía salir al portero con un inquilino. En el momento en que debían de estar parando un taxi, empujaba la puerta otra persona. Su forma de caminar tenía algo inefable que daba escalofríos: un extraño desgarbo, unos andares pesados y casi sin dirección, que no indicaban prisa alguna. Miraba a la cámara una sola vez, con los ojos vidriosos, como si no viera nada. Iba vestido de manera extraña, con una prenda de lentejuelas sobre la camisa: dibujos de colores sobre fondo rojo, con arabescos, corazones y huesos en forma de sonajero. Tenía la cara hinchada, deformada.

Pendergast aceleró la cinta hasta la aparición de otra persona en el campo de la cámara: Nora Kelly, con una gran caja de pastel. Iba hacia el ascensor y desaparecía. Otro avance rápido y Fearing salía dando tumbos del ascensor. Estaba desquiciado, con la ropa rota y manchada de sangre, y empuñaba un gran cuchillo de submarinista, de unos veinticinco centímetros. El portero se acercaba e intentaba sujetarle, pero Fearing le amenazaba con el cuchillo y, con su paso arrastrado, cruzaba la doble puerta y se perdía en la noche.

—Hijo de la gran puta… —masculló D’Agosta—. Le arrancaría los huevos y se los serviría en una tostada.

Miró de reojo a Pendergast. El agente parecía absorto.

—Tendrá que reconocer que la calidad de la cinta es bastante buena. ¿Seguro que el cuerpo del Harlem es el de Fearing?

—Lo identificó su hermana. Había un par de marcas de nacimiento y tatuajes que coincidían. El forense que se encargó de todo es un poco especial, pero de confianza.

—¿De qué murió?

—Suicidio.

D’Agosta gruñó.

—¿No tenía más parientes?

—Su madre vive en una residencia, pero no está en posesión de sus facultades mentales. No hay nadie más.

—¿Y la hermana?

—Volvió a Inglaterra después de identificar el cadáver. —Pendergast enmudeció, hasta que D’Agosta le oyó murmurar algo—: Curioso, muy curioso.

—¿El qué?

—Querido Vincent, si ya es desconcertante el caso en sí, hay algo en la cinta que me causa especial perplejidad. ¿Se ha fijado en lo que hace al entrar en el vestíbulo desde la calle?

—¿Qué hace?

—Mirar a la cámara.

—Porque sabía dónde estaba. Vivía en el edificio.

—Justamente.

El agente del FBI volvió a sumirse en un silencio contemplativo.