2

El teniente Vincent D’Agosta permanecía frente al piso de dos habitaciones, en el rellano lleno de gente. Movió los hombros dentro del traje marrón intentando despegar los brazos sudorosos de la camisa de poliéster. No servía de nada estar tan enfadado. Influiría en todo lo que hiciese y perjudicaría su capacidad de observación.

Inspiró profundamente y espiró tratando de expulsar la rabia con el aire.

Se abrió la puerta del apartamento. Salió un hombre delgado y encorvado, con un solo mechón en medio de su calva. Arrastraba un fardo de instrumentos y empujaba un maletín de aluminio atado con correas a un carrito de equipaje.

—Ya hemos acabado, teniente.

Cogió el portapapeles que le daba otro policía y, después de firmar, se marchó seguido de su ayudante.

D’Agosta miró su reloj. Las tres de la madrugada. La brigada científica se había tomado su tiempo. Se estaban esmerando más de lo habitual. Sabían que el teniente y Smithback se conocían desde hacía mucho tiempo. A D’Agosta le irritaba verlos pasar de largo entre miradas furtivas, para saber cómo se lo tomaba y si se inhibiría de la investigación. Era lo que habrían hecho muchos detectives de homicidios, aunque sólo fuera para evitarse inconvenientes en el juicio. No quedaba nada bien ser llamado a declarar por la defensa. «¿El fallecido era amigo suyo? Qué coincidencia más… interesante, ¿verdad?» A ningún juicio le beneficiaban ese tipo de complicaciones, que molestaban muchísimo al fiscal.

Pero D’Agosta no tenía la menor intención de dejar el caso en otras manos, y menos cuando estaba tan claro. El culpable podía darse por sentenciado. Le tenían en sus manos. Sólo faltaba encontrar al muy hijo de puta.

Los últimos miembros del equipo salieron del apartamento, firmaron el registro y dejaron a D’Agosta a solas con sus pensamientos. Se quedó un minuto en el rellano, intentando calmar sus castigados nervios. Después se puso unos guantes de látex, se ajustó la mascarilla sobre el pelo ralo y se acercó a la puerta abierta. Empezaba a marearse. Habían retirado el cadáver, por supuesto, pero el resto estaba intacto. Al final del pasillo, en un recodo, se veía una franja de la sala del fondo, y un lago de sangre en el suelo; huellas ensangrentadas y la mancha de una mano que embadurnaba una pared de color crema.

Pasó por encima de la sangre, sin pisarla, y se paró en el umbral de la sala de estar. Un sofá de cuero, dos sillones, una mesita volcada y más sangre coagulada sobre la alfombra persa. Caminó despacio hasta el centro de la sala, colocando suavemente la suela de crepé de sus zapatos. Se detuvo y se volvió, intentando reconstruir mentalmente la escena.

Había pedido que tomasen muchas muestras de las manchas de sangre. Había salpicaduras complejas, solapadas, que quería desentrañar; huellas sobre la sangre, y varios rastros de manos superpuestos. Smithback se había resistido como un jabato. Era imposible que el culpable se hubiera ido sin dejar su ADN.

A primera vista parecía un crimen sencillo, un asesinato desorganizado y caótico. El culpable había entrado con una llave maestra. Smithback se encontraba en la sala de estar. La cuchillada inicial le había dejado en desventaja desde el primer momento, antes de que empezase la pelea. El forcejeo les había llevado a la cocina, donde Smithback había intentado armarse: el cajón de los cuchillos estaba medio abierto, con manchas de sangre en el tirador y el mármol. Al final no había conseguido coger ningún cuchillo. Lástima. En ese momento había recibido otra puñalada en la espalda. Otro forcejeo. Para entonces ya estaba muy malherido, y el suelo lleno de sangre, con resbalones de pies descalzos. Sin embargo, D’Agosta tenía la seguridad de que a esas alturas el agresor también sangraba. Pérdida de sangre, caída de pelo y fibras, jadeos a causa del esfuerzo con posible expulsión de saliva y mucosidad… Estaba todo allí, y D’Agosta confiaba en que la brigada científica lo hubiera encontrado. Hasta habían cortado algunos trozos de parqué con marcas de cuchillo para llevárselo. También habían recortado trozos de pared, tomado huellas de todas las superficies y recogido todas las fibras que pudieran encontrar, hasta la última pelusilla y la última mota de polvo.

Durante el recorrido visual, la mente de D’Agosta proyectó una película interna del asesinato. Al final Smithback se había debilitado tanto por la pérdida de sangre que el asesino había podido asestar el golpe de gracia: según el forense, una cuchillada tan profunda en pleno corazón que se había clavado más de un centímetro en el suelo. Al sacar el cuchillo, el culpable lo había retorcido tanto que había astillado la madera. Sólo de pensarlo, D’Agosta sucumbió a una nueva mezcla de dolor y rabia. Aquel trozo de parqué también se lo habían llevado.

En realidad, poco importaban los detalles puesto que ya conocían la identidad del asesino. Por otra parte, nunca estaba de más acumular el máximo de pruebas, porque en aquella ciudad de locos nunca sabías qué jurado te podían asignar.

También estaban todas aquellas extrañas porquerías que el asesino había dejado. Plumas atadas con un cordel verde. Un trozo de ropa cubierto de lentejuelas de colorines. Una bolsita de pergamino llena de polvo, con un extraño dibujo en su exterior. El asesino lo había dejado todo en el charco de sangre, como si se tratase de una ofrenda. Lógicamente, los de pruebas ya se lo habían llevado, pero los tres objetos seguían grabados en la memoria de D’Agosta.

Lo que no había podido llevarse la brigada científica eran los garabatos dibujados en la pared a toda prisa: dos serpientes enroscadas alrededor de una especie de planta rara con pinchos, estrellas, flechas, líneas complicadas y una palabra que parecía ser «dambalah». Era evidente que el dibujo estaba hecho con la sangre de Smithback.

D’Agosta fue al dormitorio principal y contempló la cama, el escritorio, el espejo, la ventana orientada al sureste con vistas a West End Avenue, la alfombra, las paredes y el techo. Al fondo había otro lavabo con la puerta cerrada. ¡Qué curioso! Antes la había visto abierta.

Oyó un ruido. Un grifo que se abría y se cerraba. Aún quedaba alguien de la brigada científica en el piso. Dio unas cuantas zancadas y cogió el pomo, que se le resistió.

—¡Eh, tú, el de dentro! ¿Se puede saber qué haces?

—Un momento —dijo una voz apagada.

Su sorpresa se convirtió en indignación. El muy imbécil estaba usando el baño. En un piso precintado donde habían matado a alguien. Alucinante.

—Abre ahora mismo la puerta.

Se abrió… y apareció el agente especial A. X. L. Pendergast, con un portaprobetas en la mano, unas pinzas en la otra y una lupa de joyero en la cabeza.

—Vincent —saludó la voz acaramelada de siempre—, cuánto siento que volvamos a vernos en tan tristes circunstancias.

D’Agosta se le quedó mirando.

—Pendergast… No tenía ni idea de que hubiera vuelto a la ciudad.

Pendergast se guardó hábilmente las pinzas en el bolsillo e introdujo el portaprobetas en un maletín de médico, junto con la lupa.

—El asesino no ha estado aquí dentro, ni en el dormitorio; deducción bastante obvia, pero de la que deseaba cerciorarme.

—¿Ahora es el FBI el que lleva el caso? —preguntó D’Agosta, mientras seguía a Pendergast del dormitorio a la sala de estar.

—No exactamente.

—O sea que vuelve a trabajar por su cuenta.

—Sería una manera de decirlo. Le agradecería que de momento no comunicara a nadie mi participación. —Se volvió—. ¿A usted qué le parece, Vincent?

D’Agosta expuso su reconstrucción del crimen, que fue acogida con gestos de aquiescencia.

—Tampoco es que importe mucho —concluyó D’Agosta—. Ya sabemos quién es el desgraciado. Sólo tenemos que encontrarle.

Pendergast arqueó inquisitivamente las cejas.

—Vive en este edificio. Tenemos dos testigos que le vieron entrar y otros dos que le vieron salir lleno de sangre con el cuchillo en la mano. A la salida del apartamento atacó a Nora Kelly; mejor dicho lo intentó, porque los vecinos salieron al oír la pelea y él huyó. Pero pudieron verle bien. Me refiero a los vecinos. Nora está en el hospital, con conmoción cerebral leve. Debería recuperarse sin problemas. Dentro de lo que cabe.

Otra ligera inclinación de la cabeza.

—Se llama Fearing, Colin Fearing; un actorucho británico en paro. Apartamento 214. Ya había acosado un par de veces a Nora en el vestíbulo. A mí me parece una violación frustrada. Seguro que esperaba encontrársela sola, pero el que estaba en casa era Smithback. Debió de coger la llave del armario del portero. Tengo a alguien investigándolo.

Esta vez no hubo gesto de aquiescencia, ni nada más allá de la misma mirada inescrutable de siempre en unos ojos penetrantes de color gris plateado.

—Pero bueno, no hay misterio —dijo D’Agosta, que por alguna razón empezaba a sentirse a la defensiva—. Aparte de la descripción de Nora, el asesino aparece en las cámaras del edificio, con una interpretación digna de un Oscar, tanto al salir como al entrar. De la salida tenemos una toma frontal con el cuchillo en la mano y sangre en todo el cuerpo, amenazando al portero en el vestíbulo antes de irse. Al jurado le encantará. No se salvará ni de milagro, el muy cerdo.

—¿Dice que no hay misterio?

El tono dubitativo de Pendergast minó aún más la confianza de D’Agosta.

—No, ninguno —aseveró con firmeza. Miró su reloj—. Me están esperando abajo con el portero. Será uno de los testigos estrella. Un padre de familia de plena confianza, que hace años que conocía al asesino. ¿Quiere preguntarle algo antes de que le dejemos irse?

—Me encantaría, pero antes de que bajemos…

El agente dejó la frase a medias. Introdujo dos dedos largos y blancos en el bolsillo delantero de su americana negra y sacó un documento doblado que ofreció a D’Agosta con un elegante giro de muñeca.

—¿Qué es?

D’Agosta lo cogió, y al abrirlo vio un sello rojo de notario, el sello oficial de Nueva York, un membrete elegante y varias firmas.

—Es el certificado de defunción de Colin Fearing. Con firma y fecha de hace diez días.