Tú te lo puedes creer, Bill? Yo aún no. Hace casi doce horas que me lo han dicho y todavía no me lo creo.
—Pues créetelo, guapísima. —William Smithback Jr. descruzó sus largas piernas, se desperezó en el sofá de la sala de estar y pasó un brazo por los hombros de su esposa—. ¿Queda oporto?
Nora le sirvió un poco más. Smithback levantó la copa hacia la luz para admirar su color granate. Le había costado cien dólares, pero los valía de sobra. Bebió un poco y suspiró.
—Eres la gran promesa del museo. Tú espera, que en cinco años te harán decana de ciencias.
—No digas tonterías.
—Nora, es el tercer año consecutivo que recortan el presupuesto, y a tu expedición le han dado luz verde. Tu nuevo jefe no es tonto.
Smithback hundió la nariz en el pelo de Nora. Después de tanto tiempo, su olor (un toque de canela, un deje de enebro) seguía despertando en él una infalible excitación.
—Imagínatelo: el verano que viene estaremos otra vez en Utah, de excavación. Bueno, si puedes…
—Me quedan cuatro semanas de vacaciones. Los del Times no sabrán qué hacer sin mí, pero tendrán que aguantarse. —Un poco más de oporto, que hizo circular por dentro de la boca—. Nora Kelly: expedición número tres. El mejor regalo de aniversario que podías pedir.
Nora le miró sardónicamente.
—Creía que mi regalo de aniversario había sido la cena de esta noche.
—Creías bien. Es lo que ha sido.
—Y ha salido perfecta. Gracias.
Smithback le hizo un guiño. Había invitado a Nora al restaurante favorito de él, el Café des Artistes, en la calle Sesenta y siete Oeste. Era el lugar perfecto para una cena romántica. Luces tenues, seductoras; bancos cómodos; murales insinuantes de Howard Chandler Christy; y por encima de todo, una comida sublime.
Se dio cuenta de que Nora le observaba. Sus ojos, y su picara sonrisa, contenían la promesa de otro regalo de aniversario. Le dio un beso en la mejilla y se arrimó un poco más.
Nora suspiró.
—Me han dado hasta el último céntimo que les pedía.
Smithback masculló una respuesta. Disfrutaba de estar acurrucado junto a su mujer, mientras hacía una autopsia mental de lo que acababa de consumir. Para abrir el apetito, un par de Dirty Martinis, seguidos de un plato de embutidos. De segundo nunca podía resistirse al filete poco hecho con salsa bearnesa, acompañado de pommes frites y una buena cucharada de espinacas a la crema. Por supuesto, también se había zampado gran parte del lomo de venado de Nora…
—¿… Y sabes qué significa? Pues que podré acabar mi análisis de la difusión de la secta Kachina en el suroeste.
—Fantástico.
De postre habían tomado una fondue de chocolate para dos y un plato de quesos franceses, deliciosamente hediondos. Smithback dejó descansar sobre la barriga la mano que tenía libre.
Nora ya no decía nada. Se quedaron como estaban, contentos de estar juntos. Al mirar de reojo a su mujer, Smithback sintió que la satisfacción le cubría como una manta. No era precisamente un hombre religioso, pero le parecía una bendición vivir en un piso con clase de la principal ciudad del mundo, y trabajar en lo que siempre había soñado. Y con Nora, en quien había encontrado nada menos que la compañera perfecta. Desde que se conocían, habían vivido años francamente movidos, pero si algún efecto habían tenido los problemas y peligros, era el de unirles aún más. Aparte de ser guapa, esbelta, trabajadora entusiasta y bien retribuida, nada irritable, comprensiva e inteligente, Nora había resultado la media naranja ideal. Se le escapó una sonrisa al mirarla. Demasiado perfecta para ser real. Así de sencillo.
Nora salió de su mutismo.
—No puedo relajarme demasiado. Todavía no.
—¿Por qué?
Ella se soltó y fue a buscar el bolso a la cocina.
—Porque aún me queda un recado.
Smithback parpadeó.
—¿A estas horas?
—Vuelvo en diez minutos.
Nora regresó al sofá, se agachó, le dio un beso y le alisó el mechón rebelde.
—Tú no te muevas de aquí, grandullón —murmuró.
—¿Lo dices en serio? Seré como el peñón de Gibraltar.
Sonrió, le acarició otra vez el pelo y se fue hacia la puerta.
—¡Ten cuidado! —dijo Smithback—. No te olvides de los paquetitos raros que nos mandan.
—Tranquilo, que ya soy mayorcita.
Inmediatamente después, la puerta se cerró y la llave dio una vuelta en la cerradura.
Smithback se estiró suspirando en el sofá, con las manos en la nuca. Oyó los pasos de Nora en el rellano. Después, el timbre del ascensor. Por último, sólo el rumor de la ciudad.
Ya se imaginaba adónde iba: a la pastelería de la esquina. Allí hacían la tarta favorita de él, y abrían hasta medianoche. Smithback tenía especial debilidad por su praliné génoise con crema de mantequilla al calvados. Con algo de suerte, sería la tarta que Nora había encargado como final de fiesta.
Descansó en la penumbra del apartamento, escuchando la respiración de Manhattan. Los cócteles que había bebido lo ralentizaban todo un poco. Recordó una frase de un cuento de James Thurber: «Adormiladamente satisfecho, borrosamente satisfecho». Siempre había sentido un cariño irracional por la obra de Thurber (periodista, como él), así como por las novelas baratas de Robert E. Howard. Su impresión era que uno siempre se había esforzado demasiado, y el otro demasiado poco.
Los meandros del recuerdo le llevaron por sí solos al día en que conoció a Nora. Lo recordó todo de golpe: Arizona, el lago Powell, el aparcamiento donde hacía tanto calor, la limusina en la que había llegado él… Sacudió la cabeza, riéndose entre dientes. Nora Kelly le había parecido un pedazo de bruja, una doctora con ínfulas que acababa de sacarse el título. Claro que tampoco él había causado muy buena impresión… Se había comportado como un perfecto gilipollas. De eso hacía cuatro años. ¿O cinco? ¡Caramba! ¿Tan deprisa había pasado el tiempo?
Oyó pasos en la puerta y ruido de llaves en la cerradura. ¿Ya volvía Nora? ¿Tan pronto?
Esperó, pero en vez de abrirse la puerta, se oyó otra vez la llave, como si Nora tuviera problemas con la cerradura. Tal vez llevara un pastel en un brazo. Justo antes de que Smithback fuera a abrir, se oyó el chirrido de las bisagras y pasos en el recibidor.
—He cumplido mi promesa. Todavía estoy aquí —dijo él en voz alta—. El señor Gibraltar. Pero me puedes tutear.
Otro paso, pero en realidad no parecía de Nora. Era demasiado lento y pesado, como si vacilase.
Smithback se incorporó en el sofá. En el pequeño espacio del vestíbulo había una silueta recortada en la luz del pasillo, demasiado alta y demasiado ancha de hombros para ser la de Nora.
—¿Se puede saber quién es usted? —preguntó Smithback.
Acercó rápidamente la mano a la lámpara de la mesita, y la encendió. Reconoció casi enseguida al intruso. Al menos creyó reconocerle, aunque le pasaba algo raro en la cara. La tenía pálida, hinchada, casi pastosa. Parecía enfermo… o algo peor.
—¿Colin? —dijo Smithback—. ¿Eres tú? ¿Qué narices haces en mi piso?
Entonces vio el cuchillo de carnicero.
Se levantó como un resorte. La silueta le cortó el paso, arrastrando los pies. Por unos instantes, fue como si todo se paralizase. Luego, el cuchillo se acercó a una velocidad tremenda cortando el aire ocupado por Smithback hacía apenas un segundo.
—Pero ¿qué coño…? —gritó él.
Otra cuchillada. Smithback tropezó con la mesita en un desesperado intento de esquivar el golpe, y cayó con ella al suelo. Se levantó y se volvió hacia el agresor, agazapado, con las manos y los dedos abiertos. Miró por todas partes, buscando un arma, pero no la había. La silueta se interponía entre él y la cocina. Si lograba esquivarla, podría coger un cuchillo y neutralizar su ventaja.
Bajó un poco la cabeza y embistió, sacando un codo. Su ataque hizo retroceder al agresor, pero en el último momento la mano del cuchillo cayó sobre él y le hizo un tajo profundo desde el codo hasta el hombro. Smithback se arrojó a un lado, con un grito de sorpresa y dolor, momento en que sintió el exquisito frío del acero hundiéndose en la base de su espalda.
Parecía no dejar de hundirse, hincado en sus entrañas más vitales, desgarrando su ser con un dolor como sólo había sentido una vez en la vida. Se quedó sin aliento, y al querer apartarse perdió el equilibrio y se cayó. Sintió que el cuchillo salía y se clavaba una vez más. De repente tenía la espalda húmeda, como si le estuvieran echando agua caliente.
Reunió todas sus fuerzas para levantarse y atacar al agresor desesperadamente, a puñetazo limpio. El cuchillo llenaba de tajos sus nudillos, pero Smithback ya no sentía nada. La ferocidad del ataque hizo retroceder al intruso. Era su oportunidad. Dio media vuelta con la intención de refugiarse en la cocina, pero era como si el suelo se moviera y, cada vez que respiraba, sentía una especie de extraño burbujeo en el pecho. Sin aliento, ni apenas equilibrio, logró entrar en la cocina a trompicones y buscó el cajón de los cuchillos con sus dedos húmedos. Pero justo cuando logró abrirlo, vio una sombra en el mármol… casi en el mismo instante en que aterrizaba entre sus omoplatos otro golpe brutal. Intentó zafarse, pero el cuchillo subía y bajaba sin descanso: arriba, abajo, el brillo rojo del acero cada vez más apagado a medida que se le iba nublando la vista…
Nadie queda, ni nada. Ponedme ya en la pira; terminado el festín, las lámparas expiran…
Se abrió el ascensor. Nora salió al rellano. Había sido rápida. Con suerte, Bill aún estaría en el sofá, tal vez leyendo la novela de Thackeray que llevaba toda la semana poniendo por las nubes. Hizo equilibrios con la caja de la tarta para buscar la llave. Seguro que Bill ya adivinaba adónde había ido, pero era difícil sorprender a alguien en su primer aniversario…
Algo raro pasaba. Iba tan absorta en sus pensamientos que tardó un poco en darse cuenta: la puerta del apartamento estaba abierta.
Justo cuando lo vio, salió alguien. Le reconoció. Tenía la ropa empapada en sangre y llevaba un gran cuchillo en una mano. Clavó la vista en Nora, mientras el cuchillo goteaba copiosamente.
Instintivamente, sin pensar, Nora soltó tarta y llave y se echó encima del hombre. Ya empezaban a salir vecinos de los pisos, y todo eran voces asustadas, de terror. Mientras Nora se lanzaba sobre la figura, ésta levantó el cuchillo, pero ella le apartó la mano al mismo tiempo que le daba un puñetazo en el plexo solar. Entonces él la arrojó contra la otra pared del descansillo, estampando su cabeza en el yeso. Nora cayó al suelo, con la vista medio nublada, mientras su atacante se aproximaba con el cuchillo en alto. Rodó para apartarse justo cuando bajaba el arma. Él le dio una patada brutal en la cabeza y levantó de nuevo el cuchillo. En el rellano resonaban gritos, pero Nora no los oyó; ya no oía nada, sólo veía imágenes borrosas. Hasta que éstas también desaparecieron.