La pequeña lancha motora surcaba sin dificultad las aguas cristalinas del lago Powell. Era un día frío y despejado de principios de abril, en que el aire de Arizona tenía la limpidez de la colada recién hecha. El sol de mediodía bañaba con su luz anaranjada las grandes paredes de arenisca del Grand Bench. Al final de una curva apareció por la proa de la lancha la meseta de Kaiparowits, morada bajo el sol, salvaje, lejana, inaccesible.
Nora Kelly estaba al timón, con el pelo corto alborotado por el viento. Los acantilados devolvían suavemente el eco del motor, mientras el agua hervía a ambos lados del casco; era un mundo mágico de piedra. Flotaba en el aire un perfume de cedros y arenisca caliente. Mientras la lancha se movía en el silencio, digno de una catedral, un águila real planeó al borde de los cañones, con un grito lejano.
Nora redujo casi al mínimo la velocidad de la lancha. Tras la siguiente curva apareció la boca de un cañón estrecho e inundado: el cañón del Serpentine, dos paredes lisas de arenisca roja con un sendero de agua verde en medio.
Puso rumbo a él. El ruido del motor se volvió más fuerte y enclaustrado. Fiel a su nombre, el cañón daba vueltas y más vueltas, como una carretera rural. Dentro el aire era más fresco, por no decir frío. Nora veía su aliento en el aire gélido. A menos efe dos kilómetros de la boca del cañón, la lancha llegó a un lugar especialmente hermoso, con una pequeña catarata que rebotaba sinuosamente por un canal de piedra, creando un microcosmos de helechos y musgos, y pasó junto a un grupo retorcido de pinos en miniatura que crecían lateralmente en una hendidura de la roca. Nora apagó el motor y dejó la embarcación a la deriva, escuchando el ruido de la cascada y aspirando el perfume de los helechos y del agua.
Se acordaba como si fuera ayer de aquel lugar tan mágico. Casi cinco años antes, durante la expedición a Quivira, su barco había pasado junto a la misma catarata. Bill Smithback, a quien había conocido el día anterior, le había hecho señas desde la borda.
—¿Ves aquello, Nora? —había dicho, sonriendo, mientras le daba un codazo—. Es donde se lavan las hadas sus alas de tul. Es la ducha de las hadas.
Era la primera vez que la sorprendía con su lirismo, perspicacia, sentido del humor y amor a la belleza, haciendo que Nora se fijase más en él y desconfiara de su primera impresión. También era posible que marcase el inicio de su enamoramiento.
Nora había vuelto a Nuevo México hacía dos semanas, de resultas del ofrecimiento de un puesto de conservadora en el Instituto Arqueológico de Santa Fe. Se había pasado la última semana en casa de su hermano Skip, recabando información sobre el puesto y hablando con el presidente y la dirección del museo. Aceptarlo dependería de obtener financiación para la expedición a Utah que ya tenía planeada para el siguiente verano. Skip la había apoyado muchísimo, encantado como estaba de poder devolverle el favor de hacía unos años, cuando Nora le había ayudado a rehacer su vida.
Pero había otra razón para el viaje, una razón más íntima. A grandes rasgos, Nora estaba digiriendo bien el horror de la muerte de Bill. Nueva York (los restaurantes y parques favoritos de ambos, y hasta el propio piso) había dejado de asustarla. El pasado ya era otro cantar. No sabía cómo la afectarían los cañones del suroeste, sitios como Page, donde se habían conocido, el propio lago Powell o el inexplorado interior, donde habían buscado la ciudad mítica de Quivira. Sentía la necesidad de volver a explorar aquella zona, quizá como parte de la reconciliación con sus fantasmas. Mientras la lancha navegaba sin motor cañón arriba, empezaron a emerger recuerdos a la superficie, envueltos en un velo melancólico de tiempo que los hacía más agridulces que dolorosos. Bill quejándose a gritos de que le hubiera mordido su caballo, Huracán. Bill protegiéndola con su propio cuerpo de una inundación sorpresa. Bill, recortado en la intensa luz de las estrellas, cogiéndole la mano. Tales eran los recuerdos que le devolvía aquella tierra mágica, y Nora se lo agradecía.
La lancha se detuvo casi por completo y flotó en el espejo de agua. Nora se agachó para coger una pequeña urna de bronce. Despegó del borde el sello de papel y quitó la tapa. Después volcó la urna por la borda, sacudiéndola para hacer caer al agua unos cuantos puñados de ceniza. Tras entrar en contacto con el agua, éstos se sumergieron despacio en las profundidades de color de jade. Nora los vio disolverse en una columna turbulenta, que se hizo más borrosa al hundirse. Finalmente desaparecieron.
—Adiós, querido amigo —se despidió en voz baja.