Callie
A veces la vida es cuestión de suerte, como cuando repartes una buena mano de cartas o, simplemente, cuando estás en el lugar adecuado en el momento adecuado. Hay gente que nace con suerte, que tiene una segunda oportunidad, que se salva. Puede ocurrir de un modo heroico, o puede ser una simple coincidencia. Pero también los hay que no, los que acaban en el lugar equivocado en el momento equivocado: los que no se salvan.
—Callie, ¿me estás escuchando? —dice mi madre mientras aparca el coche.
No respondo, miro cómo las hojas bailan al compás del viento desde el patio hasta el capó del coche, donde la brisa las empuja. No tienen control sobre su destino. De repente querría saltar, cogerlas y agarrarlas con la mano, pero para eso tendría que salir del coche.
—¿Qué te pasa esta noche? —pregunta mi madre mientras comprueba los mensajes del móvil—. Entra y avisa a tu hermano.
Aparto la vista de las hojas y la miro.
—Por favor mamá, no me hagas esto. —Mi mano, sudada, agarra el tirador de metal de la puerta y se me hace un nudo en la garganta—. ¿No puedes ir tú a avisarlo?
—No me apetece entrar en una fiesta llena de chicos de instituto y no estoy de humor para hablar con Maci y que se ponga a alardear de que Kayden ha conseguido una beca —replica mientras hace señas con la mano para que me mueva—. Así que ve a por tu hermano y dile que nos vamos a casa.
Encorvo los hombros, abro la puerta y voy hasta la gravilla de la entrada delantera. La mansión tiene dos pisos, postigos verdes y el tejado inclinado.
En sólo dos días estaré en la universidad y nada de esto tendrá la más remota importancia.
Las luces que se vislumbran por la ventana iluminan el cielo gris y sobre la entrada del porche cuelga un cartel decorado con globos en el que pone: «Felicidades». A los Owens les encanta montar un espectáculo bajo cualquier pretexto: cumpleaños, vacaciones, graduaciones… Parecen la familia perfecta, pero yo no creo en la perfección.
Esta fiesta es para celebrar la graduación de su hijo pequeño, Kayden, y la beca de fútbol que ha conseguido para entrar en la Universidad de Wyoming. No tengo nada en contra de los Owens. Mi familia cena de vez en cuando en su casa y ellos vienen a nuestra barbacoa. Pero simplemente no me gustan las fiestas, ni soy bienvenida en ninguna desde que estaba en sexto.
Cuando me acerco al porche, Daisy McMillian sale con un vaso en la mano. Su pelo rubio y rizado brilla; me mira y sonríe maliciosamente.
Evito las escaleras delanteras, cambio de dirección y antes de que pueda insultarme me dirijo a un lateral de la casa. El sol se esconde tras las montañas que enmarcan la ciudad y las estrellas brillan en el cielo como luciérnagas. La luz del porche delantero se ha apagado y es difícil ver algo; de repente, tropiezo con algo afilado. Me caigo y apoyo las palmas de las manos en la grava. Las heridas físicas son fáciles de soportar, así que me levanto sin dudarlo.
Rodeo la esquina del patio trasero y me quito las piedrecitas de las manos con una mueca de dolor. Los arañazos queman.
—Me importa una mierda lo que intentaras hacer. —Una voz masculina surge en la oscuridad—. Eres una porquería. Me has decepcionado.
Me detengo al borde de la hierba. Cerca de la verja trasera hay una caseta de ladrillo junto a la piscina. La luz tenue dibuja dos siluetas. Una de las personas es más alta, tiene la cabeza gacha y los hombros inclinados. La figura más baja tiene barriga cervecera, es calvo y mira al otro con los puños en alto. Escudriñando la oscuridad, me doy cuenta de que la figura baja es el señor Owens y la más alta es Kayden Owens. La escena me sorprende: Kayden es muy bueno en el instituto y nunca ha tenido problemas con nadie.
—Lo siento —murmura el chico con voz temblorosa mientras aprieta la mano contra su pecho—. Ha sido un accidente. No lo volveré a hacer.
Me fijo en la puerta trasera abierta; las luces están encendidas, la música suena y la gente baila, grita y ríe. Los vasos tintinean y desde aquí noto la tensión sexual que hay en la sala. Hay sitios que evito a toda costa porque me atenazan la garganta y me impiden respirar. Por eso estoy aquí, en el jardín. Me muevo vacilante hacia el último escalón. Desearía fundirme con la multitud, encontrar a mi hermano y largarme de aquí.
—¡No me digas que ha sido un accidente! —El señor Owens levanta la voz, que arde con una rabia incontrolable.
Se oye un fuerte golpe y después un sonido, como de huesos rompiéndose. Automáticamente me giro y presencio el momento en que el señor Owens aplasta su puño contra la cara de su hijo. El crujido me revuelve las tripas. Le pega una y otra vez, y no se detiene ni siquiera cuando Kayden se desploma en el suelo.
—A los mentirosos se les castiga, Kayden.
Espero a que el chico se levante, pero ni siquiera mueve los brazos para protegerse la cara. Su padre sigue golpeándole: en el estómago y en la cara, cada vez con más intensidad, sin dar muestras de detenerse.
El deseo de salvarle me quema por dentro y reacciono sin pensar, ignorando cualquier duda de mi mente. Corro por la hierba y a través de las hojas que revolotean casi como si quisieran detenerme. Cuando los alcanzo, estoy temblando, al borde del shock, y me doy cuenta de que las cosas están peor de lo que parecían.
El señor Owens tiene los nudillos heridos y la sangre gotea en el cemento frente a la piscina. Kayden está en el suelo y tiene el pómulo abierto, como si fuera una grieta en la corteza de un árbol. Tiene el ojo hinchado, el labio partido y la cara ensangrentada. Su padre dirige la vista en mi dirección y rápidamente señalo un punto indefinido por encima de mi hombro, temblando.
—Señor Owens, alguien le busca en la cocina —digo, agradeciendo la firmeza de mi voz—. Necesitaban ayuda con algo… No recuerdo qué.
Su mirada afilada me perfora y me encojo de miedo ante la ira e impotencia que destilan sus ojos, como si la rabia lo controlara.
—¿Y quién coño eres tú?
—Callie Lawrence —respondo con calma. El olor a alcohol de su aliento se percibe a más de un metro de distancia.
Me mira de pies a cabeza, desde mis zapatos usados hasta mi chaqueta negra con hebillas, pasando por mi pelo, que apenas me llega a la barbilla. Parezco una vagabunda, pero eso es lo que quiero. Pasar desapercibida.
—Eres la hija del entrenador Lawrence. No te he reconocido en la oscuridad. —Echa una ojeada a la sangre de sus nudillos y vuelve a mirarme—. Escucha, Callie, esto no es lo que parece. Ha sido un accidente.
No sé reaccionar bajo presión, así que me quedo quieta mientras escucho el corazón latir dentro de mi pecho.
—Vale.
—Tengo que ir a limpiarme —murmura.
Su mirada me atraviesa durante un momento, antes de cruzar la hierba en dirección hacia la puerta trasera. Cuando se va, oculta la mano herida tras su espalda, como si nada hubiera pasado.
Me concentro en Kayden y dejo de contener la respiración.
—¿Estás bien?
El chico se pone la mano sobre los ojos, fija la mirada en sus zapatos y mantiene su otra mano contra el pecho. Parece vulnerable, débil y confuso. Por un segundo, una imagen vuelve a mi mente, estoy tirada en el suelo con moratones y cortes que no pueden verse desde fuera.
—Estoy bien. —Su voz es dura, así que me vuelvo hacia la casa, lista para salir huyendo—. ¿Por qué lo has hecho? —dice, en la oscuridad.
Me detengo y me vuelvo para mirarlo.
—Cualquiera habría hecho lo mismo.
La ceja del ojo que no está herido se levanta.
—No.
Kayden y yo hemos ido a clase juntos desde la guardería. Por desgracia, ésta es la conversación más larga que hemos mantenido desde sexto, cuando empezaron a considerarme un bicho raro. A mitad de curso aparecí en el instituto con el pelo rapado casi al cero y con ropa ancha. Después de aquello perdí a mis amigos. Incluso cuando nuestras familias cenaban juntas, Kayden fingía que no me conocía.
—Casi nadie lo habría hecho. —Baja la mano, se tambalea y se levanta, enderezando las piernas.
Es la clase de chico que las hace babear a todas, incluyéndome a mí cuando no veía a los hombres como una amenaza. Tiene el pelo castaño y rizado, con mechones que le caen por encima de las orejas y por el cuello; pero su sonrisa perfecta ahora es un revoltijo de sangre, y sólo brilla uno de sus ojos de color esmeralda.
—Sigo sin entender por qué lo has hecho.
Me rasco la frente. Es una manía que tengo cuando estoy nerviosa.
—Bueno, no podía ignorarlo. Nunca me lo habría perdonado.
La luz de la casa ilumina la severidad de sus heridas y la sangre que mancha su camiseta.
—No puedes contárselo a nadie, ¿vale? Ha estado bebiendo… y está pasando un mal momento. Él no es así.
Me muerdo el labio, no sé si creerle.
—Quizás deberías contárselo a alguien… O a tu madre.
Me mira fijamente como si fuera una cría, una niña inútil.
—No hay nada que contar.
Contemplo su cara hinchada, sus rasgos perfectos ahora deformados por los golpes.
—Si es lo que quieres, perfecto.
—Es lo que quiero —dice con desdén y me giro para marcharme—. Eh, Callie; te llamas Callie, ¿no? ¿Puedes hacerme un favor?
Le miro por encima del hombro.
—Claro, ¿qué?
—En el baño de abajo hay un botiquín de primeros auxilios y en el congelador hay una bolsa de hielo. ¿Podrías traérmelos? No quiero entrar así.
Estoy deseando irme, pero la súplica que hay en su voz me abruma.
—Sí, puedo hacerlo.
Mientras Kayden se queda cerca del cobertizo de la piscina yo entro en la casa, donde la gente me oprime el pecho y hace que me resulte difícil respirar. Pego los codos al cuerpo para que nadie me toque y me deslizo entre la multitud.
La señora Owens está sentada en la mesa hablando con otras madres y de repente me llama con un gesto. Sus pulseras de oro y plata tintinean.
—Eh, Callie, ¿está tu madre aquí, cariño? —Arrastra las palabras al hablar y hay una botella de vino vacía delante de ella.
—Está fuera, en el coche —digo, levantando la voz por encima de la música. Al mismo tiempo, alguien me golpea el hombro y mis músculos se tensan—. Está hablando con mi padre por teléfono y me ha mandado a buscar a mi hermano. ¿Lo ha visto?
—Lo siento cariño, no lo he visto. —Hace otro ademán exagerado—. Hay mucha gente aquí.
Me despido cón la mano.
—Vale. Voy a buscarlo.
Conforme avanzo, me pregunto si ha visto a su marido y si se ha preguntado por qué lleva un corte en la mano.
En el salón encuentro a mi hermano Jackson sentado en el sofá charlando con su mejor amigo, Caleb Miller. Me quedo en el umbral, intentando que no me vean. Ríen, hablan y beben cerveza como si nada importara. Envidio a mi hermano porque se ríe, por estar aquí, porque tengo que acercarme a decirle que mamá le espera en el coche.
Me dispongo a hacerlo pero mis pies se niegan a avanzar: Sé que no me queda más remedio, pero hay gente enrollándose en las esquinas y bailando en medio de la sala y me siento incómoda. No puedo respirar.
No puedo respirar. Mueve los pies, muévelos.
Alguien corre hacia mí y casi me tira al suelo.
—Lo siento —se disculpa una voz profunda.
Me apoyo en el marco de la puerta y logro desbloquearme. Corro por el pasillo sin importarme quién me persiga. Necesito salir de este lugar y respirar.
Cojo el botiquín de primeros auxilios del fondo del armario y la bolsa de hielo del congelador; doy un rodeo para salir de la casa y cruzo la puerta lateral intentando pasar desapercibida. Kayden ya no está fuera, pero por la ventana de la caseta se filtra la luz del interior.
Vacilante, abro la puerta y asomo la cabeza en el cobertizo débilmente iluminado.
—Hola.
Kayden sale de la parte trasera de la caseta sin camiseta y limpiándose la cara con una toalla. Tiene el rostro enrojecido y lleno de moratones y chichones.
—Hola, ¿lo traes todo?
Entro y cierro la puerta detrás de mí. Le tiendo el botiquín de primeros auxilios y la bolsa de hielo, agachando la cabeza para no tener que mirarlo. Su torso desnudo y el modo en que lleva los vaqueros, colgando de las caderas, me pone nerviosa.
—No muerdo, Callie. —Su tono es neutral. Coge el botiquín y la bolsa—. No tienes por qué mirar la pared.
Me obligo a mirarlo y me resulta difícil no contemplar las cicatrices que cruzan su estómago y su pecho. Las líneas verticales que bajan por sus antebrazos son las más espantosas, gruesas y dentadas como si alguien hubiera recorrido con una maquinilla de afeitar toda su piel. De repente tengo ganas de acariciarlas con mis dedos y eliminar el dolor y los malos recuerdos que están ligados a ellas.
Rápidamente se cubre con la toalla y de su ojo bueno brotan destellos de confusión mientras nos miramos. El corazón me late con fuerza. Ha pasado sólo un instante, el tiempo que dura el chasquido de unos dedos, pero se hace eterno.
Parpadea y presiona el hielo sobre el ojo inflamado mientras coloca el botiquín en el borde de la mesa de billar. Cuando se dispone a abrirlo retira la mano agitando los dedos y veo que tiene los nudillos en carne viva.
—¿Puedes darme una gasa? Me duele un poco la mano.
Al levantar el pestillo, se me engancha la uña en la ranura y se rompe. Sangra mientras abro la tapa para sacar la gasa.
—Quizás necesites que te den puntos en ese corte que tienes en el ojo. Tiene mala pinta.
Toca el corte con la toalla y su rostro se retuerce en un gesto de dolor.
—Estoy bien. Sólo necesito limpiarlo y cubrirlo.
El agua caliente, humeante, corre por mi cuerpo, abrasando mi piel con marcas rojas y ampollas. Sólo quiero sentirme limpia de nuevo.
Cojo la toalla húmeda con cuidado para no rozar sus dedos y me inclino hacia adelante para examinar el corte, que es tan profundo que se distingue perfectamente el músculo del tejido.
—De verdad, necesitas puntos. —Chupo la sangre de mi dedo pulgar—. O te va a quedar una cicatriz.
Las comisuras de sus labios se curvan en una triste sonrisa.
—Puedo soportar las cicatrices, especialmente las físicas.
Entiendo el significado de sus palabras desde lo más profundo de mi corazón.
—Deberías pedirle a tu madre que te lleve al médico y contarle lo que ha ocurrido.
Desenrolla una pequeña parte de la gasa, pero accidentalmente se le cae al suelo.
—Eso no va a pasar nunca e incluso si pasara, no importaría. Nada de esto importa.
Con dedos vacilantes, recojo la gasa y la desenredo alrededor de mi mano. La corto por el final y cojo el esparadrapo del botiquín. Después, reprimiendo cada pensamiento de terror, alcanzo su mejilla. El permanece muy quieto, con la mano herida apretada contra el pecho mientras le coloco la gasa. Mantiene los ojos fijos en mí, con el ceño fruncido, y apenas respira cuando le pongo el esparadrapo.
Me aparto y un suspiro de alivio escapa de mis labios. Es la primera persona a la que toco por voluntad propia, además de mi familia, en los últimos seis años.
—Sigo pensando que sería mejor que te dieran puntos.
Cierra el botiquín y limpia una gotita de sangre de la tapa.
—¿Has visto a mi padre dentro?
—No. —Mi móvil suena en el bolsillo y le echo un vistazo al mensaje—. Tengo que irme. Mi madre me está esperando en el coche. ¿Estás seguro de que estarás bien?
—Estaré bien. —No me mira, recoge la toalla y se dirige al cuarto de atrás—. Vale, te veré después, imagino.
No, no lo harás. Me meto el teléfono en el bolsillo y me dirijo a la puerta.
—Sí, supongo que te veré más tarde.
—Gracias —añade de inmediato.
Me detengo con la mano en el pomo de la puerta. Me siento fatal por dejarlo ahí, pero soy demasiado cobarde para quedarme.
—¿Por qué?
Reflexiona durante una eternidad y después suspira, como si se diera por vencido.
—Por traerme el botiquín de primeros auxilios y la bolsa de hielo.
—De nada.
Salgo por la puerta con una sensación de pesadez en el corazón, porque ahora guardo otro secreto.
Cuando alcanzo la gravilla de la entrada, vuelven a llamarme al móvil.
—Estoy a dos pasos —respondo.
—Tu hermano tiene que llegar a casa. En ocho horas tiene que estar en el aeropuerto. —El tono de mi madre denota ansiedad.
Me doy prisa.
—Lo siento, me he despistado… Pero has sido tú quien me ha enviado a buscarlo.
—Me ha mandado un mensaje. ¡Venga! —dice ahora, frenética—. Necesita descansar.
—En treinta segundos estoy ahí.
Cuelgo y salgo al patio delantero.
Daisy, la novia de Kayden, está delante del porche comiendo un trozo de tarta mientras habla con Caleb Miller. El corazón me da un vuelco, encojo los hombros y me escondo en las sombras de los árboles, esperando que no me vean.
—Dios mío, ¿es esa Callie Lawrence? —pregunta Daisy, poniéndose la mano a modo de visera y escudriñando con la mirada en mi dirección—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en el cementerio o algo así?
Bajo la barbilla y camino más rápido, pero tropiezo con una roca enorme. Un pie delante del otro.
—¿O simplemente estás huyendo de mi trozo de tarta? —grita con sorna—. ¿Por qué, Callie? Vamos, dímelo.
—Basta ya —advierte Caleb con una sonrisilla en la cara y se inclina sobre la baranda con los ojos tan negros como la noche—. Estoy seguro de que tiene sus motivos para salir corriendo.
La insinuación de su voz hace que mi corazón y mis piernas aceleren para que me pierdan de vista. Corro en la oscuridad de la entrada con el sonido de sus risas golpeándome en la espalda.
—¿Qué te pasa? —pregunta mi hermano cuando doy un portazo en el coche y me abrocho el cinturón, jadeando y recolocando los cortos mechones de pelo en su lugar—. ¿Por qué estabas corriendo?
—Mamá me dijo que me diera prisa. —Clavo los ojos en mi regazo.
—A veces me preocupas, Callie. —Mi hermano se arregla el flequillo y se desploma en el asiento—. Es como si fueras por ahí llamando la atención para que la gente pensara que eres un bicho raro.
—No soy yo la que tiene veinticuatro años y va a una fiesta de crios de instituto —le recuerdo.
Mi madre entrecierra los ojos.
—Callie, no empieces. Ya sabes que el señor Owens invitó a tu hermano a la fiesta, y también a ti.
Pienso de nuevo en Kayden, en su cara golpeada y llena de moratones. Me siento fatal por haberlo dejado ahí. Casi le cuento a mi madre lo que ha ocurrido, pero entonces veo a Caleb y Daisy en el porche, mirándonos, y recuerdo que a veces hay que llevarse los secretos a la tumba. Además, mi madre nunca ha querido saber nada del lado oscuro de la vida.
—Sólo tengo veintitrés. No cumplo los veinticuatro hasta el mes que viene —mi hermano interrumpe mis pensamientos—. Y ya no están en el instituto, así que cierra el pico.
—Sé cuántos años tienes —digo—. Y yo tampoco estoy en el instituto.
—No hace falta que te alegres tanto. —Mi madre hace una mueca mientras gira el volante para salir a la calle. Se le forman arrugas alrededor de los ojos de color avellana cuando se controla para no gritar—. Te vamos a echar de menos y espero de verdad que reconsideres esperar hasta otoño para ir a la universidad. Laramie está a casi seis horas de distancia, cariño. Va a ser muy duro estar tan lejos de ti.
Miro fijamente la carretera que se extiende entre los árboles y por encima de las sombras de las colinas.
—Lo siento, mamá, pero ya estoy matriculada. Además, no tiene sentido quedarme aquí durante el verano sólo para estar tirada en mi habitación.
—Podrías buscar un trabajo —sugiere—. Como hace tu hermano todos los veranos. De ese modo podrías pasar más tiempo con él. Además Caleb va a quedarse con nosotros.
Los músculos de mi cuerpo se encogen como una cuerda con nudos y hago un esfuerzo para que el oxígeno llegue a mis pulmones.
—Lo siento, mamá, pero estoy lista para independizarme.
Estoy más que lista. Estoy harta de que siempre me mire con tristeza porque no entiende lo que hago. Estoy cansada de querer contarle lo que pasó y de saber que no puedo. Estoy lista para independizarme, lejos de las pesadillas que me atormentan en mi habitación, mi vida, mi mundo entero.