Kayden
#52: Arriesgarse, por el amor de Dios
Ha pasado una semana desde que empezó la universidad. Las clases son un rollo. Ya me habían advertido de que la universidad sería más dura, pero no estaba preparado para tanto trabajo. Entre eso y los entrenamientos no he tenido tiempo para hacer nada más.
Me he cruzado con Callie por el campus dos veces desde que comimos en el restaurante y siempre me evita. Está conmigo en biología, pero se sienta al fondo, lo más lejos posible de cualquiera, y se concentra en su bolígrafo y en sus apuntes. Debe tener los mejores apuntes del siglo porque siempre está tomando nota de lo que dice el profesor.
Intento no embobarme mientras la miro, pero la mayoría de veces no lo consigo. Es fascinante observar lo ajena que es a todo el mundo. Sería genial poder perderme en mis pensamientos en lugar de preocuparme por todo.
Me preparo para ir a clase y me digo a mí mismo que tengo que dejar tranquila a Callie cuando mi padre me llama por teléfono.
—Has dejado tus cosas en el garaje —es lo primero que me dice.
—Lo siento —me disculpo, y me obligo a respirar mientras agarro los libros—. Pensaba que mamá había dicho que podía dejarlas ahí.
—Tu madre no tiene nada que decir —replica rápidamente—. Si querías dejar tus cosas aquí, deberías habérmelo preguntado a mí. Dios, ¿cuántas veces más vas a cagarla?
Quiero contestarle, pero tiene razón, es lo que hago. Así que dejo que me machaque durante unos quince minutos, mientras me hace sentir de nuevo como un jodido crío.
Después de colgar me quedo mirando el espejo que hay encima de la cómoda, analizando las cicatrices de mi cara hasta que se convierten en una única y enorme. De repente, toda la furia que siento explota y empiezo a patear la cómoda hasta que uno de los cajones se cae. Las cosas de Luke se esparcen por el suelo: mecheros, fotos, herramientas y una cuchilla de afeitar. Mi amigo odia que sus cosas estén desordenadas y si ve esto seguro que se pondrá a mil por hora.
Vuelvo a ordenarlo todo rápidamente para que no se note y procuro no fijarme en lo último que se ha caído, como si me mirara a la cara mientras lo recojo del suelo, pero no puedo dejar de pensar que lo tengo en la palma de la mano, y me fuerzo a no usarlo.
Sacudo los dedos mientras mi mente se remonta al tiempo en que yo no era así, cuando pensaba que quizás, y sólo quizás, no todo era dolor.
Mi hermano mayor Tyler y yo estábamos haciendo el tonto en el garaje. Él tenía unos dieciséis años y yo ocho. Estaba arreglando una moto que había comprado con los ahorros del trabajo de verano.
—Sé que parece una mierda —dijo mientras cogía una llave inglesa de la caja de herramientas—. Pero me llevará donde quiero ir… Lejos de aquí.
Se peleaba con mi padre todos los días; esa tarde tenía un enorme moratón en el brazo y cortes en los nudillos. Los oía discutir y al cabo de un segundo ya estaban zurrándose. Era lo normal. Cosas de la vida.
—¿Quieres irte por papá? —le pregunté, moviéndome alrededor de la moto. No era brillante ni nada, pero parecía algo con lo que pasárselo bien. Y si podía sacar a alguien de allí, entonces tenía que ser especial.
Arrojó la herramienta a la caja con dureza y se pasó las manos por el pelo largo y castaño, que le hacía parecer un vagabundo, o, por lo menos, eso era lo que decía mi padre.
—Colega, algún día, cuando crezcas un poco, te darás cuenta de que todo en esta casa es una asquerosa mentira y querrás marcharte de aquí, cueste lo que cueste.
Di un paso hacia un cajón y me subí en la moto, cogí los manillares y mis cortas piernas quedaron colgando.
—¿Me llevarás contigo? Yo también quiero irme.
Rodeó la parte trasera de la moto y se agachó para comprobar los neumáticos.
—Claro, colega.
Aceleré, imaginando que salía disparado y por un momento vislumbré la posibilidad de una vida sin dolor.
—¿Me lo prometes?
Asintió mientras trabajaba con el medidor de presión de aire.
—Sí, te lo prometo.
Resultó que mi hermano era tan mentiroso como los demás. Acabó largándose. Me dejó atrás porque prefería estar borracho a hacer frente a la vida. Unos años después, mi otro hermano, Dylan, se licenció y se fue de casa. Se cambió el número de teléfono, nunca dijo adónde iba y nadie ha sabido nada de él desde entonces; aunque no estoy seguro de que lo hayan buscado.
Por aquel entonces yo tenía doce años y era el único que quedaba en casa. La rabia de mi padre se concentró en mí, algo que me quedó claro la noche en que Dylan hizo las maletas y se fue. Las palizas antes no eran tan severas: bofetadas en la cara, latigazos con el cinturón y a veces nos golpeaba con el puño o nos daba patadas; se contenía lo suficiente como para que doliese pero que las marcas se pudieran ocultar después.
Con la cara apoyada en el cristal de la ventana, observé a Dylan salir por el camino e internarse en la oscuridad de la carretera y, aunque nunca habíamos estado muy unidos, me imaginé a mí mismo sentado en el coche con él. Mi padre entró en casa, arrastrando el aire frío de la noche con él. Le había gritado a Dylan durante todo el camino hasta llegar al coche diciéndole que era un completo idiota porque había renunciado a la beca de fútbol y no quería estar en el equipo.
—¿Qué cojones estás mirando? —Cerró la puerta con tanta fuerza que el retrato familiar que había en la pared se cayó al suelo.
Me di la vuelta en el sofá y me senté, contemplando el retrato en el suelo.
—Nada, señor.
Noté el olor a alcohol en su aliento desde el otro extremo de la habitación. Caminó hacia mí, con las pupilas tragándose los ojos. Era más grande que yo, más fuerte que yo y, a juzgar por su aspecto, llevaba ventaja y no había nada que yo pudiera hacer.
Sabía que lo más prudente era levantarme y esconderme. De ese modo, ganaría tiempo para que se tranquilizara, pero no me moví. Pensé en mis hermanos, que se habían ido y me habían dejado atrás como a una camiseta vieja. Estábamos en esto juntos y ahora sólo estaba yo. Empecé a llorar como un estúpido niñato, a pesar de que lo único que ganaría con ello sería enfurecerlo más.
—¿Estás llorando? ¿Qué mierda te pasa? —No redujo la velocidad de su avance, levantó el puño y me golpeó en el hombro.
El dolor se extendió por el cuello y bajó hasta el brazo impidiendo que el oxígeno entrara en mis pulmones y caí al suelo, parpadeando para eliminar los puntitos negros que ofuscaban mi visión.
—¡Levántate! —Me dio una patada en el costado, pero no pude levantarme. Mis piernas se habían dado por vencidas y con cada golpe algo moría en mi interior. Ni siquiera pude encoger las piernas para protegerme. Dejé que el dolor tomara el control para así dejarlo atrás—. ¡Eres un inútil! Al menos tus hermanos se defendían. ¿Qué eres tú? ¡Nada! ¡La culpa es tuya!
Otra patada, esta vez en el estómago y el dolor se disparó en mi cabeza.
—¡Levántate! Levántate. Levántate… —Me golpeó el estómago con la bota y su voz se convirtió en una súplica. Como si el hecho de que siguiera pegándome fuera sólo culpa mía, y posiblemente lo fuera. Lo único que tenía que hacer era levantarme. Pero ni siquiera podía hacer algo tan simple como eso.
Fue la peor paliza que me había dado en toda mi vida, parecía que hubiese querido canalizar toda la frustración que le habían causado mis hermanos en mí. Mi madre no me dejó ir al instituto durante dos semanas para que me curara y le contó a todo el mundo, en el instituto, a la familia, a los amigos, vecinos y todo el que preguntaba, que había pillado una infección en la garganta y que era muy contagiosa.
Estuve acostado todo el tiempo, curándome, pero mi mente y mis ganas de vivir murieron; era consciente de que la situación no iba a mejorar jamás, que tenía que aguantar para siempre.
Parpadeo para apartar la idea de mi mente, me siento en el suelo y me levanto la camiseta. Juré que cuando fuera a la universidad abandonaría esta jodida costumbre. Pero me domina más de lo que pensaba.
Al día siguiente, en biología, intento controlar el dolor de estómago, pero no puedo dejar de mirar hacia atrás, en dirección a Callie, que parece no darse cuenta de que me estoy volviendo un acosador.
El profesor Fremont se toma su tiempo para terminar la clase. Salgo al pasillo abarrotado de gente y bloqueo la entrada, intentando decidir si saltarme la siguiente clase o no, entonces alguien choca contra mi espalda.
—Dios mío, lo siento —se disculpa Callie alejándose de mí como si fuera un criminal—. No estaba prestando atención.
—No tienes que disculparte. Estoy perfectamente, aunque me hayas atropellado. —Le sonrío y me aparto para que la gente pueda pasar. Al girarme, mis músculos arden.
—Lo siento —repite Callie y entonces cierra los ojos y sacude la cabeza—. Tengo la mala costumbre de decir «lo siento».
—No importa, pero tal vez deberías intentar no decirlo tanto —le sugiero, apoyando la cabeza en el marco de la puerta.
Tiene el cabello castaño recogido y algunos mechones le caen por la cara. Lleva unos vaqueros, una camiseta morada y poco maquillaje. No se le salen las tetas por el escote ni sus vaqueros son tan ajustados para marcar las curvas, que es como Daisy se viste siempre. No tienen nada que ver pero me descubro observándola con detenimiento.
—Lo intento, pero es difícil. —Mira hacia abajo, a su carpeta marrón, tan tímida e inocente. Como si necesitara miles de abrazos para borrar la tristeza que carga sobre los hombros—. Es muy difícil dejar atrás las costumbres.
—¿Puedo acompañarte a algún sitio? —pregunto sin pensar en lo que estoy haciendo o las consecuencias que esto puede acarrear—. De verdad que quiero agradecerte, bueno, ya sabes, lo que hiciste.
Sus párpados tiemblan al abrirse y me da un vuelco al corazón. Nunca antes me había ocurrido y siento un momentáneo estado de vértigo.
—He quedado con Seth, pero quizás otro día —dice evasivamente y empieza a andar por el pasillo, mientras la mochila que lleva al hombro se balancea siguiendo el ritmo de sus pasos.
La alcanzo y me pongo a andar a su lado.
—Es un chico muy interesante, ¿sabes? Está conmigo en inglés y siempre levanta la mano para dar la respuesta incorrecta.
Una débil sonrisa asoma en sus labios.
—Lo hace a propósito.
Agarro el cristal con la mano para sostener la puerta abierta mientras ella pasa.
—¿Por qué?
Se pone la mano a modo de visera para evitar que el sol le dé en los ojos mientras sale afuera.
—Porque está en la lista.
Me detengo cuando salgo y enarco una ceja.
—¿La lista?
—Es una tontería. —Mueve la mano para quitarle importancia—. Mira, tengo que irme.
Se pone en marcha y avanza rápidamente con sus delgadas piernas dejándome atrás en el patio del campus. Lleva la cabeza agachada y los hombros encorvados, como si hiciera todo lo posible por pasar desapercibida.
Callie
Mi dormitorio está en el edificio Mclntyre, el más alto de la residencia. Paso la tarjeta de identificación para acceder al recibidor y tecleo el código para entrar en mi habitación. Por la ventana la gente se ve diminuta. Me siento como un pájaro que los contempla desde el cielo.
Saco mi diario, que está escondido bajo la almohada, y cojo un bolígrafo. Empecé a escribirlo cuando tenía trece años para poner mis pensamientos sobre el papel. No quería que fuera un hobby para toda la vida, pero me siento mucho mejor cuando lo hago, como si mi cerebro fuera al fin libre para decir lo que quiere.
Los bordes de la cubierta están estropeados y algunas páginas se han salido de la espiral. Me siento con las piernas cruzadas y presiono la punta del boli sobre una página en blanco.
Es impresionante cómo las cosas que recuerdas siempre son las que te gustaría olvidar y en cambio, las cosas a las que deseas aferrarte desesperadamente se desvanecen como la arena en el viento.
Me acuerdo de todo lo relacionado con ese día, como si las imágenes se hubieran grabado a fuego en mi cerebro. Pero me gustaría que se fueran volando con el viento.
Oigo un golpecito en la puerta. Suspirando, guardo el cuaderno debajo de la almohada antes de responder. Seth entra con dos cafés fríos con leche y me da uno.
—Me parecía que necesitabas uno de estos. —Se quita la chaqueta, la pone encima de una silla que hay delante del escritorio y se sienta en la cama—. Vale, suéltalo.
—No sé por qué me habla y me propone ir a sitios juntos. —Paseo delante de mi cama y sorbo el café con la pajita. De la pared cuelgan dibujos y un póster de Rise Against de mi compañera de habitación y su cama está llena de ropa sucia—. Nunca me había hablado antes.
—¿Quién? ¿Kayden? —pregunta Seth y yo asiento. Se desploma en mi cama y va pasando las canciones de la lista de reproducción de mi iPod—. A lo mejor le gustas.
Me paro en mitad de la habitación y sacudo la cabeza con tanta fuerza que el hielo repica en el vaso.
—No es eso. Tiene novia… Una víbora a la que puede toquetear.
—Probablemente te habría tocado si le hubieras dejado —dice, y me atraganto—. Vale, todavía no es un buen momento.
Pongo el café en el escritorio, me siento en la cama y coloco las manos debajo de las piernas.
—No estoy segura de si alguna vez será un buen momento. He llegado a la conclusión de que nunca seré capaz de ir tan lejos con nadie. Puede que termine como una de esas señoras mayores con mil gatos que comen comida para gatos.
—En primer lugar, bruta, nunca dejaría que te convirtieras en eso. Y en segundo lugar, podríamos añadirlo a la lista. —Se levanta y coge un bolígrafo de la mesita de noche.
—Sólo porque esté en la lista no quiere decir que vaya a ocurrir —digo cuando veo que se levanta y se dirige al tablón que hay detrás de la puerta donde está colgada la lista.
—Claro que sí, Callie. —Sonríe mientras quita el tapón del boli con el dedo pulgar—. Porque es una lista mágica, llena de posibilidades.
—Ya me gustaría. —Miro por la ventana a la gente que inunda el patio del campus—. De verdad que me gustaría.
El boli chirría mientras garabatea algo. Cuando vuelvo a prestarle atención veo que ha añadido: «#52 Arriesgarse, por el amor de Dios» al final de la lista. Vuelve a ponerle el tapón al boli, ladea la cabeza y sonríe orgulloso ante la idea.
—A veces me sorprendo a mí mismo. Voy a tener que añadir esto a mi copia de la lista en cuanto vuelva a mi habitación. —Lanza el boli a la cómoda y se sienta en la cama—. Así que, ¿cuándo vas a arriesgarte, Callie? Porque sé que eres lo suficientemente fuerte como para intentarlo.
—¿Y qué pasa si lo intento y todo sale mal? —pregunto—. ¿Si confío en alguien de nuevo y se aprovecha de mí? No me falta mucho para venirme abajo.
—Arriésgate —canturrea—. Vamos Callie, hazlo.
—¿Es posible que me estés presionando?
—Sí, ¿funciona?
—Pues no. Hasta que no sepa qué es lo que quieres que haga.
Se frota las manos con un brillo en los ojos.
—Tengo una idea. Deberías llamar a Kayden y aceptar su propuesta.
—No, Seth. —Levanto las rodillas y apoyo la barbilla en ellas—. No puedo tener cerca a gente como él. Me pone nerviosa y me recuerda demasiado al instituto. Además, pronto se dará cuenta de lo mucho que me odia su novia y se echará atrás.
—Parece simpático. —Seth se saca el móvil del bolsillo y mira la pantalla—. Tengo su número de móvil.
Frunzo el ceño.
—¿Y eso?
—Porque soy fantástico. —Pasa el dedo por la pantalla para llamarle. Me echo sobre él y le agarro, pero escapa de mí y huye hacia la puerta—. Allá vamos.
Me levanto y me pongo las manos en las caderas, hundo los dedos en la piel y me encorvo en un intento de que el aire llegue a mis pulmones.
—Seth, por favor, no lo hagas. No puedo. No se me dan bien los chicos.
Se lleva el teléfono a la oreja sin dejar de mirarme con severidad.
—Callie, no todos los chicos son como él… Hola, ¿eres Kayden? —Hace una pausa—. Sí, soy Seth. Espera un momento. Callie quiere hablar contigo. —Cubre el auricular con la mano, y me tiende el teléfono—. A-rriés-ga-té.
Retiro las manos de las caderas y quedan marcas rojas de las uñas en la piel. Cojo el móvil, el pulso se me dispara en las muñecas y el cuello, me tiemblan las manos. Me pongo al teléfono, como puedo.
—Hola —digo apenas con un suspiro.
—Hola —contesta, confuso pero intrigado—. ¿Necesitas algo?
—Pues estaba pensando que quizás… Podría aceptar tu propuesta de ir a algún lado —explico, y Seth me anima a seguir—. No tenemos por qué hacer nada ahora, pero quizás más tarde, si te va bien…
—Estaba a punto de salir a explorar la ciudad —dice mientras me muerdo una uña—. ¿Quieres venir conmigo?
Asiento, aun sabiendo que no puede verme.
—Sí, suena bien. ¿Nos vemos fuera?
—¿Sabes cómo es la camioneta de Luke? —pregunta.
—¿La que llevaba al instituto?
—Sí, esa. ¿Por qué no nos vemos en diez minutos delante de la camioneta? Está aparcada cerca de la entrada lateral al patio interior.
—Vale. —Cuelgo y frunzo el ceño.
Mi amigo aplaude y hace un bailecito.
—¿Has visto? Arriesgarse no está tan mal. De hecho, puede que incluso salga mejor de lo que esperas.
—¿Qué pasa si me entra el pánico? —Le devuelvo el móvil y cojo una sudadera de mi cómoda—. ¿Y si hago algo raro? Nunca he estado sola con un extraño.
—Estarás bien. —Me pone los brazos en los hombros y me mira a los ojos—. Tan sólo tienes que ser la Callie que yo conozco.
Me subo la cremallera de la chaqueta.
—De acuerdo, lo intentaré.
Se ríe y me rodea, dándome un abrazo.
—Si necesitas algo, llámame. Siempre estaré ahí para ti.
Kayden no está en el aparcamiento. Mientras espero al lado de la camioneta de Luke, miro a los otros estudiantes que van a clase y me dan ganas de salir corriendo. Cuando subo a la acera para regresar al dormitorio, Kayden sale por la puerta lateral del edificio. Está hablando con una chica con el pelo negro y ondulado que va siempre detrás de él.
Lleva unos vaqueros de talle bajo y una polo gris oscuro de manga larga. Se mueve de un modo cautivador. Al caminar, el movimiento de sus caderas es el de un chico sobrado, sin embargo, va con los hombros inclinados y la zona del abdomen rígida, como si le doliera al andar.
Doy un paso atrás en dirección a la camioneta y espero con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando me ve, sus labios se curvan hacia arriba y se despide de la chica, que creo que va conmigo a clase de filosofía.
—Lo siento, llego tarde. —Levanta el dedo pulgar y señala a la chica—. Kellie necesitaba ayuda con un trabajo de inglés. ¿Llevas mucho esperando?
Dejo caer los brazos a los costados y luego los doblo sobre el pecho de nuevo, incapaz de entender lo que hago con él.
—No demasiado.
Kayden baja de la acera y retrocedo cuando se acerca a mí, pero entonces agarra la manecilla de la camioneta y me relajo; me pongo a un lado para que pueda abrirla.
—¿Estás bien? —Abre la puerta y las bisagras crujen mientras trocitos de óxido caen por el borde.
Asiento, pongo un pie dentro de la camioneta y me subo. El plástico del asiento está raído y se engancha a mis vaqueros, arañándome la piel. Kayden cierra la puerta y me retuerzo las manos en el regazo. Es la primera vez que estoy sola con un chico en un coche, sin contar a Seth, y mi corazón desafía a mi pecho a que contenga la rabia que siento.
—Callie, ¿seguro que estás bien? —insiste con las manos sobre el volante—. Estás un poco pálida.
Me obligo a concentrarme en él, intentando no parpadear mucho.
—Sí. Es sólo que estoy un poco cansada. La universidad me agota.
—Estoy totalmente de acuerdo. —Me regala una sonrisa que le arruga los lados de los ojos y enciende el motor. Hace un ruido extraño y después petardea—. Lo siento, la camioneta de Luke es una mierda.
Extiendo las manos sudorosas por las rodillas.
—¿Qué le ha pasado a tu coche? El que tenías en el instituto. ¿Lo has dejado en casa?
Traga con fuerza para bajar el nudo que se le ha formado en la garganta.
—Mi padre tiene esta norma: una vez que nos vamos de casa, estamos solos. El compró el coche, así que es suyo.
Asiento y cojo el cinturón para abrochármelo.
—Yo tampoco tengo. Mis padres me ofrecieron el coche viejo de mi hermano pero les dije que no.
—¿Por qué? —Empuja la palanca de cambio de marchas y los neumáticos avanzan—. La vida es más fácil si tienes un coche.
Presiono la hebilla para cerrarla y miro los árboles frondosos conforme salimos a la calle y dejamos atrás el campus.
—Es mucha responsabilidad. Además, no planeaba salir del campus muy a menudo.
Pone en marcha el limpiaparabrisas para deshacerse de la suciedad del cristal.
—Quiero hacerte una pregunta, pero eres libre de no responder —titubea y dice—: ¿Por qué nunca salías con nadie en el instituto? Lo he estado pensando y no te recuerdo en ninguna parte, como si no fueras a las fiestas ni hicieras nada de nada…
Me rasco la parte trasera del cuello hasta que empieza a escocerme.
—Porque no hacía nada.
Me mira, esperando a que me explique, con los ojos clavados en mí en lugar de estar atento a la carretera, pero no puedo contarle nada. Es mi secreto y me lo llevaré a la tumba.
—He oído que hay un mirador muy bonito, sólo hay que subir la colina y se ve toda la ciudad —dice—. Pensaba que podríamos ir allí. No está muy lejos a pie.
—¿A pie? —pregunto—. ¿Vamos a escalar una colina?
Se ríe y me siento como una imbécil.
—Sí, vamos a escalar montañas y todo.
Arrugo la nariz y miro mis botas marrones, que están gastadísimas. Son de un número más pequeño que el mío y me salen ampollas solamente de andar por el campus.
—De acuerdo, puedo hacer senderismo.
Se aparta para decir algo, pero le suena el móvil en el bolsillo. Frunce las cejas cuando lee el nombre que aparece en la pantalla.
—¿Puedes estar en silencio durante un segundo? —me pregunta con cara de culpabilidad.
Asiento con la vista fija en su teléfono.
—Claro.
—Ey nena, ¿qué tal? —contesta y oigo la voz de Daisy al otro lado.
—Entonces no se lo digas y puede que no se enfaden —Kayden hace una pausa—. Sí, ya lo sé. Yo también te echo de menos. Estoy deseando que llegue el baile de bienvenida… No, todavía no me he comprado el esmoquin.
Los celos me queman el corazón. Cuando era más joven, soñaba con ir a un baile y llevar un vestido bonito con muchos brillantes. También quería una tiara. Pero ahora todo eso me parece una tontería.
—Yo también te quiero —dice con voz monótona y rápidamente cuelga el teléfono.
Lo deja en el asiento que hay entre nosotros.
—Era Daisy… Conoces a Daisy McMillian, ¿no?
—Sí, un poco.
—Por tu tono de voz adivino que no te gusta.
—¿Por qué lo dices?
Sus manos se aferran al volante mientras sus ojos me evalúan.
—Porque a mucha gente no le gusta.
—Si es así, entonces ¿por qué sales con ella? —pregunto sin saber de dónde sale mi atrevimiento.
Se encoge de hombros, con la mandíbula rígida.
—Es una novia agradable. La mayoría de las veces me hace feliz.
—Oh, lo siento. Estoy siendo grosera, ¿verdad? —Agarro el borde del cinturón de seguridad mientras él gira hacia un camino de tierra con baches y colinas afiladas a los lados. Estamos entre montañas verdes llenas de árboles y hierba.
—No, yo te he preguntado primero. —Aprieta los dientes y mantiene los dedos aferrados al volante.
Pasamos el resto del viaje en silencio; no quiero decir nada que pueda molestarle. Está inmerso en sus pensamientos.
Mientras sube por la colina, gira el volante a la derecha y dirige la camioneta hacia un desvío. Llegamos a un camino lleno de zanjas y Kayden va más lento. La camioneta traquetea mientras avanza y nos balanceamos de izquierda a derecha. Cuando volvemos a un camino liso, nos dirigimos a los árboles y, una vez allí, levanta el freno de mano y apaga el motor.
Una colina empinada se alza delante de nosotros. Hay pintadas a los lados de la roca hechas con varios colores en las que se leen fechas, letras de canciones, poemas y declaraciones de amor. Hay otros vehículos aparcados al lado. Hay gente en el camino y la cima de la colina. Me alegro de que no estemos solos, pero tampoco me gusta que haya tanta gente. Menudos problemas tengo.
Kayden agarra la manecilla y abre la puerta de la camioneta empujándola con el codo.
—Te prometo que no está muy lejos. Al menos eso es lo que me han dicho. Si te parece demasiado, dímelo y nos volvemos.
—De acuerdo. —Abro la puerta y balanceo los pies, evitando un charco.
Estamos delante de la camioneta y me meto las manos en los bolsillos. Están recubiertos con una tela suave que hace que me sienta cómoda porque me recuerda a un osito de peluche.
Caminamos por el sendero de tierra y pasamos a una pareja que está sentada en una roca, provista de botas de montaña y mochilas. Nos saludan y Kayden les devuelve el saludo mientras miro fijamente la roca llena de pintadas.
—¿Qué es esto? —pregunto en voz alta y leo una de las citas—: «Aprovecha el momento, hazlo tuyo y haz lo que quieras hacer».
Kayden esquiva un lado del camino para evitar un hoyo y su hombro choca accidentalmente con el mío.
—Imagino que es una tradición de los veteranos de la Universidad de Wyoming venir aquí y escribir palabras sabias para los futuros veteranos.
—«Persiste y prospera». —Lo miro con los labios fruncidos—. Qué profundo.
Se ríe y se forman líneas alrededor de su boca.
—No he dicho que sean sabias de verdad, sólo que se supone que lo son.
Corro por la colina rocosa para poner un poco de distancia entre nosotros.
—Parece una buena idea: marcarte un objetivo.
—Lo es, ¿no? —Salta sobre una roca enorme, extiende las largas piernas al aterrizar sobre ella y luego salta al otro lado. Está jadeando, sonriendo y orgulloso de sí mismo—. Se parece a la hoguera que hacíamos en Afton: escribíamos nuestros pensamientos en un trozo de papel y los quemábamos.
—Nunca fui —admito, apretando los puños. Si hubiera ido, la gente me habría acosado, murmurando que era una chica satánica que nunca comía. Porque mi pelo enredado, el montón de pintura negra de los ojos y mi comportamiento antisocial sólo podrían haber sido obra del demonio.
—Oh. —Me observa durante un largo rato en el que intento no prestar atención—. Callie, me gustaría conocerte. Vaya, que me salvaste el pellejo y apenas sé nada de ti.
Arranco una hoja de un arbusto y rasgo los bordes.
—En realidad, no hay mucho que contar. Soy una persona aburrida.
—Lo dudo. —Le da una patada a una piedra al borde del acantilado—. ¿Y si te cuento algo sobre mí y después me cuentas tú algo sobre ti?
—¿Cómo qué?
—Lo que quieras.
Nos detenemos al llegar al final del camino. Se ensancha hasta una zona rodeada de colinas y peñascos donde se erige un enorme acantilado pavimentado con forma de escalera. Es empinado, pero se puede escalar.
—¿Qué hacemos? —Dejo caer la hoja y vuelvo la cabeza para mirar la cima.
Kayden se frota las manos, se agarra a uno de los peldaños y coloca el pie en el inferior.
—Escalar. —Balancea la rodilla y salta, como si estuviera ascendiendo por una pared rocosa. Una vez que ha recorrido la mitad del camino, me mira por encima del hombro—. ¿Vienes?
Miro atrás, al camino que rodea la colina, y después vuelvo a mirar el acantilado. Arriesgarse, por el amor de Dios. A pesar de que me dan miedo las alturas, me agarro al borde, salto y asciendo. Pongo cada pie en un borde, maniobro para subir un peldaño más, mareada por la altura. Cuando miro abajo, tiemblo. Tengo miedo de estrellarme contra las rocas. El viento se me enreda en el cabello y algunos mechones se me escapan de la goma.
—¿Vas bien?
Ya está en la cima con las manos en las caderas, como si fuera el rey del mundo. Si existiera sería un trabajo increíble. Llevaría una corona y todo el mundo tendría que escucharme. Si ordenara a mis súbditos que no se acercaran a mí, tendrían que obedecerme.
Inspiro profundamente y muevo la mano al siguiente peldaño.
—Sí. —Mientras los dedos se me escurren, cierro los ojos con fuerza e inclino la espalda. No me voy a caer, pero me siento indefensa y no puedo moverme.
—Mierda, Callie —dice—. Dame la mano.
Pego los dedos en el borde y los entierro mientras la cantidad de aire desciende. Me mareo y las rodillas me tiemblan, a punto de doblarse.
—Callie, abre los ojos —dice Kayden con una voz suave pero decidida y abro los ojos. Ha descendido, tiene los pies justo por encima de mi cabeza y me tiende el brazo—. Dame la mano. Te ayudaré a subir.
Miro su mano como si fuera del mismísimo diablo, porque las manos pueden serlo; pueden poseerte, presionarte, tocarte sin tu permiso. Aprieto los labios y sacudo la cabeza.
—Puedo hacerlo sola. Simplemente, me estoy tomando mi tiempo.
Suspira y los músculos de su brazo se relajan.
—Te dan miedo las alturas, ¿no?
Me inclino hacia adelante hasta que mi cuerpo está pegado a la roca.
—Un poco.
—Dame la mano —repite. Su voz es suave, pero sus ojos son magnéticos—. Yo te ayudo a subir a la cima.
Hace viento y el polvo me pica en las mejillas. Mi cuerpo arde de nervios cuando cierro los ojos y le doy la mano. Nuestros dedos se entrelazan, la emoción pasa a través de mi brazo y levanto la cabeza para mirarlo.
Kayden me agarra con fuerza y me levanta, los músculos de sus brazos se flexionan y me sube al siguiente peldaño. Coloco bien los pies y me da un momento antes de tirar de mi brazo de nuevo y subirme al siguiente peldaño. Cuando alcanza la cima, me suelta, pero sólo para colocarse bien. Después extiende su mano por el borde y vuelvo a cogérsela, confiando de nuevo en él. Tropiezo y mis zapatos arañan la tierra mientras intento recuperar la estabilidad.
Me rodea la espalda con la mano y me toca justo por encima de la cintura para sujetarme. Mi cuerpo se pone rígido mientras una mezcla de emociones me atenaza. Me gusta que me toque, me gustan la ternura de sus dedos y la calidez de su cercanía, pero en ese instante mi mente vuelve al pasado, a una mano enorme empujándome hasta que caigo a una cama.
Me vuelvo con los ojos muy abiertos y el pelo flotando delante de mi cara.
—No me toques, por favor.
—Lo siento —dice con las manos extendidas y una mirada cautelosa en la cara—. Sólo quería ayudarte a recuperar el equilibrio.
Levanto el brazo para recogerme el pelo con la goma.
—No, lo siento… Es que… Bueno, no tiene nada que ver contigo, te lo juro. Tengo problemas.
Baja las manos, las coloca a los costados y me mira durante un largo rato.
—No quiero agobiarte, pero pareces nerviosa. ¿Te importa si te pregunto por qué?
Le miro por encima del hombro.
—Preferiría que no.
—Está bien —dice y mira hacia el acantilado que se abre frente a nosotros.
Me pongo a su lado, pero dejo un pequeño espacio entre los dos. Las colinas se extienden frente a nosotros: verdes, florecientes, llenas de árboles y excursionistas. El cielo azul no tiene fin y el sol nos ilumina a través de las delgadas nubes. Corre una brisa que me hace sentir que estoy volando.
—Me recuerda al cuadro que el señor Garibaldi tenía en la pared. —Kayden se rasca el mentón pensativo.
—¿El cuadro del que estaba tan orgulloso? ¿Aquel del que no paraba de hablar? —Me pongo las manos en las caderas, pero las vuelvo a levantar mientras imagino cómo sería ser un pájaro y poder volar alto y libre.
Se ríe, ladea la cabeza y el pelo le cae por la frente.
—¿Contaba esa historia en todas las clases?
Enrollo la lengua dentro de mi boca al reprimir una sonrisa.
—Creo que era una tradición. Era su modo de presumir de que hubo un tiempo en su vida en el que no estaba encerrado en una clase.
Levanta de nuevo la cabeza y exhala un suspiro.
—¿Cuánto tiempo quieres quedarte aquí?
Me encojo de hombros y me giro hacia el borde.
—Podemos volver si quieres.
—No quiero volver —dice y hace una pausa—. A no ser que tú quieras.
Vuelvo la vista a las colinas.
—Me gustaría quedarme un poco más, si te parece bien.
—Me parece perfecto. —Se sienta en la tierra y cruza las piernas delante de él. Después da una palmadita al espacio que hay a su lado.
Me quedo mirándolo un buen rato antes de echarme al suelo y cruzar también las piernas. Se me contraen los músculos por el hecho de que nuestras piernas estén tan cerca, pero no muevo las mías.
—Odio el fútbol —confiesa levantando la pierna y colocando la mano encima de la rodilla.
—¿Ah sí? —digo sorprendida—. ¿Y eso?
Sus dedos se desplazan por la cicatriz que le recorre el pómulo.
—A veces es demasiado violento.
Vuelvo a descansar las palmas de las manos.
—A mí tampoco me gusta. Sólo hay un objetivo, dominar.
Se ríe y sacude la cabeza.
—Yo no iría tan lejos, pero tienes parte de razón. Yo soy quarterback, así que lo único que hago es pegarle a la pelota.
Arrastro el dedo meñique por la tierra.
—Sé cuál era tu posición en el juego y lo que hace el quarterback. Ya sabes que mi padre es entrenador y siempre me tocaba oír un resumen de todos los partidos y entrenamientos cuando estábamos cenando.
—Tu padre es un buen tipo —dice mirándome de reojo—. Me cae bien.
Ya sé que no debería preguntar, pero no puedo evitarlo. Me ha estado consumiendo durante meses desde que lo dejé. Nunca llegué a creer que fuera la única vez que su padre le pegara. Toda esa rabia no sale una vez y luego desaparece.
—Kayden, ¿qué ocurrió aquella noche? Cuando estaba en tu casa y tu padre, bueno, cuando te pegó. ¿Había ocurrido antes?
—Creo que te toca a ti contarme algo —evita la pregunta, con los puños cerrados y los nudillos tan blancos que las cicatrices que hay en ellos se difuminan.
—No tengo mucho que decir. —No quiero mirarlo, me encojo de hombros—. Nada que sea particularmente interesante.
Levanta la mano, presionando un dedo con el pulgar.
—Vamos, sólo un pequeño detalle. Es todo lo que pido.
Frunzo el ceño y busco en mi cerebro algo interesante que no sea muy personal. Me encojo de hombros.
—Me gusta practicar de vez en cuando kickboxing en el gimnasio que hay cerca del campus.
—¿Kickboxing? —pregunta con el ceño fruncido—. ¿De verdad?
Me quito la tierra de las uñas rotas.
—Me relaja.
Me escanea con los ojos, de pies a cabeza y me ruborizo.
—Eres muy pequeña para practicar kickboxing. No creo que puedas hacer mucho daño a alguien con esas piernas tan cortas.
Si fuese más valiente, le habría desafiado ahí mismo, sólo para demostrarle que está equivocado.
Inclino la barbilla y miro al cielo protegiéndome los ojos con la mano para evitar que los rayos del sol me molesten.
—No lo hago por hacer deporte, sólo para divertirme. Es bueno para… no sé… —Me callo porque el resto es demasiado personal.
—Para liberar la ira —dice más para él mismo que para mí.
Asiento.
—Sí, más o menos.
—¿Sabes qué? —Me mira con una gran sonrisa en los labios—. La próxima vez que vayas, podrías llamarme. Mi entrenador, que es un capullo comparado con tu padre, dice que tengo que mejorar mi forma física. Así que puedes enseñarme lo que puedes hacer con ese cuerpecillo que tienes. Me portaré bien y te daré ventaja para que me ganes.
Me muerdo el labio para no sonreír.
—De acuerdo, pero no voy muy a menudo.
—¿Sólo cuando te apetece patear culos? —bromea levantando una ceja.
Mis labios forman una diminuta sonrisa.
—Algo así.
Se vuelve para mirarme y cruza las piernas.
—Vale, tengo otra pregunta. Acabo de acordarme. Creo que estábamos en quinto y tu familia vino a mi casa para una de esas estúpidas barbacoas que celebraba mi padre. De algún modo, desapareció un trofeo de fútbol de la vitrina de mi padre y todo el mundo pensó que lo había hecho mi hermano Tyler porque estaba pasando una fase rara, pero en realidad sólo se había perdido. Aunque juraría que cuando ibas hacia el coche te vi con la colección debajo de tu camiseta.
Coloco las piernas bajo el trasero y me cubro la cara con las manos.
—Mi hermano me dijo que lo hiciera. Me dijo que si lo robaba para él no le contaría a mi madre que fui yo quien rompió una de sus estúpidas colecciones de unicornios. —Hago una pausa y el ambiente se torna silencioso. Después, me armo de valor y lo miro a través de las rendijas de mis dedos—. Lo siento muchísimo.
Kayden me mira y se le forma una pequeña sonrisa en la cara.
—Callie, te estoy tomando el pelo. No me importa lo que hiciste. De hecho, fue divertido.
—No —digo—. Es horrible. Metí a tu hermano en un aprieto.
—No, tenía dieciocho años. —Me retira la mano de la cara—. Y se marchó cuando mi padre empezó a portarse como un cretino.
—Me siento una idiota. Mi hermano todavía lo tiene en su habitación. Debería decirle que te lo devolviera.
—De ninguna manera. —Todavía me sostiene la mano mientras guía mi brazo hasta mis rodillas. Soy muy consciente de que me está tocando la muñeca con los dedos, justo por encima de mi pulso, y no sé si retirar la mano—. Mi padre no necesita esa mierda para nada.
—¿Estás seguro? —Soy incapaz de apartar la mirada de su mano y mi brazo—. Te juro que te la puedo devolver.
Se ríe suavemente y entonces sus dedos rozan el interior de mi muñeca; todo mi cuerpo se echa a temblar.
—No pasa nada, te lo prometo.
—Lo siento mucho —repito.
Me mira con una expresión extraña, como si estuviera decidiendo algo. Se pasa la lengua por los labios y los aprieta, aguantando la respiración.
A menudo me he preguntado qué aspecto tendría un chico que estuviera a punto de besarme. ¿Sería igual que con mi primer y único beso? ¿Un relámpago brillando en sus pupilas? ¿Algo menos terrorífico? ¿Lleno de pasión y deseo?
Se vuelve hacia el acantilado, me suelta la muñeca y su mano empieza a temblar. La flexiona, estira y relaja los dedos con un suspiro.
—¿Qué te pasa en la mano? —le pregunto, esforzándome por mantener la voz firme—. ¿Te has hecho daño escalando?
La esconde en un puño y la coloca en su regazo.
—No es nada. Me la rompí hace un tiempo y a veces me pasa esto.
—¿Te pasa cuando juegas?
—A veces, pero puedo sobrellevarlo.
Me quedo mirando las cicatrices de sus nudillos, recordando la noche en la que se abrieron.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Estira las piernas y se apoya sobre las manos.
—Claro.
—¿Cómo te has hecho esas cicatrices? —Estiro el brazo para tocarlas porque la necesidad de sentirlo es tan intensa que temporalmente anula mis dudas, pero me doy cuenta de lo que estoy a punto de hacer y retiro la mano.
Se mira una de sus manos. Al final de cada uno de los dedos tiene una gruesa cicatriz blanca.
—Golpeé un muro.
—¿Cómo?
—No lo hice a propósito —añade, y con los dedos dibuja un camino en la tierra—. A veces ocurren accidentes.
Me acuerdo de su padre golpeándolo con el puño en la cara.
—Sí, ya, pero a veces la gente mala hace cosas horribles a propósito.
Asiente, se levanta y sacude la tierra de sus vaqueros.
—Deberíamos volver. Tengo que hacer un trabajo de literatura. —Me ofrece la mano para ayudarme, pero no puedo aceptarla.
Me apoyo en las manos y las rodillas y me impulso para levantarme.
—Ahora sólo queda bajar —digo suspirando mientras camino hacia el acantilado y echo un vistazo por el borde.
Se ríe y me sigue.
—No te preocupes. Te ayudaré a bajar, si me dejas.
Abro mucho los ojos y miro al acantilado. Menudo dilema. Pero he confiado en él una vez y decido hacerlo de nuevo. Sólo rezo para que no me empuje porque ya estoy hecha pedazos y no sé si puedo romperme aún más.
Kayden
Me pone nervioso ayudarla a bajar por el acantilado y no porque piense que vaya a caerse. Tengo el brazo alrededor de su espalda y su peso está echado sobre mí. Está a salvo.
El problema soy yo. Durante nuestro descenso, el corazón me golpea con fuerza en el pecho. Quiero tocar su piel, besar sus labios e incluso tocarle el culo. Nunca he querido algo así y es una mierda. Por un segundo, considero la posibilidad de besarla mientras estamos en la cima de la colina, pero no habría sido una buena idea. No sólo porque no debería besar a alguien tan agradable como Callie, sino también porque tengo novia y no habría sido honesto para nadie.
A pesar de que nuestra conversación en la colina ha durado poco, ha sido más profunda que cualquier otra charla en mi vida. Cuando hablo con Daisy, normalmente comentamos cosas superficiales, como el baile de bienvenida, qué es lo que va a ponerse y dónde se celebrarán las fiestas. Así es como quiero mi vida. Simple. Ya tengo suficiente complejidad encerrada dentro de mí, a la sombra, en la oscuridad.
—¿Estás seguro de que no vamos a caernos? —Callie sujeta mi brazo y aprieta los dedos contra la tela de mi camiseta mientras mira hacia abajo—. Parece como si fueras a dejarme caer.
—No voy a dejarte caer. Te lo prometo. —Aseguro el brazo alrededor de su espalda y la acerco a mí—. Relájate. Ya casi estamos.
Deslizo el pie por la roca hasta el siguiente peldaño, reprimiendo la necesidad de tocarla más y coloco la mano en su espalda. Ella me agarra, sujetándose a mí mientras coloca la pierna en el peldaño inferior. Una vez lo alcanza con el pie, se relaja mientras bajamos.
La suelto cuando sus pies tocan el suelo.
—¿Has visto? Te dije que no te soltaría.
Con aire fanfarrón, salto el tramo de escaleras que faltan y aterrizo delante de ella, ignorando el dolor de mis pantorrillas.
—Recuérdame que nunca te vuelva a llevar a algún lugar alto.
Pone cara de disculpa mientras se sacude la tierra de la parte delantera de su camiseta con las manos.
—Lo siento. Debería haberte advertido. Aunque esa escalada no es normal. Parecíamos lagartos o algo así.
Me río sin poder evitarlo. Me siento bien.
—Entonces, ¿a qué lugares te gustaría ir?
Parece tan perdida como yo.
—Ni idea.
—Pues piénsalo. —Empiezo a descender por el camino hasta donde he aparcado la camioneta y Callie me sigue—. Y la próxima vez me dices adonde quieres ir.
Frunce el ceño y mira hacia las colinas que hay a los lados.
—¿Va a haber una próxima vez?
—Claro —digo—. ¿Por qué no?
Me mira y se encoge de hombros, poco convencida.
—No lo sé.
Parece como si supiera muchas cosas, como si debiera salir corriendo y alejarme de ella antes de que descubra la verdad sobre mí. Pero mi padre siempre dice que no soy tan listo y tengo el presentimiento de que no voy a ser capaz de alejarme de ella.