Los Hombres Jungla comenzaron a hacer su recorrido y unos minutos después uno de mis comandos me llamó y me dijo que «el peluquero» quería colaborar. Fui hasta allá:
—¿Qué sucede?
—No, hermano, déjeme ir y yo le ayudo.
—No, usted no está en condiciones de exigir nada. Simplemente ayúdeme y yo le ayudo también. Usted a mí no me interesa. Yo sé que usted es un peón en este ajedrez. Al que necesito es al rey.
—… Noooo, nooo.
—Bueno Dejemos las cosas así.
—Nooo. Un momento, un momento. El rey está en la palma. Está en la palma.
—¿Cómo?
Cerca de la casa había un lavadero de ropa y al lado del lavadero se levantaba una palmera, y recostadas contra el tronco una serie de tablas largas que desde luego bajaban al piso abriéndose y formando una especie de choza.
Miré a mis hombres y señalé la palmera con un movimiento de cabeza y justamente el hombre más bajo de mi grupo que se encontraba cerca de las tablas se agachó, miró y gritó:
—¡Aquí hay algo, detrás de las tablas hay algo, hay algo!
Corrí y cuando me acercaba el muchacho estaba retirando una de las tablas: lo primero que apareció fueron dos pies con unas medias blancas sucias.
Lo rodeamos, corrimos el resto de las tablas y allí estaba el bandido apoyado sobre los codos y las rodillas, la cabeza agachada, olía a su propio estiércol, a sudor, barbado, tembloroso y frente a su cara una pequeña bolsa de plástico con arroz frío, dos o tres trozos de plátano y un tarro con agua. Comía con las manos… Un hombre con los ríos de dinero que manejaba, con el poder que creía tener sobre la vida de la gente, con esa arrogancia, y allí, temblando como un niño.
Ahora lloraba, levantó un poco la cara y me miró:
—No me vaya a matar. Por favor, no me mate.
—Nosotros no lo vamos a matar. Vinimos solamente a capturarlo. Salga de ahí.
El hombre llevaba consigo una pistola, pero en ningún momento trató de utilizaría. Por el contrarío, no tuvo ningún tipo de reacción. Simplemente temblaba de miedo. Le pregunté cómo había hecho para moverse hasta esa casita, pues nosotros teníamos controlada toda la zona.
—Estaba con veinte hombres en un campamento cuando me cayeron dos helicópteros…
Se refería a la primera fase de la operación, dio algunas explicaciones vagas, pero inmediatamente nos dimos cuenta de que no era un mal estratega. Se trataba de un perro viejo.
Cuando nosotros hacemos un asalto, medimos el curso de las acciones en caso de que la operación no sea efectiva y calculamos hacia dónde puede coger un objetivo. En este caso la ruta de escape tenía que ser por la parte boscosa de la serranía.
Efectivamente, él me dijo luego:
—Yo sabía que ustedes me iban a buscar en el bosque y por eso me fui solo por campo abierto, corriendo a través de un pastizal. Cada vez que los helicópteros se acercaban me lanzaba al piso y la misma hierba me cubría. Así logré salir de esa zona.
Lo que quería decir que, efectivamente, ingresó al área que nosotros queríamos. Se reunió con su gente dentro del cuadrante en la segunda fase de la operación. Por eso lo primero que dijo fue que lo dejaran solo con cuatro hombres. Andaban de noche, sin armamento, vestidos de campesinos, tres iban adelante por la ruta que él indicaba, y desde luego, le informaban por celular o por radio de dos metros hacia dónde debía dirigirse.
El séptimo día llegó hasta un punto donde vio que no podía seguir moviéndose en esa forma y lo que hizo fue continuar solo luego de atarse con su muchacho de confianza en la casita donde lo capturamos.
Luego de un par de palabras lo llevamos hasta la casa, le dimos agua y llamé a mi jefe y él me preguntó de forma inmediata:
—¿Usted por qué no ha llegado? Aquí estamos esperándolo esta operación se acabó…
—Jefe, es que le tengo un detalle…
—¿Cómo así? ¿Cuál detalle?
—Aquí tengo a Mario. Tenemos al objetivo.
—Pero ¿Mario, Mario? ¿Daniel?
—Sí, señor. Aquí tengo a Daniel Rendón Herrera, alias «Don Mario».
—¿Seguro?
—Se lo juro. Aquí lo tengo.
Yo escuchaba los gritos, las risas y él me decía:
—Cálmese. Cálmese.
—No. Cálmese usted, jefe. Cálmese que aquí lo tengo.
No me creían.