ANTONIO (General)

Efectivamente, comentó:

Pablo Arauca acaba de pedir la tractomula que está en Cali. En cosa de minutos debe partir para recogerlo por los lados de Medellín.

Bueno, lo cierto es que empezaron a correr las horas y finalmente contactamos a la tractomula antes de entrar a esa ciudad, cuando el oficial me llamó:

—Tengo a la Cinco Sesenta. Aquí la voy llevando. Voy detrás de ella.

—¿Seguro?

—Seguro.

Transcurrieron un par de días y no hubo ningún movimiento. Al tercero nos comunicamos con el informante. Dijo que pronto iba a suceder algo. Yo estaba en una reunión en Bogotá y salí hacia Medellín por tierra y a lo largo del trayecto me comunicaba con Ismael.

Efectivamente, la tractomula acababa de partir, venía por la misma vía y a unas tres horas de Bogotá montamos guardia en una estación de servicio de gasolina, el mismo punto donde varios años atrás había cazado al asesino material de Luis Carlos Galán, un importante líder político.

Ésa es una estación muy grande, un paradero de tractomulas, y sobre la vía hay varios reductores de velocidad. Al lado de la estación le pedí al comandante de la Policía local que montara un retén sobre una curva de la carretera, de manera que no impidiéramos el tránsito de vehículos.

Estuve allí unos minutos, resolví tomar nuevamente la vía en sentido contrario, y unos kilómetros adelante vi la tractomula, la miré bien: blanca, nueva, bonita, una virgen pintada sobre cada uno de los costados, y pensé: «Esto se acabó».

Llovía muy fuerte, pero la tractomula venía volando En el retén ordené que detuvieran a la primera que apareciera, y luego a la del objetivo. Esperamos unos segundos y por fin la vimos. Fue entrando, fue entrando. Cuando llegó ordené que dejaran continuar a la anterior y requisaran a la de la virgen.

—Busquen un cargamento de cocaína —les dije.

El conductor empezó a dar explicaciones, pero dejó el motor prendido.

Me comuniqué con el informante y me explicó palabra por palabra:

—Si dejan prendido el motor de la tractomula, le están suministrando aire al compartimento donde se esconde Pablo Arauca.

Di la orden de que un oficial subiera a la cabina y apagara el motor, pero el conductor protestó:

—No, ¿cómo se le ocurre? Este vehículo me está fallando Si usted lo apaga, ¿quién lo empuja luego para volver a prenderlo?

—¡Apáguelo!

Yo los miraba desde el lado opuesto de la carretera. La luminosidad de la estación de servido era buena, lográbamos verlo todo muy bien, y cuando lo apagaron, tanto el chofer como su ayudante se pusieron nerviosos.

—Suéltenos que nosotros no llevamos nada. Nosotros no sabemos de cocaína. Déjenos ir…

Teníamos que dejar al tipo un buen tiempo sin aire, pues pensaba que si lo sorprendíamos pronto, le quedaría la suficiente agresividad para salir disparando.

Pasó una hora, la Policía del lugar no sabía qué estaba sucediendo y en ese momento puse al frente al Grupo de Operaciones al mando Raúl y alrededor gente vestida de civil, les pedí que revisaran el vehículo pero que no fueran a entrar a la cabina.

El chofer habló con Raúl:

—Déjeme prender el motor. Si no lo prendo no me recarga la batería.

Luego le dije al oficial que tomara las llaves del vehículo. Continuó lloviendo muy fuerte, ya debían haber transcurrido y dos horas desde cuando la detuvimos. Esperé unos minutos más, me bajé de mi carro, me paré allí para resguardarme de la lluvia, el conductor me miró extrañado y le manifesté a Raúl:

—Entren y empiecen a buscar un escondite.

El seguro para abrir la pequeña puerta de la caleta estaba en el llavero del chofer, pero no se trataba de llegar al objetivo de forma inmediata, primero, para proteger al informante y segundo, para minar el estado físico de Pablo Arauca. Por eso, el pretexto seguía siendo un cargamento de cocaína.

Según el informante, aquella caleta también la utilizaban para esconder droga, pero la verdad es que no era nada fácil encontrarla. Tenía que ser un escondite muy pequeño, muy reducido… Muy bien hecho.

Nuestra gente continuaba buscándola, empezaron a utilizar destornilladores, palancas, otras herramientas, pero ya se escuchaba al tipo respirando con dificultad y en ese momento, casi a las tres horas, resolví abrir utilizando el control, Pablo Arauca salió rígido, entumecido, le quitamos la pistola, cruzamos un par de diálogos y luego de escucharme, la agresividad se le volvió silencio. Bajó la cabeza y un minuto después dijo:

—Yo iba para el entierro de mi hermano. Si me hubiera tenido que matar con ustedes en el cementerio, yo me hubiera hecho matar. Iba para allá.