Acababa de suceder aquello del hombre podando árboles con una motosierra que encontró a un comando tendido entre la hierba, se fue retirando poco a poco y luego dio el aviso de nuestra presencia. De allí se nos había escapado una vez más Pablo Arauca.
Justo en ese momento me llamó mi general Óscar Naranjo y me dijo que viajara a Bogotá, Club de la Policía:
—Hay un señor que quiere hablar únicamente conmigo porque tiene mucho miedo, pero entrega buena información —comentó.
Unos minutos después llegaron un hombre y una mujer. Ella era una funcionaria pública que venía a dar fe de la veracidad de la historia que contaba aquel hombre:
—Yo soy la garante. No es que no crea en la Policía, sino que él ha visto mucha corrupción y sabe que puede fallecer si da un pequeño paso en falso.
La señora se apartó y nos dejó solos.
Mi general le dijo inicialmente que la Policía tenía grupos especializados que perseguían a Los Mellizos y que habláramos los tres. Yo comandaba esos grupos.
El informante dijo que sí:
—¿Entonces…?
—Quiero entregarles a uno de Los Mellizos.
Se trataba de una persona de unos cuarenta, cuarenta y cinco años, perfil de Hombre del campo, fuerte, y empezó a contar qué sabía de Los Mellizos.
Yo lo escuchaba, afirmaba y confirmaba luego de cada frase. Todo lo que decía era verdad. Citaba nombres de gentes que existían, lugares exactos, cosas precisas sobre aquella organización.
—¿Cómo nos lo va a entregar? —le pregunté.
—A bordo de una tractomula que tiene una caleta o escondite muy bien camuflada. Él se mueve mucho y yo sé que ustedes le han llegado muy cerca, pero ha logrado huir, por ejemplo, de Santa Marta o del Magdalena Medio específicamente en ese vehículo.