Una vez se detuvo, un comando se dirigió al conductor.
—Sus documentos.
—No, pero ¿por qué me paran a mí?
Antes de él habíamos hecho detener a un camión similar, y como respuesta continuamos haciendo lo mismo con los vehículos pesados que iban apareciendo:
—¿Usted qué carga lleva?
—Bananos.
—Abra.
La tractomula estaba vacía.
—¿Dónde lleva la cocaína?
—Yo no soy traficante. Yo no llevo cocaína. No llevo nada.
—¿No lleva cocaína? ¿Está seguro?… ¡Entréguenos la cocaína!
—Señores, yo no llevo nada. Nada. Por Dios…
—¿Para dónde va?
—Para Cali.
—¿Para Cali? ¿Vacía?
—S…
—¿Cuántas personas van con usted?
—Solamente el ayudante.
Cuando se bajó el ayudante, le pregunte:
—¿Dónde está la otra persona?
—¿Cuál?
—La de bigote. Aquí viene uno de bigote.
El de bigote no aparecía y Antonio, nuestro jefe, dijo:
—Registremos milímetro a milímetro.
Buscábamos y no encontrábamos. ¿Dónde estará? Levantamos cuanto pudimos, lo movimos todo, no hallamos nada, pero nos causaron curiosidad dos cosas: una, que allí había bastante comida, y dos, un par de botas untadas de barro sobre el piso.
—¿De quién son esas botas?
—De nosotros.
Les miré los pies y eran más grandes.
Permanecimos allí como una hora, una hora y media al cabo de la cual le dijimos al conductor que apagara nuevamente el motor. Cuando se bajó por primera vez le habíamos ordenado lo mismo, pero él lo había vuelto a prender.
Corrió el tiempo. Ahora llevábamos dos horas y media en aquel punto, pero nosotros seguíamos deteniendo camiones y tractomulas para que el chofer no se pusiera demasiado nervioso.
—¿Cuál es el problema conmigo? Yo ya les mostré mis documentos, ya les mostré esto y aquello, déjenme ir. Yo no sé nada de cocaína. Yo no trafico con eso. Por favor… —dijo el hombre.
—¿Cuál es la prisa?
—Mucha. Necesito hablar con su jefe.
—¿Para qué?
—Para que me dejen prender la tractomula.
—¿Por qué?
—Porque se le agota la batería.
—Jefe, el chofer dice que se le agota la batería —le comente y él respondió:
—No.
Empezó a llover a chorros y nosotros, ya no más puesto de control, ya no más detener camiones, nos recogimos a esperar que escampara y metimos a dos de nuestros muchachos dentro de la cabina de la tractomula y cerramos la puerta.
—Quédense muy callados. Silencio absoluto.
Veinte minutos después abrieron y uno de ellos nos dijo:
—Alguien se está asfixiando adentro, respira con mucha dificultad. Allí hay alguien escondido.
En ese momento el chofer habló:
—Se está ahogando ese man.
Habían pasado cerca de tres horas, volvimos a mirar por todos los rincones, nada; a golpear en las esquinas, nada.
Cuando entramos una vez más a la cabina y nos movimos hacia donde están localizados el camarote y la nevera, vimos que en una de las esquinas sobresalía una arista casi imperceptible. Allí había un escondite. Nosotros nunca pensamos que alguien se encontrara dentro de un espacio tan insignificante, tan reducido.
Se acercó nuestro jefe, esperamos allí y unos segundos más tarde vimos que en aquel sitio se abría una pequeña puerta y el bandido salía pálido, con la respiración convulsionada. Estaba prácticamente asfixiado.