FELIPE (Oficial superior)

Gracias a un par de bandidos supimos que un día determinado por la mañana, la Mona tenía una cita en un lugar llamado Dorada, muy distante de nuestra base.

Nos encaminamos hacia el punto acompañados por gente de nuestro grupo pero vestidos como policías comunes y corrientes, teniendo en cuenta la sensibilidad en el manejo de la información y el cuidado que exigía aquella zona.

Los muchachos iban bajo el mando de un capitán y unos tenientes, para que nos brincaran apoyo en algún momento determinado. Por otro lado, se dispuso el traslado de un vehículo con equipos que nos permitieran localizar al objetivo por rastreo de señales.

Llegamos a Doradal a eso de las ocho de la noche y empezamos a ubicar patrullas y a ubicar personas en puntos estratégicos, pues se sabía que venía en una camioneta Toyota Prado color plateado con matrícula de Bogotá para recoger al objetivo.

También sabíamos que el vehículo venía de Medellín y le ordenamos a nuestro personal uniformado que montara un puesto de control en el camino y detuvieran a todos los vehículos con esas características.

A eso de las diez de la noche localizaron una camioneta similar a la descrita, conducida por un hombre armado con una pistola nueve milímetros, que correspondía a la reseñe, de la persona que iba a sacar a la Mona de aquella región.

Un poco después lo localizamos y entrando a Doradal empezamos a seguirlo. El sujeto, bastante cuidadoso con sus movimientos, al parecer captó que algo extraño estaba sucediendo pues el puesto de control no era normal en aquella vía, y además en el pueblo comentaban que estaban viendo gente extraña.

Doradal no es un municipio pequeño ni tampoco grande, pero tampoco está formado por un par de manzanas; sin embargo, allí existe mucho control de la delincuencia, por lo cual la Mona le ordenó al hombre de la camioneta plateada que desapareciera:

—Guárdese y mañana me recoge a las cinco de la mañana. Usted sabe dónde tiene que ubicarse.

El de la camioneta llegó a Doradal, lo seguimos, pero finalmente se internó en un punto a partir del cual no podíamos trabajar. Se trata de un camino muy estrecho, muy solitario, en el cual un seguimiento es demasiado evidente: en una carretera, una luz a las espaldas del carro parece normal, pero en una senda como aquella esa misma luz es de alguien que me está siguiendo. Lo dejamos alejarse.

Un poco después anduvimos por todos aquellos caminos, gracias a Dios no nos ocurrió nada, pero no localizamos el sitio hasta el cual había llegado la camioneta. La zona está compuesta por fincas y casas rurales lejanas de la orilla del camino, y además, y los linderos están demarcados, —para nosotros, cubiertos— por cercas vivas, o sea, hileras de árboles y, entre ellos, vegetación baja y espesa y aquello nos impidió ubicar a nuestra camioneta, por lo cual regresamos a la carretera y esperamos comunicación con nuestro Centro de Operaciones en Bogotá.

Efectivamente al objetivo lo iban a recoger a las cinco de la mañana siguiente, de manera que Sebastián y yo organizamos las patrullas y ubicamos personas en diferentes puntos para que sirvieran de control.

Cuatro de la mañana era nuestra hora para comenzar, y ubicamos a la gente en diferentes hoteles con el fin de que descansaran siquiera unas dos horas, se asearan y saliéramos al terreno.

Las patrullas fueron distribuidas en diferentes hoteles y nosotros, los dos oficiales que estábamos al frente en aquel momento, ocupamos un solo vehículo.

Sebastián había trabajado en aquella zona cuando se buscaba a Pablo Escobar y luego en otra serie de labores de inteligencia y cuando hablamos de dormir un par de horas, dijo que el mejor sido era algo llamado Hotel del Lago. Allí llegamos después de la medianoche y antes de entrar vimos una camioneta estacionada frente a una de las cabañas.

El hotel queda al borde de la carretera, al frente hay una reja y al fondo se ven la recepción y parte de las zonas comunes. Como es un refugio de tierra caliente en nuestro medio, no se trata de un edificio sino de una serie de construcciones de una sola planta.

Bueno, nos levantamos a las tres y media de la mañana, cada uno rezó y nos encomendamos a Dios.

Cuando salíamos apareció una señora, pagamos lo de nuestras habitaciones y le dijimos que íbamos a esperar a unos amigos para continuar nuestro viaje. Entonces tomamos dos sillas de plástico y las colocamos al lado de la reja que cierra las construcciones por el frente. A eso de las cuatro y media la señora se nos acercó y preguntó si deseábamos tomar algo.

—Muchas gracias, dos cafés.

—Bien. Voy a prepararlos.

La recepción quedó sola y nosotros allí sentados al lado de la reja, vestidos de paisanos, con yines y camisetas.

Habrían transcurrido unos cinco minutos, cuando vimos que se acercaba una camioneta plateada. Pensamos que iba a seguir hacia el pueblo, pero no, giró buscando la entrada al hotel.

En ese momento caímos en la cuenta, claro, pero claro, el objetivo estaba durmiendo al lado nuestro. Cruzamos entonces algunas palabras con Sebastián:

—Vaya, haga las coordinaciones y yo manejo aquí la situación.

Sebastián se puso de pie, dio unos pasos y se ubicó en la parte de atrás para comunicarse con los refuerzos, pues no sabíamos cuántas personas se habían alojado en el hotel.

Mientras tanto me levanté de la silla con toda la calma, como si fuera el vigilante del lugar, abrí la reja para que entrara la camioneta y saludé al conductor:

—Buenos días, patrón. Siga.

El hombre entró y estacionó su vehículo al lado de la camioneta que se hallaba frente a una de las cabañas desde la noche anterior. El que llegó golpeó en una de las puertas y salieron dos sujetos: tenían que ser guardaespaldas del objetivo. Uno de ellos fue hasta la recepción a comprar un cepillo de dientes, se lo vendí, y luego salió la señora con los dos cafés, me adelanté y le hablé al sujeto:

—Buenos días, ¿quiere un cafecito?

—Ah, bueno. Sí, señor, muchas gracias.

Les di nuestros dos cafés a los escoltas del bandido.

—Bueno, muchas gracias, muy amable.

—A sus órdenes, patroncito —respondí y me fui a sentar en mi puesto de celador al lado de la reja.

A los cinco minutos empezaron a encender los vehículos y de una segunda cabaña salió la Mona con una chica prepago muy bonita, de unos diecinueve años, y ocuparon la silla trasera de la camioneta plateada. Arrancaron.

Adelante se movieron los guardaespaldas buscando la puerta en la reja y detrás se colocó la camioneta plateada. En aquel momento ya Sebastián estaba al lado mío, caminamos hacia los vehículos, Sebastián detuvo al carro de los escoltas y yo al de la Mona.

Desenfundamos nuestras armas —yo no abrí la reja—, ellos trataron de reaccionar, pero es que debieron haberse imaginado todo menos que el hombre del café —«patroncito»— y su acompañante fueran a encañonarlos y a hacerlos bajar de sus vehículos.

Cuando ellos nos vieron en ese plan, pero no como si fuéramos autoridad sino como bandidos, pensaron en reaccionar y nosotros nos identificamos:

—Policía. Alto. ¡Policía!

Sin embargo, hubo un intercambio de disparos y el chofer del carro de los escoltas hizo algo mal y se le trabó la caja de cambios, soltó el pedal y el carro quedó bloqueado, se apagó y los tipos no pudieron salir de allí.

Una vez detenidos, Sebastián hizo bajar a las dos personas del carro de adelante y yo neutralicé a la Mona, a la muchacha prepago y al conductor.

En ese instante llegó todo el mundo, nos apoyaron y tan pronto lo capturamos, el tipo entró en shock. Se veía muy asustado, muy asustado. La mujer se tiró al piso de la camioneta y estaba allí cubriéndose con una frazada o algo así, esperando a que la atacaran.

A la Mona se le encontraron diez millones de pesos bolsillo, un par de memorias USB y tres armas de fuego.