Bueno, la historia es que nos encontrábamos en el San Andresito del Norte, aquel gran centro de comercios. El Pollo, nuestro hombre, había partido a gran velocidad, pero el dispositivo colocado en su carro por Fernando nos reportaba los puntos por los cuales se estaba moviendo. Aquél avanzó un tanto, hizo un retorno y un poco después tomó una vía secundaria, llegó a Chía y se dirigió a las afueras del lugar.
Allí penetró en aquel conjunto de casas que parecían de los niveles más pobres, algo así como una especie de zona de invasión, como un refugio de desterrados. Más tarde, a medida que nos acercábamos veíamos algo parecido a una serie de covachas apretujadas, y decíamos:
—¿Un hombre adinerado en ese lugar?
Nuestro señalador ubicaba a la camioneta en medio de aquel conjunto.
El dilema era cómo entrar a esa zona tan deprimida sin ser detectados, porque los muchachos de Inteligencia habían visto gente harapienta, gente descalza, gente con los zapatos rotos, con los ojos muy abiertos, y rodeando la zona en torno de la casa, una malla electrificada cubierta por la lona verde.
De acuerdo con todas aquellas indicaciones se dio la orden de irrumpir en el lugar, de frente y por distintos puntos. Pedimos las órdenes judiciales, iniciamos el operativo y avanzamos cuando apenas comenzaba a amanecer.
Bueno, pues aquello fue una locura. Cuando nos acercamos un poco más, empezaron a ladrar perros, sonó una sirena, los celadores pitaban, lanzaban voces de alarma, los de las covachas gritaban, también hacían sonar pitos, cacerolas, latas, tarros, ollas, tablas… Cortamos la malla por diferentes puntos y penetramos.
La casa tenía unos cuatro mil quinientos metros cuadrados incluido el terreno en el contorno, era bien construida y más grande que la zona verde que ocupaban todas las casuchas juntas. En el primer piso encontramos una sala comedor, afuera un patio, una habitación y un garaje amplio.
En el segundo piso estaba el Pollo, en el extremo de una habitación amplia con una cama y un televisor, y al frente otra con varios camarotes.
Luego vimos un carro deportivo antiguo, un gimnasio, una moto Harley Davidson, que le gustan a Pablo Arauca tanto como los tatuajes de carabelas que lleva en los brazos… Y sobre un mueble del comedor, un ponqué de chocolate.
Otra vez se nos había escapado Pablo Arauca.
Bueno, pues no se supo a qué horas se escabulló, no sabíamos si se hallaba escondido en alguna covacha de los alrededores o realmente había logrado alejarse de allí… Pero ¿cómo?, ¿por dónde?
Entraron entonces nuestros sabuesos a revisar documentos y a verificar objeto por objeto, papel por papel, en busca de algo que nos permitiera seguir rastros.
La casa del perro era una especie de escondite. Uno la levantaba y encontraba un doble fondo en el que podía caber una persona. Seguimos buscando indicios que nos llevaran a algún lugar, pero sin éxito, de manera que nos miramos las caras nuevamente tristes.
Luego comenzamos a salir, pero cuando uno de los muchachos dijo «Se nos quedó el dispositivo en la camioneta» le ordené que regresara a recuperarlo.
El muchacho que lo había colocado fue a retirarlo y al regreso me miró:
—La camioneta está estacionada en un lugar diferente a aquel donde lo habíamos encontrado a la entrada. Alguien la movió en cosa de segundos.
—Regresemos. ¿Qué ha sucedido?
Cuando irrumpimos por primera vez, el Pollo estaba en calzoncillos. Ahora se hallaba vestido. ¿Quién más pudo haber movido la camioneta?
—Abra ese vehículo.
Lo abrió y esta vez encontramos una cartera pequeña de hombre con dos teléfonos celulares dentro.
Para no generar sospechas inmediatas, le pregunté:
—¿Va a salir ahora?
—Sí. Voy a comprar lo del desayuno.
—Bien.
Mientras lo distraje, el muchacho miró si había usado alguno de los teléfonos en los últimos minutos y comprobó una llamada hecha cuando empezábamos a ocupar nuestros vehículos para irnos. Anotó el número y lo volvió a colocar dentro de la cartera.
Nuevamente transcurrieron cinco, seis, siete, ocho días, aquel celular no funcionaba, nosotros dudábamos que Pablo Arauca aún estuviera en Bogotá, pero a los catorce se escuchó su voz:
—Vaya a donde Alberto.
Ahora se encontraba en un sitio lejano, al norte de Bogotá.
Se llama Magdalena Medio, un valle en el fondo de dos cordilleras imponentes, ubicado en el centro del país.
Habíamos venido de la costa Caribe a un día y medio de camino de la capital, por carreteras que se retuercen a través de las crestas de los Andes, sin túneles ni viaductos que atenúen la sucesión infinita de curvas —medio país—, y ahora debíamos regresar nuevamente al Magdalena Medio, a aquel valle, un lugar llamado Puerto Boyacá, en la ribera del río Magdalena.
Aquél es territorio de un paramilitar conocido como Ramón Isaza, padre de Terror, que también se movía en esa zona, muy complicada para cualquier operación policial.
Una vez llegáramos allí debíamos procurar que la Policía local no supiera que nos encontrábamos en el lugar. Por tanto se tomó la decisión de trasladar gente de Inteligencia pero uniformada, utilizando medidas especiales para que nadie se enterara del movimiento.
Sucede que cuando se trabaja en este campo, nuestros documentos dicen a qué Departamento de Policía pertenecemos, y cuando la gente lo sabe, se altera Les da temor. Piensan que uno va a investigarlos a ellos.
Por lo tanto trasladamos primero a nuestra gente de Inteligencia a diferentes lugares del país, de allí a otras zonas y finalmente al Magdalena Medio.
Como complemento buscamos compañeros con buena hoja de vida que ya se hubieran retirado, gente subalterna en la que uno podía confiar totalmente y los llevamos desde sus lugares de origen. Eran agentes de mucha experiencia aprobados por el general Óscar Naranjo, director de la Policía.
Una vez allí, nosotros nos hospedamos en diferentes casas algunos en hoteles, en residencias: entonces éramos actores de diferentes oficios.
En la recolección de información duramos prácticamente dos meses conociendo la zona, conociendo gente, costumbres, ciertos rincones, ciertos bares, ciertos lugares de turismo, pero evitábamos comunicarnos de forma física unos con otros.
No mucho después de haber llegado surgió nuevamente el Pollo y en su entorno fuimos descodificando toda una cadena. Así empezaron a aparecer en escena gentes del pueblo y de diferentes puntos de la región, nos dedicamos a cubrir las citas que acordaban entre ellos, pero pronto comprobamos que Pablo Arauca no se hallaba en el poblado. Estaba oculto en inmediaciones de un lugar llamado el Dos y Medio, valle del Magdalena adentro.
Más allá de este lugar hay una región extensa conocida como El Marfil en la cual, supimos luego, el Mellizo tenía cuatro o cinco casas campestres, a una de las cuales iba cada día para reunirse con alguien del narcotráfico y, además, entre ocho y diez fincas donde se alojaba de forma indistinta.
Tomando como punto de partida el Dos y Medio, comenzamos a utilizar un campero ruso, algo muy común en aquellos rincones, un vehículo viejo pero a la vez familiar para la gente de la región.
Inicialmente uno de nosotros empezó a ir con el chofer a los rincones que rodean el pueblo, pero debido al control que eje reían los bandidos, en un comienzo no pasaron mucho más allá del Dos y Medio:
—Es que vengo con mi señora y estoy buscando algún negocio en este lugar… Quiero conocer mejor la región… Me gustan mucho el lugar y la gente —decía cada vez.
Fue varias veces con el chofer a algunos de los puntos por donde sabíamos que se movía Pablo Arauca. En esa labor emplearon días y días. Finalmente licenciamos al chofer y nuestro compañero tomó el vehículo.
Como él ya había estado en todos aquellos rincones al lado del chofer, lo habían hecho detener en sitios diferentes, tanto gentes del objetivo, como bandidos de Terror y del paramilitar Ramón Isaza. Ahora aquél llevaba a su lado a otro agente de Inteligencia.
Por las mañanas ellos se ubicaban en el parque principal del pueblo y allí la gente los abordaba:
—Voy para tal vereda, lléveme.
—Vale tanto —respondía.
Ya conocía las tarifas, las distancias, los recorridos.
En el círculo del Pollo una tarde hizo su aparición la Mona: efectivamente Pablo Arauca se hallaba en la región. Nosotros no sabíamos de él desde cuando se nos había escapado en la camioneta del oficial de la Policía, con su esposa, su hija y Pablo Arauca.
Pero ¿qué nos había llevado a Puerto Boyacá?
Aquella llamada que dijo «Donde Alberto».
Nosotros llegamos a aquel lugar en época de feria. Allí, la Mona adquiría ganado de las razas más finas para Los Mellizos, estuvimos a su lado algunas veces y lo vimos comprar toros reproductores de cien, de doscientos millones de pesos de la época. Entonces habíamos enviado a una muchacha y a un muchacho de Inteligencia a cierto hotel, ellos llegaron como una pareja y les dieron habitación al lado de la del conductor de la Mona.
El bandido utilizaba cinco teléfonos, pero los cambiaba cada tres días. Sin embargo, nosotros permanecíamos en su onda y, además, cada día íbamos familiarizándonos mejor con sus costumbres. Por ejemplo, cuando se alejaba nunca llevaba teléfono, se movilizaba en diferentes carros, empleaba lugares estratégicos para cambiar de transportes, daba rodeos para cambiar de dirección. Jamás cumplía rutinas.
Era difícil seguir a la Mona. Se trataba de una persona, como dicen, «muy abeja», pero nosotros contábamos en Bogotá con un analista importante, también «muy abeja», que se le pegó a Pablo Arauca como una garrapata.
Bueno, la Mona había llegado al lugar y desde el primer día empezó a utilizar a gente de mucha confianza. Se movía en carros finos y desde un comienzo buscó a un tal Fierro con el ánimo de que le organizara las visitas a Pablo Arauca.
Con ese fin compraron una camioneta, carro viejo para bajarle el perfil a Fierro y él transportaba a la gente de diferentes partes del país que venían a informarle a Pablo Arauca cómo iba su organización, los negocios de la cocaína que manejaba el mismo Fierro, sobre las relaciones con ciertas autoridades. En Santa Marta ese trabajo lo cumplía un tipo apodado Pedro, y en Bogotá un tal Sierra.
Ellos llevaban a la gente hasta donde el objetivo y nueva mente la sacaban de allí. Ciertas veces algunos entraban pero no salían.
Habitualmente Fierro recogía a las personas en Puerto Boyacá a eso de las cinco de la tarde y las llevaba a hoteles en los que nosotros teníamos gente, de manera que sabíamos quiénes llegaban, a qué horas salía el carro a llevarlas, cuándo regresaban… Si no regresaban…
Fierro las recogía en los hoteles y las conducía a aquel punto llamado Dos y Medio, a unos cinco minutos del pueblo, donde había otro hotel. Allí las dejaba y posteriormente continuaban en busca del sido hasta el cual se trasladaba Pablo Arauca cada día para sostener sus reuniones.
Nosotros llegamos a calcular media hora, cuarenta y cinco minutos entrando hasta la zona de El Marfil, donde las dejaban finalmente en uno de los lugares cercanos a aquel donde se realizaría el encuentro. Como coincidencia, y más que coincidencia, por algo extraño, el recorrido se repitió varias veces hasta una finca llamada Las Palomas, de manera que por algún tiempo, la ruta casi recurrente vino a ser Puerto Boyacá —Dos y Medio—, Las Palomas.
En Las Palomas las recogía un tal Luis y las trasladaba hasta el sitio de la entrevista.
De regreso, Luis las trasladaba nuevamente hasta Las Palomas donde abordaban el carro de Fierro, quien las traía de regreso a Puerto Boyacá.
A estas citas nadie podía llevar teléfonos celulares, ni cámaras fotográficas, ni grabadoras, ni mucho menos armas.
Allí llegaba gente de todos los puntos del país Por ejempló del Valle del Cauca, donde el Mellizo tenía negocios de droga y propiedades, del puerto de Barranquilla, donde tenía negocios de droga y propiedades; de Cartagena, de Santa Marta. Incluso, llegaban colombianos radicados en Estados Unidos.
Lo cierto es que el objetivo permaneció en la zona de El Marfil cerca de cuatro meses. Nosotros conocíamos la ruta hasta Las Palomas, pero no habíamos localizado ni los sitios de las reuniones, ni mucho menos su cueva.
Como se necesitaba un vehículo reconocido en esos lugares, utilizamos el viejo campero ruso que comenzó a entrar por allí en plan de servicio rural.
Su misión era localizar en el camino un vehículo que manejaba Fierro, y conocer bien el sector porque a partir del Dos y Medio había controles por parte de motorizados pertenecientes a la banda de Terror. Ellos detenían a los vehículos, los interrogaban y los requisaban, los dejaban continuar o si se les antojaba, los obligaban a regresar.
Pablo Arauca les pagaba a Ramón Isaza y a Terror por la protección en la zona.
En aquellas reuniones había personas que duraban un día; otras, dos días, pero también venían chicas modelos, prepagos. Todas ellas se quedaban indistintamente en alguna de las fincas, apartada de la cueva de Pablo Arauca.
Nosotros permanecimos por lo menos veinte días recorriendo la zona en nuestro campero viejo que, desde luego, nunca logró llegar hasta Las Palomas porque de cierto punto hacia adentro la gente no solicitaba transporte.
Ante esa dificultad la Policía recibió el apoyo de un avión de la Fuerza Aérea para hacer seguimientos desde el aire, aprovechando que diariamente salía de Puerto Boyacá gente que llegaba a eso de las seis de la mañana al Dos y Medio y continuaba camino para entrevistarse con el objetivo.
Una base aérea —Palanquero— está cercana a Puerto Boyacá. De allí partía el avión llevando a bordo a un oficial de Inteligencia y cuando comprobábamos que el carro con el visitante se acercaba al Dos y Medio, les dábamos aviso, de manera que la nave, con autonomía de vuelo para cinco horas, se colocaba encima de ellos y navegaba muy alto sobre la zona de El Marfil, vedada por tierra para nosotros.
En el primer vuelo localizamos Las Palomas, pero no se sabía en qué carro recogía ahora Luis a los visitantes. De todas maneras, reconocieron el lugar y se alejaron pronto de allí.
Gracias al apoyo aéreo llegamos a establecer que de acuerdo con la importancia de los visitantes, Luis los recibía y los llevaba de forma inmediata hasta el objetivo. Pero si el extraño no era urgente para ellos, lo dejaban hasta dos días esperando, bien en Puerto Boyacá o bien en aquella región.
En uno de tantos vuelos vimos salir una camioneta negra de Las Palomas y dirigirse hasta una finca situada más allá. Ése fue un paso adelante. Luego localizamos otra casa que bautizamos La Finca. Ésa podría ser el escondite del bandido… Pero ¿sí era ésa? ¿Ésa era la cueva de Pablo Arauca?
Cinco días después escuchamos que Fierro preguntó si ya habían recogido al que tenían «arriba». Así surgió la pista de que más allá había otros puntos claves.
En las reuniones diarias de mandos en una base de la Policía cerca de la Fuerza Aérea surgió el nombre de J. Mario, un muchacho nuestro que se encontraba en Bogotá y conocía aquella zona porque había participado anteriormente en una operación contra Ramón Isaza y su hijo Terror.
Al día siguiente J. Mario apareció con siete fotografías aéreas de fincas en aquella misma zona, y dijo:
—En nuestros sobrevuelos de hace un par de años tomamos estas gráficas.
Las observamos una y otra vez y empezamos a montarlas en busca de coordenadas. Fuimos descartando y fuimos descartando y finalmente llegamos a una: ésa era exactamente la cueva que estaba utilizando ahora Pablo Arauca.
Llevamos la fotografía al comité:
—Pertenece a una finca del paramilitar Ramón Isaza o de Don Diego, otro narcotraficante que se ha escondido en esa zona. No podemos descartar nada —dijo nuestro jefe.
—¿Dónde están esas fotografías?
—En el Falcón, un mapamundi militar. Lo revisamos y encontramos que una de aquellas fotografías quedaba muy cerca de La Finca. Otra estaba ubicada un poco más lejos.
Al día siguiente pedimos el avión de la Fuerza Aérea para reconocerlos sitios de las gráficas y encontramos un punto muy cerca de La Finca, y confirmamos ahora sí plenamente nuestras sospechas de que, entre otros lugares, Pablo Arauca recibía a la gente allí para no revelar la ubicación de su escondite.
Pasaron algunos días y en un nuevo vuelo registramos que de una posición que ubicó el avión de forma perfecta —y que obviamente era una de las guaridas del bandido—, salió una camioneta con seis personas y se movió hasta La Finca, uno de ellos entró en la casa y los cinco restantes se quedaron afuera rodeando la vivienda.
El avión regresó con aquellas imágenes y nuestro oficial las llevó al comité. Cuando estudiamos aquellos materiales, coincidimos en lo mismo:
—Confirmado, el lugar de la camioneta negra es la guarida más frecuentada y el hombre que entró en la casa es el objetivo.
A partir de ese momento nuestra meta fue llegar a la guarida. Luego de una serie de análisis un oficial propuso asaltar el lugar con los helicópteros, pero nuestro jefe dijo que deberíamos hacer una infiltración.
Infiltración en este caso fue esconder dentro de un camión a un grupo de comandos especializados de la Policía Antiterrorista, que partió de nuestra base y llegó al Dos y Medio. Desde allí empezaron a avanzar caminando por las noches, ayudados por visores nocturnos y una serie de equipos más especializados de ultrasonido, y otras técnicas y lograron llegar a un lugar situado entre el Dos y Medio y Las Palomas.
Desde allí avanzaron tres noches hasta una casa campestre cercana a la cueva del bandido.
En ese punto permanecieron siete noches, al cabo de las cuales se hizo necesario ordenar su relevo porque entonces afrontaban una situación apremiante pues la operación se había extendido más de lo calculado en un comienzo.