RODRIGO (Inteligencia)

El sábado fuimos una vez más en busca de la playa, pero yo no sabía que ya habían logrado entrar en contacto con el desertor y que él a su vez, también había dado la localización del punto donde se encontraba el cabecilla.

Bueno, pues ese día nuevamente tomamos el mismo camión, luego los mismos caballos, la misma lancha, la misma rutina. Ahora cuando llegábamos no hacíamos ninguna señal sino arrimábamos en el punto preciso y el guerrillero ya no salía a la orilla del río sino que esperaba un poco adelante, en la costa de la selva, y ella caminaba hasta allá.

Esa vez ella entró, pero pasaron cuatro horas y no salió. Cinco horas, no salió. ¿Qué sucede? Ya eran como las cinco y media de la tarde, casi las seis y de pronto apareció el guerrillero:

—Tiene que pasar la noche aquí. Mire a ver dónde va a dormir.

Me prestó una capa de caucho porque allí corre brisa y además la humedad de la selva y el rocío de la madrugada lo empapan a uno. Esa capa, por cierto, olía a demonios, pero tuve que cubrirme con ella.

Aquella noche fue definitiva para mi trabajo, porque confirmé realmente lo cercana que se encontraba la casa, pues durante el día había mucho silencio allá adentro y mucho ruido de pájaros y de animales de la selva y no podía ubicar el sitio con mayor precisión.

Esa noche, en cambio, se escuchaban perfectamente la música, las risas, la algarabía en la casa y yo alcanzaba a ver muy cerca la luz interior saliendo por las rendijas entre tabla y tabla Efectivamente, se encontraba a cien metros de la orilla del río donde dejábamos la lancha: desde luego, tomé el GPS y ajuste el registro.

Desde cuando se fue Marcela no tuve ni un minuto de sueño porque se trataba de estar muy atento a todo lo que sucedía allí. A eso de las cuatro y media de la madrugada se suspendió la música.

Pareciera que hasta cerca de las doce hubieran estado varias personas en la casa, porque se escuchaban sus voces y mucha risa. Después hubo más silencio, lo que indicaba que fueron saliendo de allí los invitados y sólo quedaron la música y, desde luego, la pareja a solas.

La música sonó unas cuatro horas más y luego vino aquel silencio. Es posible que se hayan quedado dormidos, pero llegó un momento en el que se acabó el combustible y el generador dejó de trabajar.

A eso de las cinco y media salió Marcela totalmente borracha, despeinada, caminando de lado a lado, alegre. Incluso, venía vestida con una camiseta más pequeña que la que había llevado, pues para protegerse de los mosquitos entraba un poco más cubierta.

Caminaba en zigzag, la traía un guerrillero evitando que rodara por el suelo, llegó a la lancha alegre, me abrazó y me dio un beso y «camine, hermano». La trepamos al bote y partimos. Un segundo después estaba durmiendo en el fondo de la lancha.

Ese día bregué mucho con ella para poder llegar a la finca, y luego subirla sobre el caballo y hacerla que se sostuviera y luego a caminar nuevamente, paso por paso porque andaba adormecida y decía cosas en voz baja. Decía palabras sin sentido y las repetía.

Ese domingo, me la imaginaba, pero no podía hacer nada para disminuir la preocupación que debían tener en Medellín y Bogotá porque yo no aparecía, pues tenía que haber salido de la zona del Paisa el mismo sábado. Ésa era la fecha de la operación.

Bueno, pues finalmente llegué a Urrao a eso de las nueve y media de la mañana y en un punto obligado del pueblo me crucé con Antonio y Fernando vendiendo granos. Una venta como muy grande, una promoción especial. Ellos me vieron y descubrí su gesto de descanso después de la tensión.

Inmediatamente me dirigí a una computadora y le envié el mensaje al jefe: «Llegué al mismo punto. Pasamos la noche allí no sé por qué. La casa está a cien metros de la orilla del río. Va último y definitivo registro del GPS».

Él respondió OK y hasta ahí supe qué había sucedido.