La última vez que fui con dos mujeres, es decir, Marcela y Tatiana, yo tenía que retardar un poco la entrada a la zona de la guerrilla, no sé por qué… Eso era lo que me habían anunciado a través del buzón.
Bueno, pues le dañé al camión una pequeña manguera del radiador y esperé a que el carro se recalentara y empezara a botar el agua y a escupir vapor y a estornudar, pero no se qué sucedió: no vomitó el agua, ni estornudó sino que de un momento a otro se detuvo y se calentó muchísimo. El Chocoano se frotaba la cabeza.
Le eché agua y oh, sorpresa: por la temperatura el radiador se había roto. Quedamos anclados. ¿Qué hacer? Caminar y caminar. Ese día me tocó pegarme una marcha muy larga hasta que por fin encontré una casita y allí me prestaron jabón para lavar ropa y con él regresé y taponé el boquete.
Luego continuamos el camino, pero llegamos al punto tres horas después de la acordada y, claro, ya no estaba la persona que nos debía haber recibido. Encontramos en cambio a unos diez guerrilleros, saludamos y le dijimos a uno «Qué pena la demora».
Y el guerrillero:
—Qué pena ni qué hijueputa. Quietos ahí. ¿Ustedes para dónde van?
La muchacha se asustó completamente y el Chocoano le dijo:
—Yo traigo la chica para el patrón.
—No. No. Aquí no estamos pendientes de nadie Espere un momento.
Trataron de comunicarse por radio y no les respondieron.
—¿Ustedes quiénes son? Vengan para acá.
Nos sacaron del camino, se llevaron al Chocoano para un lado y a mí y a Marcela para otro y empezaron a interrogamos. A Marcela le tiraron al piso todo lo que llevaba, le abrieron la maleta. A mí me esculcaron mi canguro, ¡el GPS!, pensé, pero no lo encontraron porque era pequeño y además, estaba muy bien escondido.
—Ustedes tienen que pasar aquí la noche porque no los conoce nadie —dijo uno de ellos.
Efectivamente, nosotros teníamos que llegar a las tres de la tarde, pero llegamos a las seis y los que había allí no conocían al Chocoano. Él les decía:
—Yo soy el que les trae su comida, esto es para ustedes, y le respondían:
—No joda. No venga a decir mentiras. ¿Quiénes son ustedes? ¿Cuánto les está pagando el ejército para que le vayan a decir dónde estamos?
Aquella noche dormimos con Marcela sentados al pie del camino y recostados espalda con espalda. El Chocoano durmió en el camión.
Me soñé que habían encontrado el GPS, que me habían apaleado. Fue la peor noche de aquella operación. Cuando amaneció llegó el guerrillero que nos había estado esperando, y dijo:
—El patrón está emputado. Pregunta por qué le hicieron eso. Dice que él es muy serio en sus cosas.
Pareciera que el Paisa dijo «Déjenlos ahí toda la noche por incumplidos».
El muchacho guardó silencio, empezó a retirarse y después de haber dado varios pasos volteó la cara y ordenó que nos devolviéramos porque el Paisa ya no iba a recibir «a esa ‘gallina’ hijueputa».
Como supuestamente yo estaba tratando de enamorar a Marcela, había logrado que me diera el número de su celular y empecé a visitarla, pero ella tenía una actitud muy inestable —creo que por su misma profesión—, y no daba las condiciones para que realmente empezara a trabajar del lado de nosotros conscientemente, o siquiera que nos generara alguna confianza para tenerla en cuenta dentro del proceso que íbamos a adelantar en ese momento.
Después de que empecé a conocerla todavía más, a analizarla, a mirar su perfil, decidimos que por seguridad debíamos cambiar de plan y en su lugar, fortalecer la amistad y empezar a obtener con ella información desprevenida de simples amigos, por eso, cuando yo iba a Medellín la visitaba con otra cara y a partir de ahí la relación fue estupenda.
Algo de lo que yo nunca me había percatado antes fue que en una de las visitas, el Chocoano me anunció la entrada de la muchacha con anticipación. Llegaría la víspera a las seis de la tarde a su propia casa y me pareció extraño porque ella siempre venía el mismo día del viaje. Bueno, pues esta vez pasó la noche con él.
Al día siguiente madrugamos. Yo no le pregunté nada pero me di cuenta de que desde hacía algún tiempo, no supe cuánto, él la citaba un día antes, pasaba la noche con ella, le pagaba con la misma plata de la guerrilla y luego la mandaba a Chontaduro.
Pero la vida algunas veces es cruel: como yo permanecía con él, le hacía diligencias, le traía medicamentos de Medellín y, además, vivía en su casa, y como él era solo y nunca se exhibió con aquellas mujeres, en el pueblo creció el cuento de que éramos maricones.
Así corrieron los rumores y llegaron a los camioneros, y a los de la plaza de mercado, y a los de los almacenes, y a los de las tiendas, y a los hogares, y a las secretarias, y a las empleadas domésticas, y a los vagos, y a los limosneros, y al cura, y al médico, y al abogado… ¡Par locas!… Que el novio de el Chocoano, que tal y tal…
Eso fue muy duro porque me tocó cerrar la boca. Cuando salíamos a tomar cerveza nadie decía nada, él era callado y generaba respeto porque la gente sabía que era amigo de la guerrilla pero yo notaba las risitas y las miradas y la burlita permanente.
Ahora, cuando me veían solo: ¿Dónde está su man? ¿Se hizo su marido?
Tenía que controlarme porque en una infiltración uno no puede ganarse enemigos por ningún motivo y, claro, me tocaba darle manejo a esa situación… ¡Loca!
Bueno, pues a la siguiente entrada Marcela me contó que había estado con uno de los jefes.
—Pero hoy le tocó difícil porque se demoró cinco horas —le dije.
—Lo que pasa es que nos fuimos más despacio porque aquí tengo que caminar unos veinte minutos y, además, debo esperarlo un rato mientras llega y hoy se demoró más… En llegar, claro.
—Pero difícil el trabajo porque usted tendrá que estar con una persona que no se baña, que está sudada y sucia.
—No, vea que cuando llego, siempre está muy bien aseado: se corta o se hace cortar el pelo con frecuencia, usan una navaja. Se hace arreglar las uñas… Tiene las uñas con esmalte, usa desodorante, loción para la afeitada.
—Verdad, ¿se hace arreglar las uñas?
—Sí, claro y tiene su bigote bien perfilado, los dientes lavados. El tipo es bien aseado. Antes de… se echa talcos de marca en el culito, y después se baña, como dice mi mamá, se baña las vergüenzas con agüita tibia… Claro que el tipo es «de acción inmediata».
—¿Acción in…?
Muy rápido.
—Pero, por otro lado, el man debe ser un duro —le dije.
—Sí. Se trata del Paisa. ¿Usted ha escuchado hablar de él?
No. Nunca lo había oído nombrar.
Entonces, ¿usted a quién le trae las cosas?
—Yo no sé. A mí me dicen llévelas y yo las traigo. A mí no me importa para quién son.
—Ahhh. Sí, ése es el man.
Ahora estaba totalmente confirmado que todo lo que ingresaba era para donde él. Era al Paisa a quien le llevábamos el whisky, las frutas, bebidas energizantes, Viagra, Mentol Chino, vitaminas… «De acción inmediata».
No transcurrió mucho tiempo y en los viajes siguientes cambiaron los envíos. Ahora llevaba lo de cualquier grupito guerrillero: arroz, fríjoles, pasta, una que otra lata. Nada de whisky… El Paisa se había movido de zona.
Un par de semanas después dijo el Chocoano:
—Necesito a un tipo de confianza, porque me toca mandar a Marcela mañana por otro lado.
—Yo voy —le dije.
—No. Usted no puede.
—¿Por qué?
—Porque el que vaya tiene que conducir un bote con motor fuera de borda. La lancha tiene una máquina de setenta y cinco caballos de fuerza.
—Hombre, pero yo sé de eso. Acuérdese que soy de un puerto sobre el gran río Magdalena, y allá mi familia tiene botes y en ellos nos transportamos y salimos a pescar…
—¿En serio usted sabe de eso?
—Pues claro, en serio, patrón, déjeme ir a mí.
—Espéreme yo llamo y pregunto.
Él llamó no sé a quién y luego me dijo:
—Listo, me autorizaron para que vaya usted. Yo les dije que era de mi confianza, no me vaya a hacer quedar mal, hermano.
Íbamos para el río Murrí, una artería ancha y muy caudalosa, y desde luego, tocaba saber distinguir canales, corrientes, saber cruzarlo, conocer la salida de ondas y cuidarse de los remolinos… Mejor dicho, saber todos los secretos de un río.
Me dijo que esperara a Marcela en el pueblo. Ya con ella viajé a Mandé y allí nos recibió un señor que nos llevó hasta una pequeña finca a unos diez minutos del casco urbano. En aquel punto tenían caballos y en ellos nos desplazamos otros veinticinco minutos hasta las orillas del río donde nos esperaba el bote.
El señor nos dio un par de galones de combustible para llevar en caso de una emergencia, me dio aceite… Yo sabía algo muy básico de motores y le dije que me explicara algunas cosas que no recordaba bien, pero no le di a entender que no _ sabía. Entonces yo iba diciendo:
—De aquí se enciende —y efectivamente encendía.
—De aquí tal cosa —y resultaba: ¡Tal cosa!
De aquí tal… Ah, sí, es el mismo que yo conozco. Navegamos aguas arriba unas dos horas y media. La señal que debía tener en cuenta cuando me fuera acercando al punto eran una curva del río y una playa grande al frente: «Cuando aparezca la playa saquen un trapo y agítenlo», me habían dicho.
Efectivamente. Hasta la mitad de la playa salió un guerrillero haciéndonos señas. Nos acercamos, el tipo recibió a Marcela y me dijo que esperara en aquel lugar.
Al poco tiempo salió la muchacha y deshicimos la ruta hasta Urrao, donde ella tomaba su transporte para regresar a Medellín.