Andaba a toda hora con mi canguro en la cintura y dentro del canguro el GPS. Todas las posiciones donde dejábamos el mercado y el Mentol, el Viagra y los polvos talco, todas ésas las marcaba y las enviaba a Bogotá. Los GPS eran cinco aparatos iguales: yo llegaba al buzón muerto y dejaba uno, reportaba también lo que había visto, lo que había descargado, hasta dónde había llegado, a qué horas había salido, cuánto me había demorado allí, todo respaldado por las coordenadas en el GPS. Cuando Antonio o Femando iban a recoger la información, me dejaban otro.
Una de las características del buzón es que cuando está cargado hay una señal que lo indica, y otra si se halla descargada ¿Cuál señal? Cualquiera: una piedra en una esquina, la rama de cierto arbusto tronchada…
El Chocoano no bebía los lunes. El día que vimos a la guerrilla era martes y nos fuimos a chupar cerveza, hablamos de muchas cosas, especialmente de su infancia en el Chocó, un pueblo llamado Domingodó. Ese día nos tomamos una botella y media de aguardiente y se repitió la misma situación de antes:
—Rodrigo, venga, siéntese a mi lado. Le voy a contar una cosa: ¿Se acuerda que yo le había dicho que la guerrilla me estaba extorsionando?
—Sí. Sí, patrón.
—Bueno, es que las cosas no son así.
—¿Cómo son?
—Lo que sucede es que yo trabajo con ellos. Eso lo hago porque quiero, porque me gano una buena plata con ellos, en esas cosas me tratan muy bien. Y además, de eso no tengo que pagar impuestos, no me toca pagarles a ellos ningún dinero. La gente no me roba. La gente me respeta. Nadie se mete conmigo. Todo eso me tiene contento con ellos. Se lo cuento porque ahora usted es mi mano derecha.
—Huy, patrón, si me cuenta eso es porque usted quiere que yo vaya con usted p’a las que sea, y listo. Vamos p’a las que sea.
—Ésa era la respuesta que yo esperaba. Yo quería que usted estuviera conmigo porque sé que usted es un muchacho al que le ha tocado duro en la vida y va a valorar todo lo que le voy a dar.
Ese señor se veía muy rudo y muy sobrado, pero no tenía una persona que le ayudara, esa persona que «venga yo lo hago», «venga le consigno», «Venga le llevo»… No tenía un simple secretario y en eso me convertí. En adelante, me entregaba el camión y me decía:
—Váyase para tal vereda y lleve esta carga —y empezó a mandarme solo a llevar cosas a los alrededores.
En una ocasión me dijo:
—¿Se acuerda del sitio hasta donde llevamos el mercado el día que aparecieron los amigos míos?
—Sí. Sí. Me acuerdo.
—Después de ese sitio hay un poste con un número así y asá. Ahí descargue lo de hoy.
—¿Voy a ir solo?
—Hermano, vaya solo porque yo estoy aquí muy ocupado, tengo que ir a recoger unos dineros.
—Patrón, ¿pero qué tal que me hagan algo porque no me conocen?
—Tranquilo que eso ya lo hablé. Ellos saben que usted es un trabajador mío, no se preocupe.
Me fui hasta el punto, pero aquella vez el cargamento era más pequeño, aunque iban más o menos las mismas cosas: una caja de whisky, Viagra, Mentol Chino, comida…
Todo eso yo lo informaba y en Bogotá ya sabían, no sólo qué le gustaba al Paisa, sino lo verdaderamente importante: que seguía acampando en el mismo lugar…
Ese día había pasado mucho susto porque cuando llegué estaban ellos a la orilla del camino y vi esa cantidad de gente vestida de verde y de negro y sentía corrientazos por el cuerpo, me temblaba la voz. Estaba alterado. Paré, me dijeron que bajara el mercado rápido. Empecé a descargar y cuando ellos cayeron en la cuenta de que yo trabajaba solo, llamaron a dos niños, característica de los frentes de la guerrilla en esa región… Pues los miré una y otra vez y sí, eran unos verdaderos niños.
Cuando llegué se lo dije al Chocoano. Yo le comentaba todo demostrarle más confianza, y él decía:
No se preocupe que usted trabaja conmigo. A usted no le va a suceder nada.
Además de conducir el camión yo le hacía consignaciones. Tenía anotados los bancos y los números de las cuentas que él utilizaba y, claro, toda esa información la depositaba a la vez en el buzón muerto.
Últimamente permanecía siempre al lado del Chocoano, y sólo iba a cargar bultos a la plaza de mercado si se trataba de su camión. Todo esto porque una tarde le había dicho:
—Patrón, ya terminé de descargar, me voy a trabajar a otro lado porque tengo que continuar —y respondió:
—No. Quédese conmigo. Necesito que me haga unas cosas. Desde ahí él empezó a utilizarme para todo.
En una ocasión me puse a organizar su casa mientras el muchacho aquél que no me quería hacia cuentas. Yo veía que una plata la metía en un sobre y la otra la guardaba en el bolsillo. Todas las tardes veía lo mismo y luego le entregaba el sobre al Chocoano. Me imagino, dineros ajenos.
Cuando me di cuenta de eso, no sabía si contarle o no contarle al patrón, porque dije:
—Si le cuento, de pronto dice que soy un sapo, o no me para bolas, porque, igual, aquél era un muchacho de mucha confianza y yo era un aparecido… Pero si se lo digo y me cree, y lo comprueba, voy a subir muchos puntos.
Duré tres noches pensando y finalmente decidí contárselo. Al día siguiente salimos a dejar una carga y en el camino le dije:
—Patrón, tengo que contarle algo, pero no es para, que lo comente porque yo no soy un sapo, o para que diga otras cosas.
—¿Qué sucede?
—He visto que el muchacho guarda una plata en el sobre que le entrega a usted, pero saca otro dinero y se lo mete en su propio bolsillo…
—¿Eso es cierto?
—Seguro.
A raíz de la noticia, él le puso una prueba al muchacho que consistió en dejarle por la mañana una plata de más en el cajón de la mesa.
Por la tarde el muchacho le entregó unas cuentas, y él le dijo:
—Aquí falta dinero.
Y luego:
—Déjeme ver sus bolsillos, usted me está robando.
Lo presionó tanto que el muchacho se sintió acorralado y se puso a llorar y le contó, y el Chocoano no tuvo consideración Lo sacó de su casa.
Después él me preguntó dónde vivía, le conté, y me dijo:
—¿Por qué no se viene para mi casa? Aquí está la habitación que ocupaba el muchacho. —¿Sí?
—Sí. Tranquilo. Véngase. No lo piense tanto. Me fui a vivir allí. Él compró una cama, una silla, un televisor pequeñito, un colchón… A partir de ahí comenzó a mandarme a recoger dineros que, entendí inmediatamente, eran del chantaje de la guerrilla. Ya no iba él a hacerlo.
En una oportunidad se recogió mucho dinero, calculo unos cuarenta millones de pesos en dos semanas, y me dijo:
—Mañana vamos a dejarles mercado a los amigos. Usted se va conmigo.
Al día siguiente cargamos el camión y partimos. Él llevaba el dinero. Descargamos, esperamos a que llegara la guerrilla… Ya estaba yo un poco menos tenso. Esa vez habló con uno de ellos, se devolvió, sacó el dinero del camión y se lo entregó al guerrillero.
Me empecé entonces a dar cuenta de otras cosas. Por ejemplo, cuando se iba a entregar plata, preferiblemente iba él, pero con los mercados muchas veces fui yo solo. Hasta ese momento seguíamos el mismo camino: vía Chontaduro.
Una vez en su casa, desde luego empecé a enterarme de mayores intimidades. Empecé a ver más cantidades de dinero producto de las extorsiones que le hacían llegar de diferentes municipios. Lo que yo había visto hasta entonces era una pequeña parte en relación con lo que le veía manejar ahora.
Allí también supe por primera vez que al Paisa le gustaba ingresar prostitutas a su campamento, aunque el Chocoano no decía que eran para el cabecilla sino «para la guerrilla». Sin embargo, la comisión de Medellín confirmó que eran para el Paisa.
Una noche me dijo que íbamos a entrar a la misma zona a llevar a unas personas para los amigos. Madrugamos y, efectivamente, nos fuimos con dos mujeres que llegaron al pueblo, muy bonitas, muy atractivas, pero una más que la otra. Una tenía unos veinticuatro años y la otra, una rubia que luego supe su nombre, Marcela, se veía más joven, unos veintitrés le calculo yo: piel blanca, alta, piernas largas, el cuerpo con varias cirugías estéticas.
Cuando ellas llegaron, el Chocoano las subió al camión y nos fuimos los cuatro, pero por incomodidad no podíamos acomodarnos todos en la cabina, así que en esa primera entrada no les escuché ni una palabra. Imaginé que ellas preguntaron por mí, pues él no acostumbraba a ingresar con alguien a la zona.
Sin embargo, cuando salieron de allí empezó alguna confianza con ellas, ya saludaron, yo les preguntaba algo y eran más asequibles.
Cuando nosotros llegamos a aquel punto, Chontaduro, donde entregábamos la comida, dejamos a las mujeres con un grupo de guerrilleros. Ellos las recibieron, las ingresaron y nosotros esperamos entre tres y cuatro horas. Al cabo de ese tiempo las recogimos y regresamos a Urrao.
Unos días más tarde el Chocoano no pudo conducir por causa de un problema en la espalda y terminé convirtiéndome en el único conductor.
Si había que hacer negocios de la guerrilla, por la enfermedad empezó a delegarme más funciones, de manera que cuando comenzó a entregarme el dinero me di cuenta de la cantidad que le estaba entrando al Frente Treinta y Cuatro de las FARC. Cada paquete que yo llevaba contenía alrededor de trescientos millones de pesos de ese momento Eso era entonces demasiado dinero… Y sigue siéndolo.
Cuando yo ingresaba mandaban sobres sellados, pero no los abría porque era muy poco el tiempo con que contaba para llegar al pueblo y encontrar la forma de volverlos a sellar.
Algunos eran fáciles de abrir. Otros no. En uno de los que abrí iban una especie de calcomanías que les daban a los conductores de vehículos, con los números de la matrícula de cada uno, en las que constaba que los conductores ya habían pagado la cuota del chantaje. La guerrilla tenía un control total de la zona.
Todo aquello iba concordando con lo que tenía Inteligencia en Medellín y lo que yo estaba comprobando en la zona. Mediante el cruce de información se iba armando un rompecabezas que mostraba que quien estaba detrás de todo era el Paisa.
Un poco después el Paisa volvió a llamar al Chocoano para que le mandara «gallinas» de nuevo, pero esta vez pidió que fuera únicamente Marcela. A partir de ahí siguió llegando únicamente ella.
Desde luego ingresamos los dos, ya empecé a hablarle un poco más, a ganar su confianza, me contó que tenía una hija, que había viajado por Centroamérica haciendo «La gira del Caribe», que tenía muy buenos clientes en Medellín, que durante un tiempo había trabajado en un bar y con el dinero que ahorró se hizo practicar las cirugías estéticas para mejorar el cuerpo y empezar a cobrar más.
Ahora estaba trabajando como prepago: algo así como a la carta. El cliente escogía a la mujer en un álbum fotográfico, le decían la tarifa, él la escogía y algunas veces pagaba por adelantado. Pero pagaba sumas altas. Qué bares ni qué carajo. En esos sitios era muy complicado aguantarse a los borrachos. Además, ganaba menos. Ahora atendía a los clientes en su apartamento o iba a domicilio.
En total ingresamos a Chontaduro unas cuatro veces y ahora mi misión era tratar de entablar una relación más íntima con ella para, de pronto, ponerla a trabajar de nuestro lado de forma directa, pues después de las primeras tres entradas no me dijo qué había hecho allá adentro, ni con quién había estad.
A raíz de la enfermedad del Chocoano viajé mucho a Medellín a comprarle medicinas y a consignar unas platas en unos bancos de la ciudad, y, desde luego, aprovechaba para verla.