Yo tenía el celular en un bolsillo del pantalón y mi socio también, pero lo primero que pidieron fueron los teléfonos y por instinto los mostramos, y además, para evitar problemas posteriores pues alguno podía timbrar.
—No queremos que se comuniquen con nadie, somos del Frente Treinta y Cuatro de las FARC. Nuestro comandante necesita hablar con ustedes y vamos a hacer un desplazamiento para encontrarnos con él —dijeron.
Fernando se altera con facilidad y empezó a alegar:
—¿Cómo así? ¿Qué les pasa? ¿Cómo nos van a llevar por allá?
La respuesta fue agarrarlo y uno le pegó en el hombro para poderlo doblegar. Él es alto y casi los lanza al piso a los dos, pero finalmente aquéllos lo dominaron. Yo lo miré como diciéndole: «¿Qué ganamos luchando?». Luego les dije:
—Pero ¿cómo así que nos van a llevar? ¿Y el carro cómo lo vamos a dejar solo si hasta ahora lo estamos pagando? No, esas cuotas son muy altas, el seguro lo tenemos vencido…
—Cálmense ya —dijeron, y dos de ellos se quedaron cuidándolo.
—Tranquilo. Ellos lo van a vigilar, explicó otro.
Entramos en un sendero estrecho a través de la selva y empezamos a avanzar de forma lenta y en silencio. El que marchaba a mi lado llevaba el único radio y sus armas eran viejas, deterioradas, sus ropas raídas en algunos casos. En lo que más me concentré fue en unas sudaderas negras con las mismas costuras de las de aquella sastrería.
Caminando por allí sentí que me descontrolaba un tanto porque pensé que nos estaban secuestrando, se me vino mi familia a la mente. Justamente esa mañana había hablado con mis padres, pero me dominé pronto…
No tengo ahora noción de cuánto caminamos, tal vez media hora decía Fernando, pero finalmente llegamos a un punto sin tomar una referencia, algo que nos orientara en un posible regreso.
La situación del retén ya la habíamos practicado en los entrenamientos y creía que había salido bien, pero nunca calculamos que en algún momento tuviéramos que marchar con los guerrilleros. En el sitio había grandes piedras, había troncos para sentarse, no se veían casas, no había ranchos, no había nada diferente a la selva apretada.
Dijeron que su comandante se demoraría en llegar, pero pasó el tiempo y no apareció. Desde luego, al comienzo nos habían separado: a mí me dejaron en el mismo sido y a Fernando se lo llevaron, pero yo podía ver dónde estaba aunque no escuchaba qué le estaban preguntando, ni él tampoco nos podía oír.
Ahí es donde uno aprecia cómo durante el entrenamiento le estén martillando a toda hora: «¿Ya practicó las instrucciones? ¿Ya se aprendió bien tal cosa?». Nosotros habíamos repasado aquel libreto hasta la saciedad.
Efectivamente, los guerrilleros comenzaron a hacer preguntas: ¿De dónde vienen?… ¿Socios? ¿Cómo se conocieron? ¿Porqué llegaron a este pueblo y no a otro?… ¿Esa camioneta dónde la compraron? ¿Cuánto les costó? ¿Cómo la pagan? ¿Cuántas cuotas?… ¿Desde cuándo son socios?
Después del interrogatorio mi celular había sonado un par de veces a partir del momento en que activamos el botón de pánico y ellos lo apagaron. Más tarde lo volvieron a prender examinaron el directorio y empezaron nuevamente:
—¿Quién es Clara?
—Mi prima.
En ese momento entró una llamada de nuestro jefe que figuraba como «Papá».
—¿Quién es Papá?
—Pues mi papá.
El guerrillero le colgó y le quitó la batería al celular.
En ese momento escuchamos una voz en la radio preguntando en clave qué hacían con el vehículo porque en ese momento estaban viendo unos «chulos» —helicópteros—. Como en día de fin de año había mucha presencia de Fuerza Pública en el pueblo y a lo mejor era normal que volaran aeronaves, pensé.
Sin embargo, ordenaron que los dos que habían quedado cuidándolo abandonaran el carro y se vinieran. No sé qué ruta cogerían aquellos porque nunca los volvimos a ver.
Bueno, luego nos quitaron el mercado y se fueron. No nos dijeron nunca cual era el objeto de la tal reunión y nos quedamos allí sin saber que podía ocurrir después, porque ahora la presencia de los helicópteros era muy ostensible.