Lo primero fue prepararme físicamente para cargar bultos, mirar cómo me iba a vestir durante la operación, qué debía portar, qué no debía portar, y buscar la manera de camuflar un GPS pequeño dentro de algo que fuera común en ese gremio. Me ordenaron también que me preparara en elementos de mecánica automotriz —que ya de por sí algo sabía— y retomara alguna habilidad en manejo de lanchas con motor fuera de borda.
El primer paso fue inscribirme en un gimnasio para buscar un estado físico óptimo, con rutinas en la mañana y en la noche, pero más de resistencia que de fuerza para soportar el esfuerzo que me iba a imponer cargar y descargar camiones. Mucho trote al comienzo y luego ejercicios para sostener ciertos pesos.
Estudiando la indumentaria de los cargadores en plazas de mercado, vi que ellos usaban un bolso o «canguro» sobre el vientre y allí guardaban el dinero que les iban dando por su trabaja En aquellos sitios también miré cómo se movían, cómo se cargaban y descargaban los bultos, cómo caminaban, cómo hablaban, qué silbaban…
En Caracterización buscaron unos yines recortados a la mitad de la pierna, pues por el clima a donde iba no podía permanecer con pantalón completo. Nada de ropa de marca conocida, y una vez escogidos los cortamos con unas tijeras y los volvimos pantaloneras que llegaban hasta la rodilla. Todo eso correspondía a la vestimenta característica de los coteros de las plazas de mercado.
También se preparó otra pinta con camisa de manga corta, no tan vieja, pero tampoco tan nueva, un pantalón de dril que era supuestamente la única ropa que tenía para ocasiones de descanso o de salir a algún lado durante los días libres.
También hicieron algunas propuestas como, por ejemplo, el cambio de los zapatos por unos más deteriorados, pues se suponía que yo era un trabajador raso, una persona de bien que a la vez permanecía aseada. No era de los que merodeaban por la calle, trabajaban o tenían algún vicio, porque eso iba a provocar que a lo mejor me rechazara el objetivo. Tenía que ser un atuendo muy a la realidad, pero no el de un vaga Esa ropa la cuidaba como un tesoro, porque supuestamente era lo único que tenía: en mi trabajo futuro solamente conseguiría para comer y para pagar el alquiler de una pequeña habitación.
En cuanto al cabello, lo tuve hasta los hombros y me dejé una línea de barba en el borde de la quijada. Tenía las uñas largas, sudas, pero después del trabajo me las limpiaba, aunque de todas maneras las mantenía largas como las de los ayudantes de los camiones.
En un par de plazas de mercado vi que la mayoría utilizaba unos zapatos tenis de tela, tipo botín, de color rojo que fue los que usé para trabajar durante toda la operación. No tenía cinturón, no tenía adornos en el pecho, no llevaba pulseras, ni anillos… Ésa era básicamente la caracterización.
En aquel momento no conocía a la mayoría de mis compañeros de equipo que tampoco sabían que yo iba a trabajar en el mismo proceso. Los únicos que tenían la información eran el jefe, la analista y los socios que estaban en Urrao. Yo acababa de llegar a ese grupo.
Bueno, pues unas semanas después de haber comenzado a prepararme me invitaron a la celebración del cumpleaños de uno de los compañeros. Entonces yo era lo que llaman un bebedor social: de vez en cuando y no demasiado, pero ellos también tomaron aquella noche como pretexto para celebrar mi llegada y, desde luego, eso era bebiendo.
Me dieron mucho licor, me pegué una borrachera increíble, me llevaron hasta la casa y al día siguiente no recordaba lo que había sucedida El jefe me dijo:
—¿Sí ve cómo son las cosas del licor?
Yo hasta ese momento no había tenido una experiencia igual.
Ocho días después celebraban el ascenso de un compañero, fuimos las mismas personas, hubo mucho trago y nuevamente me emborracharon: me llamaban, venga blindamos, le levantaban a uno la botella y entre dos le daban de beber. Incluso utilizaron una válvula: a ésa le ponen una cerveza encima y después de que la voltean se la colocan a uno en la boca, el líquido baja sin detenerse y uno nene que bebérsela de un golpe.
Esa noche también estuve muy borracho y tampoco recordaba nada al día siguiente. Cuando llegué a la oficina les ofrecí disculpas a los compañeros, y el jefe me dijo «Venga». Nos sentamos en la sala de su oficina y empezaron a proyectar un video enfocado directamente a mí. Yo pensé lo peor. «Me van a llamar la atención por haberme portado mal…». Pero no. Explicaron que en las dos reuniones alguien estuvo filmándome durante todo el tiempo con una cámara en el botón de una chaqueta. En una pantalla veíamos mi comportamiento, escuchábamos lo que hablaba, cómo me movía, cómo miraba. Sin embargo, me pareció que todo había estado, digamos, dentro de lo normal.
Cuando terminó la proyección el jefe dijo que debía tomar medidas para llegar a ser capaz de controlarme: primero, tenía que beber mucho menos sin que fuera ostensible; no perder la noción de lo que estaba diciendo y especialmente de lo que estaba escuchando, pues era mi propia vida la que se encontraba en juego en caso de no aprender a callar.
Luego tenía que encontrar algo para ingerir antes de beber y así tratar de contrarrestar un tanto los efectos del alcohol. Ahí supe que mi objetivo en un pueblo se dedicaba al licor todos los días, un hombre solitario que terminaba su labor diana con un camión y se entregaba a la botella. Ésa era una de las costumbres de aquel hombre que yo tenía que capitalizar.
Ellos va habían hecho un análisis de los dos videos completos y me preguntaron hasta qué punto me acordaba. Les dije hasta dónde y me explicaron:
—Hasta ese punto usted se había tomado quince tragos en la primera ocasión. La segunda fue con cerveza y estuvo bien hasta cuando había llegado a diez. Ése es su límite. No puede pasar de ahí.
En cuanto a la manera de contrarrestar el efecto del alcohol en el organismo, duramos una semana probando sustancias, leyendo, practicando y por último fui a donde un médico naturista. Antes de beber, él aconsejó tomar una solución que me protegía las paredes del estómago y, por tanto, el alcohol se demoraba más tiempo en ser asimilado.
Ésa fue la última prueba y realmente funcionó. De los quince tragos que eran mi límite resistí siete más y paré, pero no perdí la memoria, ni la capacidad de concentrarme al escuchar: Ya era consciente de lo que hacía y de lo que hablaba… A partir de ahí medí muy bien mis limitaciones y acabé de convencerme de que, por encima de todo, uno tiene que controlarse.
Al término del entrenamiento, algo más de un mes, me enviaron a Medellín y me llevaron a la Plaza Mayorista para ir aprendiendo a cargar bultos con todas las de la ley y, claro, empecé llevándole los mercados a la gente que iba por lo del hogar, con el fin de que empezaran a verme y a distinguirme en ese lugar.
Desde luego llegué conectado con una bodega a través de la cual iba a ingresar a Urrao, pues el dueño tenía el camión en el que iba a viajar a ese puebla él era el único que conocía mi verdadera identidad y practicando empecé a ir agarrando el ritmo del trabajo, a ir conociendo a la gente del oficio y a practicar lo mejor que podía el lenguaje de los coteros.
Era un trabajo duro porque al tiempo tenía que continuar con la preparación en el gimnasio, pero le bajé de dos sesiones a una y luego sí, me iba a meterle el hombro al trabaja Unos días después el dueño de la bodega le dijo al chofer del camión que yo iba a ser su ayudante a partir de ese momento, de manera que si por algún motivo llamaran a preguntar algo, todo quedaba en regla.
Al comienzo fuimos a diferentes pueblos los días de mercado y eso también me sirvió porque empezaron a conocerme como trabajador normal que andaba en lo mío para un lado y para otro.
Cuando empecé a llegar a Urrao ya tenía clara la pinta del Chocoano —el colaborador de las FARC que iba a infiltrar— y las de sus dos ayudantes porque ya había estudiado sus fotografías y la del camión, ya sabía en qué puntos podía localizar al objetivo… La analista me lo explicó con detalles.
Algunas semanas después de haber conocido el movimiento en Urrao logré acercarme a los ayudantes del Chocoano, dos hermanos.
¿Cómo?
Por lo general los camioneros después de trabajar se sientan a beber o a comer algo o tienen su amiguita en cada pueblo y se demoran un rato más.
El hombre del camión en que yo iba terminaba su labor, comía algo, visitaba a una muchacha y después regresábamos. Mientras él hacía eso yo me dedicaba a jugar a la veintiuna con monedas en un sitio en el que permanecían por las tardes los ayudantes del Chocoano. Desde la primera tarde me les acerqué y comencé a hablarles, jugamos algunas monedas, les conté qué hacía y empezamos a conocernos.
Un día llegué al pueblo y los hermanos estaban descargando un viaje de maíz del camión del Chocoano. No sé por qué ésos bultos les parecían particularmente pesados, el camión venía muy lleno y, claro, los tipos estaban solos. Ese día había mucho movimiento en el pueblo, los cargadores eran escasos y me pidieron que les echara una mano.
—Espérenme. Primero descargo el mío y vengo a ayudarles —respondí.
Para hacer las cosas más naturales les dije que en cualquier otro lado me pagaban mejor y ellos insistieron:
—Bueno, hermano, le damos algo de lo nuestro, pero ayúdenos.
A partir de ahí empecé a trabajar con ellos.
Bueno, terminamos a eso de las tres de la tarde y les dije que nos tomáramos unas cervezas: era la costumbre y nos reunimos los hermanos, otros dos muchachos y yo, pero un poco después se fueron los muchachos, me quedé con los hermanos y vi que ésa era la oportunidad para quedarme en el pueblo, porque ya estábamos hablando de nuestras familias y de mujeres y del trabajo y le dije al chofer de mi camión que se fuera:
—Olvídese de mí, hermano.
A eso de la una de la mañana yo recordaba todo lo que había pasado y todo lo que habíamos hablado porque ya sabía cómo era la movida con el licor. Imposible que no, después de aquellas borracheras en el trabajo.
A uno de los hermanos tuvimos que llevarlo cargado hasta su casa y en el momento de despedirnos el otro me preguntó para dónde iba y le dije que a cualquier parte: el camión me había dejado y yo tenía que esperar una semana hasta que regresara, no tenía dinero, no tenía dónde quedarme, no tenía nada…
El muchacho me dijo que durmiera en su casa y esa semana podía trabajar con ellos mientras regresaba mi camión.
Al día siguiente madrugamos y me pusieron a descargar el camión del Chocoano, luego me empezaron a presentar a otras personas para que me dieran trabajos y, claro, todas las tardes terminábamos de meter el hombro y nos íbamos a beber.
A los cuatro días ellos estaban tomando y yo descargando otro camión. Cuando llegué al sitio los encontré con el Chocoano y claro que lo reconocí, de una:
—Le presentamos al patrón —dijeron, y me invitaron a una cerveza.
Hablando, hablando, tocamos mi tema y les dije que yo iba a esperar a que llegara la semana siguiente para irme de allí porque trabajaba mucho y ganaba poco. El Chocoano no dijo nada especial y esa noche fui a quedarme nuevamente a la casa de los hermanos. Hasta ese momento yo no tenía nada que ver con el Chocoano, que simplemente se limitaba a verme trabajar y el dinerito me lo daban los hermanos por la ayuda.
Fueron muchas las necesidades que tuve que pasar aquellos días pero mi función era estar ahí y comprar cerveza para no despegarme de mi gente. Muchas veces no tenía para comer, otras no desayunaba y hacía un almuerzo bien reforzada Así me mantuve durante esa semana.
Al cabo de seis días me sentía agotado y aproveché para decides a los muchachos que me ayudaran para poder quedarme a trabajar en Urrao, porque allí se ganaba muy bien.