Realmente el bandido movió luego a Martín Sombra por el centro del país, lo tuvo un tiempo en el campo, de finca en finca en la zona semiurbana, pero como el viejo es tan indisciplinado en ese sentido, por ejemplo se escapaba a hoteles de mala reputación para no dar un alto perfil, conseguía un par de modelos prepagos, les daba dos, tres millones de pesos y pasaba con ellas noches completas.
Cuando empezamos a tener cierto control sobre el bandido, determinamos que él personalmente, o por interpuesta persona, movía a Martín. Pero, repito, el viejo es muy mujeriego. Por eso trataban de que no se quedara en Bogotá.
Por ejemplo, en ocasiones repetidas un delincuente al servicio del bandido lo estaba acompañando y cuando se daba cuenta, ya se le había evaporado, y los rateros lo buscaban como a una aguja… Cuando aparecía estaba borracho, de manera que llegó un momento en el cual ya la gente no quería andar con él porque, además, se ponía a vociferar.
Una vez estaba cerca de un puesto de la Policía, y dijo:
—Habrá que ponerles una bomba a estos policías.
Lo decía delante de todo mundo y los bandidos se alteraban.
A raíz de su salida de la casa en Bogotá, el bandido la pasó mal pues sabía que si Martín se le perdía, las FARC lo matarían. Entonces empezó a buscar contactos hasta que finalmente habló con alguien en Cúcuta, a cientos de kilómetros al oriente, en la frontera con Venezuela:
—Sí, el viejo está aquí y va a salir para allá. En estos días. Yo le aviso cuando él salga.
Inmediatamente enviamos una comisión a Cúcuta para tratar de rastrearlo luego de establecer la dirección del delincuente en aquella ciudad. En adelante, eso nos dio los movimientos de Martín Sombra hasta cuando emprendió el regreso, nuevamente hacia el centro del país, haciendo algunas escalas.
Siguiendo sus pasos por el oriente de nuestra geografía, nuestros problemas eran ubicar a los muchachos y a las chicas de Inteligencia en áreas rurales para ampliar nuestra acción, porque Martín Sombra era muy escurridizo. Entonces para determinar con mayor puntualidad cuáles eran sus desplazamientos exactos, apelamos todavía a más fuentes humanas.
Una comunicación decía que había pasado por un puesto del ejército y los soldados lo ayudaron a bajar porque él se hizo el enfermo y les dijo que no podía caminar.
—Muchachos, regálenme agua —les dijo.
Ellos lo auxiliaron y lo bajaron del carro. Estaba jugando con él cuento de la clandestinidad.
Empezamos a hacer el trabajo con información de la célula de Boyacá, a tres horas al oriente de Bogotá, con información del bandido que lo había tenido en la capital, a través del hombre de Cúcuta, y finalmente tocamos tierra cuando Diana, la mujer de Arauca, me dijo:
—Aquél va nuevamente para Bogotá.
Nos concentramos en la capital pero pronto supimos que no iba a quedarse allí sino a hacer tránsito, evitando conectarse con el bandido. En ese momento se iba acercando, pero esperaba detenerse algunos días en Boyacá, y nosotros montamos dispositivos en diferentes puntos de aquel departamento, de acuerdo con lo que ahora conocíamos de sus planes.
En esta forma se empezó a cerrar el cerco hasta cuando lo localizamos en un pueblo llamado Saboyá, aún más cerca de la capital, pero entonces no daba señales y, claro, planeamos nuestro trabajo mucho más «de forma física», seguimientos, cosas así, a través de medios técnicos. Eso significaba trabajar con nuestros agentes, más o menos cuadra por cuadra.
Finalmente, una mañana supimos que Martín Sombra se iba a reunir con alguien en un lugar público y eso nos obligó a mirar en cafeterías, en la misma alcaldía, en el puesto de salud, en restaurantes… Luego hicimos un barrido más, lugar por lugar, hasta que por fin lo encontramos en compañía de dos viejitos que conformaban una pequeña célula de la guerrilla y conseguían algunas cosas para ellos. Cerca del mediodía, los tres estaban sentados a la mesa de un pequeño salón tomando café, nuestra gente entró y lo capturó.
Así, en pocas palabras: lo capturó.
Luego, en una dependencia de la Policía, le dijeron nuevamente:
—Identifíquese, usted es Helí Mejía Mendoza, alias Martin Sombra.
—Yo no soy ése. Aquí está mi documento de identidad —respondió.
Su cédula de identificación figuraba con otro nombre. Sin embargo, hicimos la verificación de sus huellas digitales y confirmamos que él era, pero continuaba negándolo, allí, sentado frente a un joven policía que registraba una serie de diligencias. Lo cierto es que Martín miraba la pantalla de la computadora, y de pronto un policía judicial dijo a sus espaldas:
—¡Martín!
Y él volvió a mirar.
Al ver su reacción nosotros nos reímos y él empezó a temblar, pero de forma impresionante, como si le hubiera dado un infarto. Pese a todo seguía insistiendo que él no era Helí, que él no conocía al tal Martín.
Luego empezó a ofrecerles dinero a los policías:
—Les doy cinco millones de pesos si me dejan ir… No, les doy diez… Les doy veinte… —finalmente dijo—, les ofrezco mil millones de pesos. Déjenme llamar a Jorge, el Mono Jojoy, que él me hace llegar el dinero aquí, pero no me lleven a donde me van a llevar. Déjenme salir de aquí.
Partimos de allí, llegamos a Bogotá a eso de las diez de la noche y empezamos a traer guerrilleros desmovilizados, campesinos desterrados de las zonas de combate… Frank Pinchao, un policía que se había escapado de un campamento de secuestrados por las FARC en la selva amazónica, también fue a mirarlo, pero como otras personas, no lo reconoció inicialmente porque en aquella época él era más gordo y cuando lo capturamos había bajado de peso pensando en la intervención quirúrgica en su rodilla.
Martín Sombra se hallaba entonces en un sitio en el cual lo divisábamos con claridad, pero él no podía ver que estábamos observándolo desde un lugar oscuro.
Me acuerdo que teníamos allí a un señor que había estado en la Zona de Distensión, y él me dijo:
—No. Ése no es.
—¿Seguro que no es Martín Sombra?
Pero en ese momento Martín mencionó algo y cuando habló, el señor empezó a temblar. Entró como en un stock nervioso:
—Sí. Es él. Es él. Me va a ver, me va a ver.
—Tranquilo, nosotros estamos en un lugar seguro, él no nos ve.
—No. Sáqueme de aquí, me va a matar.
El miedo que le tenían los testigos se percibía en el ambiente una vez que alguien lo reconocía.
En aquel lugar estábamos también con dos guerrilleros que habían sido de la estructura de Martín y difícilmente lo reconocieron por su cambio físico. Luego, mirándolo mejor, uno de ellos lo identificó por la mirada:
—Esos ojos no los cambia nadie. Los ojos y las cejas son absolutamente particulares en él. Sí, está muy flaco pero ése es Martín Sombra —comentó.
A Frank Pinchao le dije primero:
—¿Cómo era Martín?, descríbalo. Hábleme de él, cómo era, su comportamiento —pero cuando más tarde lo vio, respondió lo mismo de aquéllos:
—Ése no es Martín Sombra.
—¿Seguro que no es Martín?
—No. Él no es.
Como el hombre del Caguán se habla asustado cuando lo escuchó hablar, le dije a uno de los muchachos:
—Póngalo a hablar. Llámelo para que le de algún dato hágalo que hable en voz alta para que Frank lo escuche.
Cuando Martin habló, Frank se quedó callado, agachó la cabeza, levantó la mirada y me dijo:
—Ése es Martín Sombra.
Al día siguiente, a eso de las once de la mañana, el director de Inteligencia lo fue a entrevistar en una segunda fase y dejó ver una orden de captura con algunas fotografías suyas. Él se quedó mirando el papel mientras el coronel y otro oficial se retiraban un poco, y luego bajó la mirada, respiró profundó, y ante la evidencia, le dijo:
—Coronel, yo soy Martin Sombra.
Luego nos preguntó:
—¿Cómo me tomaron esta fotografía? ¿Cuándo la tomaron? ¿Ustedes cómo llegaron a este documento si casi nadie sabía de esto? ¿A qué horas me la tomaron?
Es una foto en la que aparece con bigote, hecha unos años antes de la existencia de la Zona de Distensión.
Transcurrieron varios días y Martín vio que no le enviaban a un abogado, ni tampoco dinero, sintió que lo habían dejado solo, y yo le dije:
—Oiga, viejo, mire: tan bien que habla usted de la organización y ¿qué le han dado? —luego me dediqué a hacerle un recuento de su pasado porque ahora nosotros sabíamos muchas cosas suyas.
Lo cierto era que en aquel momento, a pesar de que el Mono Jojoy—aquel cabecilla de la cúpula de las FARC— estimaba mucho a Martín Sombra, también había gente que no lo quería, como el tal Efreén, quien lo despreciaba y una vez salió enfermo dejó de enviarle dinero a pesar de las órdenes de Jojoy.
En dos palabras, aquel bandido recibía dinero para enviarle a Martín, pero de un momento a otro dejó de hacerlo y ya el hombre no podía entonces estar con las mejores prostitutas, ni tenía la botella de licor a la mano, y lo que para él tenía que ser el fruto de la revolución, resultó ser su propia indigencia: ahora tenía que vivir de lo que le regalaran.
Era la historia patética, digo yo, de un hombre que debía tener mucho dinero enterrado y mucho poder, pero de un momento a otro por la mala intención de un envidioso se había quedado solo y con la preocupación de su tratamiento médico para regresar pronto a reintegrarse a la guerrilla. Pero la verdad es que él no se enteró de la envidia de Efreén sino que creyó que el abandono partía de la cúpula, es decir, de su gran amigo el Mono Jojoy.
Un tiempo después cuando fue capturado en Bogotá, aquel sujeto apodado Pitufo segundo al mando de un frente de las FARC, explicó cómo Efreén por celos y envidia había impedido que le enviaran plata, abogado y ayuda. Él contó una tarde:
—Efreén decía que ese viejo tal por cual se debía morir pronto, y luego me decía a mí: «Pitufo: si usted cuenta algo de esto, lo mando matar».
Sin embargo, Martín Sombra decía a la vez:
—Yo le había hecho un juramento a mi papá antes de morir, le juré que iba a ser revolucionario toda mi vida, pero si las FARC me traicionaron, yo me les voy a voltear a las FARC.
A partir de allí asumió ya abiertamente que él era Martín Sombra y empezó a contarnos su vida.
Contaba, por ejemplo, cómo aun siendo niño el papá un «bandolero liberal». Lo llamaban el Tigre.
Desde entonces, «los bandoleros» lo conocieron porque enfrentaba las cosas con mucha valentía y llegó a convertirse en la mascota de aquella gente. Con ellos marchaba también otro niño a quien más tarde llamaron Tirofijo: era uno de los subalternos del Tigre.
Martín se ganó su primera arma siendo un niño, luego de un combate con la Fuerza Pública. Era una carabina.
—¿Por qué lo llaman Martín Sombra?
Había un bandolero liberal, un negro, a quien le decían Sombra y le tenían miedo porque era más grande y los atropellaba a todos, y a quien reaccionaba, lo mataba. Desde luego, cada vez que veía al niño lo desafiaba, le daba golpes en la cabeza o lo empujaba.
Una mañana se repitió la escena y el pequeño le dijo:
—No me moleste.
—¿Entonces qué va a hacer? —respondió el negro.
Ese día el pequeño ya tenía un arma. Siempre la llevaba consigo entre las manos, y cuando el negro fue a tomar su revólver para matarlo, el niño levantó primero el suyo y disparó. El negro era el más malo de los malos.
—¡Este niño es más rápido que Sombra! —dijo alguien.
En ese momento nació Martín Sombra. Tenía nueve años.
Pasó el tiempo. Al Tigre lo mataron en un enfrentamiento. Entonces los bandoleros liberales habían comenzado a ser infiltrados por el Partido Comunista y el papá en su agonía le pidió al niño un juramento: que el resto de su vida viviría como un revolucionario.
Martín se aisló unos años y luego regresó al grupo. Lo recibió Tirofijo.
Con el paso del tiempo, se fue volviendo cada vez más importante dentro de las FARC y se dedicó a organizar frentes: tiene la malicia del campesino colombiano, la astucia, la iniciativa, el talento de nuestros campesinos.
Algunos guerrilleros con quienes hablaron los agentes de Inteligencia durante la búsqueda decían que Martín Sombra tenía una puntería increíble. Era un gran tirador y también por eso lo admiraban. Y también por su gran vitalidad. Realmente sí, es un hombre muy vital. Y tiene gran capacidad de liderazgo.
Y también orientación revolucionaria, porque es un hombre de ideales.
Me parecía curioso que los guerrilleros le tuvieran miedo porque decían que él había hecho un pacto con el Diablo. Entre otras cosas porque en enfrentamientos con la guerrilla, algunas veces uno se puede esconder detrás de un árbol y no lo ven. Muchas veces los guerrilleros nos han dicho después de capturarlos:
—Yo estaba en tal punto. Ustedes pasaron cerca de mí y no me vieron.
Entonces lo que los subversivos decían en su afán de fortalecer la leyenda y sostener el mito viviente era que él no se escondía en la selva sino que realmente se transformaba en cosas o en objetos, y algunos nos dijeron más de una vez:
—A mí me da mucho miedo que ustedes vayan a capturar a Martín Sombra.
—¿Por qué?
—Porque cuando lo vayan a coger se va a transformar en algún animal agresivo —el hombre lo decía absolutamente convencido y agregaba—: He hecho con él muchas operaciones y, que yo sepa, nunca lo han herido. La lesión en la pierna, pues sí, porque fue una caída. Pero no tiene heridas.
Diana, la mujer de Arauca, me decía que una tarde Martín se encontraba con doce guerrilleros y se emborrachó. Estando allí llegó el ejército abatió a once de los doce y él salió corriendo. Se salvó…
—Pero, entiéndame: en ese combate, borracho o no, Martín Sombra se transformó en un murciélago —repetía la mujer. Cuando yo hablé con él, me dijo:
—Aquel día la culpa fue mía porque me emborraché y bajé la guardia. Yo no tenía que haber hecho eso, pero dio la casualidad de que llegó el ejército, nos hizo la emboscada, pero me dejaron una brecha por la que pude escapar. Salí corriendo y cuando me di cuenta miré hacia atrás y la gente que venía conmigo había desaparecido.
De la información que recopilamos, otra parte que llamaba mucho la atención eran los métodos que tenía para conducir a los secuestrados: Ingrid Betancourt, los políticos, los policías, los soldados, los «contratistas» estadounidenses…
Obviamente él no me iba a decir que era tan rudo, pero todos los que lo habían conocido decían que era muy tosco en la disciplina. No descuidaba la seguridad, los movía mucho. Me contaron que siempre se preocupaba por mantener cubiertas, por lo menos, las necesidades básicas de los secuestrados: alimentación y la salud en la medida de las posibilidades.
Pero, por ejemplo, según contaban algunos liberados, en las oportunidades en que la Fuerza Pública estuvo tan cerca, ellos se aferraban al mundo con el cuerpo a tierra, bien pegados al piso y cubiertos con plantas, y desde allí veían pasar la tropa cerca y permanecían en absoluto silencio. Ellos sabían que si producían algún ruido serían los primeros en morir, pues le ponían a cada uno un guerrillero con el arma contra la cabeza. Martín Sombra les decía:
—Aquí nos podemos morir todos, pero yo no voy a permitir que alguno de ustedes sea liberado. Ésa es la orden que tengo.
Él le decía siempre que le habían puesto aquella tarea porque era el hombre más preparado para eso. De hecho él fue quien diseñó los corrales cerrados con tramas de alambre de púas donde aprisionan a los secuestrados.
—Yo crié cerdos y construía los chiqueros en esa forma —explica.
A todo esto súmele que tiene el sentido del campesino, tan rico, tan lleno de imaginación. Dos o tres veces me contaron los guerrilleros, y el mismo Martín, que se movía fácilmente porque conocía muy bien la selva.
Me contó que hubo épocas en las que se quedaron sin comida por los movimientos de la Fuerza Pública, pero, sin embargo, él movía con éxito cuarenta, cincuenta personas entre secuestrados y guerrilleros y los sacaba del cerco del enemigo.
Me contaban también que por la lesión en su pierna había estado en una escuela de guerra de guerrillas que dependía del Frente Veintisiete con unos quinientos niños entre doce y dieciséis años. Se lo preguntamos y obviamente no lo admitió. Sin embargo, eso correspondía justamente a su concepción revolucionaria.
Yo le decía:
—Y cuando usted tenía la escuela… —pero él interrumpía:
—No, señor. Yo allí tenía gente que había ido de forma voluntaria. En una ocasión entró la Fuerza Pública, los muchachos se asustaron y salieron corriendo, y tuvimos que cerrar temporalmente mientras recogían otra vez a parte de ellos. Aquel día el tema era la formación de guerrilleros.
—Yo he formado combatientes muy buenos, pero el Mono Jojoy se los tiró. Mejor dicho: los echó a perder, como dicen ustedes.
—¿Cómo?
—Me los volvió narcotraficantes.
Mencionaba por ejemplo a Efreén, a John Cuarenta, a Zarco Aldinevar… Le alcanzó a dar instrucción al famoso narcotraficante Negro Acacio.
Uno estudia la trayectoria criminal de aquellos bandidos y encuentra que todos le han hecho mucho daño a la sociedad. Por ejemplo, Aldinevar hoy es otro narcotraficante que trabaja con las FARC.
Realmente Martín conoce a la mayoría de los cabecillas. Nosotros estructuramos una tabla con fotografías de varios de ellos y cuando se la mostramos, decía señalándolos con el dedo:
—Ése es un paquete. Éste es bueno para pelear. Éste es narcotraficante. Aquél es un tonto. Ese otro es muy inteligente…
Después de la captura, Martín criticaba fuertemente a John Cuarenta. Decía que se trataba de un bandido que había perdido el norte de la causa:
—¿Cómo es posible que lleve mujeres prepagos al campamento? ¿Cómo es posible que un hombre que yo formé y que es un buen combatiente, se mueva ahora como un capo pequeño? Cuando yo lo solté era un revolucionario puro. ¿Cómo es posible que el Mono Jojoy los haya corrompido?
Martín formó a aquella gente con la esperanza de obtener comandantes revolucionarios puros que pudieran cambiar al país.
Es que él tenía entonces otra forma de ver a las FARC, pero se desilusionó cuando sintió que lo habían abandonado. Sin embargo, recién capturado pensaba lo contrario.
Después analizaba el narcotráfico desde su punto de vista y no parecía caberle en la cabeza cómo se trastoca la idea revolucionaria para constituirse exclusivamente en mañosos.
Martín Sombra tiene aún la concepción de un movimiento en armas que defendió al campesinado bajo unas ideas de igualdad, y entonces habla de historias que vivió a partir de la muerte del Tigre, su padre: Riochiquito, Marquetalia, Jacobo Arenas, Guayabero… El nacimiento de las FARC.
Luego califica las fortalezas y las debilidades estratégicas de cada cabecilla.
Sobre lo que él había percibido respecto del negocio de la droga, que no es mucho porque se marginó de él por tratarse de algo antirrevolucionario, repetía siempre:
—Narcotráfico es comerciar con los ideales.
Luego agregaba:
—Las FARC no son lo que fueron antes de la cocaína. Hoy a ellos ya no los motivan las causas revolucionarias.