VAGABUNDO (Inteligencia)

Se trataba de convertirme en un indigente o desechable, como les dicen a las personas que andan por los basureros, por ciertas zonas de vicio y de hampa como una calle que fue historia en el centro de la ciudad, la calle del Cartucho.

Ése era el mundo de los vagabundos que duermen a la intemperie, se traban aspirando Bóxer, el pegante que yo me untaba en las manos algunos días, o fumando marihuana, robando, violando. Lo más difícil al entrar en ese mundo es acostumbrarse a la suciedad, pero mucho más al desprecio de la gente. Por eso les dicen desechables: parece que no existieran para nadie, nadie los mira, la gente siente asco cuando se le acercan…

Y el mal olor a toda hora: la ropa parece de cartón por la costra de mugre… ¿Usted conoce el engrudo con que pegan cosas? Así es el pelo; engrudo, pero con… No sigamos, ñero.

El trabajo comenzó cuando el analista tuvo conocimiento de que la actividad rural y el resto de las actividades de Inteligencia que se estaban desplegando indicaban que Martín Sombra no se hallaba ya en la provincia y que posiblemente iba a ubicarse en un barrio, como dicen, en las goteras de Bogotá.

Parecía extraño, era difícil de creer que un cabecilla de ese nivel estuviera en la zona urbana. Es que todas las informaciones que veníamos manejando y todo el compendio de datos sobre él indicaban que estaba liderando un grupo especial de las FARC que tenía como función principal cuidar secuestrados de alto nivel: se hablaba en ese caso de Ingrid Betancourt, de militares y policías y de tres «contratistas» estadounidenses en manos de la guerrilla.

El cuento es que me asignaron la tarea de estudiar primero el rincón de un barrio, un punto ideal para esconderse porque en pocos metros se podía controlar lo que sucediera a metro, y yo tenía que comenzar como por experimentar lo que pasaba de día y lo que pasaba de noche en el último rincón de una calle ciega.

Para ese trabajo no pudimos utilizar un equipo elemental pues el lugar no lo permitía: era un barrio muy encerrado, muy lleno de gentes, de mucho comerciante pequeño con la costumbre de conocerse todos con todos y eso nos obligaba a imaginarnos algo que no despertara sospecha pero que nos permitiera hacer un trabajo eficiente, digamos, a corto plazo.

En otras palabras, en ese rincón no se podían realizar actividades de inteligencia abiertas, por tanto tenían que entrar, por mucho, dos personas. Luego se determinó que allí debía ir una sola. Se trataba de mantener controlada las veinticuatro horas del día una casa determinada.

El estudio previo del lugar nos mostró varias posibilidades para entrar al lugar como, por ejemplo, comerciante, pero los que había por allí no lo permitían y eso planteaba entrar a la fuerza y se trataba de todo menos de eso, otra, como un habitante común y corriente, pero las casas estaban más que ocupadas, muchas veces hasta con dos parejas por habitación, y ni modo de alquilar un rincón por allí, de manera que la mejor fórmula resulto hacerlo como vagabundo, porque observamos muchos indigentes en las calles y eso nos llevaba a desempeñar el papel de algo más o menos común en el sector.

Otra salida era utilizar como fachada un grupo de taxis, pero salía muy costoso y a ciencia cierta no se sabía si en verdad nos iba a arrojar algún tipo de información valiosa.

¿Cómo fue el trabajo previo? Dentro de mi rol como nombre de Inteligencia me costaba mucho trabajo cambiarme a la personalidad de vagabundo, y lo primero que hicieron los jefes fue entrar en contacto con un psicólogo y a la vez con un sociólogo que nos orientaran un poco. Ahí comenzó el esfuerzo para perfilar al personaje.

El sociólogo me decía, por ejemplo, que una de las situaciones más trascendentales para las cuales me debía preparar era al rechazo de la gente. Rechazo total. Lógicamente yo no estaba acostumbrado a eso por mi mismo trabajo, pero hizo mucho énfasis en la preparación psicológica.

El psicólogo barajó inicialmente una serie de situaciones como que no me afanara, que pensara que sólo iba a durar un tiempo muy corto, un abrir y cerrar de ojos de mi vida haciendo ese papel… Bueno, pues a la hora de la verdad fue un papel que se convirtió en una eternidad, porque el cuento duró unos cuatro meses y medio, desde el día que dejé de bañarme el cuerpo y afeitarme.

También me dijo que tenía que prepararme para los problemas que se me iban a presentar con mi familia, «por lo cual tenía que interiorizar el comportamiento, el funcionar, la actitud y el lenguaje de los indigentes», eso en cristiano quería decir, integrarme totalmente al mundo de los vagabundos comenzando por la suciedad, el mal olor, hablar con sus términos, agarrar el mismo acento, las reacciones, los gestos…

No había tanto tiempo para dejarme crecer el pelo y fue necesario utilizar una fachada, fabricando una peluca con cabello de verdad.

Inicialmente me había colocado una peluca, pero no… Se notaba lo artificial, se veía claramente sobrepuesta y por eso comenzamos a ir a las peluquerías a buscar especialmente cabello de mujer y a unirlo con un pegamento especial que tienen en la sala de caracterización de la Dirección de Inteligencia.

El encargado del trabajo que sabe de estas cosas, porque además de haber estudiado tiene una gran experiencia, comenzó a unir el cabello recolectado y armó finalmente lo que se buscaba.

Lógicamente sometieron la peluca a una especie de baño con cualquier cantidad de porquerías y además de tierra y aceite, para que adquiriera la forma del pelo de los rastas.

La cabellera fue tal vez lo principal dentro de aquella caracterización, porque para determinar el tiempo que esas personas llevan en la calle en una condición física ya degradante, el largo es como un reloj. Como un calendario. Un indigente no se concibe con un pelo corto porque desentona, deja ver lo falso del personaje y se trataba, precisamente de no generar la mínima sospecha.

A la calle del Cartucho entramos al comienzo con la fachada de trabajadores sociales buscando compenetramos con sus sistemas, con sus costumbres, con sus actitudes y poder comenzar a adquirir el lenguaje, el significado de las palabras según el acento con que se dijeran, cómo les llaman a las armas, cómo le llaman al vicio, como le llaman a la marihuana, al bazuco, al crack, al pegante Bóxer, a una serie de sustancias alucinógenas, digamos, de batalla, porque, ni modo que allí tuvieran con qué comprar lo que «meten» en los clubes. Toda una terminología que tuve que comenzar a estudiar, a interiorizar, a aprender, a pronunciar practicándola a toda hora. Ése fue otro proceso.

En ese trabajo duramos dos meses… ¿Un abrir y cerrar de ojos?, pero mientras tanto nos llegó la información de algo que llamamos Control Técnico sobre la casa y el barrio, según la cual aún existía la posibilidad de que llegara Martín Sombra. En ese momento la personalidad del indigente o desechable era definitiva.

Cuando ya tuvimos la seguridad de que me podía mover como mi personaje se tomó la decisión de conseguir las herramientas: el vestuario, el ajuste en mi parte familiar, porque lógicamente duré mucho tiempo sin ir a mi casa… La verdad es que me tocó vivir días y noches en la mientras la familia desconocía qué actividad estaba realizando. Por reserva nuestra y por protocolo no podemos comentar con nadie particularidades de nuestro trabajo.

Bueno, pues finalmente me vi enfrentado a la realidad, porque hasta ese momento yo mantenía la esperanza de que —según los controles que se estaban realizando— ya no fuera necesario lo del vagabundo, pero igual, cada día que pasaba me estaba preparando para aquella situación.

Hasta ese momento en el fondo estaba y no estaba seguro de lo del vagabundo. ¿Por qué? Porque a ciencia cierta sabía que tendría que dormir en la calle en una ciudad tan fría por las noches como Bogotá, sabía que tenía que ir a aquel barrio y que tal vez muy pocas veces iba a encontrarme con compañeros que me podrían apoyar llevándome comida o ropa vieja, como realmente resultó.

¿Por qué no se podía realizar el trabajo solamente con una vigilancia mediante «línea de vista» durante ocho, diez horas? Pues porque la idea era que aquel lugar estuviera vigilado las veinticuatro horas.

Si sometíamos a un grupo a realizar esa actividad, muy posiblemente la rutina y una serie de situaciones terminarían poniéndonos en evidencia o haciéndonos perder detalles y cosas puntuales que nos indicaran con exactitud qué semana o qué día o a qué hora iba a llegar el objetivo, cómo iba a llegar, vestido de qué. ¿Solo o con escoltas? ¿Con una mujer?… Por eso era fundamental trabajar de día y de noche.

Cuando ya me caractericé, cuando definitivamente tomé la decisión, me llevaron a la Escuela de Carabineros, entramos a donde están los caballos, tuve que pasar por una brecha, arrastrarme sobre el barro con residuos de los animales, y tal.

La ropa que llevaba era la que tiraban los vagabundos de la calle del Cartucho y yo había comenzado a usarla sin que la lavaran primero.

Bueno, pues todo se fue facilitando porque con tanto tiempo sin bañarme, ya había comenzado a adquirir los olores normales de una persona que lleva semanas en la suciedad.

Incluso, me tocaba en ciertos momentos —porque yo mismo lo veía necesario— orinarme en la ropa para que adquiriera con más perfección las características que se necesitaban.

Con el paso de los días ya la misma ropa y mi mismo olor comenzaron a fortalecer el olor de mi ambiente natural. Ésa fue toda una travesía… Es decir, algo más que una aventura.

Así tuve la oportunidad de entender qué es la indigencia y qué es lo que de verdad puede vivir una persona de aquéllas, y créame que no es nada fácil. Sentir el rechazo de la sociedad y sentirse como lo peor, y como el estorbo, y sentirlo y vivirlo a través de todas las personas a las que uno trata de acercarse y de las cuales posiblemente le gustaría siquiera recibir un saludo… Eso generó una serie de situaciones en mi mente que obligaron a madurar, a reflexionar, a interiorizar cantidades de facetas que se viven hoy en la sociedad…

Algo que me pareció curioso fue una señora que, desde cuando me vio por primera vez, me hizo una mirada que me llamó mucho la atención. Con el tiempo vi que no se había comido del todo el cuento de mi papel, hasta que un día me preguntó:

—¿Y usted?

No le respondí.

Es la señora María, dueña de un restaurante llamado La Casona, que al poco tiempo empezó a darme sobrantes de comida después de la hora del almuerzo: claro, comida fría en un tarro con los bordes oxidados, cosas mezcladas tal como iban cayendo al fondo después de sacudir allí cada plato, pero, bueno, al fin y al cabo, comida; y al fin y al cabo parte importante de mi papel, porque en ese momento, ya lo mío era hacer un buen personaje, como dicen los teatreros.

El restaurante estaba situado a una distancia perfecta del objetivo, ni muy cerca, ni tampoco lejos, y eso me permitía tenerlo en la mira de forma permanente sin hacer ningún esfuerzo y saber cuándo entraba o salía alguien de aquella casa, y cómo era esa persona, cómo caminaba, cómo iba vestida, más o menos en qué plan podía andar…

Lo tedioso era que el objetivo presentaba muy poco movimiento. Al parecer allí no vivía mucha gente, fuera de dos personas de aproximadamente unos treinta y cinco, cuarenta años que algunos días salían y entraban, otros no.

Eso me cansaba, porque estar mirando un punto durante todo el día y toda la noche, sin tener la posibilidad de ver por lo menos un movimiento que me diera la esperanza de que posiblemente allí sucedería algo, y que lo que yo estaba haciendo podía arrojar algo productivo, podría desmoralizarme si no me metía bien en la cabeza cuál era mi verdadero trabajo: un hombre de Inteligencia. Pero al mismo tiempo tenía como la energía o la vitalidad o la fuerza que me daban confianza para continuar allí y no irme por la línea fácil de decide un día a mi jefe: «Allí no hay nada».

Eso fue complicado, porque, al fin y al cabo, la situación me llevaba, especialmente a las madrugadas, a tener la idea de que realmente allí no sucedía nada. Es que transcurrió otro mes, luego dos meses y nada de nada y nada de nada, pero a mí me habían enseñado, al fin y al cabo, que nuestro trabajo es largo, es de paciencia: ahí está parte del secreto.

A la vez, las informaciones de la zona rural que enviaban otros agentes de Inteligencia, indicaban que el personaje sí iba a llegar a aquel sitio, pero que había situaciones, movimientos de guerrilla y otras cosas que Martín Sombra estaba cuadrando para que en el momento en que tuviera oportunidad de salir para llegar a esta casa, lo haría, y lógicamente ellos tenían que hacer lo mismo que yo: esperar. Y Martín Sombra me imagino que andaba en lo mismo: esperando.

Bueno, a todas éstas, otra tarde la señora María me volvió a decir un par de palabras que me parecieron extrañas, en el sentido de que alguien me había hablado por fin, pero que me hicieron volver a creer que yo sí era una persona normal: seguía sin creer del todo que yo era un indigente genuino. Es que fue tanta la fijación y la interiorización de lo que era el rechazo de la sociedad, que creo que nunca llegué a acostumbrarme.

O haciendo un esfuerzo, me traté de adaptar y fui entendiendo lo que significaba el desprecio, hasta el punto que ya, de verdad, me comportaba como un desechable, más allá de la satisfacción de estar manejando un papel bien representado, porque precisamente en eso consistía mi trabajo.

Esa tarde la señora María me llevó la comida a la puerta y me dijo:

—A mí se me hace extraño, pero usted no parece que fuera indigente. ¿Sabe una cosa? De verdad es extraño. Usted tiene algo raro, pero… No me parece… Aunque, a veces pienso que tal vez sí… ¿O tal vez no? En todo caso le voy a regalar la comida. Pase también después del desayuno y después de que se haya ido la gente que viene a comer. Yo le doy un bocado.

Eso de las tres comidas me dio la posibilidad de estar cerca del objetivo con menos necesidades, pero me cuidé de no incomodarla quedándome cerca de la puerta del restaurante y continué en la acera del frente, desde donde también podía vigilar bien la entrada a la casa.

El sector era el único punto de comercio en esa cuadra medio solitaria la mayor parte del día y yo tenía en cuenta no causarle problemas por mi imagen. Pero aquél era un punto estratégico para mí.

De ahí hacia el centro del barrio, a partir de la cuadra siguiente había varios negocios, se movían algunos vendedores ambulantes, llegaban de pronto algunas camionetas trayendo mercancías, zona, digamos que bastante comercial, en donde se movía uno que otro indigente.

Ahora, ¿qué fue lo complicado de mi papel? ¿O de mi fachada, como decimos nosotros?

Las noches.

Mi jefe me preguntaba cómo dormía, dónde dormía… Eso fue realmente una aventura severa, ruda.

Ésa es una historia que yo nunca jamás voy a olvidar: ubicarme y dormir prácticamente tres meses al lado de un poste donde, en las madrugadas yo me untaba el dedo con saliva y lo levantaba para saber hacia dónde soplaba el viento y según la dirección que llevara, trataba de cubrirme con el poste.

En aquella cuadra venteaba bastante y pronto me enviaron una segunda frazada. ¿Qué hacía yo? Mis compañeros iban hasta allá a auxiliarme y a pedirme información… En esos casos me retiraba unos minutos del lugar pensando, sin embargo, que en esas pausas podría suceder algo en la casa.

Me retiraba y a las cuatro y treinta y cinco minutos de la mañana regresaba un servido especial, a una hora específica y en un punto determinado. Un punto hasta donde podía retirarme unos cinco, seis minutos como máximo.

Un mes y veinte días después comenzó a atacarme la tos, me comencé a enfermar, a sentir la garganta congestionada, el pecho se me había constipado mucho, dejé de fumar… En mi vida normal yo fumo y dejar de hacerlo fue muy difícil porque el cigarrillo era como el refugio que encontraba en ciertos momentos, pero había comenzado a fumar más de lo normal y ya con el frío y el sereno, con el paso de las noches me resentí.

Eso se lo manifesté a mi jefe en un papel a través de los agentes de las cobijas, pero, igual, las informaciones que recibía cada día iban siendo más certeras y más sólidas y más veraces indicando que en un noventa y cinco por ciento Martín Sombra iba a llegar a aquel punto.

A los dos meses y diez días, cuando ya sentía que la situación se había puesto muy tesa, que tendría que venir otra persona a reemplazarme, especialmente por la rudeza de las noches, y en segundo lugar por algo muy duro que nadie puede imaginarse, como es el rechazo de la gente, me mandaron un mensaje que decía que tuviera esperanza, pues en el transcurso de los siguientes seis días iba a llegar el objetivo.

Eso me dio moral. «Lo que va a llegar es el producto del esfuerzo y de la fe en mi trabajo», pensaba, y del aguante, porque además de todo, se presentaban una serie de situaciones, especialmente por las noches. Es que no eran solamente el frío, la incomodidad, el dolor físico; era defenderme de los viajes que me pegaban los bandidos; una noche fue un violador que tuvo que regresar sin el único par de dientes que traía en la pianola, como decimos los ñeros.

Yendo atrás, cuando ya me llegó ese papel y me dieron la esperanza de que podríamos materializar de forma positiva aquel trabajo, comenzó a moverse el mundo: al tercer día llegaron a la casa seis personas que me parecieron sospechosas desde cuando dieron los primeros pasos. Primero fueron cuatro, al día siguiente una y al día y medio, otra.

Cuando me vieron, inicialmente intentaron requisarme, me golpearon pero luego desistieron, primero por el olor y segundo por el rechazo que generaba este personaje. Así calculé que estaba por llegar el objetivo. Luego, cuando comenzaron a hacer cosas de guardaespaldas y de observadores de lo que sucedía en esa cuadra me lo confirmaron.

Lo curioso es que mantenían una disciplina de vigilancia frente a la casa: salían tres, se ubicaban en la esquina, iban al restaurante de la señora, me miraban, comían, se paraban en la otra esquina, miraban puerta, ventana por ventana, parecía que olfatearan las paredes…

Me pareció especial porque ellos, definitivamente, habían llegado a la casa y se presume que deberían haber permanecido adentro. Sus características físicas indicaban que posiblemente fueran guerrilleros. ¿Por qué? Por la forma de moverse, por la forma de actuar, la forma de vestir, la forma rutinaria y particular de manejar horarios y disciplinas exactas en cuanto a salir a las esquinas y observar hacia todos los puntos cardinales, recorrer la vista de los techos hasta los pisos una vez y otra, pero a la vez su aire campechano.

Otra cosa curiosa era que quienes trabajan en la parte urbana siempre cumplen un horario en una empresa, o por lo regular si están en vacaciones anda uno por un lado y otro por otro, pero allí siempre había tres en cada turno. Y otra cosa rara: se cruzaban entre ellos, sin mirarse, sin decirse una sola palabra, unos autómatas. Sin embargo, no logré descubrir cuál era el que mandaba, o quién era el cabecilla del grupo.

El problema comenzó cuando ellos empezaron a verme muy de seguido frente al restaurante y le preguntaron entonces a la señora María cuánto tiempo llevaba yo allí.

La señora me hizo el comentario. Yo le había dicho que me llamaba Rodolfo:

—Yo soy Rodolfo pero no me acuerdo qué otros apellidos tengo porque la verdad es que estoy consumido en la droga.

—¿Pero usted no se acuerda de otro nombre?

—Yo soy Rodolfo, lo único que me acuerdo es que era psicólogo.

A partir de allí comenzó una especie de empatía con ella.

El primer día la señora me entregó la comida en una bolsa y la bolsa dentro de una olla rota; me acuerdo mucho porque aquélla fue otra experiencia difícil: comer sobrados. Eso fue mortal para mí, pero tenía que hacerlo porque debían verme manejando lavaza. Es que era eso: lavaza.

Al fin y al cabo, mi trabajo no solamente consistía en guardar una apariencia, sino en comportarme e interiorizar que realmente era un vagabundo y debía hacer todo lo que hacen los vagabundos: comer sobrados, orinarse en la ropa, abrir las bolsas de la basura, de manera que no diera lugar a despertar una sospecha, ni entre la gente ni mucho menos ante los vigilantes de esa casa.

Aquel día la señora me dijo:

—Hay unas personas que están preguntando quién es usted. —¿Quiénes?

—No, pues una gente, esos señores…

En mis adentros tomé la decisión de trabarles conversación y cuando llegaron a las seis de la tarde a comer los esperé y al salir uno le dijo a otro: «Carlos, mira al tipo», y me hablaron:

—¿Qué hay, loquito, qué está haciendo?

—Aquí esperando comer algo porque estoy llevado y tal, y no le he visto la cara a una papa en todo el día.

El tipo me tiró un billete de mil pesos. Lo recogí, le agradecí y ahí comenzó como una conexión con ellos. Empezamos a cambiar palabras y algunas veces me daban algunas monedas. Para mí eso fue positivo porque habían visto que yo no era una persona que pudiera presentarles problemas.

Al tirarme el billete de mil pesos, entendí que estaban completamente convencidos de que yo era un indigente y no una persona de Inteligencia. Es que parte de lo que ellos miraban alrededor les inspiraba desconfianza, pero también tenían al frente a una persona que permanecía veinticuatro horas allí clavada.

Se lo hice saber a mis jefes. Ellos eran uno de los puentes que tenía a mi alcance para poder proyectar lo que se estaba dando en el día a día en la vida rutinaria de esa casa.

Las instrucciones que me dieron claras y precisas eran que no hablara mucho con la gente de aquella vivienda porque algo se me podía salir, algo podía yo comentar, algo podía insinuar o un término normal se me podía escapar, o de pronto el acento se desdibujaba y ése sería un principio de desconfianza.

Un poco después me hicieron llegar un dispositivo adaptado para filmar y grabar. Era algo diminuto que me ajustaron en una chaqueta que olía horrible: la habían embadurnado con Diablo Rojo, una sustancia que se usa para destapar cañerías, de manera que la prenda rechazara cualquier intento de esculcarla. Cuando me la entregaron, me parecía imposible aguantar el olor… Eso me comenzó a afectar los bronquios.

La chaqueta tenía en uno de los botones una cámara más pequeña que la cabeza de una tachuela y dentro de ella un punto diminuto de color rojo: un señalador en miniatura. Eso me daba la oportunidad de filmar con alta resolución.

La sorpresa fue cuando una mañana a las cuatro y treinta y cinco me entregaron un mensaje:

«El personaje llegará hoy».

Le pedí a Dios que fuera verdad porque ya estaba llegando a mis límites. En aquel momento llevábamos dos meses y veinte días. Todavía recuerdo aquella madrugada: una hoja cuadriculada blanca, escrita con letras azules. Me acuerdo como si hubiera sido ayer. Entonces, dije:

—Dios, dame fortaleza para poder aguantar y que llegue este señor y que mi trabajo se vea recompensado.

¿Cómo comprobé unas horas después que realmente iba a llegar? Cruzó una camioneta de nuestro grupo y, claro: «Es hoy».

Eran las once y treinta y cinco de la mañana porque me hice al frente del restaurante y le dije a una mesera:

—Ñera, regáleme la hora.

Ella me miró levantando la cara:

—Las once y treinta y cinco, ¿bien?

Después de la camioneta comencé a ver uno que otro movimiento de gente de Inteligencia muy esporádico. La casa tenía terraza y en ciertos momentos uno de los guardias se ubicaba allí y miraba hacia el final de la calle y parecía detallar a quienes pasaban, a quienes se movían, así fuera al comienzo de la cuadra siguiente. Los tipos eran tan, cómo decir, tan quisquillosos, que incluso, hablaban con la Policía. En la esquina hacían detenerle carro patrulla ordinario y trababan conversación con los ocupantes.

A eso de las dos y cuarenta minutos según el reloj de la señora María, pasó una camioneta roja con un compañero mío. Cuando lo vi, él me miró y dijo con señas:

—Ya lo tenemos controlado. Ya viene.

Entendí que ya tenían una información puntual.

A eso de las cuatro y media de la tarde vi que se acercaba una persona, pero apoyándome en las características físicas que tenía de Martín Sombra hice comparaciones y realmente el personaje no se me hacia parecido a nadie.

«No creo que ese sea Martín», pensé, pero sin embargo, me llamó la atención que cojeaba. No mucho, pero cojeaba. Un caminado como cuando le incomoda a uno la rodilla y trata de cuidarla.

Había llegado de forma desprevenida en un taxi, bajó tres maletas, lo miré mejor pero en las fotografías tenía bigote y ahora no; tenía más cabello y ahora no. Tenía sí más entradas en la frente, era más canoso y tal vez lo vi más bajo de lo que lo describían, y ahora pensé: «Pero si en los archivos dice uno setenta y algo de estatura» y yo veía a una persona más o menos de uno sesenta y ocho, uno sesenta y seis… «No puedo creer que sea él».

Llegó en un taxi Atos, se bajó, se bajó también el conductor y le ayudó a descargar las maletas… Lo que sí me causó curiosidad fue que en el momento en que él llegó, golpeó la puerta y casi inmediatamente reaccionaron en el tercer piso y los escoltas bajaron apresurados, recibieron las maletas, lo hicieron entrar, no lo abrazaron pero sí le dieron un saludo de respeto. Eso despertó en mí la duda, pero sin embargo, ese mismo día no confirmé: no estaba absolutamente seguro.

Yo sabía que si buscaba algún canal de comunicación o una llamada en lugar de dejar que transcurriera el tiempo hasta las cuatro y treinta y cinco de la mañana siguiente, era anticiparme mucho. Esperé.

El suspenso duró tres días. En aquellas madrugadas los papeles que me entregaban mis compañeros preguntaban qué sucedía, que si había llegado, que si no había llegado, porque, tanto las informaciones en manos de Inteligencia como las de la parte técnica indicaban que él estaba ahí, y posiblemente como producto del seguimiento que comencé a realizarle a las salidas y entradas de aquel hombre, empecé a pensar que… Que sí. Que era muy posible que se tratara de Martín Sombra.

Luego tuve la idea de pedirle a Inteligencia que vinieran y tomaran fotografías de una manera más práctica, pero hasta no estar absolutamente seguro, no lo hice.

¿En qué momento entendí que era él? Primero, porque salía muy poco; segundo, porque se asomaba por la terraza, duraba dos, tres minutos y se quitaba de allí; tercero, porque solamente salía a las seis de la tarde y caminaba hasta el restaurante de la señora María, y cuarto, porque las seis personas sólo iban a la hora del desayuno y del almuerzo y le llevaban la comida en una olla. «¿Por qué sale tan poco? —me preguntaba—. ¿En verdad es él?».

Al tercer día tomé la decisión y a las cuatro y treinta y cinco de la madrugada siguiente les dije a mis compañeros:

—Pienso que Martín Sombra está en la casa.

Habían entrado licor algunas veces, y la segunda tarde llegaron unas muchachas muy buenas, con pinta de universitarias, tal vez de modelitos de la televisión. A ésas las llaman «prepagos»: Algunas veces son escogidas en álbumes fotográficos y después las matronas que las manejan dicen el precio de la visita. Uno las conoce a cuadras, especialmente porque la mayoría tienen una delgadez anoréxica, usan ropa fina, cinturitas apretadas, senitos parados de vez en cuando. Otras veces planos, pero, de todas maneras, mujeres buenas y jóvenes… La verdad, dos eran atractivas y la tercera una gorda, con pinta de… ¿Cómo dicen los viejos…? De cabaretera. Ésa debía ser la matrona que cobraba el dinero, se quedaba con buena parte y el resto se lo entregaba a las muchachas.

En esa oportunidad, las chicas y la gorda duraron tres días sin salir de la casa.

En adelante se desencadenaron otra serie de situaciones: entró a apoyarme un grupo operativo, pero de una manera externa a través de un micrófono que ahora utilizaba para comunicarme con ellos. Ése era el comienzo de una serie de controles más minuciosos.

Martín Sombra permaneció doce días en la casa del bandido y al número trece se fue en otro taxi, acompañado por los dos escoltas de mayor edad, pero ya sabíamos cuál era su rumbo.

Cuando él desapareció se acabó mi trabajo. Dejé la caracterización de vagabundo, y emprendí otra jornada en la terminal de buses en la ciudad de Tunja, a un par de horas o algo así, al nororiente de Bogotá, hacia donde sabía que había partido el objetivo.

En esa segunda fase trabajábamos por la parte humana y por la parte técnica. O sea, estábamos moviéndonos con dos brazos que nos permitían relacionar la información que nos indicaba dónde se encontraba, con la parte técnica en cuanto al control. Todo eso nos permitía actualizar información en la medida en que él iba cambiando de sitio.

Quitarme la peluca y aquellos harapos fue comenzar todo un proceso de readaptación a la vida normal. Nunca se me olvidará el día que me coloqué nuevamente debajo de una ducha, que volví a saber a qué olía el jabón y qué se sentía cuando me frotaba con él. Los harapos terminaron dentro de una bolsa para basura.

Habían pasado dos meses y veintiséis días desde cuando llegué a aquel barrio y al salir de la ducha se me humedecieron los ojos: se había acabado el esfuerzo. Luego los compañeros me felicitaron por la perseverancia y por las situaciones tan complejas por las que tuve que pasar durante ese tiempo.

Terminado el trabajo me volví a entrevistar varias veces con el psicólogo y el sociólogo, y después de escucharlos una semana, de volver a tomar la apariencia, de volverme a mirar en un espejo y volver a comer comida caliente y convencerme de que era nuevamente el mismo de antes, empecé a superar las huellas del oficio.

Toda una película porque cuando me miré por primera vez en el espejo me sentí muy extraño, no era yo. Tenía que volver a mi ritmo laboral, a entender lo que realmente era, y eso resultaba complicado porque la personalidad del vagabundo me había absorbido hasta el punto de costarme mucho, muchísimo trabajo vencer una voz interior que me decía que, en el fondo yo continuaba siendo un indigente.

El psicólogo y el sociólogo decían que tenía que divorciar esos dos escenarios y poner entre ellos una frontera y entender, que el capítulo anterior ya estaba cerrado, que yo era un hombre de Inteligencia y que cualquier adversidad se la fuera comentando a ellos, lo que realmente hice posteriormente.

En los momentos en que me puse una corbata y más tomé mi computadora y comencé a escribir, me sentí muy extraño; era rarísimo sentarme nuevamente frente a una mesa, poder tener unos cubiertos en la mano, tomar una comida que olía saludable.

Algo muy extraño también fue volver a dormir en una cama. Estaba totalmente desadaptado. Y todavía más extraño fue volver a saludar a la gente y sentir que la gente me respondía el saludo.

Otro proceso de varios meses en el que no fue fácil volver a entender mi vida.