SARA (Inteligencia)

Yo había realizado actividades de Inteligencia en las selvas del sur del país, en la Amazonía, también en el Pacífico, en el Caribe, como enfermera, como vendedora ambulante: relojes, teléfonos, antenas, y Juego me enviaron a los Llanos Orientales.

En el Área de Operaciones de Inteligencia en Bogotá nos explicaron el trabajo que debíamos hacer. Sobre un mapa nos mostraron el sitio hasta el cuál debíamos penetrar: una zona de difícil acceso, porque según informaciones se trataba de un sector controlado por la guerrilla, y allí nadie podía entrar porque sí.

La idea inicial era mirar qué mecanismos podíamos implementar para poder llegar y ganar la confianza de la gente y una vez allá poder informar qué se estaba moviendo, cómo se estaba moviendo, qué clase de personas se veían y, desde luego, ubicar al objetivo principal que era un tal Martín Sombra.

La idea fue entrar con Samuel, otro agente de Inteligencia que hacía las veces de mi esposo. Nos dieron documentos, me quité los brackets, me teñí el cabello y fui bajando el perfil, porque una mujer con el pelo claro es posible que llame mis la atención en aquellos lugares.

Nosotros creamos una historia sobre la vida de cada uno, porque en cualquier momento me iban a preguntar cómo se llamaban mis padres, donde estudié, dónde había trabajado y en qué, es decir, todos los antecedentes de mi vida, porque si Samuel era mi esposo tenía que conocerlos y lo mismo yo de sus cosas: cuántos años llevábamos viviendo, dónde nos habíamos casado, fotos del matrimonio…

De todas maneras, la idea era tratar de dejar las cosas sin detalles, de manera que él no tenía papá, nuestro matrimonio había sido difícil porque la familia mía no lo aceptaba y nos tocó casamos a las escondidas. Por eso no teníamos fotografías.

Nosotros cuidamos mucho los detalles porque allí es donde uno cae. El libreto de cada uno tenía, qué se yo, veinte, veinticinco páginas, que aprendimos con puntos y comas, y repetíamos una y otra vez.

Terminadas las primeras dos semanas de preparación viajamos a Villavicencio donde nos presentaron a Saúl, que tenía un camión y nos iba a introducir a la zona.

Se trataba de alguien que hacía el papel de familiar mío, que conocía las condiciones difíciles de nuestro matrimonio por aquello del rechazo de mi familia, que estábamos mal económicamente y que él nos había llevado para vinculamos a la zona y así permitirnos que consiguiéramos algún trabajo.

De todas maneras Saúl, el del camión, sabía que yo tenía la ideología de la guerrilla y siempre me había gustado ese cuento, porque yo le comenté que me gustaría irme para esa zona.

Entramos a Puerto Lleras y de allí seguimos a La Cooperativa, un poblado más pequeño y, como dicen, en el confín de la llanura, en el que la gente se acostumbra a vivir en malas condiciones.

Ellos, por ejemplo, tienen sus cultivos, sus cositas, algunas veces consiguen un dinerito y ése se queda en los salones de billar… El poblado son casuchas de madera y salones de billar. Los fines de semana la gente va a gastarse lo que tiene, y lo que no tiene también, en juego y en licor, de manera que cada vez están más hundidos en la pobreza. En sus casas no tienen nada, los pisos son de tierra y las cocinas de leña. Desde luego, fuera de huecos en el suelo, no conocen un sanitario.

A nosotros nos tocaba adoptar esa vida. Desde el primer instante comenzamos a mirar cómo podríamos, aparte de estar en el pueblo, entrar un poco más a la zona rural. Saúl, el del camión, habló de una finca a la que podíamos ir y arreglar y asear y tratar de vivir allí porque se trataba de un lugar abandonado.

En la casita hasta hacía unos meses había vivido una familia formada por la pareja, dos niños y una niña, pero resulta que los guerrilleros llegaron un día a llevarse a los niños para la guerrilla y el papá no accedió. Y como no accedió le mataron a los niños y lo dejaron solo con la niña.

Saúl nos contó que el guerrillero que había matado a los niños había ido una noche borracho a la casucha, había tratado de violar a la niña y el papá le dio una golpiza tremenda y ese día, del mismo miedo, este hombre agarró a su esposa y a su niña, huyeron desterrados y dejaron abandonada la finca.

Total, cuando nosotros llegamos encontramos una casita de tablas saqueada, no tenía puertas ni ventanas, la letrina estaba destruida, la cocina también, el piso de la habitación era tierra pisada como el de las casuchas del pueblo.

El lugar parecía tranquilo en medio de una llanura formada en aquella zona por colinas, digamos dunas, que se repetían en la distancia, y a unas dos cuadras de la casa una zona tupida de arboles. Cuando uno llega allí ve que se trata solamente de un bosque alargado de unos den metros de fondo que allá llaman «mata de monte». Son los comienzos de la selva.

A veinte minutos de camino hacia el fondo de la planicie están las primeras construcciones en tablas que anteceden al campamento de la guerrilla: anillos de seguridad. Más allá se encuentran el campamento y, en otras áreas, laboratorios de procesamiento de cocaína, de manera que por el camino que pasa frente a la casita se mueven no solamente guerrilla sino traficantes y gente de la droga en camperos, camiones, cosas así.

Nosotros llegamos y tratamos de medio arreglar la casa porque la idea era que como estábamos económicamente mal, no teníamos cómo emprender una obra grande, aunque de Bogotá nos apoyaban para todo lo que necesitáramos, pues se trataba de todo menos de aguantar hambre ni necesidades.

Sin embargo, no podíamos dejar ver que teníamos dinero y una parte de nuestro trabajo era mantener el mismo perfil de los demás habitantes de la región, de manera que no podíamos conseguir una computadora portátil y comunicarnos vía Internet o algo así. Si algún día la guerrilla llegaba a entrar, lo que era muy seguro, nos iban a encontrar aquello y ése sería el final.

Yo tenía experiencia en antenas de celular, le di una idea a Samuel y él respondió:

—¡Perfecto!

Samuel es suboficial y en aquel sitio era como mi jefe; de todas maneras le expliqué cómo podríamos instalar una antena en un árbol o en algún sitio camuflado, porque necesitábamos tener alguna comunicación en caso de una emergencia.

No debería ser algo constante, diario o a cada rato, pero saber que si se presentaba algo importante podíamos acudir a eso. Saúl, el del camión, nos trajo la antena y la camuflamos, y el teléfono lo escondimos, la batería a un lado, la tapa en otro, de manera que estuviera repartido en diferentes puntos.

Yendo un poco atrás, aún estábamos en el pueblo en las coordinaciones de nuestra operación y escogimos un buzón muerto en uno de los salones de billar. Una tarde entramos allí, nos sentamos y pedimos un par de cervezas, mientras recibíamos alguna seña o un mensaje importante.

Unos minutos después entraron unos guerrilleros, ocuparon una mesa, bebieron algo y comenzaron a jugar, pero uno de ellos me clavó los ojos, me miraba, me miraba y a Samuel, mi marido, lo miraba muy mal y empezó a decir cosas:

—Aquí entran muchos, pero casi nadie sale —y cosas así. Samuel era moreno y se puso blanco, y yo le decía «Tranquilo, tranquilo».

Mi idea era aprovechar el contacto con el sujeto, pues no sabíamos en qué momento nos lo íbamos a volver a encontrar, y se trataba de no hacer enemistad con nadie. Pero con nadie. Eso es parte de nuestro trabajo, de manera que llegó un momento en el que Samuel me dijo: «Finjamos que estamos peleando y yo me largo».

—Perfecto.

Hicimos la pantomima varios minutos y al final le di un golpe en la cara:

—Váyase, lárguese de aquí que no lo quiero ver.

Él se fue. Me quedé allí callada con lagrimones en los ojos. El guerrillero, un tal Pija, el matasiete del lugar, estaba allí parado y yo me le acerqué un poco y dije en mi rabia de mujer:

—¿Qué tal? Con otra vieja.

Pija se me acercó:

—Ah, tranquila, todos los hombres no somos así. Tranquila, no se ponga en eso porque se amarga.

—Es que él es mi marido, ¿cómo es posible? Mire dónde estoy por él…

Mi cuento era que yo andaba en problemas económicos por culpa suya pues mi familia no lo aceptaba y yo me había venido con él.

—¿Cómo me va a hacer eso? —dije y guardé silencio.

—Venga, tomémonos una cerveza —dijo Pija.

Nos sentamos a beber con calma, y preciso, él comenzó preguntándome por qué estaba ahí, y yo le conté mi caso, le conté también que un familiar mío nos había traído, y que si la falta de oportunidades, y la injusticia social…

El tipo abría los ojos y yo hablaba, fingiendo que no sabía quién era él, pues en ese momento no estaba vestido como guerrillero.

Sin embargo, nosotros sabíamos perfectamente quién era el man, porque dentro de la preparación previa vimos áreas, ubicaciones, perfiles biográficos, estudiamos sus movimientos en la zona… En una palabra, nosotros ya teníamos muy buena información de inteligencia del sector porque la Policía de Colombia tiene una información amplia de la situación en cada punto del país, de manera que habíamos estudiado cuanto nos suministraron, memorizamos imágenes, nos grabamos caras…

En cuanto a Pija, nos habían dicho que era bueno ubicado y nosotros lo teníamos muy presente desde cuando llegamos.

El tipo se movía en una moto y una mañana bajé al pueblo a comprar algunas cosas y me pidió que le diera el número del teléfono. Le dije que no tenía. La verdad es que yo utilicé las escenas de aquella noche, pero el man nunca me invitó a nada. Al parecer yo no era su tipo, o no era la imagen de la mujer sumisa y obediente —¿qué tal?— que a ellos les gusta. Era como tal vez un coqueteo que nunca va a nada concreto. Siempre estuvimos en la misma situación.

Ya en la casa de tablas, a unos quince minutos del pueblo en campero, él algunas veces pasó por el frente y me saludó y así se fue haciendo cierta confianza:

—Mírela, tanto que lloró ese día y ahí está otra vez con él —me decía.

—Ah, pero así somos las mujeres —le respondía.

Después pasaban de largo, nos saludaban, nosotros les colaborábamos en algunas cosas, que bajáramos al pueblo a comprarles algo, que si teníamos algún medicamento y nosotros que sí, que claro… Nuestra idea fundamental era integrarnos.

Claro que tampoco los buscábamos para evitar que se preguntaran cuál era nuestro interés en ser tan agradables con ellos. Fueron pocas veces las que les ayudamos. Otras les decíamos que no podíamos porque estábamos ocupados, o algo así.

La casa era de madera y Samuel trabajaba en el arreglo, para que quedara por lo menos en las mínimas condiciones de orden y aseo y yo le ayudaba en algunos detalles.

Trabajando me cortaba las manos, me raspaba la piel, me comenzaron a salir callos en los dedos… Hoy aún conservo cicatrices de aquella época. Es que estuvimos más de medio año viviendo prácticamente a la intemperie.

En una mancha de bosque cercana habíamos hecho una pequeña letrina más decente que el hueco que encontramos, pero igual, seguíamos viviendo en condiciones críticas. Empezando porque yo era una mujer que casi nunca cocinaba y allá me tocaba hacerlo, no en una cocina sino sobre unas piedras y además, con leña.

Nosotros de todas maneras tratábamos de organizar nuestras vidas sin mostrar lujo. Por ejemplo, Samuel hizo una pequeña mesa para que yo pudiera de pronto apoyarme y no tener que agacharme tanto. El fogón para cocinar me lo puso más o menos alto… Se trataba de utilizar las cosas del medio.

Allá no hay agua potable, entonces buscamos campo adentro un sino y abrimos un pozo hasta cuando brotó agua, pero era un líquido turbio. No había más y a mí me dio una infección en un oído. Quedé prácticamente sorda. A la larga aprovechamos la enfermedad para tomar una determinación importante.

Además me dieron hernias en la columna vertebral porque nosotros tratábamos de que nos vieran trabajando la tierra con una pala y otra herramienta y creo que esos malos esfuerzos fueron la causa. Pero todo buscaba que los guerrilleros nos vieran en actividad, nunca sin hacer nada, pues se suponía que veníamos de familias de trabajadores del campa El no parecer urbanos nos ayudaba a ganar confianza.

Cocinábamos allí mismo. Fuera de la casa hicimos un fogón pequeño con ladrillos y piedras que encontramos por allí y como habíamos comprado algunas ollas y se veían nuevas, las golpeamos un tanto para darles apariencia de usadas y las rayamos con arena.

Habíamos comprado un colchón de inflar, pero igual no podíamos darnos ese lujo, y entonces por las noches teníamos que inflarlo con la boca y por las mañanas desinflarlo y guardado, de manera que si alguien entraba en la casa, veía que dormíamos en unas colchonetas feas, raídas, sudas, a las que les poníamos toldillos para protegernos contra las nubes de insectos. Una vez nos salió una tarántula grandísima. Él comenzó a tratar de matada con un machete, pero por los mismos nervios no era capaz de golpearla, y le dije:

—«Venga, yo le ayudo».

—No. A usted le puede pasar algo, váyase para allá.

Finalmente cogí una piedra, se la solté encima y la reventé.

Otro día encontré una culebra muerta… No, uno vivía con pánico en aquel medio, salvaje si se quiere para alguien acostumbrado a vivir en una ciudad.

Y de otro lado, con cualquier ruido, con cualquier ladrido de un perro, nos timbrábamos. En fin, no podíamos nunca dormir en paz, nunca. Sin embargo, nos convenía estar ubicados en aquel punto. A los guerrilleros los podíamos ver en el pueblo hasta donde ellos bajan a descansar, pero lo nuestro era observarlos en plan de trabajo, de actividades de su oficio, en movimientos, en costumbres.

Más o menos a los seis meses de estar allí tuvimos una enorme sorpresa cuando supimos que Martín Sombra iba a llegar a la zona en cosa de una semana.

Nosotros informamos y la idea fue armar un operativo especial con un grupo de comandos antiterroristas y el primer paso, desde luego, fue introducir él armamento y esconderlo allí. Debíamos recibir a seis comandos para hacer un asalto al campamento guerrillero y capturar al objetivo.

Como teníamos el apoyo de Saúl, el del camión, que supuestamente era familiar mío, y como era tan amigo de los cabecillas de los frentes Primero y Dieciséis, podía transitar libremente por la zona sin que nadie mirara qué llevaba en el vehículo. Entonces en un ingreso de comida él llevó los fusiles y los equipos de los seis comandos, más dos fusiles y arreos para mí y para mi pareja.

Era una situación muy tensa, muy difícil saber que teníamos ese pequeño arsenal allí guardado, si pensábamos que era arriesgado, incluso tener un simple colchón de inflar.