Capítulo nueve


14.00 horas

No fue hasta las dos cuando Bagabond pudo volver a la oficina de Rosemary. Tanto las calles como los metros estaban abarrotados de juerguistas enmascarados y maquillados. En una ocasión vio el hocico de un caimán entre la multitud pero al girarse hacia él se dio cuenta de que era de papel maché, no Jack. Aquello le había provocado una profunda perturbación. Ella siempre había sentido lástima de sí misma por los cambios que el virus había causado en su vida. Jack y sus transformaciones, a menudo incontrolables, le mostraron que existían peores destinos que experimentar las muertes, los nacimientos y el dolor de todas las criaturas salvajes de la ciudad.

Se apoyó contra la pared y consideró los horribles sinos de los jokers, incapaces de esconderse a causa de deformidades demasiado espantosas o potencialmente mortales para ocultarlas, atrapados en la soledad más absoluta de sus cuerpos traicioneros. Tembló violentamente, cerró los ojos por un momento y proyectó su mente hacia el gato negro y la tricolor, sus más viejos compañeros. Estaban a salvo. Aquella idea le proporcionó cierta calidez.

Un ligero tirón la alertó. Alargó la mano hasta su monedero de tela de camuflaje mientras enviaba una ola de odio y advertencia al hombre que intentaba arrebatarle el bolso. Sorprendido ante su reacción y desorientado por la extraña sensación mental, el ladrón, que llevaba una máscara emulando a un joker con tentáculos, retrocedió perdiéndose entre la multitud. Raras veces intentaba usar su habilidad con humanos; nunca estaba segura de cuál sería su efecto, si es que había alguno. Todavía incómoda con sus zapatos de tacón, se apartó de la pared y se adentró en el creciente flujo de la gente mientras juntos se dirigían hacia la Tumba de Jetboy y el Centro de Justicia.

Cuando llegó al Centro de Justicia, la mayoría de la gente se había desviado hacia Jokertown, la Tumba de Jetboy o Chinatown. Bagabond se dirigió al edificio de la fiscalía del distrito. Se sentía más insegura con su traje de chaqueta formal, su disfraz, que con harapos, y le resultaba más difícil andar con seguridad y la cabeza en alto. Al llegar a la planta de Rosemary se percató de que Paul Goldberg ya no estaba a cargo del teléfono. Saludó con la cabeza al recepcionista actual y una vez más se encaminó al despacho de su amiga. Mientras lo hacía, Goldberg salió de un despacho adyacente, con los brazos llenos de volúmenes de jurisprudencia, y casi chocó con ella.

—¡Dios, lo siento! —Goldberg hizo malabares con los libros, tratando de que no le cayeran y lo consiguió con todos excepto el de más arriba, que Bagabond atrapó con cuidado.

—Gracias, ¿estás bien?

—Muy bien. Veo que te has librado de las llamadas. —Bagabond colocó con delicadeza el libro en lo alto del montón, bajo la barbilla de Goldberg.

—¿Viste mi gran representación? —Goldberg sonrió y después adoptó una expresión desconcertada—. No puedo creer que no recuerde haberte visto.

—Estabas distraído. ¿Está la señorita Muldoon? —Señaló con la mano el despacho de Rosemary.

—Si esta mañana te ha parecido que la cosa estaba distraída, te encantará la tarde. Esto es un caos. —Inclinó los libros ligeramente a la derecha—. Bueno, si tienes ocasión, despídete antes de irte. Serás un soplo de cordura.

—Veremos. —Alargó la mano y sujetó el volumen de arriba.

—¡Goldberg! ¿Dónde están esos malditos archivos?

La áspera voz incorpórea estaba claramente impaciente.

—Nunca jamás hay que hacer esperar a la señora Chávez. —Atrapó el primer volumen con su barbilla y comenzó a trotar por el pasillo—. Hasta luego, espero.

Bagabond se giró para ver cómo marchaba. Al volverse de nuevo hacia el despacho de Rosemary, la vio apoyada contra el marco de la puerta, sonriendo.

—¿Haciendo una conquista, señorita Melotti? —Le hizo un gesto para que entrara en su despacho.

Bagabond sacudió la cabeza al darse cuenta, con disgusto, de que se estaba ruborizando.

—Aja, ¿y ese atuendo? —Rosemary cerró la puerta tras ella—. Siéntate.

—Negocios.

Bagabond se sentó y se quitó los zapatos con un suspiro inaudible.

—¿Eso quiere decir «mejor que no quieras saberlo»? —Rosemary recibió una mera mirada insulsa de la mendiga. Continuó—. El Carnicero ha muerto, en un accidente de tráfico. No puedo decir que esté tremendamente afligida, pero no me trago la teoría del accidente. ¿Tú sabes algo? Sucedió en Central Park poco después de las doce. —Rosemary se sentó en el borde del escritorio y se echó para atrás, estirando el cuello y arqueando la espalda—. Como experta local en las familias, todo el mundo me está preguntando. Esperaba que una ardilla o un gato hubieran visto algo.

—Lo siento, su memoria es demasiado corta para… —Bagabond reprimió un grito y espetó:

—¡Jack!

Su cuerpo se convulsionó.

—Suzanne, ¿qué te pasa? ¿Llamo a un médico?

Rosemary la agarró de la mano, sólo para ser apartada bruscamente. Bagabond vio el extremo de su hocico, un brillante destello de fuego; vio una mano que sostenía un paquete de libros pequeños envueltos en plástico transparente, otra mano agitando la pistola; otro fogonazo…

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A Fortunato seguía pareciéndole que tenía dieciséis años pero evidentemente era lo bastante mayor como para servir bebidas. Llevaba tejanos, zapatillas y una camiseta debajo del delantal, y su cabello castaño rojizo estaba recogido en un nido desordenado en lo alto de la cabeza. Tenía un montón de platos alineados en un brazo y un turista gordo agarrándola del otro. El hombre le estaba gritando por alguna razón y ella estaba empezando a sudar.

Su sudor era todo un acontecimiento. El agua empezó a condensarse del aire que la envolvía. El visitante alzó los ojos, intentando descubrir cómo podía ser que estuviera lloviendo en un sitio cerrado.

—Jane —dijo Fortunato con calma.

Se giró de golpe, con los ojos tan abiertos como los de una gacela.

—¡Tú! —dijo, y los platos se le cayeron al suelo.

—Relájate, por el amor de Dios.

Se retiró el cabello de la frente.

—No te puedes imaginar el día que he tenido.

—Sí que puedo, sí —dijo Fortunato—. No hagas preguntas, sólo ven conmigo, ahora. Olvídate de tu bolso, de tu chaqueta o lo que sea.

Como era de esperar, no le gustó la idea. Le miró durante un par de segundos. Debió de ver algo, la urgencia de su mirada.

—Ehm…, vale. Pero será mejor que sea algo importante. Si se trata de alguna artimaña, no me va hacer ninguna gracia.

—Es una cuestión de vida o muerte. Literalmente.

Ella asintió e hizo una bola con el delantal.

—Vale, pues. —Tiró el delantal encima del montón de platos rotos—. De todos modos, este trabajo era una auténtica mierda.

El hombre gordo se puso en pie.

—¡Eh! ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Eres su chulo o qué, colega?

Fortunato ni siquiera tuvo ocasión de reaccionar. La chica le lanzó al turista una mirada de puro odio y la ligera llovizna que le envolvía se convirtió en un repentino torrente de cinco segundos que le dejó calado hasta los huesos.

—Vámonos de aquí —le dijo Water Lily.

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—Dios santo, ¿y cuántas veces te han robado? —exclamó mientras sus ojos vagaban por la inmaculada sala de estar con mullida alfombra blanca, estores granates, un piano blanco de media cola y un sofá modular bermellón.

—Demasiadas. Deseo de veras que los humanos tengáis la sensatez de legalizar los narcóticos. Eso haría la vida mucho más fácil para mucha gente.

—Algunos humanos también lo deseamos. Serían unos cultivos la mar de rentables para las naciones en desarrollo —respondió, volviéndose para acariciar los pétalos de un elaborado ramo de gardenias y orquídeas que reposaba sobre la mesita de café de cristal. El aire acondicionado castañeteaba, vertiendo aire frío en la sala, haciéndola un punto menos que confortable.

Las gardenias exhalaban su fragancia en la estancia y se mezclaba con el aroma del café, que aún permanecía desde la mañana, y el olor acre del incienso. El resto de la mesa estaba despejado excepto por un gran libro de fotografía: Those Girls in Love With Horses, de Robert Vavra. Roulette colocó el libro en su regazo y lo hojeó.

—¿Y tú a quién amas? ¿A las chicas o a los caballos?

—¿Tú qué crees?

Tachyon respondió con una sonrisa traviesa. Estaba escuchando los mensajes del contestador, la mayoría de los cuales al parecer eran de mujeres. Cuando acabó el último apagó la máquina y desconectó el teléfono.

—Para que podamos tener al menos unas pocas horas de privacidad.

Ella se sintió incapaz de enfrentarse al apetito que había en su mirada y bajó los ojos hacia el libro.

—¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

La tensión llenaba la sala, formando líneas casi palpables entre ellos. Desasosegada, la mujer se levantó y vagó por la habitación. Dos de las paredes estaban cubiertas por estanterías que llegaban hasta el techo y que contenían obras en distintos lenguajes y, en un recoveco formado por un saliente de la pared y flanqueado por dos ventanas, había lo que sólo podía describirse como un altar. Una mesita baja cubierta por una tela gris bordada sobre la que se había dispuesto un sencillo pero sumamente hermoso arreglo floral, una única vela, un pequeño cuchillo y un tarro de semillas hopi que contenía un largo y fino palito de incienso.

—¿Esto es…?

—¿Un lugar de culto? —dijo girándose desde la pequeña cocina donde se estaba sirviendo una bebida—. Sí. Es por todo ese asunto de los ancestros del que te he hablado.

Aquello abrió todo un conjunto de recuerdos perturbadores: cantando en el coro en la iglesia metodista, en su hogar; su madre ensayando la parte de los ángeles para la exhibición navideña, moviendo la cabeza enérgicamente mientras aporreaba la melodía en el viejo piano y las voces de los niños como agudos grillos llenando la casa; estar asustada por un sermón pronunciado por un misionero visitante y aferrarse a su padre en busca de consuelo.

Se lanzó al piano, sentándose en la banqueta acolchada. Sobre él yacía un violín, cuyas suaves curvas doradas reflejaban con suavidad la luz de un par de focos. Y, por primera vez, encontró algo de desorden en aquella habitación perfecta: un revoltijo de partituras y hojas de música que se extendían por el atril. Roulette frunció el ceño y se inclinó, estudiando la notación escrita a mano de una de las hojas. Las notas parecían estar en posiciones familiares pero había notaciones extrañas en las claves. La tapa del piano cayó con un ruido sordo y ejecutó la pieza de música.

Fue muy consciente del momento en que Tachyon apareció tras ella, pues la sensación de hormigueante magnetismo se incrementó y el delicado aroma que le acompañaba la envolvió. El hielo tintineó en el vaso cuando intentó aplaudir.

—Bravo, eres bastante buena.

—Debería serlo, mi madre era profesora de música.

—¿Dónde?

—En una escuela pública de Philadelphia.

Se produjo un breve silencio y luego el taquisiano preguntó:

—¿Qué te ha parecido?

—Muy mozartiano.

Una diminuta arruga apareció entre las cejas enarcadas de Tachyon y cerró los ojos, con aire dolorido.

—Vaya golpe.

—¿Disculpa?

—A ningún artista le gusta que le digan que es poco original.

—Ah, lo siento…

Alzó una de sus pequeñas manos y sonrió.

—Incluso cuando sabe que es verdad.

Ella se dio la vuelta, giró las páginas y siguió con la segunda.

—Original o no, es bonito.

—Gracias, me alegra que mi pequeño esfuerzo te guste, pero toquemos una verdadera obra maestra. Son tan pocas las ocasiones en que encuentro alguien con quien pueda… —se detuvo y le lanzó una mirada llena de picardía— tocar.

Hojeó en un momento las numerosas partituras y sacó la sonata para violín y piano en fa mayor de Beethoven, la sonata primavera.

Ella le observó abstraída, contemplando cómo sus manos, pequeñas y elegantes, acariciaban la superficie pulida del violín, tensando una cuerda aquí, arrancando una nota trémula allá.

—¿Qué prefieres? —preguntó ella, señalando el piano y el violín.

—No puedo elegir. Me inclino claramente por éste. —Otra caricia a la madera del violín—. Porque me mantuvo al borde de la cuneta y no dentro de ella durante muchos años.

—¿Cómo?

—Es una vieja historia. ¿Tocamos?

Un la flotó tembloroso en la habitación acompañado por un fluctuante tono de violín.

—Dios mío, ¿qué es, un Stradivarius?

—Ya me gustaría. No, es un Nagyvary.

—Ah, ese químico de Texas que cree que ha descubierto el secreto de la escuela de Cremona.

El violín se le cayó de la barbilla y le sonrió.

—Eres una delicia. ¿Hay algo de lo que no estés informada?

—Diría que de miles de cosas —contestó con sequedad.

Los labios de él se posaron en la comisura de su boca y bajaron por su cuello, resoplando dulce y cálidamente sobre su piel.

—¿Tocamos? —Se dio cuenta del tono de vergüenza e ira que había en su propia voz.

Empezaron perfectamente al unísono. El violín interpretó la primera nota para después deslizarse hacia una elegante ornamentación. Ella se hizo eco de la frase y el tiempo se detuvo y la realidad se desvaneció.

Veinte minutos de perfecta armonía y elegante genialidad. Veinte minutos sin una sola palabra, ni pensamiento ni preocupación. Un momento perfecto. Tachyon estaba traspuesto: los ojos cerrados, las pestañas rozando sus altos pómulos, el cabello pelirrojo metálico cayendo en rizos sobre el violín, la felicidad en su estilizada cara.

Roulette dejó reposar sus manos en el regazo y bajó los ojos al teclado mientras Tachyon, que también permanecía en silencio, colocó el violín en su caja. Poco después, las manos del doctor rozaron sus hombros, posándose en ellos como pájaros nerviosos, como si le diera miedo quedarse allí.

—Roulette, haces que sienta… bueno, algo que no había sentido en muchos, muchos años. Me alegro mucho de haber pasado hoy por la calle Henry. Quizá había incluso una razón para ello.

Ella le observó con bastante desinterés mientras entrelazaba los dedos, apretándolos hasta que empalidecieron por la tensión.

—Ya estás buscando un significado.

—Pensaba que tu advertencia se limitaba a la búsqueda de consuelo.

—Bueno, añade también el significado.

Alzó una esquina de la capa de insensibilidad con la que había cubierto sus emociones y halló pánico, palpitando al compás de los latidos de su corazón, cada vez más acelerados. Tentó su alma y encontró una herida sangrante. Miedo, odio, culpa, arrepentimiento, desesperanza.

Le culpó a él.

—Vamos a la cama.

Y se sorprendió de la inexpresividad de unas palabras que enmascaraban tanta angustia.

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Habría sido más rápido atravesar la ciudad bajo tierra. Jack había bajado con estrépito los escalones de la estación de la calle 4 Oeste. Un nivel, dos niveles, tres. Poca gente bajaba hasta el cuarto nivel, a excepción de los trabajadores de mantenimiento. Atravesó una anodina puerta de acero y entró en un túnel de acceso privado para los de mantenimiento. En sus pequeñas jaulas, las tenues luces de seguridad emitían un frágil resplandor amarillo, proyectando isletas de luz a lo largo del pasaje. Jack avanzó arrastrando los zapatos por el suelo.

Era vivificante poder caminar sin tener que cruzarse con un sinfín de peatones. Miró su reloj de pulsera y después lo volvió a mirar, incrédulo. Sólo pasaban unos minutos de las dos. Tenía la sensación de haber estado buscando a Cordelia por la ciudad durante varios días. Más concretamente: había perdido la noción del tiempo. Se preguntó si estaría malgastando el tiempo. Quizá debería llamar a Rosemary, consultar a Bagabond, telefonear a la policía, lo que fuera… Debería haber estado vigilando en vez de pensar.

Al doblar una pronunciada curva del túnel y chocar con alguien que venía de la otra dirección a la carrera, al principio tuvo tan sólo una brevísima impresión de una figura oscura. Entrevió un enorme ojo centrado en su rostro, un monóculo centelleando en la penumbra…

—¡Hijo de puta! —dijo el otro, alzando una mano hacia Jack. Una llamarada roja surgió del puño, una arrolladora ola de doloroso sonido impactó contra los oídos de Jack y oyó que algo zumbaba al pasar junto a su cabeza, impactando contra el muro de hormigón del corredor. Unas esquirlas de cemento le salpicaron la cara, pero no hubo dolor.

—¡Eh! —gritó Jack. Se dejó caer en el suelo del túnel y las epinefrinas se apoderaron de él. Ahora todo era instintivo. Toda la tensión acumulada a lo largo de aquel agotador día, la frustración de la búsqueda y el intermitente deseo de matar algo afloraron de súbito en una masa crítica. Además estaba hambriento. Muy hambriento.

—¡Cabrón! ¡Aléjate de mí! ¡Vas a morir! —La figura oscura bajó la pistola. Otro disparo. Jack vio las chispas en el lugar donde la bala impactó, en un poste de acero.

—¿Qué diablos haces? —gritó Jack—. ¡Aaaaaaaaaaah! —dijo el cerebro de reptil, inundado de hormonas desatadas. Notó que su cuerpo se alargaba, la cola vestigial se extendía y crecía, las ropas se desagarraban y el hocico brotaba ante sus ojos. Las hileras de dientes surgieron más rápido que si los hubiera plantado Cadmo.

Escarbó con las garras, tratando de afianzarse en el suelo de tierra pisada. Siseó con ansiedad.

«Hambre», pensó. También había ira. Pero, sobre todo, hambre.

El hombre de la pistola retrocedió hasta el ángulo del recodo. Tenía algo brillante en la otra mano. Contempló incrédulo al caimán.

—¡Vete de una puta vez!

El caimán abrió las mandíbulas de par en par y se abalanzó hacia adelante. Un breve trueno se desencadenó cuando la pistola centelleó y una bala rozó la impenetrable piel de la criatura por encima de una de sus patas delanteras. Las fauces se cerraron de golpe con una fuerza increíble mientras el hombre gritaba y alargaba las manos en un intento desesperado de defenderse de la bestia. El arma salió despedida y se perdió en la oscuridad. El paquete envuelto en plástico fue a parar a la boca del caimán; junto con la mano que lo sostenía; y un trozo del brazo, el hombro y la cara del hombre. Sus gorgoteantes gritos cesaron en cuestión de segundos.

El cristal se rompió en mil pedazos y el monóculo salió volando para acabar estrellándose contra la pared del túnel.

El caimán apartó a tirones la mandíbula de los restos del cadáver. No había nada que masticar. La comida bajó por la garganta, donde las poderosas enzimas se ocuparían de saciar su hambre. Abrió sus fauces de nuevo para rugir desafiante. Nada ni nadie le respondió. El caimán movió la cabeza con pesadez de un lado a otro del corredor. En algún punto, en las profundidades, recordó que la comida no era su única prioridad hoy.

Avanzó en la oscuridad. Tenía algo que hacer.

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—¿Un taxi? —dijo Water Lily—. Pensaba que teníamos prisa.

—Ya nos sirve —dijo Fortunato—. No queremos movimientos que llamen la atención. Hoy no.

El vehículo se detuvo y entraron en él.

—Al Empire State Building —pidió al conductor. Se recostó en el asiento—. No hace falta que nos convirtamos en blancos fáciles.

—Se trata del Astrónomo, ¿no?

—Acaba de matar a Chico Dinosaurio. Lo ha hecho pedazos. Habría matado a Deceso también, pero es más duro de lo que pensábamos. Es probable que hayas oído lo de Aullador. Pues es…

Paró en seco. Jane había dejado de escucharle en algún punto.

—¿Chico Dinosaurio?

Fortunato asintió.

—Dios mío. —Miró hacia adelante. El agua (y no las lágrimas) perló sus mejillas. El as negro no sabía decir si iba a llorar de verdad o empezar a destrozar la tapicería del taxi.

Por fin, dijo:

—Está bien. —Las palabras apenas surgieron, estranguladas. Volvió a intentarlo—. Está bien. Cuenta conmigo. ¿Por dónde empezamos?

«Esto no va bien», pensó Fortunato. «No va a mostrarse débil e indefensa contigo. Se ha endurecido demasiado para eso. ¿Qué hacer cuando no quieren tu protección?»

—Ehm —dijo—, ¿qué te parece hacer de guardaespaldas?

—¿Qué? ¿Hablas en serio? ¿De quién?

—Estaba pensando en Hiram Worchester.

—Ah, ¿a ese tío gordo?

—Identificó las monedas del Astrónomo. Puede que también esté en peligro.

—Oh, está bien —dijo—. Por ahora.

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Un establecimiento tan famoso y exclusivo como el Aces High atraía su parte de problemas y hacía tiempo que Hiram se había resignado a la desafortunada necesidad de tener servicio de seguridad, pero insistió en que fuera discreto. Los hombres (y mujeres) de Peter Chou eran rápidos, eficientes, altamente capaces y muy discretos. Cuando se trataba de ocuparse de borrachos, atracadores y asaltantes no había nadie mejor. Pero el Astrónomo era más de lo que sabían y podían manejar.

Modular Man era más o menos tan discreto como un joker en Idaho. El androide tenía cierta belleza, propia de un modelo, aunque sus facciones prefabricadas carecían de líneas de expresión o pelo. Llevaba un gorro para esconder la cúpula de radar que coronaba su cabeza. Dos disparadores de granadas idénticos estaban engastados en sendos pivotes rotatorios insertos en la carne sintética de los hombros.

Los módulos de los hombros se desplegaban solos y normalmente Hiram insistía en que Modular Man revisara su armamento en la puerta. Pero hoy no era día para comportarse con normalidad. Cuando el androide aterrizó en la terraza y lo hizo pasar a su despacho, Hiram le preguntó directamente con qué clase de armamento estaba equipado.

—El módulo izquierdo dispara bombas lacrimógenas y el derecho está cargado con bombas de humo —le explicó Modular Man—. El humo no afectará a mi radar, por supuesto, pero cegará a cualquier adversario potencial. El gas lacrimógeno…

—Ya sé lo que hace el gas lacrimógeno —dijo Hiram con sequedad—. Tu creador da por sentado que el Astrónomo tiene que respirar. Esperemos que tenga razón.

—Podría cambiar el lanzagranadas por un cañón perforante de 20mm —dijo despreocupadamente.

Hiram ahogó una exclamación.

—Si te atreves siquiera a pensar en disparar un cañón dentro de mi restaurante, no volverás a poner jamás el pie en él.

—Es más bien una ametralladora grande, en realidad.

—Da igual —dijo con firmeza.

—¿Te gustaría que patrullara el perímetro?

—Me gustaría que te sentaras en la punta de la barra y no te entrometieras. Todavía hay muchísimo trabajo que hacer. Los invitados empezarán a llegar sobre las siete para empezar con los cócteles.

—Si ha de pasar algo, debería suceder mucho antes.

Escoltó al autómata hasta la barra y le dejó en compañía de una botella de whisky de malta. De camino a su despacho, Curtis se le acercó.

—Las langostas fueron lo único que se molestaron en destruir —informó—. Algunos empleados de Gills están limpiando los destrozos. Los que no huyeron. Lo han llevado a la clínica de Jokertown.

—Averigua quién está al mando y diles que quiero el atún —dijo Hiram—. Todo el que tengan. Haremos atún ennegrecido en vez de langosta.

—A Paul no le hará ninguna gracia —dijo Curtis.

Hiram se paró en la puerta del despacho.

—Deja que grite. Después, deja que cocine. Si se niega, lo haré yo mismo. Conozco la cocina cajún —se detuvo, pensativo—. El caimán tiene un gusto interesante. No creo que Gills tenga… No, eso sería demasiado pedir. Ah, y ofrece un precio de primera por ese atún. Si no hubiera interferido esta mañana, nada de esto habrá ocurrido.

—No debes culparte —dijo Curtis.

—¿Por qué? —preguntó Hiram. Resopló—. Recuerdo cuando me diagnosticaron por primera vez, en 1971. Después de que Tachyon me asegurara que no iba a morir y que, en cambio, había sido dotado con poderes extraordinarios, decidí que usaría esos poderes para el bien común. Es absurdo, lo sé, pero era el aire de los tiempos. Te digo, Curtis, que el heroísmo es una carrera absurda, aunque ni la mitad de absurda que la pinta que tenía con mi traje. —Hizo una pausa, pensativo, y se quitó una pelusa del chaleco—. Estaba muy bien confeccionado pero era absurdo, de todos modos. Al fin y al cabo, mi físico era distintivo, enmascarado o no, y mi experimento en las aventuras semiprofesionales acabó fracasando cuando un cronista de sociedad adivinó mi identidad. No soy un hombre modesto, Curtis, en la comida es en lo que soy mejor. Gills no estaría tan mal si lo hubiera tenido en mente esta mañana.

Se alejó antes de que Curtis pudiera responderle y cerró la puerta del despacho tras de sí.

Su comida aguardaba en el escritorio: tres gruesas chuletas de cerdo braseadas con cebolla y albahaca, una ensalada de pasta, brócoli al vapor con queso rallado y un trozo de la famosa tarta de queso del Aces High. Se sentó y lo contempló.

Un periódico yacía junto a la comida intacta. El Daily News ya había sacado una edición extra y Anthony había traído una copia junto con su esmoquin. La fotografía de la portada del tabloide había sido tomada en la Tumba de Jetboy por algún aficionado. Hiram supuso que era una gran imagen para ilustrar una noticia, pero apenas sí podía mirarla.

Se descubrió apartando los ojos del cuerpo mutilado de Chico Dinosaurio y contemplando los rostros que estaban al fondo. Sus emociones eran fáciles de interpretar: horror, histeria, angustia, conmoción. Algunos simplemente parecían confundidos; otros observaban con fascinación malsana. En la esquina de la derecha había una rubia guapa de no más de dieciocho años, riendo, sin duda divertida por alguna chanza del chico a cuyo brazo se aferraba, ajena hasta ahora del horror que había a pocos metros de distancia. ¿Cómo se sintió cuando miró a su alrededor con la sonrisa aún en los labios? ¿Cómo se sentiría cuando viera esa fotografía, su risa congelada para la eternidad?

Se le estaba enfriando la carne pero no tenía apetito. Chico Dinosaurio había sido una molestia constante para el propietario del Aces High. Recordó una cálida noche de verano en la que un pteranodon se había precipitado por las puertas abiertas de la terraza y revoloteado entre los comensales. Se derramaron las bebidas, los platos cayeron, el carrito de postres volcó y media docena de clientes indignados se fueron sin pagar la cuenta. Hiram había puesto fin al incidente haciendo que la criatura pesara demasiado para mantenerse en el aire y soltándole una reprimenda en términos muy claros. A todos los efectos, el chico se había acobardado durante casi una semana.

Cuando sonó el teléfono, lo cogió de inmediato.

—¿Qué? —respondió con brusquedad. No estaba de humor para hablar.

—Soy yo, Hiram —dijo Jay Ackroyd. Casi se había olvidado del detective.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—En estos momentos estoy en una cabina telefónica junto al servicio de caballeros del Palacio de Cristal y me está mirando un joker que parece un cruce entre un chulo y un tigre dientes de sable. Creo que quiere usar el teléfono, así que iré al grano. Chrysalis sabe algo.

—Chrysalis sabe un montón de cosas.

—Ya lo creo que sí —contestó Ackroyd—. Tu amigo Bludgeon no es independiente. Él y toda su estafa son parte de algo, algo mucho mayor. Chrysalis sabe quién y qué pero el precio que mencionó está totalmente fuera de mi presupuesto. Puede que no del tuyo, no obstante. Te la voy a traer esta noche para que puedas hablar en persona con ella.

—¿La vas a traer aquí? Jay, es una joker, no un as.

—Yo soy un as —le recordó— y ella es mi acompañante. No te preocupes, le he hecho prometer que se tapará las tetas. Una pena, eso sí. Son unas tetas estupendas, aunque sean invisibles. Tú limítate a hacer como que de veras es británica y te irá fenomenal.

—Bien. Pues mientras estabas organizado tu agenda social y estudiando los pechos de Chrysalis, Bludgeon ha enviado a Gills al hospital y destrozado mis langostas.

—Lo sé —dijo Ackroyd.

Hiram estaba estupefacto.

—¿Cómo lo sabes?

—Me dejé caer por la calle Fulton antes de ir a ver a Chrysalis; supuse que quizá vería a Gills y que podría embaucarle con algunos trucos de magia, sacarle unas monedas de las agallas y ver si hablaba conmigo. Empecé a sospechar cuando vi un camión ardiendo en el callejón. Ese tío de más de dos metros salía cuando yo entraba. Se parecía un montón al que está esperando por el teléfono, muy feo. Hice un arresto civil. Está en The Tombs.

—¡Dios mío! —exclamó Hiram—. Jay, son las primeras buenas noticias que he oído en todo el día. Gracias y buen trabajo. Estás invitado a comer gratis durante todo un mes.

—Aperitivos incluidos, espero. La cosa aún no ha acabado, de todos modos. Bludgeon está encerrado por el momento, pero tarde o temprano alguien se va a dar cuenta de que está allí berreando y atarán cabos y le soltarán, a menos que consigamos que le acusen de algo. ¿Puedes ir al centro y hacer los honores?

Hiram se sintió en un terrible aprieto.

—Yo… Más quisiera, Jay, pero ahora no puedo ir.

—¿Una crisis con el foie gras?

—Fortunato va a traer a algunas personas. Necesito, ehm, quedarme. Además, no he visto a Bludgeon en mi vida, fue a Gills a quien asaltaron. Pídele que formule la acusación.

—Está aterrorizado, Hiram.

—Si lo encerramos no tendrá nada que temer. Dile eso. No puede permitir que se salgan con la suya.

Ackroyd suspiró.

—Vale, hablaré con él. Joder, en días así desearía poder aparecerme por ahí, ¿tienes idea de cómo está el tráfico ahí fuera?

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Spector contempló el otro lado del río Hudson, hacia la costa de Jersey. Había crecido en Teaneck. Desde que tenía uso de razón había odiado a los neoyorquinos. Los odiaba por sus comentarios despectivos y por su inacabable retahíla de bromas sobre Jersey. Pensaban que eran mejores de verdad sólo por vivir a unos pocos kilómetros de distancia. Cada neoyorquino al que había asesinado era una pequeña venganza por el modo en que le habían tratado siempre.

A estas alturas, el Astrónomo sabría que estaba vivo. El viejo probablemente estaba demasiado ocupado para ver la televisión, pero tenía un montón de lacayos que podían proporcionarle la información. Su única esperanza era que los otros ases que había en la lista fueran más importantes que él. Diablos, hasta existía la posibilidad de que el Astrónomo se lo tragara, ya le habían pateado el culo una vez. Si se las arreglaba para quedar al margen, mañana podría leer el obituario de todos los demás en el Times.

Tras él estaba la autopista West Hide, ya repleta de coches. Los muelles bullían de actividad; los obreros aún tenían que ganarse el pan. No podían permitirse tomar el puñetero día libre para ir curioseando por ahí.

Spector volvió a mirar a Manhattan. El edificio de la Torre Windhaven estaba justo enfrente de la autopista. Allí los apartamentos eran exclusivos y muy caros. La arquitectura parecía sacada de una pulp de ciencia ficción de los años treinta, incluyendo un vestíbulo abierto hasta lo alto del edificio. Siguió la línea plateada ininterrumpida de la torre hasta la cima. Entrecerró los ojos: allá arriba había alguien o algo.

Un hombre se lanzó en ala delta desde el borde de la azotea, veinte plantas por encima del suelo. Cayó en picado durante unos segundos, después se estabilizó y se dirigió hacia el río.

—Cuando te pille la poli vas a acabar con el culo en la cárcel, colega.

Spector odiaba las alturas y se estremeció ante la idea de caer de un edificio como aquel, con o sin alas. Volvió a girarse hacia Jersey.

Algo se dirigía a la ciudad desde el otro lado del río. Estaba a varios metros sobre el suelo y se movía veloz. Reconoció una carcasa familiar.

—La Tortuga. Así que el Astrónomo aún no te ha pillado.

Le gustaba la Tortuga más o menos lo mismo que le gustaban los demás ases que habían atacado los Cloisters, es decir, nada en absoluto. Estiró los hombros y se frotó la boca, sintiéndose vulnerable de repente. Si el Astrónomo trataba de hacerse con la Tortuga ahora mismo, no quería estar cerca.

El caparazón aminoró la marcha y flotó por encima del río. Un par de embarcaciones privadas estaban navegando en las cercanías meciéndose ligeramente bajo las luces, pero no parecían tener ningún problema. La Tortuga empezó a oscilar un poco; el ala delta viró y enfiló directo hacia él. Spector quería echar a correr pero la curiosidad le mantuvo donde estaba. El aerodeslizador avanzó derecho y con rapidez hacia el as. Estaba a menos de treinta metros. Se oyó un sonido, como si cortaran un cristal, y después un fuerte chasquido; el ala delta se apartó. Spector reconoció el sonido y supo que la Tortuga se encontraba en un aprieto. Uno de los últimos ases a los que el Astrónomo había captado era un chaval puertorriqueño al que llamaban Imp. Podía generar un pulso electromagnético que neutralizaba toda la electricidad en un radio aproximado de cincuenta metros. Ahora las cámaras y el resto del equipo del caparazón eran poco más que chatarra.

Imp maniobró por encima de la Tortuga. El viento le estaba haciendo perder velocidad y elevándolo. Los estibadores estaban colocando sus cajas, observando el río. Segundos después, el caparazón se vio envuelto en un estallido de llamaradas naranjas. Napalm. La explosión resonó en las aguas. Cuando las llamas comenzaron a apagarse, Spector pudo ver que había partes del caparazón en llama. La Tortuga empezó a oscilar aún más y cayó al río. Se oyó un fuerte golpe y un siseo cuando el caparazón impactó contra el agua. Una de las embarcaciones cercanas se dirigió hacia el as. El caparazón flotó por un segundo, después se hundió rápidamente, como si hubiera poleas que lo arrastraran hacia el fondo del río. No quedó nada salvo una pequeña nube de vapor en la superficie del río.

—¡La Virgen! ¿Quién habría pensado que sería tan fácil?

Spector sintió que se le erizaba el vello. No cabía duda de que el Astrónomo había visto caer a la Tortuga, justo igual que él. Los otros ases no iban a ser de mucha ayuda. El Astrónomo se los estaba cargando uno por uno. Anteriormente habían conseguido vencerle sólo porque se habían organizado y habían cogido al anciano por sorpresa. Hoy era justo al revés. Spector oyó a las sirenas que se acercaban. Dio media vuelta y echó a correr.

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—Lo vimos en la televisión —le explicó Hiram a Fortunato—. Primero Aullador, luego el Chico. Fue horrible, increíble.

Fortunato asintió, incómodo en el abarrotado despacho. Estaban el chef de Hiram, el portero y un par de camareros.

Modular Man se acercó desde la ventana, donde había estado apoyado.

—Hola —le dijo a Jane—. No sé si te acuerdas de mí. Soy Modular Man, ¿te suena? Puedes llamarme Mod Man, para abreviar.

Jane le saludó con una leve inclinación de cabeza, quitándoselo de encima.

—No me necesitas aquí —le dijo a Fortunato—. Intentas esconderme en un sitio donde no te moleste.

—No es verdad —mintió el as—. Has visto al Astrónomo, sabes mejor que nadie lo poderoso que es. La única esperanza que tenemos es sobrepasarle en número. Todos juntos, en un solo lugar.

—¿Todos juntos? ¿Incluido tú?

—Tengo que encontrar a los otros. Es mi karma, ¿vale? Es mi responsabilidad.

—No tienes que hacerlo solo y lo sabes. No es ningún crimen dejar que alguien te ayude.

Fortunato no dijo nada.

—Yo… Oh, diablos. Estoy malgastando saliva. Sólo una cosa: si me dejas aquí y alguien a quien yo pudiera haber salvado muere o resulta herido no voy a dejar que lo olvides. ¿Entendido?

—Podré vivir con ello.

Hiram le siguió hasta el vestíbulo.

—Ehem, Fortunato, ¿tienes un momento?

Fortunato asintió e Hiram cerró la puerta.

—He recibido una llamada hace unos minutos, del teniente Altobelli, del Departamento de Policía de Nueva York. Te está buscando.

—¿Qué ocurre?

—No me lo dijo, sólo que te necesitaban en los Cloisters lo antes posible.

—Vale, bien, así que eso es lo siguiente.

—Fortunato.

—¿Qué?

—¿Y qué hay de Tachyon?

—¿Qué pasa con él?

—¿No va el Astrónomo tras él también?

—Que le jodan.

—¿Te parece que al menos le advierta?

—No me importa. Sólo a condición de que no hagas nada estúpido y no te vayas y dejes a la gente que estoy trayendo aquí. Cuento contigo, tío. No me jodas.

—Bien —dijo abatido.

El ascensor de Fortunato llegó. Pulsó el 1 y el botón de cierre de puertas.

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El aroma de pretzels calientes hizo rugir el estómago de Spector. Salvo unos pocos cacahuetes en el Pozo sin Fondo, no había comido en todo el día. Se acercó al puesto. El vendedor era un hombre bajito de mediana edad que vestía una camisa azul claro y unos pantalones negros sin cinturón. Sonrió a Spector, mostrándole unos irregulares dientes amarillos. Llevaba una chapa que decía «LOS VENDEDORES DE PRETZEL SABEN CÓMO MONTÁRSELO».

—¿Qué le pongo?

—Déme un pretzel. Que sean dos.

El vendedor los sacó y los envolvió con aire distraído.

—Ya ves, chico. Por mí, ya estaría bien que todos los días fueran el Día Wild Card. Podría jubilarme y tocarme las narices.

Cogió los pretzels y le pagó. El vendedor tenía los sueños miserables e ingenuos que sólo tienen los perdedores. Spector estaba incluso más allá de tener sueños. Mataba a gente sin más y de vez en cuando se preguntaba por qué ya no le molestaba.

Le dio un buen bocado al pretzel. Estaba caliente y esponjoso. Eso le llenaría hasta que comiera en el Haiphong Lily.

Una oleada de náuseas y mareos le asaltó mientras andaba. Dejó caer los bollos y cayó de rodillas. Los bordes de su campo de visión empezaron a oscurecerse.

—¿Se encuentra mal o algo, señor? —oyó que alguien le preguntaba.

Vio que la limusina se detenía a su lado. Una ventanilla polarizada bajó despacio. El Astrónomo le sonrió. Spector se dobló y apretó el rostro contra el frío hormigón. No tenía fuerzas para moverse. Cerró los ojos, luchando por respirar. Aún podía oler los pretzels.

Una puerta del coche se cerró de golpe. Notó que unas manos le levantaban justo cuando se desmayaba.

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Fortunato la presentó como Water Lily pero le dijo a Hiram que prefería que la llamaran Jane.

—Sé cómo te sientes —dijo con una de sus sonrisas más encantadoras—. Antes solían llamarme Fatman.

Parecía tímida y dulce pero el modo en que vestía no era adecuado. Los pantalones tejanos tenían su lugar, pero no en el Aces High, y sus zapatillas deportivas estaban insoportablemente raídas.

—Un tipo gracioso, ése —dijo Hiram despreocupadamente, señalando la figura de su descolorida camiseta que se parecía vagamente a Jumpin Jack Flash.

—¿Vendrá aquí esta noche? —le preguntó Jane.

—Me temo que no. Recibió la invitación a través del Dr. Tachyon, por supuesto, pero se excusó. Dijo que un amigo suyo quizá vendría; él sabrá lo que significa. ¿Serías tan amable de venir conmigo? Ahora mismo esto es un manicomio.

Escoltó a la chica por el estruendo del restaurante hacia la relativa cordura de su despacho y llamó a Anthony. Cuando el chófer llegó, le presentó a Jane y dijo:

—Dame tus medidas.

—¿Medidas? —Parecía confusa.

—La cena de esta noche es formal —explicó Hiram— y no hay razón por la que una joven adorable como tú no esté lo más hermosa posible. Tendrá que ser un traje de confección, me temo; no podemos dejar que vayas de compras. Fortunato insiste en que permanezcamos todos juntos y creo que sus instintos tácticos son sólidos. —Se giró hacia Anthony—. Algo azul o verde, creo. Que deje ver los hombros. Y medias y complementos. ¿Vas cómoda con zapatos de tacón, Jane, o prefieres zapatos planos?

—Espera un momento —dijo con los ojos muy abiertos y expresión aprensiva—. No puedo permitirme un montón de ropa cara.

—Tacones, definitivamente. Tienes unas piernas preciosas. El Aces High se encargará de todo. —Sonrió—. No te preocupes, encontraré el modo de deducírmelo. Tengo un contable extraordinario.

Ella negó con la cabeza.

—No, lo siento, no puedo dejar que lo hagas.

Se quedó perplejo.

—¿Por qué no?

—No puedo aceptar que me regales un montón de ropa cara. No puedo. No lo aceptaré.

—Querida —dijo vacilante—, me dejas sin palabras. A ver, no obligo a seguir una etiqueta estricta en la cena, pero sería una pena si… Anthony intervino inesperadamente.

—Tal vez la señorita aceptaría las ropas como préstamo. —Tanto Hiram como Jane se giraron hacia él sorprendidos—. Si se me permite decirlo.

—No puedo aceptarlo, ni siquiera como préstamo. He dejado mi trabajo esta tarde y aunque consiguiera otro nunca podría llegar a devolverlo sirviendo mesas.

Hiram se acarició la barba, pensativo, y sonrió.

—Podrías si fueran las mesas del Aces High. No esta noche, claro, pero podrías empezar mañana, cuando reabramos al público. Te aseguro que las propinas son excelentes y siempre podemos emplear a una buena trabajadora.

Jane pareció pensarlo por unos momentos.

—Está bien, acepto. Puedes descontar lo que te debo de mi sueldo.

Miró a Hiram con serenidad y mostró un esbozo de sonrisa.

—Excelente. Ahora me temo que tengo que trabajar para ocuparme de todo. Si tienes hambre, busca a Curtis y él hará que te traigan algo para comer.

Hiram se encontró contemplando la puerta cerrada después de que Jane se fuera. Era demasiado joven para él pero era adorable, emanaba un aire de inocencia que encontraba muy erótico.

Le recordaba a Eileen Cárter, que era casi tan joven como Jane cuando se conocieron por primera vez, años atrás. Inocencia y fuerza, una potente combinación. De hecho, la chica sería muy afortunada si, con semejante mezcla, conseguía que no la mataran.

Frunció el ceño, flexionó el puño reflexivamente y pensó en los muertos. Un adolescente con delirios de gloria y un hombretón vestido de amarillo cuyo grito podía romper la piedra. Y Eileen. No debía olvidar a Eileen.

Había pasado mucho tiempo, siete años, desde que Fortunato acudiera a él con un brillante penique, rojo como la sangre, y él le diera el nombre de la mujer, sin imaginar que estaba sellando su sentencia de muerte. Más tarde, apenas pudo creerlo. ¿Muerta? ¿Eileen muerta? ¿Había ayudado a identificar una moneda extraña y por eso estaba muerta?

Eileen había sido su amante antes de que el virus lo reclamara para sí. Ya habían acabado cuando inició su relación con Fortunato, pero aún significaba mucho para él. El chulo se había acostado con ella y había hecho que la mataran, implicándola en algo en lo que ella no tenía que ver más que él mismo.

La noche en la que el as negro le comunicó la noticia fue una de las peores noches de su vida. Al escuchar las explicaciones de Fortunato sobre los masones, Hiram sintió el regusto de la bilis en el fondo de la garganta, experimentando una furia creciente. Nunca había usado la habilidad que le habían proporcionado las esporas para matar pero aquella noche estuvo cerca. Había flexionado y estirado los dedos, contemplado las ondas gravitatorias que relumbraban alrededor del alto hombre negro de ojos almendrados y frente abombada y se preguntó exactamente cuánto peso podría resistir Fortunato. ¿Doscientos kilos? ¿Cuatrocientos? ¿Ochocientos? ¿Estallaría su corazón antes o después de que sus largas y nervudas piernas se partieran bajo el peso de su cuerpo? Hiram podía averiguarlo; con sólo apretar el puño, apretar el puño bien fuerte.

No lo hizo, por supuesto. Y no lo hizo porque al oír la voz de Fortunato se había dado cuenta de algo. No fue nada de lo que dijo; no era del tipo de persona que hacía tales confesiones. Sin embargo, había algo en su tono de voz y en aquellos ojos negros guarecidos en sus pliegues epicánticos: Fortunato también la había amado. La había amado quizá más que él, quien poseía el mismo apetito por las mujeres y la tendencia a perseguir faldas de su padre. Así que relajó el puño, a medio cerrar, y en vez de odio, sintió un extraño vínculo con el brujo proxeneta de lengua afilada.

Después había tratado de pasar página. No tenía ninguna vocación de heroísmo, por muchos poderes que poseyera. Los delitos eran dominio de la policía, la justicia un asunto de los dioses; su ocupación consistía en alimentar bien a la gente y hacer que se sintieran más felices durante unas pocas horas.

Pero al recordar a Eileen, a Chico Dinosaurio y a Aullador y preocuparse por Gills, la joven y dulce Water Lily, el Dr. Tachyon y los demás nombres de la lista del Astrónomo, Hiram Worchester pudo sentir cómo la furia volvía a alzarse de nuevo, tal y como lo había hecho aquella noche de 1979. El Astrónomo era un hombre viejo, muy viejo, le había dicho Fortunato. Probablemente no sería capaz de soportar mucho peso. Contempló su plato de comida fría por unos momentos y después levantó el cuchillo y el tenedor y empezó a comer metódicamente.

Spector mantuvo los ojos cerrados cuando recuperó la conciencia. Sabía que estaba en la limusina del Astrónomo. Podía notar que había una persona sentada a cada lado. La de la izquierda tenía unos brazos huesudos; el viejo, supuso.

—No te hagas el muerto conmigo, Deceso. No te servirá de nada.

El Astrónomo le clavó el codo en las costillas. Abrió los ojos. A su derecha había una mujer de mediana edad: sus rasgos faciales parecían la caricatura de alguien hermoso y no llevaba maquillaje; su vestido era de algodón blanco con hombreras y ceñido a la cintura. Evitó mirarle directamente a los ojos.

—¿No tienes nada que decir? Bueno, nunca has sido un tipo muy hablador. —Posó una mano en su brazo izquierdo—. Confío en que tengo toda tu atención.

Spector miró a los ojos dilatados del Astrónomo. Intentó usar su poder; quizá en esa ocasión funcionaría. Nada. Deslizó la mano en el interior de su abrigo, tratando de buscar su Ingram. No estaban ni la pistola ni la funda.

El viejo meneó la cabeza.

—Te la quité. Es patético, verte reducido a llevar una arma. Tienes suerte de que te haya vuelto a encontrar.

—La Tortuga está muerta, ¿no?

—Sí. —Se frotó las manos—. Es tan fácil cuando sabes qué va a pasar y ellos no…

—¿Cómo lo organizaste?

—Nuestro buen amigo el capitán Black se las arregló para enviar una señal de socorro falsa a través de la frecuencia de la policía. —El Astrónomo se llevó un dedo a su arrugada frente—. Basta con pensar más que tus enemigos, eso es todo.

—Imp tuvo suerte de poder acercarse tanto. —Spector se recostó en los mullidos asientos y suspiró. Ya no le quedaban cartas para jugar.

—Difícilmente lo llamaría «suerte». La Tortuga tuvo problemas de azúcar en la sangre, verdad, ¿querida?

—Bastante graves —dijo la mujer—. Incluso peores que los que le causé al señor Spector.

—Deceso, querida mía, llámale Deceso. —El anciano apretó con más fuerza el brazo de Spector—. Saluda a Insulina, Deceso. Es mi nueva discípula estrella.

—Hola, caramelito —dijo con sarcasmo. Ella seguía sin mirarle—. Estoy vivo. Debes de quererme para algo si aún sigo vivo. ¿A quién quieres que mate?

—De todo eso se están ocupando mis seguidores de máxima confianza. No, te mantengo con vida por otras razones. Por Fortunato… —El Astrónomo cerró en un puño la mano que tenía libre—. Quiero que sufra antes de matarlo. Tiene mujeres. Y tú y yo vamos a divertirnos con algunas de ellas esta noche. Siempre has disfrutado con eso, ¿verdad, Deceso?

—Sí. ¿A qué hora? —No creía que fuera tan fácil; el viejo aún le cogía del brazo.

—Tarde, muy tarde.

—Bien.

—Con todo, aún debo castigarte por intentar esconderte de mí. Necesitas que te recuerde cuál es tu lugar.

—No —dijo, intentando zafarse.

El Astrónomo le agarró del brazo con las dos manos y se lo retorció. Los huesos del antebrazo crujieron; sintió un insoportable dolor, hasta el hombro. Clavó las uñas en el viejo, desgarrándole la carne de las mejillas y quitándole las gafas de un golpe. El anciano seguía sujetando los huesos rotos en un ángulo oblicuo.

—Cualquier poder que tengas, Deceso, puedo usarlo en tu contra. Puedo borrar todos tus recuerdos excepto el de tu muerte y puedo mutilarte hasta que parezcas un ser salido de la peor pesadilla de un joker.

Spector podía sentir cómo los huesos se le estaban ensamblando. Parecía como si a su brazo le hubieran añadido una tercera articulación, paralizada. Trató de apartarse pero el Astrónomo lo sujetó con firmeza.

—Creo que ahora está mucho mejor, Insulina. No volverá a hacernos enfadar. —Le soltó.

—Mira qué mierda me has hecho —gritó Spector. El Astrónomo recogió sus lentes y se las colocó sobre la nariz.

—Te aguardan cosas mucho peores si vuelves a decepcionarme. Conductor, pare el coche.

La limusina se detuvo junto a la acera. Insulina abrió la puerta. Miró su brazo descoyuntado y sonrió.

«Espera a que se cabree contigo», pensó Spector arrastrándose sobre ella para salir a la acera. «Espero que te vuelva del revés».

—Espero que estés listo esta noche. Vendré a por ti cuando sea la hora —dijo el Astrónomo.

Insulina cerró la puerta y el vehículo se incorporó al flujo de tráfico.

Spector alzó los ojos. La gente le señalaba, riéndose como si fuera una especie de broma; otros apartaban la vista. El edificio Pan Am estaba a unas pocas manzanas, en Park Avenue. Tenían que dejarle en el centro del centro. Se frotó el brazo; ya no podía girar la muñeca.

Un helicóptero despegó de lo alto del edificio Pan Am. Spector deseó poder estar en él; después sacudió la cabeza. No había lugar en el planeta en el que uno estuviera a salvo del Astrónomo. Avanzó de prisa por la calle, mientras deseaba tener tiempo para matar a todas y cada una de las personas que le miraban raro.

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