Capítulo ocho


13.00 horas

La calle aún estaba abarrotada de los aficionados que llegaban tarde, los vendedores de souvenirs y los revendedores de billetes. Jennifer se las arregló para deslizarse a través de la pared exterior del estadio sin que nadie reparara en ella, pero en la calle atrajo una considerable cantidad de atención. Muchas cabezas se giraron y muchos la silbaron mientras recorría la calle, aunque apenas se dio cuenta. Avanzó rápidamente, vigilando por si veía a los hombres que habían intentado atraparla en el Happy Hocker y al hombre que la había seguido al estadio, pero ninguno de ellos parecía estar por allí. Divisó un taxi vació, lo paró y le dijo al conductor: «A Manhattan».

Se puso a pensar mientras el taxi la llevaba de vuelta a un territorio más familiar. A su alrededor, los hechos se estaban desarrollando a una velocidad incomprensible. «Desde luego, Kien debe de querer recuperar sus sellos con todas sus fuerzas», pensó. A menos que fuera el otro libro… Echó un vistazo a su bolso, un saquito de cuero cerrado con un simple cordón. Contenía los libros robados y unos pocos dólares para emergencias, nada más; ni cartera, ni identificación. Todo aquello se estaba poniendo feo. Tenía la impresión de que la observaban; alzó los ojos hacia el espejo y vio que el taxista la estaba mirando. Desvió la mirada y trató de hundirse un poco más en la sucia y desgastada tapicería del asiento trasero del taxi. Tenía que encontrar algo de ropa decente en alguna parte. Tal y como iba parecía que se había vestido para el carnaval de Río de Janeiro.

Pensó que tal vez sería mejor dejarlo correr y devolver los libros. Ya le habían costado la vida a Gruber —aunque no tenía la menor idea de quién le había asesinado—, y a ella demasiados encontronazos con la violencia.

Tenía que contactar con Kien. Eso sería fácil, pero los detalles del intercambio podían ser difíciles de resolver. Además, no quería salir de todo esto con las manos completamente vacías.

Miró pensativa a través de las ventanillas del taxi y, sorprendida por una súbita inspiración, gritó:

—¡Pare, pare aquí mismo!

El conductor le tomó la palabra y pisó los frenos, y el taxi se detuvo entre chirridos. Pudo oír cómo los neumáticos gruñían por debajo cuando saltó del vehículo y tiró unos cuantos billetes arrugados en el asiento delantero.

—Gracias —dijo sin aliento y se dio la vuelta y echó a correr por la calle.

—De nada —dijo el taxista con expresión divertida mientras contemplaba con satisfacción su figura con biquini corriendo hacia la entrada del Famous Bowery Dime Wild Card Museum.

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—¡Jack! Jack, eres tú, ¿verdad?

Una voz familiar: en aquel entonces, cualquier voz familiar en la atmósfera de circo del Village era toda una conmoción. Jack se giró y vio a un hombre guapo, casi media cabeza más alto que él, que le miraba.

—Hola, Jean-Jacques. —Jean-Jacques había llegado de Senegal hacía seis años. Trabajaba a media jornada como camarero del Simba en la Sexta con la Octava y el resto del tiempo como tutor de los estudiantes extranjeros que estaban aprendiendo inglés en la New School. Jack no había visto jamás a un hombre con facciones más impresionantes.

—Escúchame —le dijo al otro—, necesito ayuda.

Sacó la fotografía de Cordelia.

Jean-Jacques asintió pero parecía distraído.

—No sé nada, amigo mío, nada en absoluto.

Jack supo que algo iba mal.

—¿Qué ocurre?

—Nada de lo que preocuparse.

Jean-Jacques desvió la mirada hacia los peatones que caminaban de prisa ante ellos. El sol de las primeras horas de la tarde brillaba en su piel, de modo que su oscura tez negra parecía casi azul.

—No te creo.

Jack puso una mano en su hombro, consciente de la cálida vitalidad que irradiaba a través del colorido estampado.

—Cuéntame.

Jean-Jacques volvió a mirarle y su penetrante mirada se clavó en los ojos de Jack.

—Es el retrovirus —dijo—, es el asesino. Acabo de visitar a mi doctor. El diagnóstico ha sido, por desgracia, positivo. —Suspiró—. Bastante positivo.

—¿El retrovirus? —dijo Jack—. Te refieres al wild card…

—No —le interrumpió Jean-Jacques—. El asesino más certero. —La palabra pareció atragantársele—: SIDA.

—Madre de Dios —dijo Jack—. Lo siento. —Se acercó a Jean-Jacques, se contuvo por un segundo, después siguió adelante y le abrazó—. Lo siento mucho.

Jean-Jacques lo apartó con suavidad.

—Lo entiendo —dijo simplemente—. No eres el primero al que se lo digo. Ya me están tratando como a uno de esos malditos jokers. —Cerró los ojos con tristeza, luego los abrió y dijo—: No te preocupes, viejo amigo, no tengo nada contra ti. Sé quién fue. —Volvió a cerrar los ojos—. Y sé cuándo fue.

Su cabeza empezó a temblar ligeramente y Jack volvió a abrazarle. Esta vez, Jean-Jacques no se lo quitó de encima de inmediato.

—Parece que tienes una misión —dijo Jean-Jacques—. Dime qué estás buscando y, si puedo te ayudaré.

Jack titubeó y luego le habló de Cordelia. El senegalés inspeccionó la fotografía.

—Una joven muy hermosa. —Miró a Jack—. Tenéis los mismos ojos. —Después le devolvió la fotografía—. Ve, sigue con tu búsqueda. Ya te he dicho que si detecto algo que pueda servirte, te lo haré saber.

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—¿Ésta es la parada que era tan importante? —preguntó Roulette mirando la ruinosa pared de un almacén junto al río. Tachyon había despedido a Riggs unas cuantas manzanas atrás y su enérgico paseo, que empezaba a hacerle sudar, había acabado ahí.

Echó una mirada atrás por encima del hombro y sus delicadas manos abrieron el enorme y brillante candado. Su expresión era de entusiasmo y picardía apenas contenidas, como un chiquillo que está a punto de enseñar su colección de renacuajos. Y, de repente, se dio cuenta de que él era muy joven. Debido a la mutación y a su obsesión por las ciencias naturales, la esperanza de vida de los taquisianos era mucho mayor que la de los humanos. Tachyon, con ochenta y tantos años, era un anciano según los parámetros de la Tierra, pero tan sólo se estaba acercando a la edad adulta según la media taquisiana. Eso explicaba muchas cosas.

Las bisagras bien engrasadas giraron y la puerta se abrió; le hizo un gesto para que entrara. Su desabrido retroceso la llevó a topar con fuerza contra su pecho.

—No tengas miedo.

—Dios mío, ¿qué?

Examinó recelosa la monstruosidad resplandeciente que yacía en el centro de la estancia vacía y resonante. Se parecía bastante a una caracola de mar pero las puntas de sus espinas grises estaban rematadas por brillante ámbar y luces púrpuras. También parecía estar descansando en un remolino resplandeciente, pues el polvo revoloteaba en espiral hacia la criatura.

—La nave.

—¿Qué?

—Tu nave —rectificó en seguida.

—Sí, Baby.

—¿Baby?

—Ajá.

Los ojos violetas de Tachyon se posaron amorosamente en la nave y las defensas de Roulette (laboriosamente erigidas por el Astrónomo) respondieron a una comunicación telepática cercana.

—Está frustrada. Está intentando decirte hola, pero tienes barreras. —Ladeó la cabeza, mirándola seriamente—. Qué raro, la mayoría de los humanos… —Una rápida sacudida de cabeza—. Bueno, vamos dentro.

—Yo… preferiría que no.

—No te va a hacer daño.

—No es eso.

—Entonces ¿qué?

Se encogió de hombros y se dirigió a la nave, aunque le pareció una especie de traición. Mañana por la mañana, a primera hora, el Astrónomo se apoderaría de aquella nave viviente y se la llevaría lejos.

Baby abrió amablemente su cerradura y entraron en la sala de control. Las paredes del interior y el suelo de la embarcación relucían como nácar pulido, proyectando una luz opalescente sobre la gran cama con dosel que dominaba la estancia. Tachyon rió entre dientes:

—Tu cara es impagable. Ya ves, a diferencia de la mayoría de mi estirpe, juré que moriría en la cama. Esto me pareció un buen modo de asegurarse.

El resto de mobiliario tenía una frágil belleza y estaba claro, por el tamaño de los asientos, que los taquisianos eran más pequeños que los terrestres. A menos que los muebles hubieran sido hechos para el uso personal de Tachyon.

El alienígena la cogió con delicadeza por los hombros y le señaló la pared. Una corriente de trazos plateada fluía resplandeciente. Saludos, Rulet.

Tachyon sonrió y meneó la cabeza. Roulette.

—Su pronunciación aún no es muy buena. Empezó justo cuando traje a bordo a algunos amigos. Está adquiriendo algunas nociones del inglés escrito mediante una filtración de bajo nivel. Soy indulgente, así que dejo que se salga con la suya.

—Es increíble.

Se sentó en la cama mientras Tachyon desenterraba un par de copas de cristal de un arcón que parecía ser una extrusión de la propia nave.

Otro mensaje se dibujó en la pared mientras el alienígena estaba de espaldas.

Eres honrada. Había un punto de displicencia en el mensaje.

—Ya basta, Baby —le advirtió Tachyon. Disculpas.

—Aceptadas —dijo Roulette, sintiéndose como una idiota.

Tachyon sirvió un poco de brandy de su petaca en cada copa. Dos encendidas manchas de color ardían en sus mejillas.

—Eres la primera mujer que traigo aquí, o sea que tiene curiosidad, esperanza y algo de resentimiento.

—Te quiere.

—Sí, y yo a ella. —Acarició una de las sinuosas paredes.

—¿De qué tiene esperanza? —Bebió un sorbo de coñac.

—A pesar de estar un poco celosa, quiere ver cómo me caso y tengo descendencia. El pedigrí y la continuidad son muy importantes para las naves. A lo largo de los siglos han absorbido nuestra obsesión por el culto a los ancestros y me considera un fracaso. Siempre le digo que aún me queda mucho tiempo. Sobre todo ahora que vivo en la Tierra.

Se sentó junto a ella en la cama.

—He leído muchas cosas sobre ti pero nunca había oído mencionar esto. Claro, es lógico que tengas una nave, ¿cómo si no podrías haber llegado hasta aquí?

—He intentado mantenerlo en secreto. Cuando intenté recuperarla de manos del gobierno levanté una gran polvareda sobre Baby. Ahora soy más cauteloso y afortunadamente la memoria de la gente es efímera. Por desgracia, se siente sola, así que vengo tan a menudo como puedo. También echa de menos a los de su propio linaje. En esencia, son criaturas gregarias y este tipo de aislamiento no es bueno para ellas.

—¿Por qué no vives en ella, pues?

—Quiero tener vida social y también quiero mantenerla en secreto. Son dos objetivos en conflicto, así que transijo. Vivo cerca, la visito a menudo y a veces la saco por ahí. Según la hermana Madalena, de la casa de beneficencia de South Street, estoy haciendo un buen servicio; varios vagabundos se han apuntado a la beneficencia después de vernos.

Ella rió, se recostó y le besó, reclinado como estaba contra los cojines. Él cogió el primer botón de su blusa con dedos temblorosos y por el rabillo del ojo, ella pudo ver que su erección presionaba el material satinado de sus pantalones. Se apartó bruscamente y se volvió a abotonar la blusa a toda prisa.

—Lo siento pero pensé que tú…, nosotros…

—¡Aquí no! No podría actuar con público.

También se preguntaba cuál sería la reacción de la nave si mataba a Tachyon en su interior; dudaba que saliera viva de allí.

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El Famous Bowery Dime Wild Card Museum (entrada por sólo 2 dólares) estaba cerrado, probablemente porque su director se había dado cuenta de que la mayoría de la gente se aprovecharía de las diversiones gratuitas que el día ofrecía.

Jennifer pensó que eso estaba la mar de bien. Entró en un callejón lateral, asegurándose de que nadie la veía, y se deslizó a través del muro. Fue difícil. Le costó unos momentos de concentración y después tuvo que esforzarse por avanzar a través de los ladrillos, como si ella fuera sólida y los ladrillos de un líquido viscoso e inquebrantable. Su cuerpo se estaba cansando y sabía que no debería estar en estado etéreo en un buen rato, pero tenía que hacer esto y ya después quizá pensaría en descansar.

Al fin consiguió abrirse paso y se encontró en una salita oscura con una serie de frascos de cristal que brillaban débilmente, dispuestos a lo largo de toda una pared, como un mostrador de acuarios en una tienda de mascotas. Flotando en los tanques había pequeños y patéticos cadáveres, pequeños «Monstruosos Bebés Jokers» embalsamados, como proclamaba el cartel del museo. Había como una treintena. La mayoría apenas tenían rastro de humanidad y la chica se sintió agradecida, en cierto modo, de que hubieran experimentado la crueldad del mundo por tan poco tiempo.

Salió corriendo de la habitación y se encontró en una sección del museo dedicada a las grandes exhibiciones de dioramas de tamaño natural. Resultaba inquietantemente silencioso y oscuro con los efectos de luz y sonido apagados, y era bastante desconcertante ser el único ser viviente.

Se acercó a una escena que mostraba Jokertown en llamas, conmemorando la Gran Revuelta de Jokertown de 1976 tal y como había sucedido. Había una escena más antigua que exponía una supuesta orgía en Jokertown, lo que para el gusto moderno apenas resultaba chocante. Un rótulo delante de una zona tapada por cortinas decía exhibir la última incorporación a las entretenidas pero informativas escenas: «La Tierra vs. el Enjambre».

Jennifer pasó de largo los dioramas que llenaban el largo pasillo y entró en el Salón de la Fama o, en ciertos casos, de la Infamia, del museo.

Por el corredor se concentraban figuras de cera realistas de ases y jokers destacados que se erguían solas o en grupos. Jetboy era joven y guapo, con la bufada ondeando tras él a merced de un viento imperceptible, tal vez divino, y entrecerrando los ojos ligeramente como si estuviera mirando al tenue brillo del sol. Los Cuatro Ases —Black Eagle, Brain Trust, el Enviado y Golden Boy— estaban en grupo, tres de ellos juntos y uno aislado, al que sus compañeros ases le daban ligeramente la espalda y le giraban un tanto la cara. El Dr. Tachyon resplandecía con un atuendo que, según rezaba una tarjetita a sus pies, había donado él mismo al museo. Y había otros. Peregrine manteniendo su ardiente sensualidad incluso esculpida en cera —Jennifer tenía que reconocerlo—; Ciclón; la impresionante mole de Hiram Worchester flotando al parecer con total ligereza sobre su pedestal; Chrysalis con su carne transparente y sus órganos visibles enjaulados por su esqueleto.

La joven los observó con atención. Decidió que sería Tachyon; pasó por encima del cordón de terciopelo y se acercó a la estatua de cera. Era unos quince centímetros más alta que la figura y sus facciones de cera eran tan delicadas como las suyas. Movida por un irresistible impulso, pasó la mano por el rico tejido de su chaleco color melocotón. Tenía un tacto agradable y suave. Casi podía creer que la tarjeta decía la verdad y que la ropa había pertenecido al mismísimo Tachyon.

Se contuvo y miró alrededor con aire culpable. La galería estaba desierta, por supuesto. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, alargó el brazo y metió el bolso a través del pecho de la figura de cera. Retiró la mano y dejó el bolso cómodamente alojado en el pecho de Tachyon, por lo que los dos álbumes de sellos y el misterioso volumen quedarían escondidos a buen recaudo hasta que volviera.

Ahora tenía que ponerse en contacto con Kien. Podría costarle cierto esfuerzo, no podía buscarle en la guía telefónica sin más.

Abandonó el Salón de la Fama con una última mirada celosa a la figura de Peregrine, considerando su próximo movimiento. No se dio cuenta en ningún momento del ojo que la observaba desde unas cortinas al otro extremo de la galería.

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Lo peor de todo era tener que escuchar a los malditos políticos, pensó Fortunato. Había una docena de ellos en la tribuna, incluyendo al alcalde Koch y al senador Hartmann. Tachyon, el muy bastardo, ya se había ido, bien arropado por una impresionante mujer de color con el pelo trenzado. Hartmann estaba en el atril.

—Ha llegado el momento de la aceptación. El momento de la paz, como diría el poeta de la Biblia. No sólo la paz entre las naciones, sino la paz entre nosotros. El momento de mirar a nuestros corazones, humanos, jokers y ases por igual. El momento de no olvidar el pasado pero de ser capaces de mirar atrás y decir «aquí es donde he estado y no me avergüenzo». Pero mi deber está ahora en el futuro. Muchas gracias.

Un helicóptero de la policía sobrevolaba en círculos la zona. Cuando el as negro alzó los ojos vio el caparazón de la Tortuga flotar despacio sobre el parque para volver a desaparecer de la vista.

Fortunato sabía, a grandes rasgos, dónde estaba el chico. A tan poca distancia, podía obtener una vaga imagen de lo que el chico veía y podía triangular, a partir de Hartmann, que estaba sentado al borde del escenario.

Allí. A unos quince o dieciocho metros, vestido por una vez, lo que quería decir que había acudido en forma humana y que se había quedado así. El chico estaba repantingado contra una farola, a unos buenos cinco o seis metros de una versión más mayor de sí mismo, claramente su padre.

El muchacho echó un vistazo a su alrededor, a todos los trajes y zapatos de tacón, mientras ofrecían a Hartmann un aplauso digno y mínimo. Un lado de su boca se torció en un gesto de disgusto. Fortunato sabía cómo se sentía el chaval. Quizá en alguna ocasión hubo algún sentimiento sincero en esas ceremonias, pero ahora eran un ejemplo de gente aburrida liderando a más gente aburrida. Nadie venía a escuchar discursos interesados excepto la gente a la que le hacía falta dejarse ver, los que hacían alguna clase de declaración política al aparecer; y los pocos que realmente se preocupaban. Los jóvenes deslumbrados que aún tenían ciertas ilusiones sobre el poder personal, que aún creían en una línea clara y definida entre el bien y el mal y que querían luchar por ella.

Fortunato veía el wild card como una especie de lámpara de Aladino del inconsciente. El virus reescribía el ADN para ajustarse a lo que leía en las profundidades de la mente. Si tenías mala suerte, transcribía una pesadilla y, si sobrevivías a ella, eras un joker. Pero a veces topaba con una vena de materia pura, como el amor de Arnie por los dinosaurios, los cómics y los ases. Y aunque era como una especie de broma, le dejaba vivir sus sueños en la calle.

La broma consistía en una ley de la naturaleza: la conservación de la masa. Arnie podía convertirse en cualquier dinosaurio que visualizara pero su masa seguía siendo la misma. Si era un tiranosaurio, era un tiranosaurio de noventa centímetros. No estaba mal para un niño, pero ya tenía trece o catorce años, lleno de los jugos de la adolescencia y delirios de inmortalidad.

—¡Eh! —le gritó Fortunato—. ¡Eh, Chico!

Arnie se giró para mirarle.

El brazo del chico se desprendió.

Cayó como si a los músculos les hubiera crecido un cerebro propio, y después estaba flotando por los aires y rebotando por la acera. Fortunato y el chico se quedaron plantados por un instante, sin comprender. Y entonces la sangre empezó a manar del irregular muñón de carne y el aire olió como en una carnicería.

El muchacho empezó a transformarse. Incluso sin un brazo, sus instintos eran buenos. El brazo que le quedaba se encogió y le crecieron escamas. Los muslos empezaron a ensancharse y el vientre a contraerse.

Fortunato proyectó su poder y trató de parar el tiempo. A su alrededor la gente se ralentizó, pero la sangre siguió manando al mismo ritmo del muñón del adolescente.

«El Astrónomo», pensó Fortunato. Estaba poniendo barreras entre el chico y el poder que podía salvarle.

El as intentó correr hacia él. Era como correr en una pesadilla: el aire era denso como el cemento húmedo y le drenaba la energía. El joven estaba perdiendo demasiada sangre, que estaba formando un charco alrededor de sus zapatillas deportivas, empapando los bajos de sus vaqueros. No podía finalizar la transformación. Su mano izquierda se había convertido en una enorme garra con forma de guadaña, y con ella atacaba frente a él, en vano. Su rostro aún era humano excepto por una prominente mandíbula inferior. Sus ojos pasaron frenéticamente de la rabia al miedo y luego a la impotencia.

Un pedazo de carne salió despedida de la garganta del chico. La sangre del hombro aminoró la intensidad cuando empezó a brotar del cuello.

El muchacho se desplomó. Unas piernas extrañamente articuladas y el inicio de una larga y tiesa cola impidieron que cayera del todo. Su pecho se abrió y su corazón cayó en el hormigón, temblando bajo la luz del sol, fibrilando espasmódicamente no más de un segundo antes de yacer inmóvil.

Y allí había un hombrecillo, quizá unos pocos centímetros por encima del metro y medio, de pie junto al cadáver deformado del chico. Llevaba una túnica negra que le llegaba hasta los tobillos y que estaba empapada y salpicada de sangre. Tenía una cabeza demasiado grande para su cuerpo y llevaba unas gafas gruesas. Fortunato le había visto en dos ocasiones anteriores. Una fue dentro de un templo de la francmasonería egipcia, en Jokertown, siete años atrás. Había estado observándolo todo a través de los ojos de una mujer a la que amaba, una mujer llamada Eileen que ahora estaba muerta.

La segunda vez fue cuando Fortunato había dirigido el ataque en los Cloisters. Lo que había llevado a que Aullador muriera, y a esta muerte, justo delante de él.

—Te esperaba —dijo el Astrónomo—. Empezaba a pensar que no vendrías y que tendría que comenzar sin ti.

Su voz tenía un horrible ritmo cantarín.

Fortunato no podía acercarse a menos de seis metros de él.

—¿Por qué el chico? Por el amor de Dios, ¿por qué el chico?

—Quería que lo supieras. Ya no voy a hacer más el gilipollas. —Se olió los dedos ensangrentados—. Vais a morir todos, entre ahora y las cuatro de la mañana. Aseguraos de tener los relojes en hora.

Alzó los ojos hacia la tribuna, ojeando, como si estuviera buscando a alguien que no estaba allí. Asintió para sus adentros y sonrió.

—¿Las cuatro de la mañana? —gritó Fortunato. Se inclinó hacia el campo de fuerza que le cerraba el paso—. ¿Por qué las cuatro de la mañana? ¿Qué ocurrirá a esa hora?

Y entonces el campo desapareció y se tambaleó hacia adelante, perdiendo el equilibrio. El Astrónomo se había ido. A su alrededor, el tiempo recuperó la velocidad. Fue incapaz de apartar la mirada cuando el padre del niño vio los mutilados restos de su hijo y empezó a gritar.

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Spector vació la jarra de cerveza y ahogó un eructo. El Pozo sin Fondo, situado entre la 27 y la 28, a media manzana al oeste de Chelsea Park, estaba lo bastante lejos de la ruta turística como para evitar una aglomeración de visitantes. El local tenía una fama de violento que mantenía alejados a la mayoría de los lugareños. Sólo había otras dos personas en la barra, aunque todas las mesas estaban ocupadas. La única luz en la zona de la barra provenía de los anuncios de cerveza de neón y de la televisión. Oía tacos de billar entrechocando en el cuarto de atrás.

—¿Quieres otra? —le preguntó el camarero. Era alto, con el pelo rubio rizado y el físico de un culturista.

—Claro.

Estaba un poco mareado. Los dedos de las manos y de los pies se le estaban entumeciendo. Ya era hora. Había estado bebiendo sin parar todo el día. El Astrónomo estaba de vuelta, así que podía quedarse ahí tirado, emborracharse y ver el partido cuando fuera la hora. Con eso más o menos mataría el tiempo hasta tener que ir al Haiphong Lily.

El camarero sacó una cerveza y la dejó sobre la madera rayada y picada. Alguien había labrado «Joyce + el que lo lea» en la superficie. Spector cogió la cerveza, disfrutando del tacto del frío cristal contra su piel. Como siempre, el dolor le devoraba por dentro. Si todo iba bien esa noche, tal vez podría rematar la velada matando algunos turistas. Nunca iría a la cárcel por ello. Ésa era la belleza de su poder. Los policías le habían capturado una vez pero el caso había quedado desestimado en la vista preliminar. Nunca había pruebas físicas que demostraran que había matado a sus víctimas.

—Y ahora, para un informe especial para el Canal Nueve, el reportero Cari Thomas en directo, en la Tumba de Jetboy.

Alzó los ojos hacia el televisor.

El joven reportero negro hizo una pausa, se llevó el dedo a la oreja y asintió. La gente que estaba en la multitud, a su espalda, se acercó y agitó los brazos, tratando de entrar en el plano.

—Aquí Cari Thomas informando. Otro suceso en lo que ya es el Día Wild Card más violento de los últimos diez años. Por lo que parece, un asesino psicópata de ases vaga por las calles. Su última víctima es un joven que tenía el poder de convertirse en un pequeño dinosaurio. No hay declaraciones oficiales de la policía que indiquen si la muerte del chico está relacionada con el asesinato de unas horas antes de Aullador. De todos modos, basándonos en los testigos presenciales, éste es el segundo ataque de este tipo cometido hoy por la misma persona. Esta mañana, en Jokertown, un hombre que se ajustaba a la descripción del sospechoso asaltó a la que esperamos haya sido sólo su primera víctima, retorciéndole la cabeza por completo. Por suerte, Fortunato intervino y curó a la víctima con sus poderes de as. Tristemente, no ha podido hacer nada para salvar al chico. Cari Thomas, noticias del Canal Nueve, en la Tumba de Jetboy.

—Mierda. —Cogió la cerveza y dio un porrazo. La espuma se extendió lentamente sobre la barra—. Tenían que ir a la puñetera televisión con esto. No podían haber mantenido la puta boca cerrada.

—… la terrible tragedia. En principio sin relación alguna, Frederico Macellaio ha muerto en un accidente de tráfico a primera hora de la tarde. Macellaio, también conocido como «el Carnicero» y con fama de ser una de las principales figuras de los bajos fondos de la ciudad, murió en la escena.

—Desde luego, hoy no es mi puñetero día —murmuró Spector.

Sacó la cartera y le hizo señas al camarero pero el hombre estaba mirando a la puerta. Spector se giró. Había tres matones plantados justo en el umbral de la puerta. Todos tenían el pelo negro cortado como Moe de Los tres chiflados. Las palabras «BEDTIME BOYS» blasonaban en rojo las espaldas de sus chaquetas de cuero. Todos cargaban con un patín de fibra de vidrio. El líder, con el pelo más corto que los otros dos, llevaba gafas de sol de espejo.

—Registradlos, a todos —dijo el cabecilla, soplándose las yemas de los dedos.

El taburete de Spector crujió ruidosamente cuando se giró para encararse a ellos. Le preocupaba el chico con gafas de sol: su poder no era efectivo a menos que los ojos de las víctimas fueran visibles. Con los otros dos, podría apañárselas.

—Muy considerado por tu parte que hayas guardado eso para nosotros —dijo uno de los secuaces con los ojos puestos en la cartera de Spector—. Dánoslo.

Él se metió la cartera en el bolsillo de los pantalones.

—Vete al cuerno, pedazo de basura, mientras estés a tiempo.

—Haz que se trague los dientes, Billy —ordenó el líder—. Nos ahorrará tiempo con todos los demás.

Billy hizo unos molinetes con la tabla alrededor de su cuerpo un par de veces y después la hizo girar para adoptar una posición de ataque. A Spector le recordó a los luchadores chinos que había visto en las películas de kung-fu. Era evidente que esos tíos sabían lo que se hacían. Tendría que quitárselos de encima bien rápido. Miró a los ojos de Billy. La muerte de Spector fluyó hacia él y cayó de morros en el mostrador de la barra.

—Mierda, cógele, Romeo.

El pequeño matón aún estaba dirigiendo el tráfico.

Romeo miró el cuerpo de Billy, luego a Spector. Error. Cinco segundos después estaba muerto en el suelo.

Spector percibió un movimiento y alzó el brazo, buscando la Ingram con la otra mano. El patín se estampó contra su antebrazo, sacudiéndolo con suficiente fuerza para hacerlo bajar y que el arma saliera volando, rebotara contra una mesa y cayera en el suelo. La pistola estaba a varios metros de distancia. El matón dejó su patín y la recogió. Le apuntó al pecho y sonrió. Una bola de billar le dio en la cabeza cuando apretaba el gatillo.

Spector rodó por el suelo mientras las balas atravesaban la mesa y el suelo. Notó cómo algunas astillas le atravesaban la ropa y se le clavaban en la carne. Se arrastró hasta el Bedtime Boy que quedaba. El chico se incorporó y sacudió la cabeza. Ya no llevaba las gafas de sol.

—Adiós —dijo Spector.

El gamberro le miró a los ojos y ahogó un grito, luego se desplomó. Spector agarró la Ingram, se la enfundó y se puso en pie. El camarero estaba mirándole, asustado pero molesto. Nadie hablaba.

—Hay gente que no tiene ningún tipo de modales. Estos chicos ahora duermen para siempre. Les está bien empleado —dijo frotándose el brazo.

El camarero gesticuló tentativamente, hacia la puerta.

—No te preocupes, ya me voy.

—Eh, tío duro. Devuélvenos la bola de billar. —Un hombre bajo y fornido con una camiseta blanca señaló a los pies de Spector. Recogió la bola y se la tiró.

—Buen tiro.

El camarero tosió.

Spector salió a la soleada calle, toqueteando el interior de la camisa para quitarse las astillas. La pelea con los gamberros skaters le había hecho olvidar al Astrónomo por un momento. Aspiró con los dientes apretados. Con el Carnicero muerto, el trabajo posiblemente quedaba anulado. No obstante, no estaría de más confirmarlo. Sacó un cuarto de dólar del bolsillo de los pantalones.

Encontró una cabina algo más abajo del Pozo sin Fondo. Nadie contestó en el Dime Museum, de modo que llamó al Dragón Retorcido y preguntó por Danny Mao.

Tras esperar unos pocos segundos, un joven oriental se puso al teléfono.

—Danny Mao. ¿Quién es? —La voz era suave y tranquila, con apenas un leve acento.

—Me llamo Spector. Nací en el año del caballo de fuego. Necesito ponerme en contacto con uno de los suyos.

Un tipo con acento de Boston, áspero y receloso.

Hubo una breve pausa.

—Señor Spector, no le conozco. ¿Quién le dio mi número?

—Un joker llamado Eye. Mire, contactaron conmigo esta mañana por un trabajo. Las cosas han cambiado, tengo que averiguar qué quiere que haga. ¿Puede ayudarme o no?

—Es posible, pero es un hombre muy ocupado, en especial hoy. Tal vez puedo conseguir que se ponga en contacto con usted más tarde.

—Bien, llevaré los cuadernos a otro.

Supuso que la mentira llamaría la atención de Mao.

—Ah, ya veo. ¿Dónde está?

Mao había picado del todo. Los cuadernos debían de ser incluso más importantes de lo que había supuesto en un principio.

—Limítese a darme el número o me aseguraré de que se corra la voz de que retrasó la entrega de estas cositas.

—Llame al 555—4303, es una línea privada. Será mejor que no nos haga perder el tiempo…

Colgó dejando a Mao a media frase. Una atractiva pareja estaba detrás de él, evidentemente esperando para utilizar el teléfono. Se quedó mirando a la mujer, se agarró la entrepierna y se relamió los labios. Se alejaron a toda prisa. Metió otro cuarto en la ranura y marcó el número.

Respondieron al primer tono.

—Latham.

Era la persona que le había llamado esa misma mañana, no había duda. El único Latham que conocía era un abogado de peces gordos.

—Soy Spector. ¿Ha oído las noticias sobre el Carnicero?

—Por supuesto. Su muerte altera varias cosas. —Latham no pareció sorprendido al saber de él. Se oyó el sonido de unos dedos tecleando.

—Así que queda todo cancelado, ¿no?

—Déjeme ver. Creo que sería mejor que cenara en el Haiphong Lily de todos modos. La familia Gambione es extremadamente vulnerable ahora mismo. No creo que pudieran soportar la pérdida de más líderes, destruiría a la familia por completo.

—O sea, que quiere que mate a tantos miembros veteranos como sea posible, ¿verdad? —Miró alrededor para asegurarse de que nadie le oía.

—Sí. Podríamos establecer una prima en función de cuántos sea capaz de neutralizar.

—Bien. Eye dijo que me la daría si solventaba todo esto sin problemas, ¿es así?

—Estoy seguro de que así es. Por cierto, ¿quién le he dado mi número privado?

—Un matón muy educado llamado Mao. —Esperaba que al chaval le metieran brotes de bambú bajo las uñas.

—Entiendo. Gracias, señor Spector, estaremos en contacto. Buena caza.

Colgó el teléfono. El cuarto de dólar cayó en la caja del cambio. Miró calle arriba y calle abajo; si el Astrónomo le cogía no habría ninguna prima. No habría ni siquiera un mañana.

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De nuevo en la calle, Jennifer hizo balance de su situación: apenas llevaba ropa, no tenía zapatos y había gastado sus últimos peniques en el taxi que le había traído de vuelta a Manhattan. ¿Qué debía hacer ahora?

No obstante, antes de que pudiera tomar una decisión, las circunstancias decidieron por ella.

Salieron de la nada. Dos hombres emergieron entre los peatones que pululaban alrededor, la cogieron cada uno de un brazo y la empujaron por la calle.

—Como abras la boca, morirás —le susurró uno, y se tragó el instintivo grito que brotaba de su garganta. Cruzaron la calle y entraron en un pequeño parque, al otro lado del Dime Museum. Allí había otros tres jokers esperando. Uno de ellos era el reptiliano que había visto por primera vez en el dúplex de Kien.

—Losss librossss —siseó, acercándose a Jennifer—, ¿dónde essstán?

Se apartó dando un respingo de la lengua bífida que salía de su boca.

—No los llevo encima.

—Ya lo veo —observó sin pestañear su figura, ataviada con un simple biquini—. ¿Dónde essssssssstán?

—Si te lo dijera, no me necesitarías.

El joker reptiliano sonrió y la saliva le goteó de los largos incisivos superiores que le sobresalían de la mandíbula. Se acercó y su lengua se agitó acariciando el rostro de Jennifer. Ella se estremeció y retrocedió ante su tacto cálido y húmedo. El otro se inclinó y la lengua bajó por su garganta, entre sus pechos, y luego subió otra vez y recorrió sus brazos desnudos. Raspó sensualmente su antebrazo y Jennifer tembló, en parte asustada, en parte complacida. El hombre que la agarraba del brazo derecho le sujetó con fuerza por la muñeca y el joker le lamió la palma antes de que pudiera cerrar la mano. La lengua se entretuvo en su mano, después el joker se incorporó y le metió la lengua en la boca.

—De todosss modossss ya no te necessssitamosss —siseó—. Tienesss el misssmo sssabor que el alienígena, Tachyon. —Entrecerró los ojos—. ¿Por qué le hasss dado el libro?

«La tarjeta no mentía», pensó Jennifer. El traje había pertenecido a Tachyon y aquel joker, de algún modo, había captado su aroma. No podía negar su acusación pero tampoco quería decirles que había metido los libros en la estatua. Se le tenía que ocurrir una buena historia, pero no se le daba muy bien mentir.

—Ehm…

—Habla.

Los dedos del joker tenían uñas duras y afiladas. Recorrieron la piel desnuda del pecho de la chica, no tan fuerte como para hacerle sangre, pero sí para dejar marcas rojas a su paso.

—Ehm…

Los árboles que había detrás estallaron. Estallaron por completo, cubriéndoles de una lluvia de hojas y trozos de ramas. Las ondas expansivas de la explosión tiraron al suelo a la joven y a los hombres que la retenían. Uno de ellos le soltó el brazo y ella le dio tres rodillazos al otro. No estaba segura de si le había dado en el vientre o en la entrepierna pero, fuera lo que fuera, estaba lo bastante blando como para hacerle gritar y que la soltara. Rodó, apartándose, y miró frenética a su alrededor, igual que los matones.

—¡Allí!

Uno de ellos señaló al otro lado de la calle. Un hombre les devolvió la mirada. Sus facciones estaban ocultas por una capucha. Era de estatura media y tenía un físico bastante atractivo. No había nada en él que destacara, salvo el arco que empuñaba. Era una pieza de alta tecnología con extrañas curvas y múltiples cuerdas y una especie de pequeñas poleas unidas a él. Estaba enrocando tranquilamente otra flecha mientras la gente del mismo lado de la calle que él también se había dado cuenta de su presencia y había empezado a correr como una bandada de gallinas asustadas.

El reptiloide pareció reconocerle. Siseó con odio mientras el hombre levantaba el arco, pero un bus que pasaba por la calle le tapó de repente el objetivo.

Los matones se estaban dispersando y Jennifer consideró que era un momento propicio para esfumarse ella también. Se adentró corriendo en el parque, dando gracias a su buena estrella por la intervención del desconocido.

¿Cómo encajaba él en todo esto? ¿Qué es lo que querría? Se preguntó si sería el trastornado Vigilante del Arco y las Flechas del que los periódicos habían estado hablando sin parar en los últimos meses. Tenía que ser él. Nueva York era un sitio raro pero dudaba mucho que hubiera dos personas yendo por ahí disparando con arco y flechas.

Se dio cuenta de algo más mientras atravesaba un bosquecillo, haciendo una mueca cuando pisó una piedra afilada; le había visto antes. Aunque ahora llevaba una capucha, le reconoció por su atuendo y por su constitución: era el hombre que se había acercado a ella en las gradas del Ebbets Field.

¿Por qué la seguía? ¿Qué quería?

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