12.00 horas, mediodía
Los Dodgers estaban practicando el bateo cuando Jennifer encontró su asiento en las gradas. El sol de finales de verano le bañaba los brazos desnudos y la cara. Cerró los ojos y escuchó los amigables sonidos del estadio: los gritos de los vendedores, la conversación de los aficionados, el inconfundible crujido del bate golpeando la pelota.
De pronto se dio cuenta de que habían pasado dos años desde la última vez que había ido a un partido de béisbol, dos años desde que su padre había muerto. Él adoraba a los Dodgers y la había llevado a muchos partidos. Ella no era muy aficionada pero siempre había estado encantada de acompañarle. Era una buena excusa para salir a tomar el sol o el fresco de la tarde.
De hecho, recordaba que el primer Día Wild Card su padre la había llevado al estadio. Era 1969, los Dodgers contra los Cardinals. La orgullosa franquicia de los Dodgers había pasado una mala racha a mediados de los sesenta, acabando en la última posición de la liga durante cinco años seguidos, o casi, pero en 1969 el incomparable Pete Reiser, que había jugado como jardinero central con los Dodgers aquel día de 1946, en que el virus wild card había caído del cielo, había acabado por retirarse para pasar a entrenar su viejo equipo. Cuando Reiser jugaba con los Dodgers, eran un elenco de nombres gloriosos. En 1969 eran un hatajo de parias, de don nadies y de novatos sin experiencia. Reiser, el incomparable jardinero central de los años cuarenta y cincuenta, el hombre que había conseguido más golpes, anotado más carreras y logrado el promedio de bateo más alto de la historia, cogió un equipo de pelagatos que había acabado el último en 1968 y los condujo al primer puesto con una milagrosa combinación de visión e inspiración.
Aquel día de 1969 lanzó Tom Seaver, la única auténtica estrella de los de Brooklyn, y venció a Bob Gibson, 2-0. Las carreras de aquel día se habían conseguido, según recordaba, con un solo de home run del veterano tercera base Ed «The Glider» Charles. Aquel partido granjeó a los Dodgers el acceso a la División de Honor, después batieron a Milwaukee en las eliminatorias de la primera división de la Liga Nacional y más tarde aplastaron a los tan cacareados Baltimore Orioles en la World Series.
El recuerdo del júbilo de aquel día, en que toda una ciudad había rugido con un grito colectivo de alegría, le dibujó una sonrisa en la cara. Había sido un momento excepcional y, echando la vista atrás, deseaba haber sido lo bastante mayor para apreciar aquella felicidad absoluta, pura y libre de cualquier otra emoción o pensamiento. Rara vez había experimentado aquella sensación desde entonces, y nunca compartida con decenas de miles de personas.
El sonoro crujido de un bate golpeando una bola la devolvió al presente y se le borró la sonrisa. Esas evocaciones no le estaban haciendo ningún bien. Se dio cuenta de que huir del peligroso presente para refugiarse en recuerdos agradables del pasado no era modo de resolver nada. Unos hombres la perseguían y tenía que averiguar por qué. Bueno, en realidad sabía por qué, era obvio que querían recuperar los libros. Pero ¿cómo le habían seguido el rastro con tal rapidez? ¿Y por qué habían matado a Gruber? No, no había sido así, pues ellos creían que ella lo había matado. No era el caso. Si ellos no lo habían hecho y ella sabía que no lo había hecho, ¿quién había sido?
Algo extraño estaba sucediendo y Jennifer estaba atrapada en medio de todo aquello. Reprimió un escalofrío. De repente, la luz del sol no era tan cálida y la gente que la rodeaba no parecía tan inocente. Los hombres de Kien la habían seguido hasta el Happy Hocker. Podían seguirla perfectamente hasta ahí. Cualquiera de los aficionados de los Dodgers que se sentaban cerca podía ser un asesino. Echó una ojeada alrededor y se quedó helada al ver que su peor temor parecía confirmarse. Por el rabillo del ojo vio al hombre de pelo oscuro que la había estado observando en la cola de las taquillas. Estaba sentado dos filas por detrás, a su derecha. Hacía ver que miraba su tarjeta de puntuación pero la estaba estudiando subrepticiamente.
Podía ser el asesino. Como mínimo debía de ser un agente de Kien. La joven miró hacia adelante con determinación. ¿Qué podía hacer? Ir a la policía, claro, pero entonces tendría que admitir que era Espectro, la audaz ladrona que había ocupado la portada de todos los periódicos, incluso del serio New York Times. Podrían protegerla de los hombres de Kien, pero acabaría pasándolo mal por la serie de robos que había cometido.
Apretó los dientes al ver de reojo que el hombre se dirigía hacia ella.
«¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?» El frenético estribillo corrió por su mente, al ritmo del latido desbocado de su corazón. «Nada», se dijo a sí misma. «Quédate tranquila. No hagas nada. Niégalo todo. No puede hacerme nada ante toda esta gente».
Darryl Strawberry, el joven jardinero derecho fichado dos años atrás en una operación con los modestos Cubs, estaba montando un espectáculo en la jaula de bateo. Todos los ojos estaban fijos en él mientras golpeaba las bolas por encima de las gradas del jardín derecho, izquierdo y central. Nadie la miraba ni a ella ni al hombre.
El miedo le hizo un nudo en las entrañas cuando posó levemente una enorme mano en su hombro y dijo, con una voz inesperadamente suave, «Espectro». Se dejó llevar rotunda y absolutamente por el pánico al oírle usar su pseudónimo y se hizo etérea, lo que dejó al extraño con expresión de perplejidad en la cara mientras contemplaba sus pantalones y sus zapatos, que yacían en una desordenada pila ante su asiento, y sujetaba su camiseta con la mano derecha.
Le oyó gritar «¡espera!», pero ya había desaparecido, hundiéndose a través de la estructura de las gradas como un fantasma.
Un entrometido agente de tráfico hizo señales a la limusina para que ocupara una posición determinada tras las gradas decoradas con banderines. Riggs abrió la puerta y su expresión dio un nuevo significado al concepto de un gato relamiéndose ante un canario. Tachyon, con el color ya alterado por los cuidados recibidos y el calor del día, se puso de un color rojo aún más encendido y dijo en un tono apremiante y a media voz:
—Nos iremos tan pronto como acabe mi discurso.
—Muy bien, doctor. ¿Después iremos al Ebbets Field como estaba planeado?
—¡No!
Tachyon añadió algo muy desagradable en su propio idioma y, cogiendo a Roulette del brazo, la escoltó por las escaleras traseras hasta las gradas. Un grupo considerable de dignatarios ya estaba reunido en un semicírculo alrededor del podio. Vio que Hartmann parecía malhumorado mientras que el alcalde de Nueva York se apoyaba en el respaldo de su silla y rebullía en busca de apoyo para su próxima contienda para el cargo de gobernador. El as del mono blanco, ahora con la capucha retirada, pululaba diligente por allí cerca. Estaba observando con ojos vidriosos a la multitud, a una adolescente en edad de merecer cuyos senos tensaban su camiseta de tirantes y Roulette se percató de que su rostro no iba al compás. Los ojos no estaban a la misma altura y la nariz parecía florecer como un tubérculo retorcido por encima de una boca y una barbilla demasiado pequeñas. Parecía un modelo de arcilla del que un artista se hubiera hartado antes de acabar el busto.
Sentado en la segunda fila de sillas, había un hombre oriental de aspecto distinguido. De vez en cuando garabateaba notas rápidas en una libreta con tapas de cuero y Roulette se percató de que la estilográfica de oro dejaba un rastro de tinta dorada. Hizo una mueca ante tanta afectación, pensando en cuántas veces el dinero no se traducía en clase o en gusto. Los ojos oscuros del oriental se despegaron del cuaderno y miraron con aterradora intensidad a un hombre de cabello plateado cuyo traje decía a gritos «abogado». Aquel hombre parecía estar buscando un hueco para interrumpir el inacabable flujo de Koch y hablar con Hartmann.
En la punta de la primera fila estaba sentada una gran figura del rock and roll cuyos conciertos de «Joker Aid» habían recaudado varios millones de dólares, ninguno de los cuales había llegado aún a Jokertown. Roulette sonrió con cinismo. Por sus días en la ONU sabía exactamente por cuántos medios podía canalizarse y menguar el dinero. Tachyon y su clínica tendrían suerte si llegaban a ver 10 000 dólares…
Sus pensamientos se cortaron en seco. La voz del taquisiano penetró su oscura reflexión.
—Roulette, aquí.
Miró confuso a su alrededor, se concentró en la silla plegable metálica y se sentó.
—¡Dios mío, la señora Brown-Roxbury! ¿Qué estás haciendo aquí? —Se quedó mirando los ojos castaños claros del senador Hartmann. Carraspeó avergonzado—. Oh, maldita sea, eso ha sonado bastante desconsiderado, ¿no? Es sólo que estoy encantado y sorprendido de verte. El señor Love me dijo que habías dejado la ONU y me apenó saberlo.
—¿La ONU? ¿Por qué habláis de la ONU? ¿Trabajabas allí? —interrumpió Tachyon—. Senador, me alegro de verle.
Los hombres se dieron la mano ante ella.
Roulette abrió la boca y volvió a cerrarla cuando Hartmann retomó la conversación por ella.
—Sí, la señora Brown-Roxbury trabajaba como economista en el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas.
—Apenas conseguimos desarrollar un carajo —contestó mecánicamente.
Hartmann rió.
—Esa es mi Roulette. Siempre les diste duro.
—¿«Señora»?
—No te asustes, estoy divorciada.
Hartmann siguió parloteando sobre el «maravilloso trabajo hecho por el FMI y el Banco Mundial» mientras por encima de su cabeza el toldo a rayas levantado para aliviarles un poco del sol crepitaba y crujía bajo el viento. Creaba un extraño contrapunto a sus frases.
—Sí —crujido— el proyecto —chasquido— de electrificación en Zaire —crujido— es un clásico ejemplo de trabajo bien hecho.
Una discreta tosecilla interrumpió la cháchara.
—Senador.
—¿Sí, qué pasa?
—St. John Latham, de Latham, Strauss. —Latham se acercó, con unos pálidos ojos carentes de expresión—. Mi cliente.
Una mano señaló al caballero oriental y Hartmann se giró para mirar.
—General Kien, ¿cómo diablos estás? Habrás llegado a escondidas, no te he visto. Deberías haber dicho algo. —Kien se guardó el cuaderno en el bolsillo de su chaqueta, se incorporó y estrechó la mano tendida del senador.
—No quería molestarte…
—Tonterías, siempre tengo tiempo para uno de mis más fieles partidarios. Los ojos pálidos e inexpresivos de Latham se posaron en Kien y luego en el senador.
—Siendo ése el caso, senador…, el general ha sufrido una importante pérdida esta mañana. Varios álbumes de sellos muy valiosos le han sido sustraídos de su caja fuerte y la policía no está teniendo mucho éxito tratando de recuperarlos.
El abogado miró a Tachyon pero el alienígena no mostró ninguna intención de moverse. Encogiéndose de hombros, prosiguió.
—De hecho, no parece que les importe un pimiento. Les he presionado y me han dicho que, a la vista de todos los problemas que tienen que atender el Día Wild Card, no tienen tiempo para preocuparse de un simple robo.
—Es indignante. Me temo que no tengo mucha influencia con las autoridades de Nueva York y tampoco podría pisarle el terreno al alcalde Koch. —Una fugaz sonrisa al alcalde, que aún merodeaba esperanzado en los márgenes de la conversación. Los ojos de Hartmann se deslizaron pensativamente sobre el as—. Con todo…, permitidme que os ofrezca al señor Ray, mi fiel sabueso del Departamento de Justicia.
Kien se puso tenso e intercambió una mirada con su inexpresivo abogado. Roulette se preguntó si el rostro del letrado mostraría alguna vez algo que no fuera una expresión fríamente calculada.
—Eso sería estupendo…
—Señor —interrumpió Ray—, mi trabajo es protegerle y no quisiera ofender pero usted es mucho más importante que unos sellos.
—Gracias por tu preocupación, Billy, pero tu trabajo es hacer lo que yo te diga, demonios, y te estoy diciendo que ayudes al señor Latham.
Ahora el senador no parecía tan encantador. El as se encogió de hombros y capituló.
—Gracias, senador —murmuró Kien, y él y Latham desaparecieron entre las sillas, llevándose a Billy Ray con ellos.
—Bien, ¿dónde estábamos? —La sonrisa estaba firmemente de vuelta en su sitio—. Ah, ya me acuerdo, hablábamos de tus tremendas contribuciones.
Roulette apretó su hombro contra el de Tachyon, apremiante, con una muestra de aquella sensibilidad desconcertante que él entendía.
—Ah, senador, estoy viendo a alguien con quien debo hablar. Adieu, por el momento. Señorita, ¿me hace el honor?
Se levantó, ofreció el brazo a Roulette y se desplazaron de prisa al otro lado de la tarima.
Una marea humana bañaba el borde de la tarima y se extendía en una enorme ola que llenaba la plaza ante la Tumba de Jetboy. Tras ellos se alzaba la tumba en sí, con unas enormes alas curvas que se elevaban al cielo. A través de los estrechos ventanales se veía la réplica a tamaño natural del JB-I suspendida del techo. Y delante, un Jetboy de siete metros miraba ausente por encima de las cabezas de la multitud.
—Curioso drama del que hemos sido testigos —observó Tachyon—. Sí.
Se echó hacia atrás, mirándola.
—Así que no te gusta el senador; ¿por qué?
—Porque sospecho que tiene interés en las compañías que respaldan ese despilfarro de miles de millones de dólares al que se refería con tanta fruición.
—Parecía como si le gustara ayudar a la gente en el Zaire.
—Apenas. Se ha diseñado de modo que no pueda desviarse ni una pizca de energía para proporcionar servicios a la gente que vive a lo largo de su recorrido de 1700 kilómetros. Básicamente es un proyecto billonario para dar dinero a ese matón de Mobutu y para llenar los bolsillos de varias grandes corporaciones internacionales y conseguir enormes cantidades de dinero en forma de intereses de unos cuantos grandes bancos occidentales. No importa una mierda que la gente de Zaire siga viviendo en un nivel de subsistencia precaria a pesar de poseer uno de los mayores yacimientos de riqueza mineral del continente.
—Roulette, eres maravillosa.
Se giró para encararse a él.
—¡Si vas a decirme lo hermosa que soy cuando estoy acalorada te tiraré de esta tarima de un guantazo!
Él alzó las manos.
—No, no, claro que admiro la pasión, y eres muy hermosa, pero tú te preocupas, estás tan interesada… Me recuerdas a otra mujer.
La frase, ya bastante enredada, quedó en suspenso y pareció estar observando otra imagen que nada tenía que ver con las multitudes congregadas por la festividad que se extendían ante ellos.
Roulette, mirando distraída, se quedó de repente sin aliento al ver a un pterodáctilo que aleteaba por encima de la gente. Alzó la vista y, sí, con toda seguridad, un pterodáctilo volaba hacia ellos.
Tachyon, alertado por su respiración contenida, suspiró y agitó las manos tratando de espantarle. La criatura prehistórica llegó, el alienígena cogió a la mujer por la cintura y tiró de ella, resguardándola bajo el toldo justo en el momento en que varias pequeñas cagarrutas de pterodáctilo golpeteaban sobre la tarima.
—¡Chico! —gritó Tachyon—. La próxima vez que te pille te voy a dar una tunda.
Koch les estaba haciendo señas, así que volvieron a sus sillas. Diez minutos después un chico de rostro hermoso con varios granos torpemente disimulados en la barbilla y vestido con vaqueros y una camiseta serpenteó entre la primera fila de la multitud y saludó con imprudencia al taquisiano.
—Eh, Tachy, estoy aquí.
—Bueno, al menos estás vestido.
—He pensado con anticipación. Dejé mis ropas en el avión. —Y una mano salió disparada señalando la tumba—. Pensaba que ibas a darme una tunda.
—Aún estoy a tiempo.
—Apuesto a que no puedes.
El alcalde estaba dando golpecitos en el micro con el índice, enviando atronadores zumbidos que estallaban por toda la plaza. Roulette, mirando entre el chico y el alienígena, vio los ojos del humano ensancharse alarmados. Tachyon, con una mirada de culpabilidad hacia Koch, corrió hacia el borde de la tarima. El Chico se giró, se inclinó y presentó amablemente su trasero al doctor, quien le dio un rápido pero suave puntapié en las posaderas.
—Chico, no te metas en problemas.
—No es justo. Repugnantes poderes alienígenas usados para abusar de un chiquillo —dijo con el tono de los titulares del National Informer.
—Delincuente juvenil utiliza poderes de as para irritar a la ciudad.
—¿Irritar? ¿No podría al menos aterrorizar?
—Quizá cuando seas mayor. —El alcalde estaba observando a la pareja—. Ahora, largo. Tengo que ponerme solemne.
—Buena suerte.
Y agitando la mano volvió a desaparecer entre la turba.
—¿Quién es?
—Chico Dinosaurio. Es muy brillante, pero por desgracia está en esa incómoda edad entre ser un hombre y un niño, lo que significa que es una especie de monstruo. Lleva a los ases locos porque siempre lo tienen entre pies. Debe de ser muy difícil para sus padres tener que criar a un as, pero los niños son una delicia.
—Oye, estás en el aire —dijo Roulette interrumpiendo el parloteo.
—Oh, por el Ideal, gracias. —Se acercó y con un guiño le dijo—: Después podremos irnos.
Pensó que presentaba una imagen bastante cómica. Un diminuto hombrecillo, con la cabeza apenas sobresaliendo del atril, traje de satén rojo y larga cabellera pelirroja como un Lord Fauntleroy punk. Reparó en que no tenía apuntes y se preguntó si un discurso espontáneo era sensato. Entonces, alzó la cabeza y empezó y la comedia fue reemplazada por la dignidad y una gran cantidad de cariño.
—Siempre encuentro un poco difícil pensar en qué decir un día como hoy. ¿Estamos celebrando algo? Y si es así, ¿el qué? ¿O estamos rindiendo tributo y recordando? Y si es así, ¿a quién honramos y qué recordamos como protección contra futuros errores? Hoy oiréis muchas cosas sobre Jetboy, y la Tortuga y Ciclón y otros cientos de ases. —Saludó con la mano al gran caparazón verde que flotaba por encima de la multitud—. Y sí, incluso sobre mí. Pero no creo que sea justo y voy a hablar de otras personas. De Shiner, que dio cobijo a un niño abandonado, y Jube, que siempre guarda unas monedas para algún otro joker en desgracia, y Des, que ha hecho más que nadie para conseguir que construyan parques y mejoren las escuelas en Jokertown.
»Hablo de los jokers porque creo que pueden ofrecer una lección y un ejemplo para otra gente. Su sufrimiento mental, físico y emocional no es comparable a ningún otro en la historia humana y han intentado diversos métodos para hacer frente a su aislamiento, desde la resistencia silenciosa cuando fueron acosados por la policía y otros funcionarios públicos hasta la violencia que culminó en los hechos de 1976, y ahora un nuevo enfoque. Un sentido de la propia autonomía y una capacidad de compartir que les ha permitido, dentro de los confines de nuestra Jokertown, una verdadera comunidad.
»Señalo los diversos logros de estas personas notables porque hay un nuevo espíritu en este país que me parece terrible. Una vez más, hay un intento de delinear qué es americano y despreciar y discriminar a quienes existen en la periferia de esta “mayoría” de cuento de hadas. Y es que es un cuento de hadas. Cada persona es un individuo absolutamente único. No hay una “opinión de consenso” ni un “modo adecuado” de hacer las cosas. Sólo hay personas que, sin importar lo horribles y deformes que sean en el exterior, son impulsadas por los mismos sueños, esperanzas y aspiraciones que nos impulsan a todos.
»Supongo que lo que de verdad quiero decir en este Día Wild Card de 1986 es “sed buenos”. Pues la adversidad proviene de muchas fuentes, no sólo de un virus alienígena que llegó desde varios años luz, puede que llegue el momento en que todos nosotros, nats, ases y jokers por igual, necesitemos esa palabra amable, ese ofrecimiento de ayuda, ese sentimiento de comunidad que los jokers representan tan maravillosamente. Muchas gracias».
El aplauso fue atronador, pero al volver junto a Roulette, Tachyon parecía infeliz.
—Muy noble, pero ¿cómo crees que van a reaccionar? —preguntó mientras él recogía su sombrero de la silla.
Una vez más, ella le cogió del brazo y él la apremió a que se dirigieran a las escaleras traseras.
—Algunos me compararán con la Madre Teresa y otros dirán que soy un hijo de puta egoísta.
—Y tú, ¿qué dices?
—Que no soy ninguna de las dos cosas. Sólo un hombre que vive con honor y que abraza cualquier alegría que se le conceda. —Estaban junto a la limusina y, de repente, Tachyon la cogió por la cintura y enterró su rostro en su pecho—. Y me alegro de que estés aquí para poder abrazarte.
Lo apartó con furia y se alejó hasta que topó con la parte trasera del coche.
—No pretendas que te consuele. No tengo consuelo alguno para nadie, ya te lo he dicho. Y, de todos modos, ¿para qué lo necesitas? Eres el santo de Jokertown. Un pez gordo con limusina privada, tan famoso como cualquiera de los ases.
—¡Sí, sí y sí! ¡Pero también estoy consumido por la culpa, devorado por un fracaso que cada quince de septiembre vuelve para atormentarme! Dios, cómo odio este día.
Sus puños aporrearon el capó del coche y Riggs se apartó para dedicarse a contemplar, fascinado, el puño de la librea de su uniforme. Los hombros de Tachyon temblaron durante algunos segundos, después se pasó las manos por los ojos y se dio la vuelta para mirarla.
—Muy bien, no tienes consuelo para mí. Lo acepto. Dijiste que estabas en una peregrinación hacia el desespero. Yo también. Pues, al menos, viajemos juntos y, si no podemos confortarnos, al menos podremos compartirlo.
—Bien.
Se subió al coche y apoyó la cabeza contra la ventanilla. «Y quizá pueda hacer algo. Liberarte de tu culpa y, tal vez, destruyéndote, encontrar mi propia paz».
Jennifer atravesó una extensión interminable de hormigón y acero, buscando un lugar donde pudiera solidificarse y tomarse un muy necesario respiro. Se sentía mareada, incluso para estar en forma espectral, y le estaba costando concentrarse. Tenía una abrumadora necesidad de, simplemente, vagar, flotar sin cuerpo como una nube y olvidarse de todas sus preocupaciones, de todo el peligro que seguía sus pasos como un dóberman rabioso.
Pero no podía entregarse a esa necesidad. Si lo hacía, perdería todo su ser y se convertiría en un fuego fatuo, flotando sin conciencia hasta que las azarosas fuerzas del movimiento browniano la esparcieran por todos los rincones de la Tierra.
Era difícil mitigar el ansia para obligarse a moverse más rápido, pero la chica lo consiguió, atravesando el último de los pilares de las gradas. Se encontró en un pasillo con moqueta iluminado por fluorescentes en el techo y de inmediato se solidificó y se apoyó temblorosa contra la pared del pasillo. Aún se sentía ausente y desorientada y su cabeza zumbaba por el vértigo. Había estado cerca, pero se había solidificado a tiempo. Entendió que tenía que tener cuidado con el uso de sus poderes durante un rato, hasta que estuviera segura de que su sistema no se había sobrecargado.
Ahora, si lograba orientarse, se largaría de una buena vez, pensó. El único problema era que nunca había estado en las entrañas del Ebbets Field y no tenía ni idea de dónde estaba.
Había una puerta doble al final del pasillo. En la otra dirección, el corredor se bifurcaba. Tenía que ir por un lado o por otro, y escogió las puertas. Por desgracia, eran lisas, no tenían ningún ventanuco.
Bueno, si alguien le preguntaba simplemente diría que se había perdido. Aunque el hecho de que no llevara más que un biquini sería más difícil de explicar.
Respiró hondo, soltó el aire sonoramente y abrió las puertas. Entró en una estancia grande, bien iluminada y ricamente enmoquetada y se quedó paralizada. El murmullo de una docena de conversaciones se fue apagando gradualmente a medida que todas las miradas de la estancia se giraban en su dirección. «No puedo creerlo», se dijo a sí misma. Cerró los ojos pero cuando los abrió un segundo después todo el mundo seguía allí, mirándola. «No puedo creer que acabe de entrar en el vestuario de los Dodgers».
Había doce hombres en la sala. Algunos estaban jugando a cartas en corrillos, otros conversando. Hernández, el primer base, estaba sentado junto a su taquilla haciendo su habitual crucigrama antes del partido. El mismísimo Pete Reiser —con sesenta y tantos años, el pelo gris pero aún esbelto y erguido— estaba de pie delante de la taquilla de Seaver hablando con el lanzador y con el entrenador cubano de los lanzadores de los Dodgers, Fidel Castro. Algunos de los jugadores aún llevaban las camisetas del entrenamiento, otros habían empezado a ponerse el uniforme para el partido. Algunos habían llegado bastante lejos en el cambio.
Jennifer, sintiendo la presión de todos aquellos ojos en ella, sintió que debería decir algo, pero cuando abrió la boca no consiguió articular palabra.
—Eh… —lo intentó de nuevo—, ehm…, buena suerte.
Una pequeña tabaquera metálica se cayó de la mano de Thurman Munson, veterano receptor de los Dodgers y capitán del equipo, y el inesperado sonido que hizo al caer contra la banqueta que había delante de su taquilla rompió el hechizo que parecía dominar a todos.
Una docena de jugadores empezaron a hablar a la vez, desde la estridente observación de Reiser «¿cómo diablos has entrado aquí?» hasta una docena de variaciones sobre «caramba, buen cuerpo» y «bonito atuendo».
Avergonzada, se olvidó de sus anteriores preocupaciones y se escurrió a través de la pared más próxima para entrar en una salita con un botiquín, un par de mesas acolchadas, un puñado de máquinas incomprensibles y un goteante Dwight Gooden que salía desnudo de la bañera de hidromasaje.
—¡Eh! —dijo al verla entrar.
—Gran partido el de ayer —dijo con una débil sonrisa. Él volvió a meterse en la bañera, sumergiéndose en el agua hasta que le llegó a la barbilla y se quedó mirando incrédulo mientras ella atravesaba la pared más próxima a la bañera.
«Un gran cuerpo, también», dijo Jennifer para sus adentros, echando un último vistazo antes de desaparecer.
Como capo que trabajó para el padre de Rosemary, Don Cario Gambione, Don Frederico «el Carnicero» Macellaio había ordenado una vez la muerte de Bagabond. Ella no lo había olvidado.
De pie junto a un roble en un Central Park casi desierto, se encaminó hacia Central Park West y se alegró de que la mayoría de habitantes de Nueva York estuvieran en la Tumba de Jetboy. Se sentía demasiado visible con el traje de chaqueta de tweed marrón y los zapatos de tacón que había arramblado de uno de sus escondites subterráneos. Pero de ese modo, posiblemente ninguno de los moradores habituales del parque podría reconocerla. Algunos de los vagabundos que vivían en la calle habían visto demasiado al cabo de los años; era mejor ser… discreta. Sacó su dolorido pie izquierdo del zapato y permaneció de pie, con el peso apoyado en la pierna derecha, mientras observaba a Don Frederico salir de su exclusivo bloque de pisos. En el toldo de la entrada se leía «Luxor». Vestido con un traje negro hecho a medida, el Carnicero cruzó la acera hasta una limusina blanca, un Cadillac.
Estaba flanqueado por dos guardaespaldas con gafas de sol y americanas abiertas. Al entrar en el coche, arrebató la puerta de las manos de su chófer y la cerró de golpe. El conductor se quedó parado por una fracción de segundo antes de darse la vuelta abruptamente y meterse en el coche. Uno de los guardaespaldas ocupó el asiento delantero, junto al conductor, mientras que el otro al parecer examinaba la acera y Central Park West en ambas direcciones.
El vehículo arrancó y se adentró entre los coches, que no dejaban de pitar, para entrar en el parque en West Drive. Con incredulidad, Rosemary le había hablado una vez de los hábitos del don. Siempre hacía la misma ruta. O bien el don era muy estúpido o estaba muy confiado. Una exhibición de poder.
Sabiendo que la limusina recorrería Transverse y luego saldría a la 65 y pasaría por delante del Templo Emanu-El en dirección al restaurante favorito del Carnicero, Atónicas, Bagabond cruzó el parque en diagonal. Llamó a una bandada de palomas con la mente y casi a un centenar de ardillas. Esperaron en el puente de piedra, hacia la mitad del recorrido.
Mientras cruzaba el parque para ir a su encuentro, un gran gato gris, uno de la camada del negro y la tricolor, cayó de un arce retorcido por el impacto de un rayo para bloquearle el paso.
El gris era uno de los pocos gatitos al menos tan inteligente como sus padres. Se había negado a unirse al grupo de animales de Bagabond cuando comprendió cómo utilizaba a las criaturas en su beneficio, a veces sin preocuparse en el efecto que causaba en las vidas de los animales. El gato gris había elegido vivir apartado en una parte de Central Park que la mujer sólo usaba en contadas ocasiones. Le molestaba su presencia.
La vagabunda le dijo que no estaría allí mucho tiempo pero el gato proyectó la imagen de cadáveres esparcidos por todo el paisaje. Bagabond se puso tensa y le dijo que la dejara. Él se dio la vuelta, se alejó trotando unos cuantos metros y entonces se giró y le escupió. Se lanzó a atacarlo con la mente pero se detuvo antes de fundirle el cerebro. El gato gris desapareció entre un grupito de arces. Apretando los puños, la mendiga se quedó de pie observando al felino.
Entonces, de súbito, fue consciente del avance del coche del don. Un halcón peregrino, que había escapado de un aprendiz de cetrero, le hacía de ojos y seguía el coche del Carnicero mientras atravesaba el parque. No había colores pero la percepción del movimiento captó su conciencia a medida que los ojos del halcón recorrían Central Park. Lo guió planeando de modo que siguiera el coche del Carnicero. De acuerdo con la información de Rosemary, Don Frederico Macellaio utilizaba este trayecto diario para ordenar las muertes de sus oponentes desde su coche blindado y a prueba de vigilancia. Bagabond se apoyó contra el ancho tronco de un árbol, se quitó los zapatos con gesto brusco y se concentró en dirigir a sus animales.
Al iniciar la rutina mental de organizar y dirigir los pájaros y los animales que había convocado, se dio cuenta de que el gato gris estaba escondido entre los arces y la observaba. Le advirtió que se fuera pero él le respondió con una imagen de sí mismo marcando los árboles para mostrarle su territorio. Ella lo ignoró mientras el coche del don se acercaba al punto que había elegido.
Descubrió que estaba nerviosa ante el avance del coche. El felino gris la había desconcentrado. Tenía un don para hacerla pensar de modos que normalmente evitaba. El Carnicero era tan enemigo de Rosemary como suyo. Había aprendido de los animales a matar o morir. Frederico era una amenaza que había que eliminar. Además, complacería a Rosemary. Para Bagabond era obvio que Rosemary estaba demasiado preocupada por demasiadas cosas. Su preocupación por los Gambione se había convertido en algo que la consumía. Con un nuevo don, podría relajarse y pasar más tiempo con ella, cosa que quería lo suficiente como para perturbar los ritmos y las vidas de sus criaturas. Como para matarlas.
Encerró al gris fuera de su mente y le envió una ola de dolor a través de la conexión que los unía. El felino aulló al sentir que la energía le golpeaba.
La parte de su mente que estaba organizando los pájaros había completado su tarea. Las bandadas de palomas estaban posadas en los árboles que rodeaban el puente. Por un instante, hubo un silencio sobrenatural.
Irrumpiendo entre los árboles, mientras el sol le arrancaba destellos a la carrocería, la limusina dobló la esquina con majestuosidad. El parabrisas polarizado reflejaba las ramas de los árboles.
Una solitaria paloma se desgajó de la bandada y, a la orden de Bagabond, se lanzó hacia el cielo, alto. Después se abalanzó hacia el parabrisas de la limusina como si pretendiera aterrizar en uno de los falsos árboles. La sangre salpicó la pintura blanca del capó. El conductor frenó y vaciló por un instante antes de continuar.
Bagabond observó la escena por fragmentos, a través del halcón, ahora detrás del coche, y de las palomas, encima y delante de la limusina. Sus propios ojos estaban bien abiertos y atentos pero las demás imágenes abrumaban su visión humana. Amortiguó el dolor de la paloma del mismo modo en que eliminaba de su conciencia las muertes constantes que experimentaba con frecuencia.
Por encima, un centenar de aves dejaron de arrullar en el momento en que las controló por completo. La ola aviar cayó en picado hacia el coche, cubriéndolo con una capa de sangre y plumas. Los frenos del vehículo chirriaron cuando el conductor, en pánico, trató de detenerse antes de que su falta de visión destrozara el coche.
Manteniendo a más palomas en la reserva, la vagabunda centró su atención en las hordas de ardillas que se congregaban en las ramas bajas de los robles y los arces que bordeaban la calle. Cuando dirigió un batallón de roedores hacia el coche, que viraba bruscamente, el dolor ascendió por igual en su mente. Su primer pensamiento fue que o bien el gato negro o la gata tricolor estaban en peligro. Pero al seguir sus rastros individuales en su conciencia, se dijo a sí misma que los gatos estaban bien. Era el gris: se estaba infligiendo dolor deliberadamente, tratando de destruir su concentración. Bagabond le reconvino con la mente, enviándole olas de frialdad emocional, aplacando su rebelión.
Sólo habían pasado unos pocos segundos pero el conductor estaba a punto de recuperar el control, cuando la calzada se convirtió en una alfombra de ardillas que no dejaba de moverse. El chófer aceleró para escapar de los pájaros. Bagabond envió a los animales bajo las ruedas. Los chillidos de los roedores agonizantes se mezclaron con el sonido de los frenos maltratados. El impulso del pesado coche lo propulsó por encima de la horda de ardillas. Su sangre embadurnó la calzada y la limusina patinó hacia un lateral. Ahora las puertas y los costados estaban salpicados de sangre.
La cabeza de la mendiga se giró de golpe hacia a un lado cuando la reacción del gato gris inundó su mente. Esta vez no estaba satisfecho con la distracción; ahora trataba de dispersar a los animales, usando a Bagabond como centro de atención. La rabia de la mujer salió proyectada con ímpetu y lo dejó inconsciente. Podría haberle matado, pero se requería su atención en el puente.
El conductor había corregido en exceso la trayectoria tras derrapar y el coche empezó a dar vueltas. Las ruedas del lado derecho se empotraron contra el guardarraíles y lo deformaron. La masa del blindaje lo llevó a estrellarse con el muro de contención y por encima del lateral. Vetas de pintura blanca se quedaron en el metal y el hormigón. Un tapacubos salió despedido, precediendo a la limusina al saltar por el puente, deslizándose lentamente por los aires como un frisbee. El automóvil no tuvo tanta suerte.
Para Bagabond, el tiempo pareció detenerse mientras observaba el coche volando por los aires. Una parte de ella estaba acabando con las vidas de los pájaros y ardillas heridas en el ataque. Otra parte estaba considerando el asesinato y preguntándose si valía la pena a cambio de ayudar a una amiga y tomarse la revancha.
El vehículo cayó sobre la pista de atletismo. Impacto con fuerza en el sendero de hormigón y el capó del compartimento del pasajero quedó aplastado. El coche fue bamboleándose hasta detenerse y estalló en una sibilante bola de fuego.
Sacrificar unos pocos animales para alimentar a otros no había sido nada en comparación con la carnicería que vio cuando contempló el panorama en el puente. Los cadáveres yacían extendidos por todas partes. Sintió un dolor que no había experimentado desde la primera vez que aprendió a separar la vida de los animales de la suya. Quizá el gato gris había tenido razón al intentar detenerla. El lado de su mente que consideraba humano estaba feliz por el éxito, deseosa de ver la reacción de Rosemary. El lado animal quería rechazar lo que había hecho.
De pronto, Bagabond se dio cuenta de que las criaturas que aún quedaban esperaban sus instrucciones, pacientes. La oscura nube de palomas se elevó en el cielo y se dispersó en todas direcciones. Nadie vio que la ondulante masa de ardillas se disgregaba y corría hacia las zonas arboladas del parque. La vagabunda ya estaba oculta entre los árboles y dirigiéndose a la boca de metro de Columbus Circle.
Antes de que pudiera cruzar la calle 59, el gato gris, recuperado, la obligó a enfrentarse con la imagen de lo que había hecho, una imagen que se convirtió en una visión de ella misma yaciendo en el suelo, rota y ensangrentada.
Bagabond se detuvo, tambaleándose al darse cuenta por fin de lo que había hecho. Esto no era un sacrificio ocasional para alimentarse o para protegerse. Había utilizado a los animales que siempre había protegido en su propia guerra para lograr una meta que sólo tenía significado para ella. Había traicionado una confianza de la que había sido depositaria desde que saliera del hospital. Sintió náuseas. Esperaba que Rosemary valiera la pena.
Rosemary esperaba, aunque sin saberlo. Antes de hablar con ella, Bagabond se pasaría por casa de Jack para comprobar los mensajes sobre su sobrina desaparecida Cordelia. Quizá ahora tendría tiempo para ayudarle.
Bajó las escaleras de la estación de metro y usó uno de los billetes que el mapache se había mostrado tan partidario de robar. Tomó el tren local Número 1 que se dirigía al centro, ignorando las miradas de admiración que atrajo de sus compañeros de viaje.