11.00 horas
Los desfiles en Jokertown siempre eran una experiencia única. No hacía falta crear ninguna criatura fantástica de alambre y flores y papel. No, aquí los jokers podían proporcionar todos los elementos grotescos que se necesitaban tan sólo con sus miserables cuerpos. Tampoco había ninguna Reina Joker. «Varios años atrás trataron de introducir la idea», le explicaba Tachyon a Roulette mientras la guiaba entre la multitud, pero la noticia había causado tal revuelo que los responsables desecharon la idea. Había un cierto número de jokers políticamente activos que aún no le habían perdonado.
El Roosevelt Park había sido acordonado y estaba lleno de camiones con plataformas chirriando y atronando, todos ellos cargando fantásticas escenas en los remolques. Por el oeste, un grupo de sudorosos policías estaba demoliendo un enorme falo de dos cabezas. Roulette se percató de que algunos hombres de la multitud apartaban la mirada cada vez que una porra se hundía bien hondo en el látex. Al este, la Joker Moose Lodge Bagpipe Band estaba afinando. El estrépito de las gaitas sonaba ásperamente en el aire inmóvil y sofocante.
—¿Eres el gran maestre del desfile? —preguntó Roulette con más acidez de la que pretendía.
—No —contestó Tachyon con brusquedad, y la mujer se encontró observándole la espalda envarada mientras examinaba a la multitud.
Un joker corpulento, cuya nariz había sido reemplazada por una larga trompa que acaba en varios dedos pequeños, se separó de la masa como un iceberg desgajándose y se dirigió resoplando hacia Tachyon.
—¿Preparado? —preguntó extendiendo una mano.
—Preparado. Des, déjame que te presente a Roulette Brown-Roxbury. Roulette, Xavier Desmond, propietario de la Casa de los Horrores, uno de los ciudadanos más admirables de Jokertown.
—Algunos dirían que eso es un oxímoron.
—Madre mía, hoy estamos de mal humor, ¿eh? —pinchó Tachyon con un punto mordaz.
Los hombres intercambiaron una mirada y Roulette se dio cuenta de que la suya era una relación compleja. Eran amigos, se respetaban mutuamente, pero había algo entre ellos, un antiguo y doloroso recuerdo.
Este destello de malicia tuvo un efecto inusual. Más que reforzar su deseo de matar al hombre, de algún modo le hacía parecer de lo más encantador. No era perfecto, ni siquiera perfectamente malvado. Sólo «humano» y, por tanto, comprensible, y se maldijo para sus adentros, porque es más fácil odiar en abstracto. Des echó una ojeada a su reloj.
—Ya vamos tarde, como siempre.
—Sólo espero que los retrasos y el calor no conduzcan a ningún… llamémosle incidente. —Se mordisqueó el labio superior—. No puedo evitar pensar en el 76 cuando veo a toda esta policía.
—Aquel día había una atmósfera extraña. Por suerte no la hemos vuelto a sentir desde entonces.
—Bien, tendría que ir a alternar un poco. —Tomó ambas manos de Roulette y le dio un fugaz beso a cada una—. Volveré a recogerte antes de que nos pongamos en marcha.
—¿Estás seguro de que debería estar contigo? Quizá podríamos quedar para comer después o algo… —Su voz se fue apagando.
—No, no. Necesito apoyo.
—Qué situación tan complicada.
—¿Perdón?
Roulette apartó los ojos de la figura de Tachyon, que estaba desapareciendo rápidamente.
—Si no participa en el desfile le acusan de despreciar a los jokers y favorecer a los ases. Cuando participa, como ha hecho en los últimos cinco años, le acusan de ser un parásito sin corazón que vive de las miserias de los jokers que ayudó a crear. El reyezuelo de su propio reino de monstruos.
Sus ojos vagaron por el parque. Vendedores de helados acechando entre la turba, policías con manchas de sudor en los sobacos y las pecheras de las camisas, Tachyon como un diminuto diablo pelirrojo, vestido de rojo en medio de una escena dantesca, pues los jokers eran como demonios. «Tú limítate a hacer el trabajo y aléjate de todo esto». Era lo único que Roulette quería ahora mismo.
Tenía que encontrar la manera de quedarse a solas con él, buscar la privacidad de un hotel o un piso y cometer el asesinato. Aún no podía rajarle; su sentido del deber le retendría en aquella pasarela de monstruos, y era uno de los conferenciantes en la Tumba. Sus pensamientos la impulsaron y la llevaron a través del parque hacia el taquisiano mientras, quedando atrás, Des torcía el gesto ante su abrupta partida. «¿Quizá una indisposición repentina? ¡Estúpida!» Lo único que obtendría sería una cama en la clínica de Jokertown. Sin duda, la cama equivocada. Quizá un… «¡Usa tu maldito cuerpo! ¡La mayoría de los hombres tienen el cerebro en el pene!»
La acogedora sonrisa de Tachyon la envolvió.
—Vaya, debes de ser una telépata. Justo iba a buscarte.
—¿De verdad? —se oyó responder, pero la voz parecía llegar desde muy lejos—. Espero que sigas viniendo a buscarme.
Le rodeó el cuello con el brazo, pegó su cuerpo al de él y le besó en la boca.
Él se apartó un momento. ¿Había ido demasiado lejos? Entonces sus lenguas se encontraron y toda reticencia quedó eliminada. Su lengua tentó y se abrió paso más allá de sus dientes. Su mano, caliente, apoyada en su nuca, la acercó hacia él. Un coro de elocuentes silbidos se elevó alrededor y se separaron.
—Bueno —resopló Tachyon sacando un pañuelo de un bolsillo y pasándoselo rápidamente por la frente.
Ella se pegó a él y le cogió del brazo.
—Antes estaba muy triste. Tú has cambiado eso y quería darte las gracias.
—Señorita… Roulette, dame las gracias siempre que quieras.
Un chófer con la cola caracoleando a la altura de los tobillos sujetó la puerta de un enorme Lincoln gris.
—Ah, Riggs, puntual como siempre. A menudo me pregunto cómo me aguantas, siendo yo tan notoriamente impuntual.
—He aprendido a soportarlo. —Su voz era suave como el terciopelo y sus luminiscentes ojos verdes de gato parecían brillar desde el fondo, divertidos.
—Riggs, ésta es Roulette Brown-Roxbury, nuestra invitada del día —un apretón a sus dedos—… Y espero que de la noche.
Riggs se tocó el borde de la gorra.
—Señorita.
—Así que contratas a jokers —señaló mientras se deslizaba por la tapicería de cuero.
—Por supuesto. —Y la respuesta le sonó engreída—. Los reflejos y la visión nocturna de Riggs son muy superiores a los de un humano normal y corriente. Estoy muy agradecido de poder dejar mi seguridad en estas manos tan capaces.
La carroza que abría la comitiva enfilaba majestuosa hacia Bowery. Tras ella, la banda ES 235 acometía una enérgica interpretación de Pineapple Rag.
El coche abierto del senador Hartmann era el siguiente en la fila. Un as corría junto a la limusina. O al menos Roulette supuso que era un as. La mayoría de los agentes del servicio secreto normales no corrían por ahí vestidos con un ajustado mono blanco de la cabeza a los pies y una capucha negra tapándoles la cara y la cabeza.
Hartmann sonreía y saludaba, mostrando su veteranía como político en cada centímetro de su cuerpo. Alguien de la multitud que se apiñaba a los dos lados de la calle gritó:
—¿Qué hay de la 88, senador?
—Proponla. Estoy listo —le respondió, y sonrió mientras la risas y las ovaciones se propagaban entre la muchedumbre. Dos carrozas más, la patrulla montada y después Riggs puso en marcha el enorme Lincoln y empezaron a moverse a una velocidad constante de quince kilómetros por hora.
—¿Por qué no un coche descubierto? —preguntó Roulette, y por encima un chirrido le respondió mientras el techo solar se retraía.
—Puede que haya vivido en la Tierra durante cuarenta años pero sigo siendo un taquisiano. Voy listo si viajo en un coche abierto a la vista de todos. Y en el Día Wild Card tanto mis amigos como mis enemigos están ahí fuera.
Quince minutos después se recostó en el asiento, abanicándose con el pañuelo.
—Qué tiempo tan horrible.
—Toma. —Mientras él había estado en pie saludando a la multitud a través del techo, ella había estado explorando y había descubierto el minibar.
—Dubonnet en hielo. Qué salvadora tan elegante. ¿Te unirás a mí, esta vez?
—Sí.
Se acercó, apretando su muslo contra el suyo. Ambos bebieron un buen trago, después ella le pasó una de sus largas uñas por la mejilla, notando el modo en que sus patillas se extendían en remolinos rojizos y dorados contra su piel blanca, blanquísima. Hizo una pausa e inspeccionó la pequeña cicatriz irregular que tenía en la afilada barbilla.
—¿Qué te ocurrió?
—Un entrenamiento de combate. Sedjur y mi padre coincidieron en que debíamos dejarla como recordatorio para que me moviera más rápido la próxima vez. —Y bajó la cara cuando lágrimas de pena le nublaron los ojos violetas.
Era el momento. Tomó la cara del alienígena entre sus manos y le besó, derritiendo con los labios la rigidez de los suyos. Una cálida lágrima le cayó en la mano y ella lamió el diminuto punto de humedad:
—¿Por qué estás tan triste?
—Porque Sedjur está muerto y mi padre, si fuera consciente, preferiría estarlo. Creo que el recuerdo es una maldición.
—Sí, yo también. —Deslizó la mano por el tejido satinado de su chaleco y le cogió del talle. Su jadeó resultó un contrapunto al sonido rasgado de la cremallera—. Así que vamos a explorar otras sensaciones y este momento y a olvidar los recuerdos.
Ahora le había soltado y le estaba frotando suavemente el pene entre las palmas de sus manos. Se puso rígido de inmediato, arqueando la espalda, y unas gotas de sudor le perlaron la frente y el labio superior.
—Por el Ideal, mujer, ¿qué estás haciendo?
Le respondió con la sonrisa de Mona Lisa, se lo llevó a la boca y succionó con delicadeza. Una mano salió disparada y pulsó el mando, subiendo el panel que había entre ellos y Riggs. Gimió mientras su lengua tentaba por debajo del glande.
—Ten piedad —gruñó, retorciendo sus trenzas con una mano.
—Está bien. Se retiró.
—Por el Ideal, ¿vas a dejarme así?
—Entonces vayamos a otro sitio.
—Pero el discurso…
—Después.
—¡Ay, Dios!
Cuando se subió en Times Square, las ruedas metálicas del vagón de metro chirriaron. Las puertas se abrieron con un siseo y Spector se incorporó sintiéndose mucho mejor que en toda la mañana. El Astrónomo debía de imaginarse que estaba muerto y el viejo tenía por delante un día muy, muy atareado. No habría tiempo para que se lo pensara dos veces en lo concerniente a él.
Se sacó un coágulo de sangre seca de entre los dientes con la uña y se deslizó entre los pasajeros que estaban de pie hacia la puerta. Una oleada de gente que entraba en el vagón le hizo retroceder; se abrió paso a codazos y salió al andén delante de una pareja que intentaba acceder al metro. Las puertas se cerraron.
—Eh tío, nos has hecho perder el tren. —El hombre era un joven hispano, con un sombrero de fieltro y un traje a rayas púrpura. Sujetaba a una chica contra la solapa de piel de foca de su abrigo. Empujó a Spector y meneó la cabeza—. Puto alelado. En esta ciudad no se puede ir a ningún sitio sin encontrarse con capullos. No te preocupes, pequeña. Pasará otro en unos pocos minutos.
Spector miraba a la chica. Era alta y delgada, con cabello y ojos negros. Llevaba una camiseta de heavy metal con el nombre «FERRIC JAGGER» en la parte delantera. El chulo llevaba una maleta blanda con un estampado floral que evidentemente era de la chica. Había algo en ella que llamaba la atención. Spector podría divertirse de verdad con ésa. Nada de sexo, él no hacía esas cosas. Sin embargo, le había gustado matar chicas con el Astrónomo. Era lo único que aún le daba morbo. Sería una auténtica descarga sentir cómo se iba la vida de ese pimpollo.
—Eh, tío, ¿qué estás mirando? —El chulo volvió a empujarle, con fuerza.
El odio y el dolor de Spector se abrieron camino. Miró intensamente a los ojos del chulo. El hombre emitió un débil sonido cuando se quedó sin aire y se desplomó en el andén. La gente que estaba cerca miró el cadáver durante unos segundos, sin entender lo que estaba pasando; después, algunas voces empezaron a llamar a un doctor.
Tironeó de su bigote, contento por la muerte del chulo. La chica observaba el cadáver pero no gritaba. Aún no.
Cogió la maleta de las manos del chulo y sonrió a la chica.
—¿Eres nueva en la ciudad? Puedo enseñarte un par de cosas. Los lugares que hay que visitar y lo que quieras.
La chica le cogió la maleta y se dio la vuelta. No dijo una palabra.
Spector vio que venía un policía de tráfico. Se confundió con la gente. Era una pena por la chica pero, al fin y al cabo, las cosas empezaban a tener mejor pinta.
La casa de empeños Happy Hocker estaba en la zona de Flatbush, en Brooklyn, en la avenida Washington con la calle Sullivan. Jennifer cogió un taxi que la dejó a unas pocas manzanas de la dirección y anduvo el resto del camino. Estaba situada entre otros pequeños negocios familiares, incluyendo una tienda de productos frescos, una tienda de ropa, una zapatería y una pequeña pizzería. Todo excepto la tienda de comestibles estaba cerrado y la calle de la casa de empeño estaba casi desierta, pero un par de manzanas más abajo, al otro lado de la calle, había una gran multitud congregada en el exterior del Ebbets Field, para el partido anual de los Dodgers del Día Wild Card. Según el cartel de la entrada principal, los Dodgers jugaban contra el equipo de Los Angeles Stars. Eran viejos rivales y, como los Dodgers estaban en medio de otra reñida disputa por la victoria, parecía que el gentío que ya estaba fluyendo hacia el estadio pondría al límite el aforo del viejo campo de juego.
Jennifer miró su reloj de pulsera. Pasaban unos pocos minutos de las once. Tom Seaver, que había estado lanzando con los Dodgers durante casi toda la vida de Jennifer, tenía que enfrentarse a Fernando Valenzuela, el joven lanzador mexicano de los Stars. Aún estaba a tiempo de comprar entradas y ver el partido, sería un modo más agradable de pasar la tarde que comer con Gruber.
Escudriñó a través del polvoriento escaparate de la casa de empeño. Si no lo conociera tan bien, habría pensado que estaba cerrado como la mayoría de las demás pequeñas tiendas de la manzana. Pero Gruber nunca había cancelado una cita con ella.
Probó con la puerta principal. Estaba abierta y entró. En el interior de la casa de empeño estaba oscuro y en calma. Los estrechos pasillos y las altas estanterías, atestadas de mercancía que nadie quería y la mayor parte de la cual había estado por allí desde los tiempos del padre de Gruber, siempre provocaban en la joven una pizca de claustrofobia. Guitarras con cuerdas rotas, televisiones con los tubos catódicos quemados, tostadoras con resistencias deshilachadas y abrigos, camisas y vestidos rotos y sucios abarrotaban las estanterías de la lóbrega estancia; la tinta de las etiquetas se había desvaído hasta la ilegibilidad.
La única luz de la habitación provenía de una triste bombilla que colgaba de unos cables eléctricos dentro de la jaula situada tras el mostrador, la morada habitual de Gruber. Pero el hombre no estaba allí.
Le llamó por su nombre pero sus palabras resonaron, huecas, y tuvo la repentina sensación de que algo iba mal. Se acercó a la jaula y la suela del zapato derecho se le quedó enganchada a algo pegajoso, como chicle mascado. Miró al suelo.
Un charco de un líquido espeso y denso fluía desde uno de los pasillos. Dio un paso adelante y echó un vistazo desde el borde de las estanterías hacia el pasillo y se quedó mirando fijamente.
Era Gruber. Su rostro pálido y suave estaba congelado en un rictus de intenso horror. Sus manos pálidas y suaves se apretaban crispadas contra el vientre pero no habían evitado que su sangre manara y se concentrara a su alrededor en un charco pegajoso y superficial.
La joven se inclinó sobre un mostrador no muy alto lleno de joyería barata y armas aún más baratas y devolvió el desayuno. Se apoyó temblorosa contra el mostrador de cristal tras vomitar todo lo que tenía en el estómago, dejando que sostuviera su peso.
Tras un segundo o dos de oscuridad absoluta, se limpió los labios y se obligó a volver a mirar lo que quedaba de Gruber. Era el primer cadáver que veía. Lo contempló con horror fascinado, pensando que debería hacer algo, pero sin saber qué.
—Essss ella.
Una voz susurrante y siseante sonó a sus espaldas, lo que hizo que su corazón empezara a latir como si fuera un monitor de aerobic, a toda velocidad. Se dio la vuelta con brusquedad, medio agachándose, y se quedó mirando a los tres hombres que habían entrado en la tienda por la puerta de atrás. Dos eran norms, o eso parecía. El tercero era un joker, un hombre alto y delgado que parecía un lagarto andando sobre dos piernas. Él era quien había hablado.
La chica le miró con detenimiento y su larga lengua bífida salió una vez más de su boca y se agitó en su dirección.
—Ha ssssido ella —siseó—. Cogedla.
—Dios —murmuró uno de los otros—. Le ha matado.
Los dos norms se miraron inquietos entre sí y el cerebro de Jennifer por fin volvió a funcionar.
Reconoció al joker reptil. Estaba en el dúplex de Kien; había aparecido cuando el joker del tarro había empezado a gritar. ¿Cómo le habían seguido el rastro hasta ahí? Miró el cadáver de Gruber. Él era una posibilidad, pero ya nunca podría preguntarle si la había delatado. ¿Pero cómo había sabido que la mercancía robada era de Kien?
No era momento de preocuparse por eso. Los hombres que acompañaban al reptiloide estaban a punto de convencerse de que debían ocuparse de ella. Se acercaron despacio, con las pistolas desenfundadas, mientras el joker observaba desde un lado.
Jennifer se hizo etérea.
Se quitó la ropa, conservando tan sólo el biquini que solía llevar y la bolsita que contenía los libros. Mientras atravesaba una estantería atestada de trastos empeñados echó una mirada atrás, por encima del hombro: los dos norms la contemplaron con la boca abierta; el joker la maldijo con una susurrante sibilancia.
Siguió avanzando a través de las estanterías, la pared y el callejón que había entre la casa de empeños y el edificio contiguo, por lo que dejó a los hombres muy atrás. Recuperó el aliento, metafóricamente, y después se hizo sólida. Estaba en la tienda de ropa.
Cogió un par de vaqueros, una blusa y unas deportivas y se las puso de cualquier manera; se paró para coger dos billetes de veinte del bolso y los puso en la caja registradora para salir corriendo por la puerta principal.
No se veía a los hombres de Kien por ninguna parte. Sospechó que estaban desconcertados por su desaparición pero no podía contar con que su perplejidad durara mucho.
Inspeccionó la calle. A su derecha estaba el Ebbets Field, aún llenándose de aficionados al béisbol; a la izquierda, Prospect Park, con una tentadora oferta de soledad y amenidad. De algún modo, no obstante, se sentía más inclinada a estar rodeada de gente. Rodeada de gente estaría a salvo. Nadie podría intentar matarla y tendría tiempo para pensar en la situación.
Corrió calle abajo y se unió al extremo de la hilera que hacía cola para entrar en el estadio justo cuando los hombres de Kien aparecieron en la otra punta de la manzana, sacudiendo sus cabezas con exasperada ira.
Se congregaron en el despacho de Hiram, todos ellos: el equipo de limpieza, los lavaplatos, el personal de cocina, incluso el electricista que había venido a arreglar el cableado defectuoso de una de las arañas. Estaban sentados en las sillas, en el suelo, en el escritorio o en los gabinetes. Todos los ojos estaban posados en el televisor. Geraldo Rivera estaba entrevistando a una de las hermanas de Aullador. Hiram no sabía que Aullador tenía una hermana. Resultaba que tenía cuatro.
Era como el día en que habían matado a Kennedy, pensó, o el Día Wild Card, el primero, cuarenta años atrás, cuando Jetboy murió y el mundo cambió para siempre.
El boletín de noticias conectó con la rueda de prensa de la policía. Hiram escuchó y se puso enfermo.
—Dios mío.
Era Peter Chou, el hombre alto y tranquilo que estaba a cargo de la seguridad del Aces High; Peter, que recogía trofeos y cinturones negros en artes marciales selectas y que nunca había levantado la voz ni dicho ningún taco.
—Hostia puta —dijo ahora—. Neurotoxina. Hostia puta.
—No tiene sentido —dijo uno de los lavaplatos—. Tío, no tiene ningún puto sentido, tío, ese mamón podía derribar paredes, vi cómo la hacía, tío, yo lo he visto.
Entonces todo el mundo empezó a hablar a la vez.
Curtis golpeó con suavidad el hombro de Hiram, le lanzó una mirada inquisitiva y señaló la puerta. Él se levantó y le siguió. La planta parecía cavernosa y vacía ahora que todos estaban embutidos en el despacho de Hiram.
—Vayamos fuera —dijo Hiram. Salieron a Sunset Terrace y se quedaron contemplando la ciudad. El mirador público del Empire State estaba en la planta de encima y, aún más arriba, estaba el viejo mástil de anclaje que en otro tiempo se había diseñado para los zepelines pero, salvo eso, no había otro punto más elevado en Nueva York o en el mundo. El sol brillaba alegremente e Hiram se descubrió preguntándose si a Jetboy el cielo le había parecido tan azul el día que murió.
—La cena —dijo sencillamente Curtis—. ¿Seguimos adelante o la cancelamos?
—Seguimos —contestó sin vacilación.
—Muy bien, señor. —Su tono de voz era cuidadosamente neutro, ni aprobatorio ni desaprobatorio.
Pero Hiram sintió que necesitaba explicarse. Puso las manos contra el parapeto de piedra y miró sin ver hacia el oeste.
—Mi padre —empezó. Su voz sonaba rara y vacilante, hasta para sí mismo— era, ehm, un hombre robusto. Tan grande como yo, en sus últimos años. Era un hombre de, ehm, apetitos saludables.
—Inglés, ¿verdad?
Hiram asintió.
—Luchó en Dunkirk. Después de la guerra se casó con una WAC[2] y vino a América. Decía que la novia era él, aunque no es que se vistiera de blanco. Siempre añadía eso y mi madre siempre se sonrojaba y él reía. Dios, cómo se reía ese hombre: rugía. Todo lo hacía a lo grande. Comida, licor, incluso sus mujeres. Tuvo una docena de amantes. A mi madre no parecía importarle, aunque hubiera preferido un poco más de discreción. Fue un hombre escandaloso, mi padre.
Hiram miró a Curtis.
—Murió cuando yo tenía doce años. El funeral fue… bueno, el tipo de espectáculo que mi padre hubiera detestado. De no haber estado muerto, no habría asistido.
»Fue lúgubre, pío y tan silencioso… Aún sigo esperando a que mi padre se incorporara en el ataúd y contara un chiste. Hubo llantos y susurros, pero ninguna risa, nada que comer o que beber. Lo odié de principio a fin.
—Ya veo —dijo Curtis.
—Lo he dispuesto en mi testamento, ¿sabes? —dijo Hiram—. He apartado una cierta suma, considerable debería añadir, y cuando muera el Aces High abrirá sus puertas a mis amigos y a mi familia y habrá comida y bebida hasta que se acabe el dinero y puede que haya risas. Puede. No conozco los deseos de Aullador al respecto pero sé que comería y bebería como el que más, y que era el único hombre que he conocido que reía más fuerte que mi padre.
Curtis sonrió.
—Destrozó varios miles de dólares en cristal con una de sus risas, por lo que recuerdo.
Hiram sonrió.
—Y tampoco le dio ni un poco de vergüenza. Tachyon fue el que contó el chiste y, como era de esperar, se sintió tan culpable que no le vi el pelo durante casi tres meses. —Le dio una palmada a Curtis en el hombro—. No. No creo que Aullador hubiera querido que canceláramos la fiesta. Seguimos, por supuesto que sí.
—¿Y la escultura de hielo? —le recordó Curtis con tacto.
—La enseñaremos —contestó con firmeza—. No vamos a tratar de fingir que Aullador no ha existido. La escultura nos recordará que esta noche… falta uno de nosotros.
En algún lugar, a lo lejos, sonaba una bocina. Un hombre había muerto, un as, uno de los pocos afortunados, pero la ciudad seguía como siempre, y como siempre alguien llegaba tarde a algún sitio.
Hiram se estremeció.
—Vamos a ello, pues. —Volvieron adentro.
Peter Chou cruzaba la planta a su encuentro.
—Tienes una llamada telefónica —le dijo a Hiram.
—Gracias. —Volvió a su despacho—. Sé que todos estáis interesados en la noticia —se dirigió a su personal—, yo también. Pero dentro de pocas horas estaremos dando de comer a ciento cincuenta y pico personas. Os aseguro que veremos el último boletín. Ahora volvamos al trabajo.
Uno a uno fueron desfilando. Paul LeBarre puso una mano en el hombro de Hiram antes de seguir adelante arrastrando los pies. En el televisor, el senador Hartmann estaba de pie ante la Tumba de Jetboy, prometiendo una investigación a fondo de SCARE sobre el asesinato de Aullador. Hiram asintió, apagó el volumen y cogió el teléfono.
Al principio no reconoció la voz, y las palabras fragmentarias, pronunciadas con enorme dificultad, no parecían tener mucho sentido. El hombre seguía disculpándose, una y otra vez, y decía algo que tenía que ver con gasolina e Hiram no podía sacar nada en claro de todo aquello.
—¿De qué está hablando?
—Lang… langostas —dijo la voz.
—¿Qué? —Se irguió de un salto—. Gills, ¿eres tú?
Desde luego, no parecía él.
—Lo siento… lo siento, Hiram —empezó a resollar. Entonces alguien le quitó el teléfono.
—Buenos días, Fatboy —dijo una voz extraña y aguda, como una hoja de navaja chirriando sobre una pizarra—. Gills no puede hablar muy bien. Aún está escupiendo los dientes.
Oyó que alguien reía al fondo.
—Lo que cara de pez intenta decirte es que acabamos de marinar tus putas langostas con gasolina, y que si las quieres, te jodes y vienes aquí y las recoges tú mismo porque su puto camión está en llamas. —Más risas—. Ahora escúchame, gilipollas, no me importa una mierda que seas un as que vive en un barrio pijo, caraculo; ¿me puteas?, pues esto es lo que hay, ¿me oyes?
Hubo un momento sin señal y luego un grito y un sonido áspero, como el de un hueso al romperse.
—¿Lo has oído, caraculo? —dijo aquella voz, afilada como una cuchilla. Hiram no respondió—. Mecagüen la puta, ¿lo has oído o no? —gritó la voz.
—Sí.
—Que tengas un buen día —dijo la voz, seguida de un clic. Hiram colgó lentamente. «El día difícilmente podría ir peor», pensó.
Entonces el teléfono volvió a sonar.
Fortunato cogió el teléfono y marcó un número de Brooklyn. Tan pronto como se sentó, el gato saltó a su regazo y empezó a amasar las perneras de sus vaqueros. Se oyeron dos tonos y respondió una mujer.
—Hola, ¿está Arnie? —preguntó.
Podía haber enviado su cuerpo astral pero ya tenía las energías más o menos a la mitad y era momento de ahorrar fuerzas.
—No, soy su madre. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me llamo Fortunato…
—Ay, madre del amor hermoso. Arnie siempre habla de usted. Se va a morir cuando sepa que ha llamado cuando él no estaba en casa.
—Sólo con que pudiera decirme dónde está, señora, intentaría encontrarle yo mismo.
—Ah, se ha ido a la Tumba de Jetboy. Su padre siempre le lleva allí el Día Wild Card. Se fueron hace una hora, más o menos. No sé si podrá encontrarle con todo ese gentío. No está metido en ningún lío, ¿verdad?
—No, señora, en absoluto. Estoy seguro de que podré encontrarle.
—Ah, está bien. Supongo que tendrá sus medios, ¿no? Es sólo que estoy un poco nerviosa con lo de Aullador y tal.
—¿Aullador?
—Vaya, ¿no se ha enterado? Ay, querido. Han encontrado a Aullador hace un rato, lo han asesinado. Con alguna especie de toxina nerviosa o algo así. Acaba de salir en la tele.
Fortunato colgó. Había escrito la lista en papel, más que nada para ordenar las ideas. Los ases que habían estado en los Cloisters: Chico Dinosaurio, Tachyon, Peregrine, la Tortuga, Modular Man, Aullador, Jumpin Jack Flash, Water Lily.
Tachó el nombre de Aullador de la lista. «O sea que es verdad», pensó. No eran sólo los desvaríos de Deceso. Estaba ocurriendo, ya había empezado.
Llamó a Hiram al Aces High. No creía que él estuviera en la lista de objetivos del Astrónomo, pues sólo había estado implicado de un modo tangencial en todo el asunto de TIAMAT y no había estado en los Cloisters en absoluto. Aun así, merecía un aviso.
Le contó la historia con tanta sencillez como pudo y después dijo:
—Escucha, hay algo que puedes hacer si quieres. Necesito un puesto de mando. Algún lugar seguro para llevar a quienes pueda encontrar y donde la gente pueda dejar mensajes.
—Por supuesto. Nadie atacaría el Aces High, sería una locura.
—Cierto —dijo Fortunato—. Pero por si acaso. ¿Tienes algún modo de contactar con ese androide, Modular Man?
—Creo que una vez me dio una especie de localizador. Podría encontrarle si lo necesitara.
—Tú sólo halágale un poco, creo que eso funcionaría. Si no, podrías sugerirle sutilmente que habrá mujeres. Si hace falta, puede tener una de las mías, no tienes más que llamarme y enviaré a una, de la casa.
Colgó antes de que Hiram pudiera cambiar de opinión.
¿Y ahora qué? ¿Intentar encontrar un chico del que apenas se acordaba entre los miles de personas que estaban en la Tumba de Jetboy? ¿O seguir con la lista? No. El Chico era imprudente y estúpido y tenía una gran habilidad para meterse en serios problemas. Tenía que ser el Chico.
Las entradas para el partido casi estaban agotadas. Cuando Jennifer llegó a la taquilla sólo quedaban asientos en las gradas, pero ya le iba bien. Sólo quería sentarse bajo la cálida luz del sol, dejar que los tranquilizadores sonidos de la multitud la envolvieran y pensar. Pagó la entrada y algún sentido atávico le hizo darse la vuelta y mirar atrás. Había un hombre, moderadamente alto, delgado pero de complexión fuerte, cabello oscuro y ojos oscuros. Parecía estar observándola pero le rehuyó en el momento en que sus ojos se encontraron.
Su mirada se detuvo en él por un momento. Llevaba vaqueros, una camiseta y deportivas oscuras. La musculatura de su esbelta constitución la impactó; después, la masa de compradores de entradas la arrastró hacia el estadio.
¿La había estado mirando realmente o es que se estaba volviendo paranoica? Dejó escapar un profundo suspiro. Probablemente la había mirado por su indumentaria. No había tenido precisamente mucho tiempo para probarse la ropa que había cogido. Los pantalones le iban cortos y le apretaban el trasero y el jersey también era corto, lo que dejaba asomar unos pocos centímetros de su vientre. Eso era. Su ropa. Se estaba volviendo paranoica, fijándose en extraños de la multitud, pensando que suponían una amenaza.
No es que no tuviera razones para estarlo. Al fin y al cabo, la perseguían. Ahora sólo tenía que averiguar por qué y, lo que era más importante, cómo.
Spector estaba cansado de esperar. Su contacto anónimo había dicho a las once y media y pasaban varios minutos de la hora. Quizá no había quedado satisfecho con el modo con que se había encargado de Gruber. No es su culpa que aquel idiota hubiera sacado una pistola. No podían haber sido tan estúpidos como para pensar que las balas eran las responsables de su muerte. Se apoyó contra la estatua de George M. Cohan y se hizo crujir los nudillos. Era consciente de que la Ingram le hacía bulto en el abrigo. La mayoría de los policías estaban en Jokertown, pero el resto de la ciudad también tenía que estar cubierta. Sería bueno deshacerse del arma ahora que el Astrónomo no le seguía el rastro. Por otra parte, nunca sabías cuándo una pistola automática podía ser útil.
La multitud que esperaba para comprar los tickets de los espectáculos de Broadway era menor de lo usual. Spector nunca había visto ninguno; le parecían estúpidos y demasiado caros. Solía venir desde Jersey en Nochevieja para ver caer la bola a medianoche. Era una de las pocas veces en las que se sentía parte de algo mayor que él.
Los rótulos de neón que llenaban Times Square estaban apagados y mates durante el día. Si su contacto no aparecía pronto, podría pillarse una fulana para divertirse un rato. Ver la muerte en los ojos de alguna puta barata le daría unos pocos momentos de alivio del dolor. No sería algo tremendo, como con la chica del metro, pero sería una distracción. Dios, cómo había querido matarla, herirla lo suficiente como para obtener, al menos, una reacción. No obstante, era mejor emborracharse y ver el béisbol por la tele; pasar desapercibido el resto del día no era del todo una mala idea.
—Que les den —dijo, alejándose de la estatua—. Esos chavales del Puño de Sombra van a tener que hacerlo mejor que esto.
—No te vayas —dijo una voz grave y desagradable desde atrás.
Spector se giró. Había un joker unos pocos pasos detrás de él, acortando la distancia con zancadas lentas y medidas. Tenía la camisa manchada de sangre seca y un único ojo situado en el centro de la frente.
—Llegas tarde.
—Ha sido una mañana muy atareada. Tenía que ocuparme de unos asuntillos en el paseo marítimo. —El cíclope alzó el puño, enseñándole unos nudillos gravemente magullados—. Tú debes de ser Spector.
—Sí. Dime algo que no sepa.
—A ver qué tal esto. —Echó un vistazo por encima del hombro—: Los Gambione tienen una cena esta noche en el Haiphong Lily. Una reunión familiar, ya sabes. El don está de camino. Hay que ocuparse de él, y ahí es donde entras tú.
—Esta noche, ¿no? ¿Cuál es el precio del encargo?
—Cinco de los grandes.
Spector se pasó la lengua entre los dientes, limpiándose más sangre seca. Supuso que el matón había recibido una cantidad mayor de alguien de arriba y que pensaría en quedarse el resto para él. El joker no tenía caletre ni para tangar a un chiquillo de seis años.
—Ni hablar, hazlo tú mismo.
—Vale, vale. Siete y medio.
—Diez o te buscas a otro. No estamos hablando de un blanco fácil. Es el don al que queréis que deje tieso. —Retrocedió un paso y miró hacia otro lado. Quería presionar al tipo, para que la organización no le tomara por idiota.
El joker puso los brazos en jarra.
—Hecho.
—Quiero dos ya mismo. —Extendió la mano.
—¿Qué? ¿Aquí mismo? Debes de estar de broma. —Volvió a echar un vistazo alrededor, esta vez con aire melodramático.
Spector se tuvo que morder la lengua para no echarse a reír. Aquel imbécil necesitaba clases de interpretación, y un poco de cerebro para ponerlas en práctica.
—No te habrán enviado aquí sólo con calderilla en el bolsillo. Así que págame o encuéntrame a alguien que pueda.
Le gustaba presionar un poco al matón, ver cómo se retorcía.
El cíclope sacó un grueso sobre marrón del abrigo y se lo aplastó en la cara a Spector.
—Sólo para demostrarte que confiamos en ti. —Spector se guardó el sobre en el bolsillo de su abrigo y sonrió.
—Ni siquiera lo voy a contar. De momento. Vale, ¿a qué hora es la cena de nuestro amigo el don?
—Sobre las ocho, así que tendrás que estar allí un poco antes. Ahora podrás comer bastante bien —dijo dándole unas palmaditas al sobre que estaba en el bolsillo de Spector.
—¿Cuándo obtendré el resto?
—Mañana por la noche, ya te haremos saber dónde. —Se acercó. El aliento le apestaba a podredumbre—. Por cierto, si por casualidad oyes algo de unos libros perdidos, házmelo saber.
Sacó una pequeña libreta de espiral y un bolígrafo y escribió un número de teléfono en la primera página.
—Puedes localizarme aquí en las próximas horas —dijo arrancando la hoja y entregándosela—. Es el Bowery Dime Wild Card Museum. Trabajo allí como guardia de seguridad en mi tiempo libre.
—Le echas un ojo al sitio, ¿no?
El cíclope ignoró la broma.
—Oye, tienes que tener un trabajo legal, por los impuestos. Eso es lo que dice el jefe. Si no, parece sospechoso.
—Claro, claro. ¿Cómo dijiste que te llamabas? Por si acaso…
—Eye.
—¿Y si no puedo localizarte?
—Llama al Dragón Retorcido y pregunta por Danny Mao. Dile que naciste en el año del caballo de fuego y él se pondrá en contacto conmigo.
—¿No te gustaría venir conmigo esta noche? Para estar completamente seguro de que cumplo con el contrato. —Rodeó al joker con el brazo y caminó con él por la acera.
Eye se lo quitó de encima.
—Haz tu puto trabajo y punto. Y quítame de encima tus manos de mariquita.
—Un placer hacer negocios.
Observó cómo se alejaba. Quedaba tiempo para buscar un bar y ver el partido antes del trabajo. Sería mejor que los Dodgers ganaran hoy de una puta vez o el don tendría mucha compañía.