10.00 horas
Cuando llegó a las tortuosas y sinuosas calles del West Village, Jack había empezado a preguntarse si debía cruzar hacia el East Side y Jokertown o continuar hacia lo que aquel día era, sin duda, el centro de la acción en la ciudad: la Tumba de Jetboy.
Al menos ahora estaba en un territorio más familiar. En Greenwich divisó una fachada que reconoció; rebuscó en el bolsillo del pecho y encontró la arrugada fotografía en color que Elouette le había enviado las Navidades pasadas. Obviamente, Cordelia había florecido, pero el parecido bastaría.
El bar se llamaba Young Man’s Fancy. Era una especie de cambiaformas social. Desde que abría a primera hora de la mañana, era un sólido punto de reunión de la clase trabajadora, de los obreros. Después, hacia las seis de la tarde, se sometía a una transformación integral y radical absoluta. En la noche, Young Man’s Fancy era un bar gay. Fuera cual fuera su apariencia, el Fancy era uno de los negocios más veteranos del Village.
Jack subió los tres escalones de golpe y abrió la puerta. En el interior estaba oscuro y a sus ojos les costó un poco adaptarse. Cruzó toda la sala rectangular oyendo cómo las cascaras de cacahuete crujían bajo sus zapatos de la talla once.
El camarero apartó los ojos de la bandeja de vasos de Bud que estaba limpiando.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Puede que hayas estado mirando por la ventana esta mañana —dijo Jack. Alzó la fotografía—. ¿La has visto?
—¿Eres policía?
Negó con la cabeza.
—Creo que no. —El camarero escudriñó la imagen—. Una chica sumamente guapa. ¿Tu mujer?
Jack volvió a negar con la cabeza.
—Mi sobrina.
—Vale —dijo el camarero. Examinó a Jack más detenidamente—. ¿No te he visto a ti aquí hacia las seis?
—Es posible —dijo Jack—, suelo venir aquí. La chica de la foto…, ¿la has visto esta mañana?
El camarero entornó los ojos, pensativo.
—No.
Evaluó a Jack con la mirada.
—Supongo que de veras es tu sobrina, ¿no? ¿Perdida, extraviada o raptada?
—Raptada.
Jack garabateó un número en una servilleta de Hamms. Bagabond le había dado el número de teléfono directo del despacho de Rosemary.
—¿Me haces un favor? Si la ves, esté sola o acompañada, deja un mensaje ahí. —Se encaminó a la puerta—. Te lo agradeceré —dijo por encima del hombro mientras se iba.
—Vale —dijo el camarero—. Lo que sea por un cliente, ya sea de día o de noche.
El taxista la había dejado en Freakers. El club estaba a tope incluso a las 10.20 de la mañana y el portero que la ayudó a salir del coche parecía bastante pasado de vueltas. Su suave pelaje blanco estaba despeinado y sus ojos rojos eran al mismo tiempo turbios y brillantes. Le señaló la puerta del club pero Roulette se limitó a negar con la cabeza y se encaminó hacia el Palacio de Cristal.
Y casi se muere del susto cuando las puertas dobles se abrieron de par en par y una larga fila de jokers bailando la conga salió ondulante a la calle, de entre los muslos de neón de la estríper de seis pechos que adornaba y formaba la puerta del club. A la cabeza de la fila iba una mujer de rostro hermoso que no tenía ningún problema con las sinuosas curvas de la danza, pues a partir del cuello tenía el cuerpo de una serpiente iridiscente; su cola, que acababa en un incongruente penacho de plumas, estaba tiesa y el joker que tenía justo detrás la sujetaba con firmeza por la punta.
No llevaba máscara, a diferencia de la mayoría. El resto de la multitud que se mecía, chillaba y bramaba lucía una variedad de antifaces con elaboradas plumas, pedrería y lentejuelas que recreaban horribles rostros que eran quizá peor que las deformidades que escondían.
Al final de la hilera se aferraban unos pocos nats que parecían excitados y cohibidos, con un punto agresivo, como desafiando a los jokers que habitaban en Bowery (y que proporcionaban en abundancia un escalofriante y sobrecogedor entretenimiento a los turistas) a que objetaran.
Por un momento, Roulette odió a aquellos buscadores de emociones con sus rostros insulsos y normales y su petulante suficiencia. «Ojalá se os pegue», pensó con malicia. «Que Dios os maldiga a todos». Pero el pensamiento iba destinado realmente a Josiah. A él, que había jurado que la amaría y la cuidaría y en cambio la había abandonado en el momento en que más le necesitaba. Por lo visto, el sentimiento de culpa de un blanco liberal no era suficiente para lidiar con una mujer que tenía el virus wild card. Podía ser contagioso. Y podía imaginarse a su antigua suegra sentada en medio del remilgado esplendor de su mansión de Newport, bebiendo té y discutiendo cómo «no importaba lo mucho que trabajaras con una de estas chicas “negras”, se malograban muy a menudo. Muchas veces sencillamente estaban demasiado deformadas y llenas de cicatrices, físicas y mentales, por la opresión del hombre blanco como para entrar en la sociedad blanca. ¿No era una pena? Ay…».
«Pero lo más seguro es que quemara las sábanas y todos y cada uno de los muebles de la casa recuperada después de divorciarme de su hijo. ¡Zorra santurrona e hipócrita!»
Roulette se dio cuenta de que había estado andando a ciegas, abriéndose paso a golpe de hombros entre el gentío que llenaba las calles de Jokertown. El sonido de los martillos y las grapadoras resonaba en el aire ya sofocante de la mañana, gritos de saludos e insultos de los atareados jokers que instalaban casetas para el largo día de fiesta, el aroma de comida (buena y mala) flotaba por encima del aire cargado por los tubos de escape. Más arriba, un pequeño avión privado zumbaba tirando de una larga pancarta que decía «DE JOKER A AS. RESULTADOS GARANTIZADOS. LLAME AL 555-9448».
En otra esquina, la Iglesia de Jesucristo Joker tenía un puesto ya en marcha y repartía panfletos a cualquiera que pudieran parar. Sus resultados también estaban garantizados, en la otra vida. «Acosados por todas partes», pensó Roulette. «Charlatanes aquí y en el más allá. Esperanza desesperada. Bueno, mi gente puede hablaros de eso, y nada se vuelve más fácil hasta que una minoría nueva y menos popular ocupa tu lugar. Y no concibo que surja jamás una minoría más impopular y horrible que los jokers, pobres idiotas».
Había una barricada en la calle Henry. No era legal pero Chrysalis era una figura importante en Jokertown y la comisaría de la zona tenía motivos para estarle agradecida a la propietaria del Palacio de Cristal. Más de un caso difícil se había resuelto gracias a su intervención, así que el jefe de policía no iba a formar un escándalo porque el tráfico se colapsara un poco una vez al año. Chrysalis también tenía control sobre la decoración de las calles, así que la calle Henry proyectaba una imagen de elegante orgullo en lugar de las llamativas estridencias que dominaban en otras. Roulette se deslizó más allá de la barricada y empezó a recorrer la calle. A su derecha, y a lo largo de media manzana, había una explanada vacía llena de montones de escombros, un recordatorio de los disturbios de Jokertown del 76. Unos hierbajos que llegaban hasta la cintura y unos pocos arbolitos resistentes se alzaban entre los cúmulos de ladrillo y yeso. Varias de las pilas tenían oscuras aberturas, como pequeñas bocas bostezando, y se preguntó si el lugar se habría convertido en un refugio para los animales. No podía imaginarse a la quisquillosa Chrysalis permitiendo una guarida de ratas justo al lado de la puerta de su bar. Mientras miraba, captó un destello en las profundidades del agujero que pronto se reveló como un par de ojos brillantes rodeados de pelo. Pero no era el tipo de hocico tímido de un animal que examina desde la madriguera. Era del tipo humano de…
Con un grito ahogado, Roulette agachó la cabeza y se apresuró, pasando por delante de Arachne, cuyas ocho esbeltas piernas trataban de coger el hilo de seda que sobresalía de su bulboso cuerpo y tejerlo en unos de sus famosos chales de tela de araña. Su hija estaba atareada en su caseta colgando una serie de bufandas y chales delicadamente teñidos. La mayoría de los nats jamás habrían comprado uno de estos trémulos y casi transparentes retales de tela si hubiera visto cómo eran fabricados, pero Arachne se ganaba bien la vida abasteciendo de bufandas a Saks y Neiman-Marcus. Roulette poseía una delicada creación de color melocotón con la que parecía haberse envuelto los hombros con una puesta de sol. De haber sabido que Arachne iba a estar en la calle Henry lo habría llevado para mostrar a la mujer que a ella, al menos, no le importaba la fuente y que honraba su maestría.
Se oyó un rumor sordo que iba aumentando en velocidad e intensidad y acabó en un estrepitoso «bum» cuando Elmo, el portero residente del Palacio, hizo rodar otro barril metálico de cerveza desde la puerta de entrada hasta la calle donde se unió a sus hermanos, como si fuera un rotundo taco golpeando un conjunto de rechonchas pelotas. El portero, que también parecía un barril de cerveza, flexionó los hombros satisfecho y fue a por otro.
Había chicos corriendo de un lado a otro de la acera persiguiendo una maltrecha pelota de fútbol mientras en el extremo más alejado de la manzana había empezado un improvisado partido de béisbol. Los radiocasetes atronaban con una algarabía de músicas en conflicto: soul, rock, country, clásica. Los niños gritaban y las madres los llamaban, pero esta locura tenía un cierto sentido de serenidad y seguridad; un sentimiento de familia. No percibía en ninguna parte el impulso desesperado y enervante de divertirse que se había apoderado de la multitud que bailaba en el exterior del Freakers. Esta gente, tan horribles como muchos de los que estaban allí, estaban en paz consigo mismos.
Roulette apartó la mirada de la pandilla de pilluelos que estaban jugando y se forzó a explorar la multitud en busca de una característica figura, menuda y pelirroja. Treinta minutos antes se había parado en la clínica de Jokertown, sólo para que el jefe de cirugía de Tachyon, muy tranquilo, muy elegante, muy guapo y con total aire desaprobación, le dijera que el buen doctor no estaba pero que sin duda podría encontrarlo haciendo visitas a domicilio en algún bar. Había probado en Ernie’s, Wally’s y en la Casa de los Horrores, y ahora en el Palacio de Cristal…
Y lo encontró.
Sentado en una mesita entre muchas otras embutidas en la acera de delante del Palacio. Sostenía una copa de brandy entre sus largos y esbeltos dedos, inclinando el cristal suavemente para que el líquido ambarino fluyera con gracia por los lados. Otra figura cristalina estaba de pie junto a su hombro izquierdo, llena de los huesos y vísceras que forman a un ser humano, con largas uñas pintadas de un rosa iridiscente y una capa de purpurina azul plateada sobre una mejilla invisible. La mismísima Chrysalis.
Había llegado su momento. No había pensado más allá de encontrar al taquisiano, y ahora que le había encontrado, ¿qué iba a hacer? ¿Un desmayo? ¿Un esguince de tobillo? Conocía —como casi todo el mundo— la fascinación del alienígena por las mujeres hermosas pero había montones de mujeres hermosas en Nueva York; ¿y si ya había encontrado una compañera para pasar el día? Y, si no, ¿cómo podía asegurarse de que la eligiera? Tenía belleza, pero no las habilidades que solían acompañarla. Nunca había dominado el arte del flirteo. Y en aquel momento sintió una oleada de alivio. Podía pasar por delante; si reparaba en ella…, bien, que así fuera. Estaba destinado a encontrar su destino. Si no…; intentó no pensar en el hombrecillo enjuto que acechaba en su húmeda guarida.
Centró su mirada en la barricada y empezó a contar sus pasos, notando cómo las suelas de caucho de los zapatos se alejaban del cemento y el modo en que sus pantalones rozaban contra sus tobillos y el roce de su pelo trenzado contra…
—Creo que eres idiota —masculló Chrysalis con su entrecortado acento británico—. Cada año empiezas aquí, con tu primer coñac del día, permaneces sobrio mientras das tu discurso, empiezas a pimplar cerveza durante el partido, mantienes tu dieta líquida en la cena de Hiram y entonces, para poner la guinda perfecta al día, acabas aquí, borracho como una cuba, sintiéndote culpable y miserable. ¿Por qué no sigues mi consejo y…?
—Y cada año me das el mismo consejo —dijo Tachyon en un cadencioso contrapunto.
—Vete a Miami —concluyeron a coro.
La sonrisa de Tachyon se desvaneció.
—¿Cómo voy a marcharme? Tras la terrible noticia sobre Aullador, sin ninguna pista de su asesino…
—No eres policía. Déjaselo a los profesionales. Una obstinada negativa con la cabeza.
—Tachy, no es necesario que tomes parte en esta celebración anual de lo grotesco. Jokertown sabe que te preocupas. No te odiaremos porque estés ausente un día de trescientos sesenta y cinco.
—Pero no este día. Tengo que estar aquí. —Su garganta se esforzó por engullir otro buen trago del brandy—. Es mi penitencia.
La voz sonaba ronca, quizá por los efectos del brandy.
—Eres idiota —dijo Chrysalis de nuevo con suavidad, y le dio un fuerte apretón en el hombro con una mano transparente.
Roulette, contemplando fascinada los blancos dedos de hueso contra el tejido rubí intenso del abrigo de Tachyon, tuvo una desconcertante imagen de la muerte haciendo cabriolas junto al hombre. Poco a poco se llevó la mano delante de la cara y la estudió. El modo en que los tendones se movían bajo su piel café con leche, las medias lunas de pálido blanco bajo las pulidas uñas, la diminuta cicatriz en el dedo índice donde se había cortado durante una clase de cocina cuando sólo tenía seis años. Después, volvió a mirar a Chrysalis, que ya desaparecía por la puerta del Palacio, y pensó: «Debería tener el mismo aspecto que ella, soy la Muerte».
Sintió un frío roce contra la piel magullada de su rostro: una ancla. Soltó un grito sofocado y abrió rápidamente los ojos y contempló los preocupados y pálidos ojos violetas del taquisiano.
—Señorita, ¿se encuentra bien? Parecía que iba a desmayarse.
—Sí…, no…, estoy bien —balbuceó.
La fuerza del brazo alrededor de su cintura no concordaba con sus delicadas facciones.
—Siéntese aquí.
El borde metálico de la silla le tocó en la parte trasera de las rodillas y se dejó caer en ella, y se dio cuenta de lo cerca que había estado de desmayarse. Tenía la copa de brandy entre las manos.
—No.
—Es un remedio aceptado aunque un tanto anticuado para los desmayos. Estaba recuperando el temple y se irguió en la silla.
—Soy lo bastante anticuada para considerar que es demasiado temprano para beber brandy.
Observó con sorpresa cómo una ola de rojo afluía al delgado rostro del alienígena y las pestañas rojas bajaban para esconder la desazón en aquellos ojos púrpuras. Tachyon le quitó la copa en seguida y le dejó bien lejos de los dos, como si abjurara del alcohol.
—Tiene razón. Chrysalis tiene razón. Es demasiado temprano para que me emborrache. ¿Qué le apetece?
—Un zumo de frutas…, me acabo de dar cuenta de que hoy sólo he tomado café.
—Bueno, está claro que eso no le hace ningún bien y se puede ser solucionar fácilmente. Un momento, por favor. —Se levantó de la silla de un salto y corrió hacia el Palacio.
Y Roulette apoyó la cabeza en una mano y trató de reordenar sus pensamientos. O tal vez en ese momento estuviera pensando por primera vez. El hombre que había arruinado su vida había sido una silueta borrosa. Por alguna razón, no se esperaba que fuera tan menudo, o que tuviera una sonrisa tan dulce o una cortesía tan pintoresca, propia de un salón del siglo XVIII.
«Hitler también amaba a los niños y a los animalitos», se recordó. Sus ojos se posaron en uno de los chicos que jugaban a pelota, un muchachito cuyo hinchado cuerpo descansaba en unos piececitos palmeados y cuyas aletas agitaba excitado cuando lanzaban el balón. «Es un crimen demasiado monstruoso y su muerte no aliviará mi sufrimiento sin más».
Volvió y depositó un vaso de zumo de naranja ante ella. La observó mientras bebía, recostado en la silla, con las botas apoyadas en la mesa. Parecía cómodo con el silencio, lo que no era una cosa a la que estuviera acostumbrada con los hombres. La mayoría parecían necesitar un constante parloteo de las mujeres que tenían a su alrededor, como para reafirmar su importancia.
—¿Mejor?
—Mucho mejor.
Las patas delanteras de la silla bajaron con estrépito.
—Puesto que ahora sí que parece apropiado presentarse…, soy el doctor Tachyon.
—Roulette Brown-Roxbury.
—Roulette —repitió, pronunciándolo con acento francés—. Un nombre poco corriente.
Hizo girar el vaso, dejando un cerco de condensación en la mesa.
—Tiene su historia. —Echó un vistazo y encontró que sus ojos descansaban con un perturbador interés en su cara—. Mi madre era alérgica a la mayoría de los anticonceptivos, así que mis padres se decidieron por métodos más naturales. Papá decía que era como jugar a la ruleta rusa, y cuando lo inevitable sucedió decidieron llamarme Roulette.
—Encantador. Los nombres deberían decir algo sobre la persona o sobre sus antecedentes, son como historias que se añaden sucesivamente en cada generación. ¿He dicho algo que la haya ofendido?
Roulette se obligó a mantener una expresión de calma.
—No, en absoluto.
Volvió a contemplar el círculo de condensación y el silencio cayó sobre ellos, haciendo que los gritos de los niños y los golpes de los martillos sonaran más alto.
—Doctor…
—Señorita…
Empezaron los dos a la vez y ambos se dejaron caer en sus respectivas sillas, avergonzados.
—Por favor —le indicó ella—, adelante.
—Me preguntaba qué le ha traído a Jokertown un día como hoy. Carece de la curiosidad culpable o de la avidez morbosa que motiva a la mayoría de los normales.
—He venido para adentrarme un poco más en la desesperación —se oyó decir, y la parte más oscura de su alma la maldijo por ser tan idiota. ¿Qué hombre querría pasar el día con una mujer mórbida y lacrimosa?
Entrelazó sus manos con las suyas, estrechándole los dedos, y el dolor pareció fluir entre ellos.
—Entonces hagamos ese viaje juntos. Si quiere —añadió en seguida, como si temiera ofenderla—. Este día me resulta… difícil. Sería más fácil con su compañía.
—No puedo ofrecerle ningún consuelo.
—Tampoco lo pido. Sólo su compañía. —Le acarició levemente el pómulo magullado con los dedos—. Y quizá, si quiere, podría confortarla.
—Tal vez. —Y en su escondite secreto la Muerte se deleitó…, sólo un poco.
La gente le empujaba por todos lados. Las aceras estaban abarrotadas de jokers disfrazados y nats curioseando. Se movía a la misma velocidad y en la misma dirección que la muchedumbre, dejando que le arrastraran. No tenía ningún sentido llamar la atención. El Astrónomo podía estar en cualquier parte, y normalmente lo estaba.
Spector no tenía que estar en Times Square hasta al cabo de una hora. No quería llegar demasiado pronto; le haría parecer demasiado ansioso. El desfile de Jokertown era el lugar más seguro que se le ocurría para matar el rato.
En la calle, una banda empezó a tocar Jokertown Strutters Ball. Empezó a sentir claustrofobia. Un mimo con tres ojos que llevaba mallas blancas le bloqueó el paso y le indicó que parara. Se puso tenso. El mimo frunció el ceño, exageradamente, después se hizo a un lado y le indicó que pasara. Le dio un buen codazo en el estómago. Y sonrió mientras el joker se doblaba dolorido. Odiaba a los mimos.
Spector estaba agradecido por su constante dolor. Le distraía lo bastante como para no centrarse en el olor a sudor de los jokers. Al final del día muchos nats estarían verdes a causa de aquel tufo a pescado muerto.
Miró su reloj digital. Lo había conseguido de un joven corredor de bolsa al que había asesinado en el distrito financiero la semana anterior. Sólo eran las diez y media. El día, como el desfile, avanzaba despacio. No había estado tan asustado desde que conoció por primera vez al Astrónomo. El viejo le había dicho que dominarían el mundo, que sería un capitoste en la nueva orden. Era todo mentira. Los ases locales se habían entrometido y lo habían echado todo a perder. Al menos el Astrónomo también iba a por ellos. «Espero que cuando pille a Tachyon la cosa sea larga y dolorosa», pensó.
Llegó al borde de la multitud y se metió en un callejón. La basura estaba amontonada en grandes pilas. Había avanzado tres pasos cuando oyó el aullido. Se paró y alzó los ojos: el Astrónomo venía flotando hacia él, sonriente.
—Te dije lo que pasaría, Deceso. Tuviste tu oportunidad —aulló otra vez, con un bramido gutural e inhumano.
Spector se giró y echó a correr de vuelta a la turba, empujando a la gente al pasar, tirándolos al suelo. Ignoró sus amenazas e insultos y se abrió camino hacia la calle. Esquivó a los miembros de la banda, después rebasó una carroza de papel pinocho que representaba a la Tortuga y se metió entre el gentío que estaba en el otro lado. Le daba miedo mirar atrás.
Un agente de policía le cogió del brazo; él le dio un rodillazo en la entrepierna y se lo quitó de encima. A su alrededor, la gente gritaba. Apenas podía respirar.
—Estoy justo detrás de ti. —La voz del Astrónomo estaba cerca. Spector se dio la vuelta. El Astrónomo estaba flotando encima del policía, quien había desenfundado la pistola para disparar. Una luz azul salió proyectada de la mano izquierda del Astrónomo, conectando con la pistola. El arma explotó, salpicando al agente de policía y a los espectadores con metralla. Más gritos.
Spector tropezó con una papelera y cayó de bruces contra la acera de cemento, y se le pelaron las manos. Se puso en pie poco a poco, con las rodillas temblando. Sintió unas manos que le agarraban de los hombros, los dedos se le clavaban con fuerza en la carne. No pudo zafarse.
—No. —La voz de Spector sonaba justo como lo había hecho antes la de Gruber.
El Astrónomo soltó una mano y le agarró por la coronilla.
—Mírame cuando te hablo, Deceso. —Spector sintió que le giraban la cabeza. Experimentó una punzada de dolor insoportable, un crujido y la boca llena de sangre. El Astrónomo le sonrió.
—Es el Día del Juicio.
Un ruido recorrió la muchedumbre, por debajo de ellos. El Astrónomo se dio la vuelta, distraído por algo, y lo soltó como un fardo de basura.
Su cuerpo estaba paralizado y no pudo amortiguar la caída. Cayó de morros en la acera y se fracturó la boca y la nariz. Observó cómo el charco de sangre se hacía más grande alrededor de su boca abierta. Hora de morir, de nuevo. Al menos no tendría que ver ni sentir lo que le iba a suceder.
De lado a lado y de punta a punta, las carrozas ocupaban una manzana y media de la calle Center, al sur de Canal. Fortunato podía ver a Des, el joker con cara de elefante, hecho con tela metálica y flores. Había el dirigible del Dr. Tod y el avión de Jetboy detrás, rematado con líneas de velocidad florales. Un globo de plástico transparente con la efigie de Chrysalis flotaba por encima.
Esto era el Jokertown profundo y no había tantos turistas, y los que llegaban tan lejos no traían a sus hijos. Los conductores, vestidos con uniforme, estaban de pie junto a las carrozas, fumando y hablando entre ellos. El grueso de la multitud parecía moverse en la misma dirección que Fortunato, hacia algo que estaba sucediendo delante.
Media manzana más allá pudo ver las líneas de energía en el aire. Como olas de calor, resplandecientes, que distorsionaban todo lo que estaba a su alrededor. Era una firma que no era una firma, un conjunto de marcas de borrado psíquicas. La había visto por primera vez diecisiete años atrás, en la habitación de un chico muerto, no muy lejos de ahí, donde varias mujeres habían sido descuartizadas con brutalidad como parte de una conspiración que había acabado con la enorme y devoradora monstruosidad de TIAMAT orbitando alrededor del sol.
Estaba aturdido y se le estaba desbocando el pulso. Se dio cuenta de que, en realidad, estaba asustado, simple y llanamente aterrorizado por primera vez en diecisiete años.
Envió una cuña de poder hacia adelante y corrió hacia el lugar donde las líneas parecían juntarse. La gente se apartaba a ambos lados, gritándole pero incapaz de tocarle.
Deceso gritó. Incluso por encima del ruido del tumulto, Fortunato pudo oír el crujido del hueso y el cartílago destrozado y el ruido sordo de un cuerpo golpeando contra la acera.
Mientras se abría paso entre el muro de gente, ya se estaban dando la vuelta, intentando huir. Alguien sacó a rastras a un policía herido, con la mano izquierda negra y requemada y la cara salpicada de sangre. Había un círculo de tres metros en la acera, vacío salvo por Deceso.
Yacía de espaldas, con las solapas del traje gris y el cuello abierto de la zarrapastrosa camisa expuestas. La cabeza estaba completamente dislocada con la cara contra la acera. La sangre le manaba de la boca y la nariz.
Un hombre entre el gentío gritaba.
—¡Ahí! ¡Está justo ahí! ¡Se está escapando! Que alguien le pare, ¡por el amor de Dios! —Señalaba a la nada más absoluta. Lo único que Fortunato pudo ver fueron caras borrosas, como si estuviera tratando de avistar un objeto muy lejano, aunque estaba mirando justo delante.
«Me están bloqueando», pensó. Concentró su energía y ralentizó el tiempo, hasta que la voz del hombre y los gemidos de conmoción y disgusto que le rodeaban quedaron reducidos a un rumor subsónico. Un tornado de energía psíquica estaba suspendido en el caos paralizado a su alrededor: la de Deceso, la suya y la energía viral de los jokers. Era inútil.
Se relajó y el tiempo ganó velocidad. No había nada que pudiera hacer. Deceso estaba muerto. No es que fuera una gran pérdida.
La mayoría de lo que sabía de Deceso era por segundas o terceras personas, los policías y otros testigos, tras los disturbios de los Cloisters. Era un perdedor, un fracasado de clase media que había contraído el virus wild card y muerto en la clínica de Tachyon. El doctor le había resucitado y Deceso nunca se lo perdonó. Regresó como telépata proyector, decían, y lo que podía proyectar era el recuerdo de su propia muerte, con suficiente fuerza para matar con él. Durante un tiempo había sido la mano derecha del Astrónomo hasta que Fortunato y los otros destruyeron su base en los Cloisters y el as negro había reducido su dispositivo shakti a átomos.
Hubiera hecho lo mismo con Deceso y el Astrónomo de haber sido posible. Pero ahora Deceso parecía intrascendente. Por un cierto sentido de la estética, se apoyó en una rodilla y le colocó debidamente la cabeza. Estaba a punto de alejarse cuando Deceso dijo:
—Gracias, lo necesitaba.
Fortunato se dio la vuelta, con los pelos de punta. Deceso estaba en cuclillas, apoyado en sus talones, frotándose las inflamadas zonas moradas del cuello, donde los vasos sanguíneos habían estallado. Los moratones ya se estaban volviendo amarillos, curándose, mientras el as miraba.
Deceso sonrió. Su boca era un poco demasiado larga y fina y, por uno de los lados, llegaba demasiado arriba. La sonrisa estaba llena de terror y las manos del hombre temblaban con tal fuerza que se las cogió y echó a reír.
—No conocías este truquito, ¿verdad? Recibí el don de enviar mi pequeño mensaje negro y también recibí esto otro. Ni el Astrónomo lo sabía. Puedo sanarme, hermano. —Escupió un coágulo de sangre y en el momento en que llegó a la acera ya era una sólida costra marrón.
—Entonces cree que estás muerto —dijo Fortunato.
—Dios mío, eso espero. Habría seguido adelante y me habría arrancado el corazón sólo para asegurarse de mi muerte, si tú no hubieras aparecido. El hijo de puta incluso me dijo que lo haría. Si me hubiera quedado en Brooklyn, tal vez no me habría cruzado con él. —Tosió otro coágulo—. Pues se ha quedado a medias.
—¿Por qué te quiere muerto?
—Cree que le he traicionado. Lo que pasa es que después de toda aquella mierda de los Cloisters empecé a pensar que otra línea de trabajo podría ser más saludable. —Deceso le miró fijamente. Había una chispa en el fondo de sus ojos. Fortunato pudo verla. Si no genio, al menos cierta habilidad y astucia. La mayoría de la gente no lo veía porque la mayoría de la gente no pasaba mucho tiempo mirando a Deceso a los ojos. Por una razón u otra.
Tras el centelleo hubo algo más. El as lo había visto antes, hacía diecisiete años, cuando trajo a la vida a un chico muerto. Era la negra desesperación de haber visto a la muerte demasiado de cerca.
—De hecho —dijo Deceso—, me sorprende que no haya ido a por ti mientras estaba aquí. A menos que te esté guardado para el postre.
—¿El postre?
—Así es, tío. El Día del Juicio, lo llama. Yo voy a morir, tú vas a morir, todos y cada uno de los cabrones que le atacasteis en los Cloisters vais a morir…, y va a ser hoy mismo. Con toda la movida que hay en Jokertown no tiene que preocuparse por los policías o porque alguien más se cruce en su camino.
Fortunato tuvo una repentina corazonada, una convergencia de invisibles líneas de energía.
—¿Sabes algo de unos libros robados? ¿O de un hombre llamado Kien?
—Haces muchas preguntas.
—Te acabo de salvar la vida.
—No. Ni de libros, ni de comosellame —decía la verdad pero Fortunato aún sentía la conexión—. ¿Un hombre llamado Loophole o Latham?
—Lo siento. Ni zorra. El as negro empezó a darse la vuelta.
—Eh, escucha —dijo Deceso—, no pretendía ser insolente. A lo mejor podrías esconderme durante un tiempo. Sólo hasta mañana, hacia esta hora.
—¿Por qué mañana?
—Pues por cómo hablaba. Dijo algo de decir la última palabra y mierdas así. Tengo la auténtica sensación de que mañana por la mañana ya me habré esfumado. Así que, ¿qué dices? ¿Algún sitio donde esconderme?
—No tientes a la suerte.
Deceso se encogió de hombros. El gesto fue un poco envarado pero, por lo demás, su cuello parecía casi normal.
—Supongo que mejor que me las apañe solo, ¿no?
Las esculturas de hielo llegaron a las diez y media en un camión frigorífico que se las había visto y deseado para atravesar el tumulto propio del día desde el taller del artista en el Soho. Hiram bajó al vestíbulo para asegurarse de que no había ningún percance mientras llevaban las figuras de tamaño natural al montacargas. El artista, un joker de aspecto fornido, con piel blanca como el hueso y ojos sin color que se hacía llamar Kelvin Frost, se encontraba óptimamente a temperaturas alrededor de treinta bajo cero y nunca abandonaba las gélidas comodidades de su estudio. Pero era un genio con el hielo, o con el «arte efímero», como Frost y los críticos preferían llamarlo.
Cuando las esculturas estuvieron a buen recaudo, almacenadas en la cámara frigorífica del Aces High, Hiram se relajó lo bastante como para contemplarlas. Frost no le había decepcionado. Su detalle era tan sorprendente como siempre, y su trabajo también tenía algo más: un patetismo, una cualidad humana que incluso podría considerarse calidez, si es que la calidez podía existir en el hielo. Percibió algo desolador y fatal en el modo en que Jetboy se alzaba, mirando al cielo; era un héroe, de los pies a la cabeza, pero de algún modo, también era un chico perdido. El Dr. Tachyon meditaba como El pensador de Rodin pero, en vez de en una roca, estaba sentado en un orbe cristalino. La capa de Ciclón ondeaba de suerte que casi se podían sentir los vientos silbando a su alrededor y Aullador estaba de pie, con las piernas flexionadas, los puños cerrados a los lados y la boca abierta, como si le hubieran pillado derribando a gritos una pared.
Peregrine tenía el aspecto de haber sido sorprendida en otro tipo de acto. Su escultura era un desnudo reclinado; se apoyaba lánguidamente en un codo, con las alas medio desplegadas a su espalda, cada pluma recreada con exquisito detalle. Una sonrisa dulce y astuta iluminaba el famoso rostro. El efecto completo era magníficamente erótico. Hiram se descubrió preguntándose si había posado para él. No sería de extrañar.
Pero la obra maestra de Frost, pensó, era la Tortuga. ¿Cómo aportar humanidad a un hombre que jamás había mostrado su rostro al mundo, cuya persona pública era un enorme caparazón blindado tachonado con objetivos de cámara? El artista había estado a la altura de aquel desafío: el caparazón estaba allí, cada juntura y remache, pero encima, en miniatura, Frost había tallado una miríada de figuras. Hiram rodeó la escultura, admirándola, captando todos los detalles. Estaban los Cuatro Ases, en una especie de Última Cena; Golden Boy se parecía bastante a Judas. En otro lugar, una docena de jokers se esforzaban por trepar por el caparazón, como si estuvieran escalando una montaña imposible. Estaba Fortunato, rodeado por mujeres desnudas retorciéndose y una figura con un centenar de caras borrosas que parecía estar durmiendo profundamente. La pieza revelaba nuevos tesoros desde todos los ángulos.
—Da como pena que se vaya a derretir, ¿no? —le dijo Jay Ackroyd desde atrás.
Hiram se giró.
—El artista no lo cree así. Frost sostiene que todo arte es efímero, que en última instancia todo desaparecerá; Picasso, Rembrandt, Van Gogh, la capilla Sixtina y La Mona Lisa: cualquier cosa que se te ocurra, al final, se convertirá en polvo. El arte en hielo es, en consecuencia, más honesto porque celebra su naturaleza transitoria en vez de negarla.
—Está muy bien —dijo el detective con voz inexpresiva—. Pero nadie ha arrancado un trozo de la Pietà para echárselo en la bebida. —Echó un vistazo a Peregrine—. Debería haber sido artista. Las chicas siempre se quitan la ropa para los artistas. ¿Podemos salir de aquí? Me he olvidado de traer mi muummuu[1] de piel.
Hiram cerró la cámara con llave y acompañó a Ackroyd de vuelta a su despacho. El detective tenía un aspecto anodino, lo que probablemente era algo positivo en su profesión. Cuarenta y pico años, esbelto, justo por debajo del peso medio, cabello castaño peinado con cuidado, vivos ojos pardos y sonrisa efusiva. Jamás le mirarías dos veces por la calle y, de hacerlo, no estarías seguro de haberlo visto antes. Esta mañana llevaba mocasines marrones con borlas, un traje marrón que era evidente que había comprado en una tienda cualquiera y una camisa con el cuello abierto. Una vez Hiram le había preguntado por qué no llevaba corbatas. «Suelen mancharse con la sopa», le había contestado.
—¿Y bien? —preguntó Hiram una vez que estuvo bien instalado detrás de su escritorio. Alzó los ojos hacia el televisor silenciado. Un gráfico de color estaba mostrando olas de sonido que provenían de un monigote amarillo y que derribaban un muro. Entonces cortaron y pasaron a un reportero sobre el terreno que se dirigía a la cámara. Tras él, una docena de coches de policía acordonaban un edificio de ladrillos. La calle estaba cubierta de esquirlas de cristales rotos que centelleaban a la luz del sol. La cámara recorrió despacio hileras de ventanas destrozadas y parabrisas agrietados de los coches que estaban aparcados cerca.
—No fue gran cosa —dijo Ackroyd—. Husmeé por el mercado de pescado durante una hora y en seguida me hice una idea de la situación. Los típicos chanchullos de extorsión.
—Ya veo.
—El paseo marítimo atrae a los delincuentes como los picnics a las hormigas, eso no es ningún secreto. Contrabando, drogas, extorsiones, lo que se te ocurra. Las oportunidades abundan. Tu amigo Gills, como la mayoría de los demás comerciantes, pagan a la mafia un porcentaje y a cambio ella les proporciona protección y ayuda ocasional con la policía o los sindicatos.
—¿La mafia? —dijo Hiram—. Jay, eso suena la mar de melodramático, pero tenía entendido que la mafia está compuesta de caballeros de ciertos grupos étnicos aficionados a los trajes negros de raya diplomática y las corbatas blancas. Los matones que estaban molestando a Gills carecían hasta del más rudimentario sentido de la moda. Y uno de ellos era un joker. ¿Es que les ha dado por reclutar jokers?
—No —dijo Ackroyd—. Ése es el problema. El paseo marítimo del East River pertenece a la familia Gambione pero desde hace unos años los Gambione se han ido debilitando. Ya han perdido Jokertown ante los Príncipes Demonios y otras bandas de jokers, y una banda de Chinatown llamada las Garzas o los Pájaros de Nieve o algo así les ha echado del territorio. Harlem se lo quitaron hace tiempo y la mayor parte del tráfico de drogas de la ciudad ya no fluye a través de las manos de los Gambione. Pero aún controlan los muelles. Hasta ahora. —Se inclinó hacia adelante—. Ahora tienen competencia. Están ofreciendo una protección nueva y mejorada a un precio mucho mayor. Quizá demasiado alto para tu amigo.
—Su hijo está en la universidad —dijo Hiram pensativo—. La matrícula es considerable, creo. ¿Así que lo que he visto esta mañana era un poco de, ehm, extorsión?
—Bingo —dijo Ackroyd.
—Si Gills y los demás comerciantes han estado pagando a los Gambione a cambio de protección, ¿por qué no la están recibiendo?
—Hace dos semanas encontraron un cadáver colgando de un gancho en un almacén a dos manzanas de la calle Fulton. Un caballero llamado Dominick Santarello. Lo identificaron por las huellas dactilares, pues le habían destrozado la cara. Un colega de Santarello, un tal Angelo Casanovista, apareció muerto dentro de un barril de arenques en salazón una semana antes. La cabeza no estaba en el barril con él. En las calles se dice que esos tíos nuevos tienen algo que los Gambione no tienen: un as. O al menos un joker que puede hacerse pasar por un as, pero de los malos. Estas cosas tienden a exagerarse, pero me han dicho que mide más de dos metros, que tiene una fuerza sobrehumana y que es feo que te cagas. Utiliza el encantador nom de guerre de Bludgeon. Los Gambione están perdiendo, diría. —Se encogió de hombros.
Hiram Worchester estaba en shock.
—¿Y qué pasa con la policía?
—Gills tiene miedo. Uno de sus amigos intentó hablar con la policía y su cadáver apareció con una platija clavada en la garganta, literalmente. Los policías están investigando.
—Esto es intolerable. Gills es un buen hombre, un hombre honesto. Se merece algo mejor que vivir asustado. ¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Dejarle el dinero para que pague —sugirió Ackroyd con una sonrisa cínica.
—¡Estás de broma! —objetó Hiram. El detective se encogió de hombros.
—Una idea mejor: contrátame como su guardaespaldas personal a tiempo completo. ¿No tendrá una hija en edad de merecer, por casualidad?
Al ver que Hiram no respondía, Ackroyd se puso en pie y hundió las manos en el bolsillo de su chaqueta.
—Muy bien, quizá se pueda hacer algo. Trabajaré en ello. Chrysalis debería poder contarme algo útil por un precio razonable.
Hiram asintió y se levantó detrás de su escritorio.
—Bien —dijo—. Excelente, mantenme al tanto.
Ackroyd se giró para irse.
—Una cosa más —dijo Hiram. Jack se dio la vuelta con una ceja arqueada—. Ese tal Bludgeon parece que, ehm, tiene mal carácter, por decirlo suavemente. No hagas nada demasiado peligroso. Ten cuidado.
Jay Ackroyd sonrió.
—Si Bludgeon me causa algún problema, le despistaré con magia —dijo. Remedó una pistola con los dedos: tres doblados, el índice apuntando a Hiram y el pulgar en alto, recto como un martillo.
—No te atreverás —le dijo Hiram Worchester—. No si quieres cenar esta noche.
Ackroyd rió, volvió a meterse la mano en el bolsillo y se fue tranquilamente.
Hiram volvió a echar una ojeada a la escena de la televisión. Estaban emitiendo una entrevista con Aullador. El entrevistador era Walter Cronkite. Reparó en que era un fragmento de hacía diez años, de la Gran Revuelta de Jokertown de 1976. Cambió de canal, esperando ver la cobertura de Jokertown y de la Tumba de Jetboy y quizá otro atisbo de Peregrine. En cambio encontró a Bill Movers haciendo un comentario delante de una enorme fotografía de Aullador. Aullador parecía estar muy presente en las noticias esa mañana, pensó. Sintió curiosidad.
Subió el volumen.