9.00 horas
Jennifer descolgó el teléfono del escritorio y marcó un número que sólo había usado una media docena de veces el pasado año pero que se había aprendido de memoria. Se oyeron tres tonos antes de que una voz pastosa, culta y todavía con un ligero acento de Brooklyn dijera:
—Happy Hocker.
—Hola, Gruber.
La voz adquirió un tono distinto, se hizo más grave y empalagosa y llena de una solicitud no deseada.
—Mi querida Espectro —la llamó por el nom de guerre que Jennifer había adoptado—, cuánto tiempo. ¿Qué tal te ha ido?
—Bien.
Jennifer respondió lo más escuetamente posible. No le gustaba León Gruber, aunque él sí le hacía saber continuamente lo que sentía por ella, algo demasiado evidente. Era un cocainómano regordete con la cara pálida y un máster en Bellas Artes por la Columbia. Llevaba la tienda de empeños que había heredado de su padre, en circunstancias bastante extrañas, por lo que la chica había oído. Era su comprador. Nunca dejaba de tirarle los tejos, a pesar de la fría cortesía con la que ella llevaba a cabo todas sus transacciones.
—¿Tienes algo para mí? —preguntó.
Consiguió que la pregunta sonara salaz. Jennifer casi podía verle relamiéndose los carnosos labios.
—Sellos. —Una respuesta sucinta.
—¿Cuánto?
En su voz hubo un dejo de suspiro al resignarse a hablar de negocios.
—Un catálogo de casi dos millones.
Se produjo un largo silencio y cuando, finalmente, Gruber habló, su voz había vuelto a cambiar. Tras sus palabras se percibía algo que Jennifer nunca había oído antes, algo que le hacía sonar aún más frío y calculador de lo usual.
—Me dejas perplejo, querida. Dime, ¿es el stock de un comerciante o una colección privada?
—No es asunto tuyo.
—Bueno, a todos nos gusta tener nuestros secretitos, ¿verdad?
—Mis secretos son cosa mía —dijo con firmeza, algo más que un poco irritada—. Si no estás interesado en mis sellos siempre puedo encontrar a quien sí lo esté.
—Oh, estoy interesado, lo estoy. Estoy interesado en todo lo tuyo, mi querida Espectro.
La joven torció el gesto ante aquellas palabras. Casi podía imaginar las escenas que le aleteaban por el cerebro excitado por la cocaína.
—Eres una persona muy, ehm, intrigante. Apareciste de la nada y en menos de un año te has convertido en la mejor ladrona de la ciudad. Me siento muy afortunado de ser, ehm, tu socio y estoy muy, muy interesado en los sellos. Sin embargo, esta mañana tengo unos asuntos que atender, estoy esperando a unas personas. ¿Puedes venir hacia las once? Quizá podríamos comer después de que le eche un vistazo a la mercancía.
—Quizá. —No tenía sentido enemistarse con él antes de que viera los sellos—. A las once. Allí estaré.
—Te estaré esperando, querida.
Su última frase resonó pegajosa en el oído de Jennifer cuando colgó. Percibió en ella una ansiedad y una avidez más intensas de lo habitual. Decidió que tenía que encontrar un nuevo comprador. No podría soportar los comentarios lascivos de Gruber mucho más. Tal vez se estaba hundiendo demasiado rápido en la adicción a la cocaína. «Abusa demasiado de esa mierda —pensó—, un día de estos le explotará el corazón».
Fortunato miró su reloj; a causa de la multitud, tuvo que levantar el brazo, bien pegado al cuerpo, y cruzarlo sobre el pecho para poder verlo. Pasaban pocos minutos de las nueve. Cuando volvió a alzar la vista, el mundo se había convertido en un caleidoscopio. Esquirlas de brillantes color le rodeaban, formando sin cesar nuevos dibujos, impredecibles pero no demasiado azarosos.
Cuando Caroline le había dicho que era el Día Wild Card sus palabras no habían significado nada. Debería haberlo sabido. Ahora estaba atrapado en medio del tumulto con Brennan sin poder moverse. Cada par de minutos pensaba en romper su regla sobre las exhibiciones públicas. No le costaría nada levitar y salir de entre el gentío y flotar de vuelta a la paz de su piso.
Después pensaba en el Astrónomo, quien podría estar a sólo unos pocos metros, a punto de matar de nuevo y hacerse mucho más fuerte en el proceso.
Justo delante de ellos, la calle Hester confluía con Bowery, en el centro de Jokertown. Las barricadas de la policía bloqueaban las bocacalles, aunque había tantos turistas que los coches no podrían haber entrado ni queriendo. La mayoría parecían ir vestidos para una carrera de atletismo, con pantalones cortos, zapatillas y horribles camisetas, sólo que tenían sobrepeso y llevaban cámaras colgando y gorras con consignas idiotas.
—Mira, ahí hay uno —dijo uno de ellos, señalando a Fortunato. El gorro del hombre decía «COMER FUERA ES DIVERTIDO». Fortunato pensó en sacarle el estómago y dejárselo colgando de la boca por el largo tubo del esófago, y que la sangre, la baba y el desayuno le chorrearan en la acera. «Calma, tómatelo con calma», se dijo a sí mismo.
Al estilo típico de los jokers, el desfile ya se había ido a hacer puñetas. Se suponía que las carrozas oficiales debían estar en fila en dirección a Canal, pero la calle estaba casi llena de vehículos no oficiales, el más evidente de los cuales era un falo de látex de seis metros rosa y reluciente inclinado unos sesenta grados; estaba montado en una plataforma de madera que tres jokers enmascarados intentaban empujar entre la multitud. El pene era bífido y había un cartel colgando entre las dos cabezas que decía «QUE SE JODAN LOS NATS». Un cuarto joker estaba de pie en la plataforma, lanzando lo que parecían condones usados a la muchedumbre. Dos grupos de personas trataban enconadamente de abrirse camino hasta allí arriba: uno, policías; el otro, turistas indignados.
—Ahí está. —Brennan tuvo que gritar al oído del as para conseguir que le oyera. Fortunato se dio la vuelta y vio a Jube sentado en lo alto de su quiosco de periódicos, bajo, gordo, con sus colmillos relucientes bajo el sol de la mañana.
—Vale. —Usó un poco de su poder para despejar un espacio delante del quiosco. Ahuecó las manos a ambos lados de la boca y le llamó—: ¿Puedes bajar un minuto?
Jube se encogió de hombros y empezó a descender. Fortunato alargó el brazo y le agarró el tobillo negro y gomoso para sostenerlo. En el momento en que lo tocó, sintió que le recorría una extraña vibración. Jube bajó la mirada y sus ojos se encontraron. Fortunato le leyó los pensamientos sin querer.
—Sí —le respondió Fortunato—, ahora lo sé.
Jube no era humano.
—Te he visto en el Palacio de Cristal —dijo Jube—, pero nunca nos han presentado formalmente. —Le tendió la mano—. ¿Qué tal se te da guardar secretos?
—Suelo ocuparme de mis propios asuntos. ¿Tachyon sabe qué eres?
—No, no lo sabe nadie excepto tú. Supongo que sólo me queda esperar que no se te ocurra ninguna buena razón para delatarme.
Jube adoptó una expresión de indiferencia cuando Brennan se acercó y dijo:
—Chrysalis me ha contado…
—Que vi al Astrónomo. —La cabeza de Jube, de un negro oleoso y cubierta de mechones de pelo rojizo, se movió arriba y abajo—. Hacia las cinco de la mañana. Yo estaba recogiendo el Enquirer. Como cada lunes, ya sabéis. —Fortunato se aclaró la garganta con impaciencia—. Estaba en el asiento trasero de una limusina, se dirigía hacia la Segunda Avenida.
—¿Cómo sabes que era él? —preguntó Fortunato. Jube vaciló y el as lo convirtió en una orden—. Dime la verdad.
—Yo… fui a algunas de sus reuniones. De los masones egipcios. Pensaba que tenían… algo que yo quería.
Un súbito estrépito hizo que el alienígena diera un respingo. Fortunato se giró: justo al otro lado de Hester, un aparador de cristal había estallado en plena calle. Cuatro chicos orientales con chaquetas de satén azul salieron en grupo de la tienda. El último destrozó el cristal de la puerta con una porra.
—¡Recuerda, viejo! —gritó el chico—. ¡No vuelvas a hacer el gilipollas con las Garzas, tío!
Se precipitaron hacia la multitud y desaparecieron.
En un segundo y medio, Brennan había abierto la caja de cuero y unido las dos mitades de su arco. Aun así, no tuvo ninguna oportunidad de disparar. Volvió a guardar el arco y se giró hacia Fortunato, que no se había movido.
—Hablabas en serio —dijo Jube—, realmente no te metes en los asuntos de los demás.
—No interfiero en lo que desconozco —dijo Fortunato.
Lo dijo pensando en 1969, cuando su poder se manifestó. Durante unos meses estuvo implicado en movimientos políticos clandestinos, tratando de detener la masacre masiva de jokers en Vietnam. Incluso entonces, estando las cosas tan claras, se había sentido inquieto al respecto. Había una mujer implicada y cuando ella desapareció fue el final para él; desde entonces había sido reservado.
—Si quisiera ser policía, sería policía. —Se volvió de nuevo a Jube—. Creo que tú y yo deberíamos sentarnos y tener una larga conversación algún día, cuando no haya tanto jaleo. Por ahora, limítate a mantener los ojos abiertos.
Si vuelves a ver al Astrónomo o a alguien que sepas que está trabajando para él, llama a Tachyon. Él contactará conmigo. ¿De acuerdo?
El alienígena asintió.
—Y por el amor de Dios —dijo Fortunato—, alegra esa cara.
Spector subió despacio por las escaleras de la estación de metro, mirando en todas direcciones. El Jack Daniels no le había ayudado. Había visto al Astrónomo matando antes; había participado en ello varias veces. El viejo podía hacerle pedazos más rápido de lo que él podía regenerarse. Se estremeció y trastabilló. La casa de empeños de Gruber estaba sólo a un par de manzanas.
La avenida Flatbush estaba tranquila, casi desierta. Un niño estaba jugando en un portal, con un avión a reacción en una mano y un dirigible en la otra. Estrelló el avión contra el dirigible y gritó:
—No puedo morir aún, no he visto The Jolson Story.
Spector sacudió la cabeza. No entendía por qué todo el mundo consideraba a Jetboy un héroe. Aquel mierdecilla había intentado evitar que el virus fuera liberado sobre Nueva York pero la había jodido, había fracasado. Y por ello consiguió una estatua y la adoración de millones de personas.
—Jetboy era un perdedor —gritó al niño.
El muchacho se lo quedó mirando, después recogió sus juguetes y se apresuró a entrar en casa.
Spector rebuscó dentro de su traje gris y sacó su máscara de calavera. Se la puso al cruzar la calle del Happy Hocker.
Cambió de acera rápidamente y trató de abrir la puerta; estaba cerrado. La aporreó con fuerza varias veces y esperó. No se oía nada. Lo probó otra vez. En esta ocasión se oyeron unos pasos pesados y apresurados. Oyó el clic de la cerradura y la puerta se entreabrió.
—Ahora mismo estoy ocupado, vuelve más tarde —dijo Gruber.
—Tienes cocaína en la solapa —contestó señalando el traje de tweed hecho a medida. Puso el pie en la puerta—. Soy Spector. Necesito comprar algo.
Gruber abrió y cerró de prisa una vez que Spector entró.
—¿Comprar? Es un tanto inusual. Bien, ¿qué necesitas?
—Una pistola automática y un chaleco antibalas. —Spector echó un vistazo al desorden apenas iluminado. El lugar olía a desuso y a la colonia de Gruber—. ¿Cómo consigues encontrar algo en este caos?
—Todos los asuntos importantes se negocian detrás. —Gruber abrió la jaula y se dirigieron hacia la trastienda.
Era gordo y fofo. Spector podría haberle odiado sólo por eso. Siguió al hombrecillo, concentrándose en su dolor.
Gruber abrió un gabinete y sacó una pistola.
—Ingram Mac-11 con sobaquera. A cualquier comprador corriente le pediría ochocientos, pero tú te la puedes quedar como adelanto. Pronto tendrás algo para mí, espero.
Spector cogió la Ingram y la examinó; estaba bien engrasada y tenía un buen peso.
—Claro. ¿No hay chaleco antibalas?
—No, lo siento.
Spector esperaba que el chaleco pudiera ayudarle si el Astrónomo intentaba arrancarle el corazón. Qué suerte la suya: era un objeto que normalmente Gruber tenía.
—¿Y balas?
—Aquí mismo —dijo Gruber tendiéndole una caja sin abrir—. ¿Por qué necesitas un arma? Quiero decir, al ser un as y tal uno pensaría que, ehm, no te hace falta.
Se dio cuenta de que Gruber tenía cuidado de no mirarle a los ojos. Agarró al gordo por las orejas y se lo acercó. Este intentó arrancarle los ojos con una mano y sacó una 22 automática con la otra. Spector le agarró la mano con la que sujetaba el arma y la hizo apuntar hacia el estómago del prestamista. Hubo dos disparos, ambos en el estómago de Gruber. Tiró el arma; sabía que el hombre tardaría un buen rato en morir por las heridas de bala. Le giró la cabeza, forzándole a acercar los ojos.
—¡No! —dijo Gruber con los ojos cerrados. Spector le golpeó en la garganta y lo tiró al suelo. Se puso a horcajadas sobre el gordo y le sujetó los brazos.
No me mates, por favor, no.
—Ya casi estás muerto. —Le agarró los párpados y tiró de ellos hacia arriba. Gruber gritó pero era demasiado tarde. Sus miradas se encontraron.
Spector era la única persona a la que le había tocado una reina negra y había vivido para contarlo. Por desgracia, el recuerdo de su muerte siempre estaba allí. Le dio rienda suelta enfocándolo hacia su víctima, proyectando su dolor en el cuerpo del hombre, convenciéndole de que estaba muriendo. La rolliza carne de Gruber lo creyó. Puso los ojos en blanco y jadeó. Spector sintió cómo se convertía en un peso muerto y lo soltó.
Miró el mostrador. Gruber había escrito una palabra en un cuaderno. «Sellos». Se encogió de hombros y se alejó. Se colocó la sobaquera y metió la Ingram en ella. Si se topaba con el Astrónomo, podía ser útil o, una vez más, tal vez no. Entornó la puerta de la jaula y la cerró con llave, se puso la máscara y se fue por la puerta de atrás.
«¡Estúpido! ¡No podría haber sido más idiota!», pensó Jack mientras se afanaba por abrirse camino hacia el centro, entre la turba. El enfado consigo mismo aún ardía ferozmente. Inspeccionó el fragmento de la Octava Avenida que podía ver. ¿Dónde estaba la chica con el hombre del traje púrpura y el elegante sombrero de fieltro?
Aún no había llamado a la madre de Cordelia. Elouette tendría que esperar, estuviera impaciente o no. Jack había hecho la única llamada que creía que podría servir de algo: bastaba con que Bagabond y sus animales pudieran avistar a su sobrina…, él se encargaría del resto. Sintió su áspera lengua deslizándose entre unos dientes que eran ligeramente más profusos, más afilados y largos de lo normal. Intentó atemperar su furia. Ya habría tiempo para eso.
Control. Era obvio que ahora tenía un poco. Al principio, al salir de Port Authority, había buscado al azar, abriéndose paso entre la multitud, primero en una dirección y luego en otra. Después, el nivel humano de su mente empezó a calmar al ansioso cerebro de reptil. Estableció un patrón: no repetir una línea de búsqueda, intentarlo en el centro, considerar a Fortunato como pista a seguir; no sabía si el tipo al que creía un chulo era uno de los cazatalentos de Fortunato que actuaba por su cuenta; de hecho, no sabía si el tipo había ejercido jamás ese tipo de captación de talentos, pero valía la pena intentarlo. Al hombre que iba con Cordelia le resultaría más fácil seguir al gentío que fluía hacia Jokertown. Ahora mismo había menos gente en la Octava que en las otras avenidas. En última instancia, Jack tendría que preocuparse por encontrar una buena ruta para atravesar la ciudad. Pero, por ahora, siguió su corazonada.
Dio resultado.
Llegó a la intersección con la calle 38. De repente, al otro lado de la calle, vio un sombrero de fieltro que le resultó familiar, oscilando un poco, como si su portador estuviera buscando algo con desconcierto. También vio la parte de atrás de una cabeza, un fugaz destello de una cascada de brillante cabello negro. El sombrero de fieltro se movió en dirección a la cabellera negra. La joven del pelo negro se alejó aún más. Estaba corriendo.
El sombrero de fieltro la persiguió.
Jack, mirándolos desde atrás, empezó a bajar de la acera. Una mano le agarró por el hombro, tirando de él con brusquedad hacia atrás. Un taxi amarillo que tocó el claxon casi le arrancó los dedos de los pies y su hocico latente.
—Vigila, tío —dijo un fornido joker que estaba a su lado—. Los taxis van como uno putos locos, hoy y siempre.
Ahora el cruce estaba lleno de tráfico, a causa de los últimos taxis que habían conseguido cruzar. Había vehículos en fila en todas direcciones. Nadie parecía preocupado por los 25 dólares de multa por el atasco.
—Nunca hay un policía cuando lo necesitas —dijo alguien.
Jack se abrió camino por el cruce como un buen driblador. «Los Jets estarían orgullosos», pensó sin venir a cuento. Esta temporada podrían usarle. En el otro lado de la 38 se dio cuenta de que ni el sombrero de fieltro ni Cordelia estaban a la vista.
Maldita sea. Tarde o temprano los volvería a encontrar, pensó, y se movió de nuevo hacia el centro. Miró alrededor buscando uno de los pájaros de Bagabond, un gato, una ardilla, lo que fuera.
Nunca hay una paloma cuando la necesitas.
Tras escoger la ropa entre la colección de abrigos, pantalones y faldas andrajosas, sucias y desparejadas que tenía en casa de Jack, Bagabond se encasquetó una gorra marinera en el pelo estropajoso y dejó los gatos atrás mientras subía al nivel de la calle a través de los túneles que rodeaban el hogar de Jack. Con la agilidad adquirida tras años de moverse por los subterráneos, usó los ojos de las ratas que vivían en los túneles para que le mostraran el camino. La perspectiva a ras de suelo que obtenía desde ese punto de vista era suficiente para sortear la mayoría de los obstáculos. Usando sus propios ojos habría tardado días bajo el suelo. Era mejor evitar al máximo el contacto con la masa de gente que reptaba en la superficie, exactamente igual que sus criaturas reptaban por los túneles y las madrigueras.
Se agarró a los peldaños de una escalera que conducía al mundo que había encima y subió. Desplazando ligeramente la tapa de la alcantarilla hacia arriba miró a su alrededor y sólo vio a un vagabundo que dormía en el callejón. Hacía ya mucho tiempo que había encontrado la ruta más directa hasta la oficina de Rosemary Muldoon, en la sede de la fiscalía del distrito. Hoy, sin embargo, las calles estaban atestadas de la gente que celebraba la fiesta. Muchos llevaban máscaras grotescas; otros, el disfraz completo. Bagabond sintió la ira que le despertaba esa gente «normal». El virus que le había dado medios para sobrevivir también la había eliminado de ese mundo de humanos. A veces lo lamentaba; la mayoría del tiempo, no. No le costó esfuerzo alguno maldecir al gentío y abrirse camino hasta el centro de justicia.
Alguien silbó, al parecer como elogio; no se molestó en mirar, no sería a ella.
Antes de que el guardia de seguridad reparara en ella, se unió a una masa de gente que esperaba el ascensor. Manteniendo a la muchedumbre vestida con trajes de tres piezas entre ella y el guardia, se dirigió hacia las escaleras con la cabeza gacha y mirando por el rabillo del ojo. Le llevó varios minutos subir hasta el octavo piso, pero odiaba el ascensor.
En lugar de la recepcionista habitual, que sabía que era una antigua cliente de Rosemary, de la época en que trabajaba en los servicios sociales, la recepción estaba comandada por un hombre guapo de pelo negro vestido con un traje marrón. Cuando entró, estaba teniendo algunos problemas con el teléfono.
—¡Maldita sea! He perdido otra. Deberían fusilar al que diseñó estos botones de espera, ¿no le parece? —habló sin levantar la vista de la consola telefónica cuyos botones estaba aporreando—. Aunque sé que no es la actitud que debería tener un abogado.
Por fin alzó los ojos y su rostro manifestó sorpresa por un instante.
—Hola, ¿qué puedo hacer por usted? —Sonrió a la mendiga—. ¿Es éste el piso que busca? Esto es la oficina del fiscal del distrito. ¿Qué es lo que busca?
—Rosemary. —Bagabond mantuvo la cabeza gacha y la voz baja y áspera.
—¿Rosemary? Soy nuevo aquí, pero la única Rosemary que hay, creo, es Rosemary Muldoon. Es una ayudante del fiscal del distrito. —Se giró para mirar dubitativamente el teléfono—. Bueno, podría intentar pegarle un toque pero…
—Rosemary. —La voz de la indigente era más fuerte y colérica. Cuando volvió a alzar la vista, se encontró, por un mero segundo, con un par de afilados y vivos ojos negros.
—Veré qué puedo hacer. —El teléfono sonó—. Paul Goldberg. Oficina del fiscal del distrito, ¿en qué puedo ayudarle?
Bagabond se dirigió hacia una puerta que había detrás de Goldberg que se abrió justo cuando alargaba el brazo hacia el pomo.
La mujer que había detrás de la puerta era menuda, unos siete centímetros más baja que Bagabond. La indigente lo sabía porque una vez se habían visto obligadas a intercambiar sus ropas. Los ojos de Rosemary cambiaban de color, del castaño oscuro al avellana, según su estado de ánimo. Hoy estaban oscuros e intensos…
—Hola, me alegro de verte, entra. Vuelvo en un momento. —Rosemary le aguantó la puerta a la mendiga. Antes de entrar en el despacho, Bagabond echó una mirada a la recepción. Rosemary asintió.
—Paul, vuelve a llamar a ese servicio de contratación temporal. Diles que si no aparece nadie en quince minutos, acudiremos a otra empresa. Esto es ridículo.
—Sí, señorita Muldoon. Espero no haber ofendido a su cliente. —Sonrió a modo de disculpa a la vagabunda, quien sacudió la cabeza una vez con brusquedad.
—Mi amiga, Paul —dijo Rosemary—. No me pases llamadas, por favor, ¿de acuerdo?
El hombre de detrás del mostrador suspiró y asintió.
—Por supuesto, señorita Muldoon. Espero volver a verla, señora —le dijo a Bagabond. Ya iba a coger el teléfono, que estaba sonando, cuando Bagabond volvió a mirarle fijamente, luego se dio la vuelta y entró cojeando en el despacho de Rosemary.
—Donnis está de vacaciones y todo está hecho un lío. —Rosemary cerró la puerta y se dirigió a la mesa de nogal—. Aquí estamos, con menos personal del que necesitamos, y nuestra última incorporación tiene que contestar al teléfono en vez de trabajar en lo que debería. Es decorativo, eso sí. —Rosemary se apoyó en su escritorio—. Me ofrecieron una moqueta nueva para sustituir esta horrible pelusa verde. En vez de eso, cogí un abogado.
—Buena elección.
Bagabond se sentó en el borde de una vieja silla con respaldo recto. Se quitó el sombrero y se apartó el pelo de la cara.
—¿Qué tal está Jack? —Rosemary alargó la mano y le cogió la gorra a la mujer. Se la puso y miró inquisitivamente a Bagabond, quien meneó la cabeza.
—No pega con el tweed. —Bagabond se recostó con cuidado, como si le preocupara que la silla pudiera desmoronarse—. Bien, supongo. No hablamos mucho estos últimos días. Me ha llamado justo antes de venir aquí. Está persiguiendo a una sobrina que se ha escapado y ha venido a Nueva York.
Rosemary arqueó una ceja.
—Se llama Cordelia Chaisson. Dieciséis años. Una chica de campo, de Louisiana. Jack dice que es muy guapa: alta, esbelta, pelo negro, ojos castaño oscuro. Es cuanto me contó. Parecía muy preocupado.
—Haré correr la voz en las comisarías —dijo Rosemary—. Es lo único que puedo hacer, hay demasiados chicos que huyen a la ciudad.
Cogió una estilográfica de la escribanía que estaba junto a su cadera. Bagabond corroboró la idea asintiendo.
—¿Qué tal la vida fuera de las calles?
—¿Quién dice que ya no estoy en la calle? Con este trabajo, nunca la dejo. —Rosemary suspiró y siguió jugando con la estilográfica. Era evidente que tenía otras cosas en mente—. Las cosas cada vez van peor con la familia. El Carnicero, ¿te acuerdas?, Don Frederico, está asesinando a cualquiera que amenace su autoridad. No es forma de dirigir a la familia Gambione. Ya no tenemos el control absoluto de Jokertown, alguien está volviendo a los jokers contra nosotros, está claro que alguien los está utilizando.
—A los jokers siempre los utilizan. Son la gran mayoría oprimida de este siglo, además de una plaga a la que hay que erradicar. —Bagabond le clavó sus grandes ojos negros.
Rosemary siguió.
—Cuando pagan a los Gambione por protección, siempre obtienen algo. Esa es una tradición que ni siquiera el Carnicero osa abandonar. —Gesticuló con la pluma—. Sigo pensando que si mi padre hubiera tenido un hijo, para hacerse cargo de los Gambione, esto no estaría ocurriendo. Puede que ese H de P del Carnicero sufra un bonito accidente, un resbalón en la ducha o algo así.
—Siempre ha sido un ave de mal agüero. —La vagabunda le sonrió sin ganas a su amiga—. En el poco tiempo que coincidimos, no puedo decir que me causara una buena impresión. Si me entero de algo, te lo haré saber. Normalmente evito Jokertown, pero a las ratas les gusta andar por allí. Hay mucha comida.
—Por favor, no quiero detalles. —Se estremeció—. ¿Quieres saber qué más hay de interesante en mi vida? Lo primero que he oído esta mañana es que hay ciertos libros valiosos en la calle. Ni siquiera sé de quién son, sólo que las Garzas los quieren. Si ellos los quieren, yo también. La verdad es que tú te enteras de las cosas más extrañas, así que si descubres algo sobre este tema, te estaría muy agradecida. —La mujer rehuyó la oscura mirada de la mendiga—. Siento como si te estuviera utilizando, Suzanne, pero tú sabes cosas que nadie más sabe. Gracias.
—Tengo un montón de ojos y oídos. —Bagabond miró por la ventana, por detrás del hombro de Rosemary—. Eres amiga mía. Sólo tengo otro amigo que sea humano. Quiero ayudar.
—Ojalá Jack no fuera tan idiota —dijo Rosemary—. ¿Qué le pasa a ese tío? —Agitó la cabeza en solidaridad—. ¿Has pensado en buscar a otro por ahí?
—¿En la beneficencia, tal vez? —Bagabond se retiró el pelo de la cara con los dedos y se encasquetó la gorra. Se puso de pie y se extendió la andrajosa falda con estampado de cachemira que llevaba encima de un par de chinos—. O a lo mejor en los bares de solteros. Podría crear tendencia.
—Lo siento. —Rosemary se apartó del escritorio y tocó el hombro de Bagabond y ésta se apartó.
—He estado sola durante años, sobreviviré. Además, los gatos estarían más contentos. —Bagabond le mostró sus dientes blancos y afilados—. Estamos en contacto.
Rosemary le abrió la puerta y la acompañó hasta recepción.
—Tengo un juicio en veinte minutos. Llámame si necesitas algo, querida. —La encorvada y renqueante indigente asintió con la cabeza gacha y se alejó.
Al pasar por delante de la recepción, Goldberg alzó los ojos.
—Espero volver a verla pronto, que tenga un buen día.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la mendiga giró la cabeza para mirarle fijamente.
—Sí, yo tampoco me creo que haya dicho eso. —Sonrió y se encogió de hombros, a modo de disculpas, y el teléfono volvió a sonar—. Adiós.
Bajando despacio por las escaleras, se preguntó si Jack ya habría encontrado a Cordelia. Chicas desaparecidas, libros desaparecidos. Todo el mundo buscaba algo. Ella no. Era la ventaja de no tener nada que perder.
Los jokers empezaron a parecer todos iguales.
Y también los normales, vestidos y maquillados como jokers.
Jack parpadeó confuso. Tratar de examinar todos los rostros que iba encontrando era como revisar más de seis estanterías de libros en Strand. Al cabo de un rato, los colores, los tamaños, los títulos…, todo empezaba a parecer lo mismo. Veía cabello negro: nunca el acertado; veía sombreros de fieltro: panamás, sombreros de ala ancha, ninguno era el que buscaba.
En la esquina de West con la Décima, casi se chocó con un chaval que se dirigía al este.
—Cuidado, marica —dijo el joven.
Jack se lo quedó mirando, sorprendido.
—No juegues conmigo —dijo el muchacho—, ni lo intentes.
Jack empezó a sortearle, pues era obvio que el chico no se iba a mover. «Un punk», pensó. Un verdadero punk de la calle, no alguien disfrazado de punk con cresta y maquillaje.
El chico era más bajo que Jack y tan delgado como un hurón. La cara chupada, los ojos del color de la lluvia y un aire de tensión y tirantez.
—Que tengas cuidado —dijo de nuevo.
Al pasar por su lado, un transeúnte le empujó. Tratando de recuperar el equilibrio, rozó el codo del chico con la mano. El muchacho se revolvió y colocó las manos en lo que a Jack le pareció una postura de artes marciales.
—No me toques, sarasa —dijo el chico.
Se quedaron mirándose el uno al otro durante varios segundos. Entonces Jack asintió, dio un paso atrás y se dio la vuelta para irse. No echó la vista atrás pero tenía la sensación de que tenía al chico a sus espaldas, mirándole con aquellos ojos claros, insoportables e intensamente psicopáticos.
El Palacio de Cristal olía como cualquier otro bar por la mañana: como a humo rancio, cerveza derramada y desinfectante. Fortunato encontró a Chrysalis en un oscuro rincón del club, donde su piel transparente la hacía casi invisible. Él y Brennan se sentaron frente a ella.
—Has recibido el mensaje, pues —dijo con su impostado acento de escuela pública inglesa.
—Así es —dijo Fortunato—, pero el rastro se ha enfriado. El Astrónomo podría estar en cualquier sitio en este instante. Esperaba que tal vez tuvieras algo más para mí.
—Tal vez. ¿Conoces a un memo que se hace llamar Deceso?
—Sí. —Hundió inútilmente las uñas en el remate de uretano de la mesa.
—Estuvo aquí hace una hora. Sascha consiguió una lectura de él, alta y clara: «Va a matarme, joder. Ese puto viejo retorcido».
—Se refería al Astrónomo.
—Correcto. Ese tal Deceso parecía haber perdido el juicio. Tenía muchas cosas en su mente, dijo Sascha.
—Quieres decir que hay más —dijo Fortunato.
—Sí, pero lo siguiente va a costarte algo.
—¿Dinero o favores?
—Veo que vamos al grano, esta mañana, ¿no? Bueno, me inclino a decir que favores. Y en honor a la festividad del día, incluso te extenderé una línea de crédito.
—Sabes que para eso soy bueno —dijo Fortunato—. Tarde o temprano.
—De todos modos, no me gusta cobrar por las malas noticias.
La otra cosa que Sascha oyó fue: «Quizá esté demasiado ocupado con los otros».
—Dios —dijo Fortunato.
Brennan le miró.
—Crees que va a emprender una especie de carnicería.
—Lo único que me sorprende es que haya tardado tanto. Debe de haber estado esperando el Día Wild Card por una especie de estúpido dramatismo o algo. ¿Había algo más?
—No sobre el Astrónomo. Pero hay otro problema. Esto quizá te concierne más a ti, Yeoman. He recibido una llamada esta mañana aconsejándome que mantenga los ojos abiertos por si veo cierto libro robado. Tres, en realidad. Dos de ellos son archivadores que contienen sellos bastante curiosos. Quien llamó parecía estar más interesado en el tercero. Es del tamaño de una libreta de estudiante corriente, de color azul, con un dibujo de bambú.
—¿Y quién te llamó? —preguntó Brennan.
—Eso no importa. Lo que me interesa es el grupo al que parecía pertenecer. Tuve que invertir un poco de tiempo y un poco de influencia pero conseguí un nombre.
—¿Cuál es el precio? —dijo Brennan.
—Información por información. Creo que, si trabajáramos juntos en esto, nos beneficiaríamos ambos. Pero no debes ocultarme nada. Si lo haces, me enteraré.
—De acuerdo.
—¿El nombre de la Sociedad del Puño de Sombra te dice algo? El arquero negó con la cabeza.
—No mucho. He oído ese nombre en Chinatown. Eso es todo.
—Bien —dijo Chrysalis—. Supon que mencionara un alto cargo de la organización. Es conocido como «Loophole». ¿Os dice algo a cualquiera de los dos?
Fortunato sacudió la cabeza. Brennan tenía la vista fijada en la mesa.
—Sí —dijo Brennan—. He oído hablar de él. Su verdadero nombre es nosequé Latham. Como Latham, Strauss, el bufete de abogados. El caso es que nadie sabe si el virus wild card destruyó todos sus sentimientos humanos o si es sólo un muy, muy buen abogado.
Chrysalis asintió.
—Un trato justo. ¿Otra ronda?
—Tú primera —dijo Brennan.
—Esta mañana recibí otra llamada por pura casualidad, de un hombre llamado Gruber. Es un agente comercial; de mercancías robadas, no de acciones, me temo. Estaba preocupado por unos archivadores llenos de sellos que un as había intentado venderle esta mañana. Por lo visto la llaman Espectro, trabaja como ladrona. Sólo es una chica y esto le viene un poco demasiado grande. La persona que encontrara esos libros estaría en una posición de enorme poder.
—O acabaría muerto —dijo Brennan.
—Por favor, sigue —dijo Chrysalis—. Soy todo oídos.
—Probablemente ya imagines el resto —dijo Brennan—. Puede que no quieras mencionar el nombre. Es un nombre peligroso y, por tanto, muy valioso.
—Dilo —dijo Chrysalis.
—Kien. Estoy convencido de que Loophole está trabajando para Kien. Algo debe de haber ocurrido, algo gordo. Si Loophole está así de desesperado por el libro, debe de ser algo de Kien, algo importante de veras, que pueda hacerle daño. Y si la Sociedad del Puño de Sombra es Kien, podrían estar en todas partes. —Se levantó—. Aquí es donde nuestros caminos se separan, amigo mío.
Fortunato le estrechó la mano.
—Gracias. Si descubro algo acerca de esos libros, te lo haré saber.
—Buena suerte —dijo Brennan.
Para cuando llegó a la puerta principal ya estaba corriendo.
Chrysalis se inclinó sobre la mesa.
—Ese tal Deceso te resulta valioso, ¿pues?
—Si puede llevarme hasta el Astrónomo, sí.
—¿Por qué no usas tus poderes para encontrar al Astrónomo por tu cuenta?
—No sirven contra él. Me tiene bloqueado, igual que antes se bloqueaba a los radares con papel de aluminio. Ni siquiera podría verle si estuviera plantado aquí mismo. —Señaló con el dedo y Chrysalis, de pronto asustada, se giró poco a poco, siguiendo su dedo.
—No, no hay nadie.
Fortunato ya no la miraba. Estaba construyendo la imagen de un hombre alto, grotescamente delgado, con pelo castaño y rostro demacrado. Si Deceso estaba lo bastante cerca, en el radio de unas pocas manzanas, bastaba con concentrarse para encontrarle.
Abrió los ojos.
—Calle Canal —dijo—. En el metro.