Capítulo tres


8.00 horas

Los leones de piedra que montaban guardia ante la entrada principal de la Biblioteca Pública de Nueva York también se podrían haber tomado el día libre. La biblioteca estaba cerrada y la escalinata, desierta.

Jennifer, tras volver a su piso para tomar un desayuno ligero y ponerse un traje formal de falda negra, chaqueta negra y blusa blanca, extendió la mano y le dio una palmadita a uno en el costado al pasar, en lo que parecía ser un gesto de ánimo por el trabajo bien hecho. Entró en el edificio con su llave y después cerró la puerta tras ella. Las suelas de los zapatos chirriaron sonoramente, resonando de manera inquietante en la vasta antecámara de la biblioteca.

—Buenos día, señorita Maloy —la saludó un anciano vestido con un uniforme arrugado mientras avanzaba por la cavernosa sala principal hacia su escritorio, cerca de las estanterías del primer piso.

—Buenos días, Héctor.

—¿No va a ir al desfile? —El anciano era uno de los guardias de seguridad. Le gustaba contar historias de cuando había visto a Jetboy luchando contra los zepelines en el cielo de Manhattan, cuando era un policía en lo que habían sido los horribles primeros momentos de la nueva era, cuando se había liberado el virus wild card y el mundo había cambiado, de repente y para siempre.

—Puede que más tarde —dijo. Le gustaba el anciano pero éste no era el momento para entramparse en sus interminables recuerdos—. Tengo trabajo que hacer. Un proyecto que quiero acabar.

El viejo Héctor hizo chasquear la lengua contra la dentadura postiza y sacudió la cabeza.

—Trabaja demasiado duro, señorita Maloy. Una jovencita tan guapa como usted debería salir más.

—Lo haré. Es sólo que he pensado que hoy sería un buen día para acabar mi proyecto. Con la biblioteca cerrada y todo eso.

—Ya lo pillo. Ya lo pillo —dijo el afable anciano, recorriendo una hilera de mesas en penumbra—. Nunca he visto a una chica a la que le gusten tanto los libros y tan poco divertirse —murmuró, medio para sus adentros.

Jennifer volvió entre las estanterías, con un ojo en Héctor, para asegurarse de que iba a hacer sus desganadas rondas. No estaría bien, se dijo, que se tropezara con una de las bibliotecarias estudiando minuciosamente un catálogo con un par de libros llenos de extraños sellos en su escritorio. No estaría nada bien.

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El nivel de ruido en el interior del Palacio de Cristal aún era lo bastante bajo como para escuchar las conversaciones privadas, pero Spector no estaba interesado en el espionaje. Enfiló directamente hacia la barra, se sentó y empezó a tamborilear con los dedos en la madera pulida. Sascha, solo tras la barra, estaba ocupado haciendo un brandy alexander para una rubia con un ajustado vestido de algodón blanco y rojo. A Spector, el rostro sin ojos de Sascha le daba escalofríos.

—Oye —dijo Spector, justo lo bastante alto para llamar la atención de Sascha—, necesito un chupito doble de Jack Black.

—Estaré con usted en un minuto.

Spector asintió y se apartó el pelo de los ojos. Estaba demasiado asustado para comer pero siempre le quedaba la bebida. «Mierda —pensó—, debería haber accedido a lo que fuera que quisiera. Ese viejo hijodeputa retorcido puede hacerme picadillo». Se pasó la mano por la boca y trató de calmar su respiración entrecortada. Se dio la vuelta, temeroso de que el Astrónomo pudiera estar justo detrás de él. Poca gente tendría las pelotas de empezar algo en el Palacio de Cristal, pero el Astrónomo ni siquiera se lo pensaría dos veces.

—Su bebida.

Spector dio un bote al oír la voz de Sascha, después se giró.

—Gracias.

Sacó de su bolsillo un arrugado billete de cinco y lo tiró en la barra. Sascha vaciló un instante, luego cogió el dinero y se alejó.

Spector cogió el vaso y engulló el whisky. «Tengo que seguir moviéndome. A lo mejor no me buscará en Brooklyn». Se rió bajito para sus adentros. «A lo mejor el próximo presidente será un joker».

Cuando salió el aire era fresco y tranquilo. Se frotó las manos y echó a andar rápidamente por la calle, hacia la estación de metro más próxima.

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La primera vez que había matado había sido por accidente —si es que algo así podía calificarse como accidente— e incluso ahora lo justificaría porque a los sapos como Sully no se les debería permitir en absoluto reproducirse y multiplicarse.

Acababa de perder el trabajo. Sus dedos se tensaron y en la bandeja de plástico cayeron azúcar y migas de rosquilla rancia. Se lo habían presentado como una excedencia pero sabía que no era así. Durante semanas los rumores la habían atormentado, aleteando por todos los rincones de los cubículos de la oficina, resonando en los lavabos, dejando una marca tangible en cada rostro. «Pobrecilla…, su marido le ha pedido el divorcio… ¿Es verdad…, tuvo… un monstruo?»

Varias de sus amigas embarazadas le dieron la espalda como si su sola presencia pudiera hacer mutar a sus niños; no ayudó a paliar aquel miedo un inquietante rumor surgido del Centro para la Prevención y Control de Enfermedades acerca de dos casos anómalos del virus wild card que habían surgido de un modo que sólo podía explicarse si la enfermedad era, en efecto, contagiosa. Aquel día, cuando la llamó a su despacho, Frank fue amable pero muy firme. Su presencia en la oficina estaba afectando la moral y la productividad de los trabajadores. «Y ¿no necesitaba pasar algún tiempo sola para enfrentarse a “lo que le había pasado”? ¿Por qué no tomarse algo de tiempo?»

Semanas después, cuando el dinero y también su ánimo empezaban a agotarse, encontró a Sully Thornton en la puerta. Era un patético lameculos de poca monta que continuamente clamaba ser uno de los «socios comerciales» de Josiah. Roulette nunca le había visto ocupándose de ningún negocio especial cuando estuvo presente en Smallwoods. En cambio, se había concentrado en cascarse todo el alcohol gratis que pudo y en intentar besuquearla en plan pegajoso cuando estaba borracho o cuando quiera que la pillara sola. Le había abofeteado una vez, y tras una estridente risita que hizo que su prominente nuez se moviera arriba y abajo, le explicó borracho que sólo estaba «imitando al viejo abuelo Thornton con su fascinación por las mujeres morenas; lo lleva uno en la sangre». «Sí —había pensado con acritud—, es como dar palizas a los niños y tirarse a las madres. Es natural».

Sully había mencionado algo sobre querer ver qué tal estaba ya que Josiah la había tratado tan mal, y que podía comprarle la cena, y que había oído que había perdido el trabajo y si necesitaba un «pequeño préstamo». No se le escapó el significado pero, pese a la repulsión que le causaba, aceptó. Estar en la ruina acaba con los principios de las personas.

Más tarde, aquella noche, mientras él gruñía y jadeaba encima de ella, recordó la dolorosísima expulsión del bebé en el parto y se incorporó apoyándose en sus codos y vio… ¡No! Entonces llegó una expulsión de otro tipo y Sully murió.

Los seres que le devoraban el alma empezaron a atormentarla a las pocas horas de la muerte de Sully y, si Judas no la hubiera encontrado, quizá habría dejado de jugar con la muerte. Pero el rastreador de ases del Astrónomo la encontró y la llevó a los Cloisters y el Astrónomo le habló a sus lugares más recónditos, alimentando su enconado odio, prometiéndole que tendría su venganza final y que cuando el último asesinato se hubiera llevado a cabo le daría la paz: borraría para siempre la memoria de su hijo.

El Astrónomo la había usado con moderación, deseoso de mantenerla en secreto para que fuera muy efectiva. Y era efectiva. Hoy era el tercer asesinato que cometía para su horrible amo y cada vez era peor. Bebió un poco del café del Sunshine Cafe, que hacía amarillear los dientes, en un intento de limpiar el asqueroso sabor de muerte que tenía en la boca.

Esta vez él lo sabría. Sentiría su culpa y sus dudas y reaccionaría, y temía decepcionarle… No. Sólo estaba asustada, aterrorizada por él y sus poderes. Por su obsesiva tendencia a destruir. Primero TIAMAT, luego aquellos que le negaron su victoria definitiva.

¿Y si no regresaba?

No, sin él no habría catarsis final, no habría liberación final del recuerdo del monstruo. El Astrónomo podía quedarse con todo el resto, pero Tachyon era suyo. El alienígena le había destrozado la vida.

Se lo haría pagar destruyendo la suya. Aquella era su obsesión, la que la había unido al Astrónomo en una fusión impía de odio y venganza, y era un lazo muchísimo más fuerte que el amor.

—Señora, no alquilo las mesas por horas —gruñó el propietario del Sunshine Cafe, que era la prueba viviente de que los «generadores de alegre publicidad» no tenían la obligación de seguirla.

Dejó el dinero en la mesa y decidió estar agradecida por la interrupción, más que irritada. Se había acabado el refugio en aquel cafetucho. Tenía que irse.

Para enfrentarse a él.

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Normalmente a Hiram le gustaba darse una vuelta por las calles de la ciudad y observar el flujo y reflujo del drama humano en las aceras de Manhattan a través del cristal esmerilado de las ventanas de su Bentley, mientras su conductor se preocupaba por los atascos y los taxis camicaces. Pero hoy Jokertown y los barrios colindantes serían el caos, pues los jokers tomarían las calles y centenares de turistas afluirían a la ciudad para ver los desfiles, los tenderetes callejeros, los fuegos artificiales y el resto de celebraciones que caracterizaban el Día Wild Card.

Para evitar las aglomeraciones, le dijo a Anthony que tomara la autovía FDR, pero incluso ahí el tráfico era un horror. Habría preferido volver a su apartamento para cambiarse pero no había tiempo. Fueron directos al Empire State Building. Se habían dispuesto cordones de terciopelo ante los ascensores que llevaban al Aces High y un letrero con elegantes letras doradas decía «CERRADO POR FIESTA PRIVADA». Saltó los cordones con agilidad, lo que no era ningún esfuerzo para alguien que sólo pesaba trece kilos, pero siempre hacía arquear alguna ceja en el vestíbulo. El ascensor le llevó directo al vestíbulo del restaurante.

Cuando las puertas se abrieron, oyó a su chef ejecutivo gritándole a alguien. La encargada de las salsas, sin duda; siempre estaban discutiendo. Cuando salió del ascensor, un conserje estaba barriendo la guardarropía.

—Asegúrate de que vacías los ceniceros, Smitty —le dijo Hiram.

Se detuvo un momento y echó una ojeada a la sala. En todas las paredes colgaban fotografías enmarcadas de famosos: políticos, figuras del deporte, sex-symbols, gente de la alta sociedad, escritores, estrellas de cine, periodistas y una miríada de ases. La mayoría habían garabateado cálidas dedicatorias a Hiram encima de sus retratos. Se paró para colocar bien la fotografía del senador Hartmann y Aullador que se había tomado la noche en que el senador había sido reelegido; después atravesó las amplias puertas dobles que conducían al restaurante en sí.

Aquí la voz de Paul LeBarre era mucho más fuerte, a pesar del bullicio. Los trabajadores estaban disponiendo mesas redondas para la fiesta y retirando las habituales al almacén. Los equipos de limpieza estaban abrillantando el suelo, la larga barra curvada y las magníficas arañas estilo art déco que daban al Aces High buena parte de su atmósfera. Las amplias puertas de la Sunset Terrace se habían abierto para ventilar la estancia y soplaba un fuerte viento, propio de Nueva York. Vagamente, proveniente de mucho más abajo, Hiram podía oír el sonido del tráfico y las sirenas de la policía.

Curtis, su maître y mano derecha, se le acercó con una docena de piezas rígidas de cartulina bajo el brazo. Era un hombre negro, alto y esbelto con el pelo blanco. Esta noche, con su esmoquin, tendría un aspecto espléndido, elegante e incluso un poco austero; ahora mismo, vestido con una camisa de franela y un peto gastado, sólo parecía agobiado.

—La cocina es un caos —anunció enérgicamente—. Paul insiste en que Miriam ha echado a perder su holandesa especial y amenaza con tirarla por Sunset Terrace. Hemos tenido un pequeño fuego en la cocina pero ya está apagado, sin daños. Las esculturas de hielo llegan tarde. Seis de nuestros camareros han llamado esta mañana diciendo que están malos. Yo lo llamo «la gripe del Carnaval», complicada por el hecho de que en estas fiestas privadas nadie da propina. Una bonificación mayor podría causar una mejoría súbita. Corre el habitual rumor sobre Golden Boy y he recibido tres llamadas de invitados ansiosos que quieren hacerte saber que si él viene, ellos no. Ah, y Digger Downs llamó para decirme que, si no le admitimos esta noche, la revista ¡Ases! no volverá a mencionar el restaurante jamás. ¿Qué tal esta mañana, Hiram?

Hiram suspiró y se pasó una mano por su cráneo sin pelo en un gesto nervioso que le quedaba de los tiempos en que tenía cabello.

—Dile a Digger que le dejaré entrar si su editor promete por escrito que no nos volverán a mencionar nunca más en la revista ¡Ases! Consígueme seis camareros temporales; que sean diez, no serán tan buenos como nuestra gente. No me preocupa Paul. Aún no ha tirado a nadie por la ventana. —Se dirigió a grandes zancadas al despacho.

Curtis le siguió el paso.

—Siempre hay una primera vez. ¿Y qué hay de Golden Boy? Hiram emitió un rudo sonido.

—Tenemos el mismo rumor cada año y el señor Braun aún no ha aparecido. Si alguna vez lo hace, ya me ocuparé de la cuestión de su cena. ¿Quién ha amenazado con cancelar?

—Sparkle Johnny, Trump Card y Pit Boss —dijo Curtis.

—Tranquiliza a Shawna y Lou y dile a Sparkle Johnny que Golden Boy definitivamente va a estar aquí. ¿Eso es la asignación de asientos?

Curtis se la entregó.

—Llamaré a Kevin y veré qué pasa con las esculturas de hielo —dijo mientras Hiram abría la puerta de su despacho privado.

—¡… por la ventana! —Paul LeBarre estaba gritando en la cocina—. De camino podrás pensar en cuál es la manera adecuada de hacer una salsa holandesa. ¡Quizá se te ocurrirá antes de que te estampes!

Hiram torció el gesto.

—Sí, hazlo —dijo—. Y por favor, que alguien me prepare un poco de desayuno. Una tortilla, creo. Tomate, cebolla, trocitos de panceta y queso.

—¿Cheddar?

Hiram arqueó una ceja.

—Por supuesto. Cuatro huevos. Con pommes frites, un jarro de zumo de naranja y un poco de Earl Grey. ¿Hay galletas? Curtis asintió.

—Bien. Tres, por favor. Estoy muerto de hambre.

Usar sus poderes siempre le dejaba hambriento. El Dr. Tachyon decía que tenía algo que ver con la pérdida de energía.

—Anthony estará pronto de vuelta con un traje limpio. Tuve un altercado en la calle Fulton. Envía a alguien al vestíbulo a que lo espere. Si Anthony intenta subir, lo más probable es que la grúa se lleve el Bentley. —Cerró la puerta.

Había un televisor de color de 26 pulgadas fijado a la pared encima de su escritorio. Hiram se sentó en un gran sillón de ejecutivo, de cuero y hecho a medida, que olía como el interior de un club de hombres británico muy antiguo y muy exclusivo; pulsó el botón incorporado de masaje en la espalda, extendió el plano de distribución de los invitados en la mesa de nogal negro y encendió la televisión con el mando a distancia. Willard Scott y Peregrine aparecieron en la pantalla. Por alguna razón, Willard llevaba orejas de alce. Peregrine llevaba lo mínimo posible. Estaban hablando del desfile de Jokertown. Hiram pulsó el botón de silencio. Le gustaba tener la televisión encendida mientras trabajaba, como una especie de tapiz en vídeo que le mantenía conectado al mundo, pero el ruido le distraía. Tras una última mirada al admirable traje de Peregrine, empezó a revisar los croquis, marcándolos con iniciales en la esquina inferior derecha tras examinarlos.

Para cuando Curtis volvió con su tortilla, ya había acabado con los croquis.

—Dos cambios —dijo—. Pon a Mistral cerca de la terraza. Si hay demasiado viento, podrá ocuparse de ello por nosotros.

—Cambia a Tachy y a Croyd. Si ponemos a Tachyon en la misma mesa que Fortunato, morirán inocentes en el fuego cruzado.

—Excelente —dijo Curtis—. ¿Seis mesas para los espontáneos?

Cada año se enviaban invitaciones formales para la Cena del Día Wild Card en el Aces High y se esperaba a quienes confirmaban su asistencia, pero había ases que mantenían cuidadosamente sus nombres en secreto y otros que aún no habían saltado a la palestra. La fiesta estaba abierta a todos ellos y cada año la cola que se formaba en la puerta con todos los que esperaban ganar su entrada demostrando un talento de as era más y más larga.

—Ocho —contestó Hiram tras pensarlo un momento—. Es el cuarenta aniversario, al fin y al cabo.

Volvió a mirar la pantalla de televisión.

—Una cosa más. —Cogió el croquis, que estaba encima de todo, y anotó algo—. Ya está.

Curtis lo estudió.

—Peregrine a su lado. Muy bien, señor.

—Eso creo —dijo sonriendo en silencio. Se sentía bastante complacido consigo mismo.

—Las esculturas de hielo llegarán a la hora prevista.

—Fantástico. Avísame cuando lleguen.

Curtis cerró la puerta tras él. Hiram se recostó en su butaca, echó una ojeada al televisor y cambió de canal. En las escaleras de la Tumba de Jet-boy, Linda Ellerbee estaba entrevistando a Xavier Desmond. Les observó articulando palabras inaudibles durante un minuto. Después, un boletín de noticias interrumpió la conversación. Algo sobre Aullador, cuya fotografía apareció en la pantalla, con el traje amarillo que usaba para el combate. Un buen tipo, pero su sentido del color era casi tan malo como el del Dr. Tachyon.

Hiram frunció el ceño y entrelazó los dedos pensativamente. Todo estaba bajo control. La fiesta sería un rotundo éxito, el acontecimiento social del año. Debería sentirse eufórico. En cambio, estaba preocupado.

El asunto en el mercado de pescado de la calle Fulton; era eso. No podía quitárselo de la cabeza. Gills estaba metido en algún lío, necesitaba ayuda, y él apreciaba al viejo joker.

Habían hecho negocios durante una década y el Aces High incluso había servido la comida en la graduación de su hijo.

Alguien debía averiguar qué estaba pasando, pensó. Él no, por supuesto; él era un restaurador, no un aventurero. Pero conocía a la gente adecuada, y muchos de ellos le debían favores. Quizá debería usar sus contactos.

Encontró el número del Dr. Tachyon en su Rolodex; cogió el teléfono y marcó el número. Dejó que sonara un buen rato. El taquisiano era bien conocido por dormir hasta tarde.

Al final se rindió. El Día Wild Card siempre era una prueba para Tachyon. A veces sí y a veces no, se embarcaba en una borrachera de culpa, autocompasión y coñac. Siendo éste el cuarenta aniversario, la angustia del doctor sería particularmente aguda. Oh, el doctor Tachyon llegaría a tiempo para la cena, de eso no había duda, pero Hiram quería que alguien trabajara en esto de inmediato.

Lo estuvo pensando durante un minuto. Seguro que su buen amigo el senador Hartmann le prestaría los servicios de algún as del Departamento de Justicia, pero implicar al gobierno consumía mucho tiempo y era un lío. Fortunato tal vez ayudaría o tal vez no.

Hizo girar su Rolodex, mirando los nombres, y por supuesto allí estaba, en la primerísima tarjeta:

«JAY ACKROYD. Investigaciones confidenciales y prestidigitación».

Sonriendo, Hiram Worchester cogió el teléfono y marcó.

Ackroyd lo cogió en el quinto tono.

—Es demasiado pronto —se quejó el detective—. ¡Vete por ahí!

—Sal de la cama, Popinjay —dijo Hiram animadamente, a sabiendas de que le irritaría—. El que madruga coge la oruga, y está noche tendrás que coger tu cena, por así decirlo.

—Más vale que sea más de una cena, Hiram —dijo—. Y no me llames Popinjay, maldita sea.

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Cada archivador tenía diez páginas y cada una de ellas contenía cerca de un centenar de sellos con sus números del catálogo Scott pulcramente anotados debajo, lo que hacía muy fácil identificarlos.

Había diez #38 de Irlanda (#171 de Gran Bretaña, «Rialtar Sealadac na heineann 1922» sobreimpreso en tinta azul) sin usar; precio del catálogo, 1500 dólares cada uno. Había ocho #1 de Dinamarca (sin perforación con burilado en ocre) ligeramente matasellados con cuatro excelentes márgenes; precio del catálogo, 1300 dólares cada uno. Había doce #8 de Japón (papel verjurado nativo sin goma) sin usar; precio del catálogo, 450 dólares la pieza. Y así sucesivamente. En conjunto había 1880 sellos en los clasificadores, catalogando un valor medio de 1000 dólares cada uno; por lo tanto, cada clasificador contenía sellos por valor de un millón de dólares aproximadamente. El tercer libro, sin embargo…

Jennifer lo hojeó rápidamente pero la riqueza de los otros libros que yacían en el desordenado escritorio distrajo su mente del misterio del tercero.

Kien había reunido una considerable colección. No sabía mucho de filatelia pero una rápida ojeada a la información sobre los precios en las primeras páginas de los catálogos y su experiencia general en el campo de los materiales raros y coleccionables le dijo que Kien había reunido la colección perfecta para obtener el máximo provecho cuando llegara la hora de vender.

Los sellos que había reunido eran raros, pero no en exceso. Los raros de verdad eran tan bien conocidos que todos los ejemplares existentes estaban documentados, pero de ésos había bastantes como para que no se pudiera rastrear su origen. Ésos eran lo bastante raros para ser, bueno, raros y lo bastante comunes para que su aparición en el mercado no causara ningún revuelo.

También eran lo suficientemente raros para que —dependiendo, por supuesto, de lo desesperado que estuviera al liquidar sus posesiones— Kien pudiera esperar obtener un precio próximo al del catálogo cuando quisiera convertirlos en moneda de cambio. Un breve examen de varios ejemplares escogidos en los catálogos de años anteriores le dijo que también eran lo bastante raros como para aumentar su valor de año en año. Y si Kien jugaba las cartas adecuadas cuando los convirtiera en efectivo, ni siquiera tendría que pagar impuestos. Por supuesto, un único filatélico lo tendría difícil para reunir el dinero necesario para comprar toda la colección, pero había muchos filatélicos en cualquier gran ciudad.

Por desgracia, reflexionó Jennifer mientras revisaba distraída las páginas de sellos, ella no tenía esa opción. No podía dividir la colección pieza a pieza. Tenía que deshacerse de ella de una tacada y se daría con un canto en los dientes si el tratante que se lo compraba le pagaba el diez por ciento de su valor.

Con todo, el diez por ciento estaría bien. Doscientos mil no está nada mal para una mañana de trabajo.

Tenía que afrontar la cuota final de su apartamento, el cual acababa de comprar, y además estaban sus proyectos especiales. Cogió un pequeño librito negro del bolso y repasó su lista de entidades benéficas favoritas, la mayoría centros pequeños y con escasas subvenciones para mujeres maltratadas, niños desamparados y mascotas abandonadas. En la época actual de recortes gubernamentales los ciudadanos particulares tenían que hacer todo lo que pudieran para apoyar a las buenas causas y Jennifer pensó que había un montón de causas nobles en el mundo.

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La humedad se filtraba por una larga grieta que recorría en diagonal la pared del túnel. Todo el peso de Manhattan parecía estar suspendido sobre su cabeza y se preguntó inútilmente por enésima vez si ese laberinto de túneles y pequeños habitáculos sobreviviría. Tal vez sus pasos fueran la presión final necesaria para que su guarida, a punto de desmoronarse, se derrumbara del todo. El miedo impulsó su aliento hasta las profundidades de su estómago y apretó el paso, con la humedad filtrándosele por las sandalias.

Le parecía increíble que, tras la debacle de mayo, cuando los ases de Nueva York asaltaron los Cloisters, mataron a un buen número de masones y destruyeron el dispositivo shakti, el Astrónomo hubiera regresado tranquilamente a su vieja guarida y nadie se hubiera dado cuenta. Cierto, sólo quedaban unos pocos: Kafka, el propio Maestro, Román, Kim Toy, Gresham, Imp e Insulina y ella, que se había salvado sólo porque había decidido pasar el día en un concierto en un pueblo del estado de Nueva York. Tal vez la amenaza del Enjambre (que acababa de ser eliminada recientemente) podía ofrecer alguna explicación.

El túnel desembocaba en una pequeña estancia. Roulette entró y notó que su tacón patinaba al pisar la resbaladiza sangre oscura que yacía en el suelo de piedra, en charcos cada vez más grandes. Había sido un ritual enérgico, pues también había sangre fresca pintando las paredes. Unas estridentes salpicaduras aquí, regueros fluyendo allá impregnando el húmedo yeso gris: una exhibición de arte moderno dibujada con brutalidad. Había extremidades desmembradas apiladas como si fueran madera en un rincón del fondo; la cabeza con los ojos abiertos de par en par estaba situada como un melón encima de todo. Había sido una mujer hermosa, con una larga cabellera negra que ahora le rozaba el muñón irregular de su cuello y unos pendientes de cristal centelleando bajo la cruda luz de una bombilla que colgaba de un cable en el techo.

Naturaleza muerta para un loco, pensó Roulette, y la histeria y la repulsión le agarrotaron la garganta.

Kafka, con un aspecto decididamente dadá mientras se doblaba como un toallero, estaba encorvado junto al Astrónomo. Varias toallas esponjosas con apliques de ositos de peluche le colgaban de los brazos quitinosos y esqueléticos. Su caparazón no dejaba de agitarse, pero Roulette no sabía decir si era por frío o por miedo.

Al fin, se obligó a posar los ojos en su maestro, quien acabó de limpiarse meticulosamente las manos con una toalla y la tiró al suelo a sus pies. Sus ojos flotaban como dos enormes lunas tras las gruesas lentes de las gafas, pero se le veía radiante, casi crepitaba con la energía, y supo que estaba listo para empezar con la agenda del día. Un festín de sangre para preparar el banquete que había de seguir.

—¿Y bien?

—Aullador está muerto.

—Excelente, querida. Excelente. —Se giró y apartó con desprecio su silla de ruedas, que chirriaron lúgubremente al girar hacia un rincón—. Pero cuéntamelo todo. Todos y cada uno de los matices, cada gesto de agonía…

—No fue muy sutil —dijo inexpresivamente y se echó hacia atrás el pelo trenzado para revelar la contusión—. Y aún no puedo oír muy bien con el oído derecho.

Él rió, emitiendo un rumor grave y gutural que la dejó temblando de furia.

—¡Podría haber muerto! ¿Es que no te importa?

—No en demasía. —Tenía la mirada posada en la mujer y ella se retorció, incapaz de mirarlo a los ojos.

—Al menos podrías haberme advertido —gritó, intentando buscar un lugar seguro en el que reposar la vista, pero allá donde mirara todo era locura.

—No soy tu padre. Asumí que eras lo bastante inteligente como para investigarlo por tu cuenta.

—No soy una asesina profesional, no investigo.

Hasta Kafka emitió una risita susurrante y ahogada que sonó como unas manos secas y muertas frotándose, y el Astrónomo echó atrás la cabeza y estalló en carcajadas, con los tendones de su escuálido cuello sobresaliendo como ramitas.

—Ay, tesoro mío, ¿así es cómo te escondes de tu alma? Pequeña idiota. Deberías abrazar el odio, lamerlo, comerlo, deleitarte en él. Te estoy ofreciendo una oportunidad única para encontrar la venganza. Para compensar la pérdida con el dolor. Y cuando todo esto acabe te daré la libertad que anhelas. Deberías estarme agradecida.

—Me estoy convirtiendo en un monstruo —murmuró Roulette.

—¿Es duda lo que estoy oyendo? De ser así, por favor, acaba con ella. La culpa es una emoción que debilita enormemente. Verás, la duda puede conducir a la traición y ya sabes cómo trato a quienes me traicionan. Te estoy dando a Tachyon aunque en verdad querría matarlo yo mismo, así que no me vengas lloriqueando sobre lo cerca de la muerte que has estado y lo horrible que soy por hacerte matar. Y ni siquiera pienses en dar marcha atrás. No tengo tiempo de ocuparme del buen doctor, incluso he tenido que delegar en Imp e Insulina que se encarguen de la Tortuga, así que me enfadaría mucho contigo si tuviera que volver a anotar a Tachyon en mi agenda. El placer no compensaría el agravio, créeme.

—No creo que te motive la generosidad. Creo que le tienes miedo, por eso me envías a enfrentarme con él.

Las palabras ya estaban dichas y había sido una idiota al pronunciarlas, porque se avalanzó sobre ella, cerrando los dedos como un cepo alrededor de su mandíbula.

—¿Me estás llamando cobarde, mi dulce coñito asesino?

Una mueca diabólica se había dibujado en su cara.

—No —se obligó a decir en un susurro apenas audible.

—Bien, no quisiera pensar que no me respetas. Y ahora, háblame sobre Aullador.

—No, yo no… no puedo revivirlo… otra vez. —Era mucho más alta que él, así que le veía la parte superior del cráneo calvo cubierto sólo por unos pocos mechones de cabello despeinados y zonas de piel descamada.

—¡Entonces revive esto! —Y la oleada de recuerdos volvió. La horrible cosa deforme que había permanecido entre sus piernas. El resultado neto de tantas horas de parto doloroso. Un monstruo tan grotesco que hasta las enfermeras habían odiado tener que tocarlo.

—¡Muy bien, muy bien! Sufrió… un gran dolor.

—Su cara, ¿cómo era su cara? Debía de estar mirándote.

—Parecía triste. Como un niño desconcertado que no entendiera por qué le están haciendo daño.

Los sollozos yacían como cristales rotos en lo profundo de su garganta.

—¿Y disfrutaste?

La mano que tenía libre se cerró en su hombro izquierdo y la obligó a arrodillarse ante él. Podía notar cómo la sangre empapaba el dobladillo de su falda, pegándose a la piel desnuda de sus rodillas.

Sus ojos estaban puestos en ella, no había esperanza de que pudiera mentir.

—No. —Las lágrimas se derramaron, fluyendo en cálidos hilillos sobre sus mejillas—. La verdad es que no le conocía. Sólo de una noche. Pero fue amable conmigo. Y ahora está muerto y yo asustada.

—¿De qué?

—De aquello en lo que me estoy convirtiendo. Tengo miedo de seguir…

—Querida, harías mejor en estar asustada de lo que te pasará si no sigues. Me perteneces, Roulette, y me cobraré un terrible castigo si me fallas.

Un grito agudo desgarró su garganta al ver cómo su mano se le hundía en el pecho y notaba una fuerte presión en el momento en que sostuvo su corazón en la palma.

—Un apretón, Roulette, y mueres. —Su mano fue bajando; palpó sus ovarios, lo que le generó oleadas de dolor por todo el vientre—. No hagas que te mate, Roulette. Sería un gran desperdicio. —Retiró la mano y acarició su mejilla magullada—. Pero no quiero asustarte, querida, sino ayudarte. A salvar tu alma y liberarla. Roulette, a menos que consigas tu venganza final y purgues tu alma, te volverás loca, justo como temes. Sin esa limpieza, que yo elimine tus recuerdos no te hará ningún bien. Ahora vete, busca a Tachyon, mátale y serás libre.

—Libre —suspiró.

El Astrónomo le soltó de súbito la barbilla, por lo que cayó para adelante y tuvo que apoyarse con las manos. Gimió un poco cuando la sangre, que ya se estaba secando, fluyó entre sus dedos. «Incluso libre de ti», pensó con una emoción que no era ni amor ni odio, sino una mezcla de ambas cosas.

—Sí, mi pequeña. Incluso de mí.

Apretó los ojos con fuerza, esperando el golpe o cualquier otro castigo que fuera a venir. Pasaron los segundos y nada ocurrió. Con cautela, abrió los ojos.

—¿Y cuándo…?

—¿Borraré tu pasado? Cuando vuelvas para informarme y me cuentes el dolor del mismísimo momento de la muerte de Tachyon. —Sus labios se retorcieron por el posible doble sentido de sus palabras.

—Sí…, está bien…, lo haré.

Roulette se puso de pie. Con una sacudida de cabeza, el Astrónomo indicó a Kafka que se fuera. La horrible y pequeña cucaracha joker corrió hacia la puerta y le ofreció a la mujer una de las toallas limpias que quedaban. La aceptó agradecida.

—¿Te encontraré aquí?

—Depende de la hora. Mi agenda de hoy está bastante llena. —Sonrió con satisfacción y se la quedó mirando pensativo—. Me has servido bien. Oh, ¿por qué no? He decidido llevarme a mis más leales servidores cuando me vaya. —Enrolló un trozo de tubo flexible en su antebrazo y se frotó la vena que sobresalía.

—¿Irte?

—Sí, me voy de este mundo que me ha traicionado y engañado.

—Pero ¿cómo?

—En la nave de Tachyon.

—Pero no sabes cómo pilotar una nave espacial, ¿no? —añadió, dudando de repente. El alcance de sus poderes era impresionante, tal vez sí podía.

—Esa nave volará sola, ya que es una criatura inteligente con una mente, y lo que tiene una mente puedo controlarlo. Hemos fijado la cita mañana a las tres y media de la madrugada. Si estás allí, puedes venir. Siempre que, por supuesto, hayas matado a Tachyon y tu pequeño relato me complazca. Así que, ¿qué dices a eso? No puedo ser más justo —añadió en un tono pensativo, como si considerara su propia magnanimidad.

La sonrisita que fruncía su boca murió y su rostro se retorció en una mueca horrible.

—¡Ahora vete! —gritó y la saliva se acumuló en sus labios en pequeñas gotas y le salpicó en la cara.

Se fue corriendo por el húmedo túnel, con la toalla apretada en los labios. Kafka aún estaba andorreando por el túnel y, cuando le rebasó, Roulette se preguntó cuánto habría escuchado a hurtadillas, si era uno de los «fieles» o no y qué podría hacerle el Astrónomo si no lo era y se enteraba de que Kafka había oído la conversación a escondidas. Por un instante, sus ojos se encontraron y la mujer vio reflejados en los del joker el mismo miedo, confusión, desesperanza y odio que sabía que se reflejaban en los suyos.

Le tocó con suavidad en el caparazón.

—Gracias por la toalla, Kafka.

—De nada —dijo con una curiosa formalidad que hacía que su extraña condición aún resultara más ridícula y dolorosa—. Roulette —añadió mientras se alejaba—, ten cuidado. Me gustaría pensar que uno de nosotros va a salir de esto con cierta normalidad y humanidad aparentemente intactas.

—Bueno, no seré yo, pero gracias por preocuparte.

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