6.00 horas
Después de que Jack se fuera, Bagabond se quedó sola para contemplar su transformación. El espejo le revelaba una atractiva mujer de treinta y pocos que intentaba sonreír, aunque con recelo, como si su rostro pudiera agrietarse. Se dio la vuelta. Apenas había tolerado los trajes de chaqueta, y sólo porque los veía como algo protector. Ese vestido revelaba demasiado de alguien a quien no conocía. Por un momento consideró cambiarse y ponerse la ropa sucia y desastrada que había llevado durante tanto tiempo. Aquella persona nueva le asustaba.
El negro y la tricolor acudieron a ella en respuesta a su emisión de dolor. La gata saltó a su regazo y le lamió debajo de la barbilla mientras el otro se frotaba la espalda contra su pantorrilla. Le preguntaron sobre su mensaje. Ella trató de explicádselo. Les envió una imagen de Paul a ambos. Ninguno de los gatos quedó impresionado por el humano que vieron. Incluso los matices emocionales que Bagabond otorgaba al rostro que recordaba no fueron suficientes. El negro alzó los ojos hacia ella e imaginó la garganta de Paul desgarrada. Era la solución más simple para él. Si algo te molesta, lo matas. Bagabond negó con la cabeza y reconstruyó la imagen de Paul.
La gata tricolor le envió una escena de ella, de nuevo con su atuendo normal, sentada en el suelo de casa de Jack y jugando con los gatitos. Bagabond acarició a la gata tricolor pero bloqueó la visión del grupo familiar. El negro gruñó y colocó sus enormes patas en las rodillas de la humana. La miró a los ojos y ella reconoció la ira y la frustración del animal.
Volvió a mirarse al espejo y vio a una chica con una cinta de cuero con cuentas y una camiseta teñida de colores. Aquella mujer, más joven, parecía sonreírle para darle ánimos. Alargó la mano para tocar la de la chica, preguntándose si alguna vez pudo haber sido tan joven y feliz. Al tocar el cristal, la imagen se convirtió en ella misma, con el vestido verde azulado, la máscara de ojos, el colorete.
Al examinarse otra vez, Bagabond creyó ver algo de los ojos de la chica aún en los suyos.
El estridente timbre del teléfono interrumpió su ensoñación. Dejando a la gata en el suelo, se preguntó si serían más malas noticias para Jack. Pero la voz que había al otro lado era la de Rosemary.
—Suzanne, ¿te he despertado?
—No. —Se sentó en el suelo, junto al teléfono.
—¿Podemos vernos en casa? Quiero decir, en el ático.
—¿Por qué?
—Es sólo que siento como si… —La voz de Rosemary se apagó por un momento—. Supongo que quiero decirle a mi padre lo que estoy haciendo. Quizá es la razón por la que me aferré al puesto. Pero no quiero ir allí sola. Por favor, Suzanne.
—¿Por qué yo?
La abogada vaciló.
—Suzanne…, confío en ti. No puedo confiar en nadie más. Te necesito.
—Eso no es ninguna novedad.
Bagabond apretó la mandíbula y su mano se tensó alrededor del auricular.
—Suzanne, sé que no estás de acuerdo con lo que he hecho, pero te prometo que voy a cambiar muchas cosas.
—Vale, pero tengo una cita a las siete.
La mendiga cerró los ojos disgustada ante la necesidad de que Rosemary la aprobara.
—Gracias. Nos vemos allí.
Rosemary colgó. Bagabond miró a los gatos.
—Creo que esta noche no acabará nunca.
Se puso el jersey negro abierto y largo hasta el tobillo que Jack había insistido en que cogiera. El gato negro y la tricolor la acompañaron hasta la puerta. Ella les dijo con la mente que se quedaran. Los felinos respondieron con maullidos de rabia pero se apartaron de la puerta. Al cerrar la puerta, Bagabond supo que el negro estaba usando otra salida para seguirla.
En la estación de metro, aguantó la puerta del vagón para que el gato pudiera entrar. El negro no estaba nada contento de que le hubiera descubierto, pero sí se alegraba de no tener que perseguir el tren o buscar otra ruta. Jadeó mientras se tendía a sus pies. Acababa de recorrer una larga carrera.
Salió en la calle 96, consciente de un modo súbito de la poca gente que había en el metro. La muchedumbre se había rendido de veras. Subió las escaleras hacia la superficie. Dos manzanas más abajo de Central Parle West, Rosemary esperaba en una parada de autobús. Abrió los ojos de par en par cuando vio el vestido de Bagabond pero no hizo ningún comentario.
—Entremos.
Bagabond estaba impaciente por acabar con aquel asunto. De repente sintió que el gato gris la miraba desde el parque, al otro lado de la calle. Alzó los ojos pero no vio nada en los árboles.
—Supongo que estoy lista.
Rosemary vaciló antes de tirar de las pesadas puertas de cristal.
—Será mejor que lo estés, signorina.
Bagabond la siguió, con el gato negro pisándole los talones.
El portero ya no era un hombre de los Gambione. Era joven, y la mendiga reparó en que estaba estudiando un libro de derecho mercantil. Rosemary le mostró la llave y firmó como Rosa Maria Gambione en el registro de huéspedes.
En el ascensor usó otra llave que las llevó hasta el ático.
—No he estado aquí desde hace cinco años.
La ayudante del fiscal alzó la mirada al techo de la cabina.
—¿Estás segura de que quieres que Rosa Maria vuelva? —Bagabond alargó la mano para tocar el hombro de la otra mujer—. Estabas desesperada por dejar todo esto atrás. Tu padre, la familia, todo ello. Querías expiar todo lo que hizo. ¿Ahora quieres ser como él?
—¡No! —Fulminó a Bagabond con la mirada por un instante antes de bajar la cabeza—. Suzanne, podría hacer mucho bien, cambiar a la familia.
—¿Por qué? —Apenas pudo mantener el equilibrio sobre los tacones altos cuando el ascensor paró bruscamente—. Que se destruyan. Se lo merecen, son criminales.
Rosemary salió al vestíbulo.
—Se ve raro sin los hombres. Siempre había guardias custodiando a mi padre.
—¿Quieres vivir así?
La abogada abrió las puertas dobles de roble, luego se giró y quedó enmarcada por la oscuridad que había tras ella.
—Suzanne, ¿no entiendes que puedo marcar la diferencia? Puedo detener la violencia y los asesinatos.
Bagabond era escéptica.
—O, en su lugar, podrías destruirte.
—Vale la pena correr el riesgo. —Abrió las puertas de par en par y entró—. Eso creo.
Tras ella, Bagabond contempló a la nueva cabeza de la familia Gambione recorriendo la oscura entrada. Murmuró para sí misma y para el gato negro:
—Ya lo sé, que Dios te ayude.
Rosemary le mostró el piso, contándole los sucesos felices que se habían acontecido allí. Eran unos cuantos: las vacaciones, reuniones familiares, cumpleaños… La última sala en la que entraron era la librería. Los libros cubrían las paredes de madera de nogal negro y las pesadas cortinas parecían absorber la mayor parte de la luz. A pesar de la opresiva atmósfera, Rosemary rió.
Ante la expresión de Bagabond, explicó:
—Es horrible. ¿Ves todos estos libros? Mi padre los compró a peso. No le importaba lo que eran mientras tuvieran lomos de cuero y un aspecto aparente. Solía entrar y leer algunos. Había libros de Hawthorne, Poe y Emerson. Era divertido. —Miró a Bagabond a la defensiva—. No siempre era malo vivir aquí.
Pasando la mano por los respaldos de las sillas que bordeaban la mesa central, se dirigió a la de la cabecera. Por un momento rodeó el respaldo con los brazos, como si abrazara a alguien. Después retiró la silla y se sentó, contemplando a Bagabond desde la otra punta de la mesa.
—¿Podrás encontrar la puerta? —Se recostó y quedó empequeñecida por el enorme respaldo tallado de la silla—. Sólo quiero pensar durante un rato.
Bagabond salió de la habitación con la sensación de haber visto a un fantasma. De vuelta en el ascensor, se arrodilló y acarició al gato negro hasta que ronroneó. Después se levantó y se envolvió un poco más con el jersey.
Fuera el sol había salido y el tráfico en las calles había aumentado hasta que los cláxones y el humo de los tubos de escape dejaron claro que el día había empezado. El gato gris aún observaba desde el parque. Era incapaz de captar las emociones del animal sin esforzarse así que le dejó en su intimidad. Le dio unas palmaditas en la cabeza al gato negro y le envió al parque para que viera a su hijo.
Bajó de la acera para parar a un taxi que la llevara al centro, al restaurante.
Mientras el vehículo zigzagueaba entre el tráfico cada vez más denso de la mañana, empezó a intentar pensar buenos temas de conversación. Nada de lo que recordaba de los sesenta parecía apropiado.
Se preguntó si a Paul le gustarían los gatos. Más le valía que sí.
—Vale, ¿cómo me seguiste el rastro hasta la Tumba de Jetboy?
Brennan se encogió de hombros. Ella llevaba la bolsa de los libros y otras dos llenas de comida china que había insistido en comprar en un restaurante de comida para llevar cerca de su piso.
—Fue fácil. Puse un micro en la capa que te di. Ese amiguito de Fatman me teletransportó en medio del túnel Holland, lo que, por suerte, no está lejos de la Tumba de Jetboy. Aunque debo decir que me preocupaba que hicieras alguna estupidez antes de que consiguiera llegar hasta ti. Y tenía razón.
—Hum. ¿Y después?
—¿Y después? Wyrm había situado centinelas para asegurarse de que nadie les molestaría mientras recuperaban los libros. Tenía que colarme o bien cuando aún estaban asegurando el perímetro o bien cuando estuvieran echando a alguien. Sea como sea, ocupé el lugar de uno de ellos justo cuando Wyrm y los otros arrastraban tu cuerpo inconsciente fuera de la tumba. Entonces no fue más que cuestión de esperar mi oportunidad. La vi y salté hacia Wyrm.
—¿Qué le hiciste, por cierto?
Levantó la mano: la palma aún estaba teñida de marrón.
—¿Recuerdas la mostaza que compré al vendedor ambulante? —La recordó—. La lengua de Wyrm es un órgano sensitivo con una sensibilidad extrema que no reacciona muy bien a las especias. Además de molestarle, estoy seguro de que la mostaza también borró todas las trazas de tu aroma. Así que estás a salvo de él.
—Gracias. Y gracias por salvarme la vida.
—Tú hiciste lo mismo por mí. Jamás habría conseguido quitarle el arma a Kien.
Jennifer asintió. Nunca antes había usado su poder de aquel modo y, aunque había sido sin ninguna intención y Kien había intentado, después de todo, matarla, ahora que tenía tiempo para pensar en ello, le daba náuseas. Toda aquella sangre…
Caminaron en silencio durante un rato. Sintió los ojos de Brennan en ella pero no dijo nada hasta que subieron los cuatro tramos de escaleras hasta su apartamento.
—Bueno, aquí estamos.
En el salón había libros por todas partes, lo que le daba un aspecto agradable, una apariencia de vida. Al menos eso era lo que Jennifer pensaba. Brennan puso las bolsas de comida en el mostrador que dividía la cocina del resto de la estancia.
—Como en tu casa —dijo mientras se giraba para poner la cafetera en el fuego y cogía dos platos y varios utensilios de la alacena. Se dio la vuelta para ver a Brennan de pie en medio del apartamento, con una expresión impaciente en su rostro—. ¿Quieres ver el libro?
Asintió. Ella se descolgó la bolsa del hombro y la colocó en el mostrador, junto a la comida. Seleccionó una caja, sirvió una porción de arroz frito con gambas en su plato y alargó la mano hacia la caja de pollo agridulce.
—Venga, adelante.
Si Brennan se dio cuenta del toque de resignación que había en su voz, no mostró ninguna señal. Se acercó con avidez, cogió la bolsa y miró en su interior. La joven seguía con los ojos en la comida. Pinchó un poco de pollo y, de algún modo, no le pareció tan bueno como pensaba que estaría.
—¿Es una broma? —preguntó Brennan al cabo de un momento, con la voz imperturbable y sin rastro de emoción.
Tenía en la mano el diario de Kien. Jennifer tragó saliva.
—No, creo que no —dijo con un hilillo de voz. El lo hojeó, con expresión incrédula.
—Está en blanco —dijo haciendo pasar las páginas para mostrárselo a Jennifer.
—Ya veo.
Dejó el tenedor y miró a Brennan por primera vez.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Brennan, con voz cada vez más airada.
Podía ver los músculos de su mandíbula saltando según la apretaba cada vez más y más fuerte.
—Bueno, lo que se me ocurre a bote pronto es que la tinta no se trasladara cuando volatilicé el libro. A ver, cuesta un poco más que los materiales densos como el plomo o el oro se hagan insustanciales, y debe de haber usado algo así para escribir… con…, a ver…
Su voz fue apagándose según crecía la tormenta en las facciones de Brennan.
—He. Pasado. Por. Toda. Esta. Mierda. Por. Un. Libro. En Blanco —pronunció cada palabra como si fuera una frase.
—No pude decírtelo —dijo Jennifer—. Al principio no confiaba del todo en ti. Luego, cuando vi lo importante que era para ti, sencillamente no pude encontrar el modo.
Brennan la contempló en silencio y ella se encogió esperando que gritara, que le tirara el libro, que la pegara, que hiciera cualquier cosa excepto lo que hizo.
—Un libro en blanco —repitió.
La tormenta que amenazaba su rostro se deshizo y se esfumó tan rápido como se había formado. Se dejó caer sin ver nada en el enorme sillón acolchado que estaba cerca de la estantería; se alzó ligeramente y cogió el ejemplar de tapa dura de Scaramouche que estaba abierto, boca abajo, en el sillón. Lo miró como si nunca antes hubiera visto un libro y murmuró:
—Ishida, mi rosbi, sólo con que pudieras experimentar los sucesos de este día. ¿Qué lecciones podrían aprenderse? Dime. —Miró a Jennifer con ojos serios e inquisitivos—. ¿Qué lecciones pueden extraerse de un libro en blanco?
—Yo… yo… No sé —balbuceó.
Él se encogió de hombros.
—Yo tampoco lo sé, aún. Un nuevo koan sobre el que meditar. —Volvió a hojear el diario, con una expresión divertida en su rostro—. Por supuesto —dijo tras un momento—, Kien no sabe que el libro está en blanco. No tiene ni idea.
Sonrió: la primera sonrisa de verdad que Jennifer había visto en su rostro. Miró a la chica y su sonrisa se ensanchó, hasta convertirse en una risa. Era una risa alegre, refrescante. La joven tuvo la impresión de que no había reído a carcajadas en mucho tiempo. Se sintió a ella misma sonreír tanto por el alivio como por los reconocibles y fuertes vínculos que ya existían entre ellos.
Brennan se puso en pie, riendo y cabeceando. Se acercó al mostrador. Sus ojos y los de Jennifer estaban al mismo nivel. En todo caso, él tenía que alzar los ojos para mirar a los suyos.
Ella nunca antes había visto una verdadera sonrisa en su cara y le gustaba. Él le dijo, sin decir nada, que le gustaba lo que veía cuando la miraba.
Se quitó la capucha y la dejó en el mostrador. Parte de la tensión había desaparecido de su rostro y parecía varios años más joven que cuando Jennifer le había visto por primera vez.
—¿Has comprado rollitos? —preguntó.
Bajó la mirada hacia las cajitas llenas de comida china y sintió una extraña, inesperada e inexplicable punzada de alegría.
Cuando Jack finalmente se las apañó para encontrar el Freakers, entendió por qué no era el tipo de antro nocturno que se anunciaba por todo lo alto. Quienes necesitaban saber dónde estaba, lo encontraban. Mirando a la mujer de neón que se movía a horcajadas sobre la puerta, pensó que tal vez alguna gente llegaba aquí simplemente siguiendo sus más oscuros instintos.
El neón le quemó las retinas como un hierro candente. A estas horas de la madrugada, no había ningún guardia en la puerta. Aquel debía de ser el momento del día en el que la mayoría de los clientes más fieles se presentaban.
Ignorando las líneas parpadeantes y brillantes que tenía por encima, empujó la puerta y entró. Lo primero que captó fue el humo, el ruido amortiguado de las conversaciones y los dibujos geométricos en colores primarios.
Al otro lado de la sala principal, una estríper evidentemente cansada desarrollaba con desgana sus movimientos en un escenario cilíndrico que giraba. Bañada en un foco rosa, se movía ondulante, siguiendo una música tan baja que Jack ni siquiera podía escucharla. Entrecerró los ojos, tratando de concentrarse en el humo. Reparó entonces en que el abdomen de la estríper estaba cubierto de lo que parecían pares de labios verticales. Se había quedado con el último tanga.
Jack se alejó y oteó las mesas. Se dirigió hacia la sencilla barra de madera. Después vio la hilera de cabinas al fondo. Había una chica en una de ellas: una mujer de cabellera negra que le caía por los lados del delgado rostro. Iba vestida con un impresionante y ajustado vestido azul. Le estaba mirando directamente a él.
De pie junto a la cabina, había un hombre anodino con un traje marrón hablando con la joven. Se irguió cuando Jack se aproximó. Él vaciló y luego se acercó a ellos. Ignorando al hombre vestido de marrón, Jack contempló a la mujer. Ella empezó a sonreír.
—¿Tío Jack?
El ojo de malaquita del caimán de plata que pendía del lóbulo de su oreja izquierda centelleó como si atrapara la luz del foco que parpadeaba en el escenario.
—Cordelia.
Al instante estaba saliendo de la cabina y aferrándose a él como si estuviera viajando en tercera y fuera el único salvavidas del Titanic. Permanecieron así durante largos segundos.
El hombre que había estado hablando con Cordelia dijo:
—Eh, si lo que queréis es eso, deberíais alquilar una habitación.
Pareció que lo decía sin ninguna malicia. Jack alzó los ojos por encima del hombro de Cordelia, hacia él. La chaqueta del traje del hombre estaba arrugada. No llevaba corbata. Para Jack, tenía el aspecto que uno podría imaginar que tiene un agente del FBI destituido, venido a menos y en la ruina. El hombre le ofreció una sonrisa irónica.
—Oye, pensé que no estaría de más intentarlo. Sin ánimo de ofender.
—¿Te conozco? —dijo Jack.
—Me llamo Ackroyd. Jay Ackroyd. Detective Privado. Le tendió la mano.
Jack la ignoró. Los dos hombres se miraron a los ojos durante unos segundos. Luego Ackroyd sonrió:
—Se acabó, tío. Al menos por ahora. Todo el mundo está molido. Tregua. Gesticuló indicando la barra.
—Además, nadie hace nada mientras Billy Ray está paladeando su cerveza.
Jack siguió el dedo del detective. Vio a un tipo con un traje de combate blanco y ajustado sentado solo en una mesa. Los rasgos del hombre no coincidían, eran asimétricos. Su mandíbula parecía inflamada y estaba bebiendo su cerveza con una pajita.
—El orgullo del Departamento de Justicia. El más malo de los malos —dijo Ackroyd—. Escucha, relájate, busca algo para beber y charla con tu sobrina.
Jay se encaminó a la puerta, haciendo eses con sus mocasines marrones desgastados.
—Siéntate, tío Jack. —Cordelia le hizo sitio a su lado en el interior de la cabina.
—¿Qué estás bebiendo? —Tocó la copa.
—7-Up. —Rió tontamente—. Quería RC, pero aquí no tenéis.
—Sí que tenemos. En Manhattan puedes conseguir cualquier cosa. Es sólo que estás en el barrio equivocado.
Una camarera con pantalones cortos y top de satén, con la piel visible mostrando un bordado de tumores granulares, se acercó a la cabina.
—¿Algo para beber?
Jack pidió una cerveza. Iron City. Ese era el tipo de cerveza de importación que podías pedir en un sitio como aquel.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? Mi amiga Bagabond y yo hemos estado buscándote todo el día. Te vi en Port Authority y te alejaste antes de que pudiera abrirme paso entre la multitud. Estabas con alguien que parecía un chulo.
—Y lo era, supongo —dijo Cordelia—. Había un hombre llamado Deceso… Me salvó. —Vaciló—. Aunque después ayudó a intentar matarme. Esta ciudad me confunde, tío Jack.
—Se lo haré pagar, de un modo u otro.
Por una fracción de segundo, su rostro empezó a alterarse y su mandíbula a deformarse. Respiró hondo, se recostó y notó cómo sus dientes volvían a su tamaño humano.
—¿Por qué estás aquí? Tu familia se está volviendo loca.
—¿Por qué estás aquí, tío Jack? Siempre he oído lo que mamá y las demás parientes contaban sobre cómo escapaste y por qué viniste a este sitio.
—Vale, es verdad —dijo Jack—, pero yo podía cuidar de mí mismo.
—Y yo también —dijo Cordelia—. Te sorprenderías. —Vaciló—. ¿Sabes todo lo que ha pasado hoy? —La joven no esperó a que Jack sacudiera la cabeza—. Ni siquiera puedo explicártelo todo. Pero entre otras cosas: un traficante trató de secuestrarme, me rescataron, me encontré con gente realmente extraña y con gente realmente fabulosa, encontré al hombre más maravilloso, Fortunato, y casi me matan y entonces… —se detuvo.
Jack meneó la cabeza.
—¿Y entonces qué, por el amor de Dios?
Se inclinó hacia su cara, le miró directamente a los ojos y dijo muy seria:
—Sucedió algo increíble.
Jack estuvo a punto de reír pero no lo hizo. Aceptó su seriedad y dijo:
—¿Qué pasó, Cordelia?
Incluso en la penumbra iluminada por el neón pudo ver que se estaba sonrojando.
—Fue como cuando empezaban mis períodos —dijo por fin—, ¿sabes? Probablemente, no. En cualquier caso, ocurrió cuando estaba allí, en aquel ático y ese viejo estaba a punto de matarme… Algo cambió. Es difícil describirlo.
—Creo que me hago una idea —dijo Jack.
Ella asintió con seriedad.
—Creo que sí. Es por lo que dejaste la parroquia hace tantos años, ¿verdad?
—Supongo. Tú… —Esta vez fue él quien tartamudeó—: has cambiado, ¿verdad? Ya no eres la misma persona que eras.
La muchacha asintió con vehemencia.
—Aún no sé en qué me estoy convirtiendo. Lo único que sé es que cuando ese tal Imp intentó agarrarme, iba a ayudar al viejo a arrancarme el corazón o algo así, experimenté ese sentimiento en mi interior, como si todo estuviera muy tenso y entonces… —Se encogió de hombros expresivamente—. Lo maté. Lo maté, tío Jack. Lo que realmente pasó fue una sensación como de poder usar algo que está en lo hondo de mi mente y que nunca antes había sabido usar. Podría hacer cosas a los hombres que trataran de hacerme daño. Podría cortarles la respiración, hacer que sus corazones dejaran de latir: no sé qué más. De todos modos, ya ha sido suficiente. Y aquí estoy. —Volvió a pasarle el brazo por el cuello—. Estoy muy contenta, de verdad.
—Desde luego, tienes talento para restarle importancia a las cosas —dijo Jack sonriendo—. Escucha, ¿estás preparada para venir a casa?
—¿A casa?
Parecía desconcertada.
—Mi casa. Puedes quedarte conmigo. Arreglaremos las cosas. Tu familia lo está pasando fatal.
Ella se echó hacia atrás.
—No voy a volver, tío Jack. Jamás.
—Tienes que hablar con tu familia.
Negó con la cabeza.
—Y lo que harás a continuación será meterme en un autobús. Me bajaré en la siguiente parada. Huiré. Lo juro. —Se alejó de él.
—¿Qué ocurre, Cordelia?
Se sentía confuso.
—Si vuelvo, estará el tío Jake. El tío abuelo Jake.
—¿Snake Jake? —Jack empezó a comprender—. ¿Acaso él…?
—No puedo volver —dijo.
—De acuerdo, no vuelvas. Aun así, tienes que hablar con Robert y Elouette.
Para su sorpresa, ella estaba llorando.
—No.
—Cordelia…
Se limpió las lágrimas. Ahora había algo duro en los frágiles rasgos de su cara, una fortaleza en su voz.
—Tío Jack, tienes que entenderlo. Hoy han ocurrido muchas cosas. Quizá sea una de las geishas de Fortunato, o sirva copas en un sitio como éste, o vaya a la Universidad de Columbia y me convierta en científico nuclear o algo. Lo que sea, no lo sé. No sé quién soy. No sé qué soy, quién soy ahora. Y voy a descubrirlo.
—Puedo ayudarte —dijo él en voz baja.
—¿Puedes? —Le miró con intensidad—. ¿Sabes quién eres tú, realmente?
Jack no dijo nada.
—Ya. —Movió la cabeza, despacio—. Te quiero mucho, tío Jack. Creo que somos muy parecidos. Pero estoy dispuesta a descubrir quién soy, tengo que hacerlo. —Titubeó—. No creo que admitas eso ni ante ti mismo ni ante la gente que te rodea.
Era como si estuviera mirando su interior, recorriendo con una linterna las interioridades de su corazón y su mente. Se sentía incómodo tanto con el inflexible resplandor como con las sombras.
—¡Eh! —El grito provenía de Ackroyd, que estaba sacando la cabeza desde la puerta principal—. ¡Tenéis que ver esto! ¡Todos!
Volvió al exterior.
Cordelia y Jack se miraron el uno al otro. La joven se unió a todos los demás que se dirigían hacia la puerta. Jack dudó y después la siguió.
Fuera, la noche se batía en retirada. El alba rompía por encima del East River. Jay estaba plantado en la calle y señalaba el cielo.
—¿Lo veis?
Todos miraron. Jack entornó los ojos y al principio no sé dio cuenta de lo que estaba mirando. Después, los detalles encajaron.
Era el avión de Jetboy. Después de cuarenta años, el JB-I volvía a surcar el cielo sobre la silueta de Manhattan. Con las alas en alto y la cola en forma de trucha, era sin lugar a dudas la pionera nave de Jetboy. El fuselaje rojo parecía arder bajo los rayos del primer sol de la mañana.
Había algo raro en la imagen. Entonces Jack se dio cuenta de lo que era. Al avión de Jetboy le salían líneas de velocidad de las alas y la cola. «¿Qué diablos es eso?», pensó. Pero en aquel momento estaba traspuesto por la visión como todos los que le rodeaban. Era tan fuerte que todos contuvieron el aliento colectivamente.
Después todo se vino abajo.
Una de las alas del JB-I empezó a doblarse y separarse del fuselaje. El avión se estaba partiendo.
—¡Santo… Jesucristo… Joker! —dijo alguien. Era casi una plegaria.
De pronto, Jack se dio cuenta de qué era lo que veía. No era el JB-I, en realidad, no. Observó cómo se desprendían fragmentos de la nave que no eran de aluminio o acero. Estaban hechos de flores brillantes, servilletas de papel arrugado, madera y malla de gallinero. Era el avión de Jetboy de la carroza del desfile de la mañana.
Los desechos empezaron a caer lentamente sobre las calles de Manhattan, tal y como había ocurrido cuatro décadas antes.
Jack vio entonces lo que ocultaba la réplica del avión de Jetboy. Pudo distinguir el caparazón de acero, el inconfundible perfil de un Volkswagen Escarabajo modificado.
—¡Dios bendito! —dijo uno en nombre de todos—. ¡Es la Tortuga!
Jack pudo oír las ovaciones de la otra cuadra, y de la cuadra que estaba más allá. Mientras los últimos fragmentos de la réplica del JB-I se cernían sobre la ciudad, la Tortuga trazó un bucle. Después hizo un majestuoso barrido con una grácil maniobra y desapareció en el este, oculta por el sol que ahora empezaba a apuntar en lo alto de las torres de oficinas.
—¿Puedes mejorar eso? —dijo uno de los refugiados del Freakers—. La Tortuga está viva. De putísima madre.
La sonrisa de su cara resonaba en su voz.
Jack se percató de que Cordelia ya no estaba a su lado. Miró alrededor, confuso. Justo por detrás de su hombro, Ackroyd dijo:
—Me ha dicho que te diga que tenía cosas que hacer. Que te hará saber cómo le van las cosas.
Jack extendió las manos con impotencia.
—¿Cómo voy a encontrarla?
El detective se encogió de hombros.
—La has encontrado esta mañana, ¿no? —El tipo vaciló—. Ah, sí, también me dijo que te dijera que te quiere. —Le puso una mano en el hombro—. Vamos, te invito a una cerveza. —Se giró hacia la mujer de neón. Ahora, a la luz del día, había palidecido. De nuevo por encima del hombro, el detective dijo—: Te daré mi tarjeta. En el peor de los casos, puedes contratarme.
Jack dudó.
Jay dijo:
—Además, te presentaré por ahí. He oído que has empezado a cambiar. No te conozco pero tengo la sensación de que hay bastantes colegas tuyos a los que tampoco conoces. Empieza a ser hora de que lo hagas.
Billy Ray les había oído por casualidad.
—Que te jodan, Ackroyd —dijo.
El detective sonrió.
—Esos justicieros la tienen tomada con nosotros, los detectives. Antes de que Jack le siguiera al Freakers, miró una vez más hacia el este. Con el resplandor del sol, no pudo ver a la Tortuga.
Era una nueva mañana. Pero todas eran nuevas mañanas.
Spector había tardado casi una hora en localizar un taxi en Jokertown. Se sentó en el asiento trasero, hojeando la primera edición del Times. Salvo por el Astrónomo, todos los ases muertos tenían su fotografía en la portada, rodeadas por un ribete negro. Había un interrogante junto a la Tortuga, pero era evidente que seguía vivito y coleando. Spector casi estaba contento, pero no lograba entender por qué no estaba muerto también. Siempre se las había arreglado para sobrevivir. La mayoría de los fracasados lo hacía.
—Ayer fue un infierno de día, ya te digo —dijo el taxista.
—¿Ayer?
Spector meneó la cabeza. Habían pasado demasiadas cosas en las últimas veinticuatro horas. Había sido como una larga pesadilla.
—Sí. Ya me estaría bien que todos los ases se mataran entre ellos. No sirven para nada.
Spector le ignoró y sacó la sección de deportes. Se preguntó si a los Nets les iría mejor este año.
—¿Y usted qué opina?
—¿Eh?
—¿Qué opina de los ases?
—Nada. ¿Por qué no cierra el pico y conduce?
Pasaron varios minutos antes de que el conductor volviera a hablar.
—Ya estamos. ¿Qué diablos quiere hacer aquí?
Spector abrió la puerta y salió; luego le entregó al taxista un billete de cien dólares.
—Espere aquí.
—Vale, pero no puedo pasarme la mañana aquí sentado.
Spector se dirigió a la verja de alambre. Era hora de volver a visitar a Ralph. Tal vez estaría demasiado cansado para matar. En realidad, el rey del vertedero no lo merecía.
Se encontró con un joven hombre negro con un cortavientos verde y un gorro rojo en la verja.
—¿Necesita algo?
—Sí, había unas cuantas barcazas de basura esta noche, y un tipo llamado Ralph. ¿Dónde están?
El hombre se giró y señaló el río.
—A estas alturas, a medio camino de Fresh Kills. Pero sólo es basura.
—Vale. Gracias.
Spector contempló cómo se alejaba y después miró hacia el agua.
—Tienes la oportunidad de vivir, Ralphie. A menos que digas algo estúpido.
El taxista tocó el claxon. En una cosa Ralph había tenido razón: no hay nada mejor que ser tu propio jefe. Tras trabajar para el Astrónomo y Latham, le habían tiroteado, le habían destrozado, mordido y colgado de lo alto del marcador del estadio de los Yankees. Estaba harto. Se había acabado lo de ser una arma cargada con la que algún pez gordo apuntara a alguien. A partir de ahora, él decidiría a quién matar, y cuándo.
Otro bocinazo.
—Un momento, gilipollas —murmuró Spector—. Sólo un momento.
El cielo estaba empezando a iluminarse pero la luz no traía ninguna calidez. Los muelles ya estaban vivos. La mayoría de la gente se estaba despenando o sirviéndose la primera taza de café. Spector se iba a ir a la cama y a dormir toda una semana. La conversación sobre aquel Día Wild Card probablemente no se apagaría en una semana, ni siquiera en un mes.
—Sí, señor, Ralph, tú me has mostrado el camino. De aquí en adelante, pensaré más que en mí. Se acabó limpiar la mierda de otra gente.
Hubo un tercer bocinazo. Spector se giró despacio.
—Tú te lo has buscado, imbécil.
El infinito dolor resonó por todo su cuerpo como una herida recién abierta. Iba a ser un infierno encontrar otro taxi.
Incluso en la hora más oscura que precede al alba, Manhattan nunca duerme del todo, pero Riverside Drive estaba inmóvil y vacío cuando Hiram Worchester salió de su taxi. Casi resultaba inquietante. Dio una propina al conductor, buscó las llaves y subió la escalinata que conducía a su puerta. Nunca le había parecido tan acogedora.
En el interior, subió las escaleras con cansancio, sin preocuparse de encender las luces. Se desvistió mientras ascendía con pesadez, dejando la chaqueta colgada de la bellota de madera que adornaba la barandilla pulida, tirando la corbata y la camisa en los peldaños, abandonando los zapatos en el primer rellano y los pantalones en el segundo. La doncella los recogería mañana, pensó. Sólo que ya era mañana, ¿verdad? Decidió que no. No importaba lo que dijera el calendario, todavía era el Día Wild Card y lo sería hasta que se echara a dormir.
El dormitorio, en la tercera planta, tenía vistas sobre el Hudson. Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par, inspirando una profunda bocanada del frío aire de la noche. En el oeste, el cielo era satén negro y, una vez más, en Jersey, las luces estaban empezando a regresar. Pero la vista más hermosa de la habitación era la cama de agua de tamaño extragrande, con sus almohadones mullidos y dispuestos, su colcha abierta que dejaba ver las sábanas limpias de franela. Parecía muy cálido y confortable. Se tiró con un suspiro de gratitud, sintiendo cómo el agua chapoteaba suavemente debajo de él. Se metió entre las sábanas y cerró los ojos.
En algún lugar, Aullador rió y los sueños de Hiram se partieron en centenares de esquirlas de cristal. Chico Dinosaurio revoloteó por el Aces High, dejando caer trozos de su cuerpo en los platos de comida.
Un maníaco apuntó con una flecha a su ojo pero Popinjay lo hizo desaparecer con un chiste de mal gusto. Los rostros se giraron hacia él, magullados y sangrando, con los ojos llenos de dolor: Tachyon, Gills y una vieja joker que andaba como un caracol. Water Lily sonreía, la humedad le bajaba por la piel desnuda como si acabara de salir de la ducha, su cabello relucía bajo la suave luz de la araña y salía a mirar las estrellas, subiéndose al borde del parapeto, esforzándose por alcanzarlas, tratando de llegar hasta ellas, tratando de alcanzarlas. Hiram intentaba advertirla, le gritaba que tenía que tener cuidado, pero se le resbalaba un pie y, cuando empezaba a caer, él veía que no era Jane, después de todo, sino Eileen; Eileen, que le tendía la mano en busca de ayuda, pero él no estaba allí y caía, alejándose, gritando. En los sueños, caes eternamente.
Después estaba en su cocina, cocinando, removiendo una olla grande, y en la olla había un líquido espeso que borboteaba lentamente y parecía sangre, y lo revolvía frenéticamente porque sabía que llegarían pronto, los invitados llegarían pronto y la comida no estaba lista y quería asegurarse de que todo era perfecto. Revolvió más rápido y entonces oyó los pasos, cada vez más altos, unos pasos pesados y fuertes en las escaleras, alguien se acercaba más y más…
Hiram se incorporó, desparramando las almohadas y la ropa de cama, justo cuando un puño del tamaño y color de un jamón de Virginia ahumado atravesaba la puerta cerrada del dormitorio de un portazo. La puerta recibió una patada, otra patada y a la tercera cayó en pedazos y Bludgeon entró. Hiram se quedó sin aliento.
Medía más de dos metros y vestía con cuero ajustado. Su cabeza era cuadrada y brutal, punteada por un cuero calloso y retorcido, con los ojos bajo una gran protuberancia ósea: uno de un brillante azul claro, el otro de un vivido rojo. El lado derecho de la boca quedaba cerrado por el resbaladizo y brillante tejido cicatricial que había crecido encima y su carne estaba jaspeada por un enorme cardenal verdoso. Sus orejas estaban veteadas, con colgajos correosos como las alas de los murciélagos, y el cráneo cubierto por forúnculos en lugar de pelo.
—¡Hijo de puta! —gritó con una voz que salió silbando de su media boca como vapor abrasador—. ¡Maldito as hijo de puta! —chilló. Los dedos de su mano derecha estaban permanentemente cerrados en un puño, y una áspera piel callosa crecía sobre los dedos y los nudillos en grandes protuberancias. Cuando cerró la izquierda en un puño, sus músculos se hincharon y las costuras de su chaqueta de cuero se abrieron—. ¡Te voy a matar, maldito gordo hijo de la grandísima puta!
—Sólo eres una pesadilla —dijo Hiram—. Aún estoy durmiendo.
Bludgeon gritó y dio un puntapié a la cama. El soporte de madera quedó hecho añicos, el plástico estalló y el agua empezó a salir por debajo de las sábanas. Parecía un surtidor. Hiram se quedó allí sentado, aturdido, con el agua calándole hasta la ropa interior, parpadeando conmocionado. No era un sueño, se dijo a sí mismo conforme estaba más y más mojado. Bludgeon alargó la mano entre los chorros de agua, le agarró por la pechera de la camiseta con la izquierda y lo levantó por los aires.
—¡Hijo de puta! —gritaba el gigante una y otra vez—. Estoy en la puta calle, cabrón de mierda, apestoso trozo de grasa, me han echado a la puta calle y es todo por tu culpa, te voy a matar hijo de la gran puta, cara de culo, puto gordo lamecoños, estás muerto, ¿lo oyes?, ¿lo oyes de una puta vez?
Su mano derecha se agitó bajo la nariz de Hiram: una bola deforme de hueso y tejido cicatrizado y callos prominentes cerrada eternamente en un puño.
—Puedo abollar un puto tanque con esto, mamón hijo de perra, así que imagina qué va hacerle a tu cara de lamecoños. ¿Lo ves? ¿Lo ves, hijo de puta?
Colgando del extremo del brazo de Bludgeon, Hiram Worchester se las arregló para asentir.
—Sí —dijo. Alzó su propia mano—. ¿Ves ésta? —preguntó y cerró el puño.
Mientras Bludgeon empezaba a despegarse del suelo, dejó caer su imponente puño y le dio a Hiram en la mejilla. Le escoció bastante y le dejó una roncha roja. Para entonces, el matón estaba flotando, agarrándose a Hiram como si le fuera la vida, con los pies rozando el techo. Empezó a gritar amenazas.
—Oh, cállate —le dijo Hiram. Intentó desenredar los dedos de Bludgeon de su camiseta pero el joker era demasiado fuerte.
Frunciendo el ceño, restauró su propio peso. Después lo dobló. Después dobló esa cantidad.
En vez de empujar a Bludgeon y apartarlo, se acercó a él, lo abrazó bien fuerte contra su ancho estómago y se tiró en plancha al suelo de madera. Era la segunda vez aquel día que oía unos huesos partirse.
Hiram se puso de pie jadeando, con el corazón martilleándole en el pecho. Se hizo más ligero y se quedó de pie mirando con el ceño fruncido a Bludgeon, quien se apretaba las rodillas y gritaba. Cuando se elevó del suelo, a la deriva, Hiram lo cogió por la muñeca y el tobillo y lo condujo flotando hacia la ventana abierta.
Se elevó. Hiram se acercó a la ventana y vio cómo ascendía. El viento venía del oeste. Debería llevarle por encima de la ciudad, hacia el East River, Long Island y, finalmente, el Atlántico. Se preguntaba si Bludgeon sabría nadar.
La cama estaba destrozada. Se dirigió hacia el armario de la ropa blanca. Se detuvo con las sábanas en la mano, sacudió la cabeza y volvió a colocarlas dentro del armario. ¿De qué servía? La noche casi había acabado y tenía mucho que hacer en el Aces High, pues se suponía que iba a abrir para la hora de comer; alguien tendría que supervisar las reparaciones y en unos pocos minutos amanecería, sería el inicio de un nuevo día. De todos modos, estaba demasiado cansado para dormir.
Con un profundo suspiro, Hiram Worchester bajó a la planta baja y empezó a cocinar. Se hizo una tortilla de queso y tres lonchas de panceta, frió unas pocas patatas rojas con cebolla y pimiento y lo regó todo con un gran vaso de zumo de naranja y una taza recién hecha de Jamaica Blue Mountain. Después, estuvo casi seguro de que sobreviviría.
A su alrededor, la ciudad empezaba a cobrar vida. Varios millones de personas ejecutando la rutina de pequeñas acciones que daban forma a la vida. Una letanía de lo ordinario, lo mundano, lo cómodo. Y Roulette sintió una punzada de interés, una llamarada de ansiedad. Tanta monotonía comparada con la obsesión que había gobernado su vida… Pero tan tranquila en su simplicidad. Pensó que podría comenzar preparándose una taza de café. Y después, ¿qué? Las posibilidades eran ilimitadas.
Aún había navíos mercantes que se dirigían al Lejano Oriente. Aún era posible encontrar una cabina en uno aunque, con tan poca anticipación, había sido caro.
Pero ya estaba hecho. Fortunato estaba en pie junto a la barandilla mientras pasaban a toda máquina por delante de Governors Island hacia la bahía Upper Nueva York.
El sol empezaba a salir sobre Brooklyn. Por debajo, el mar se movía a su propio paso, vasto, equilibrado y fluido pero cambiante. Fue el primero de los nuevos maestros de Fortunato.