5.00 horas
Las calles por fin se estaban vaciando. Sólo los juerguistas más empedernidos quedaban para saludar a la aurora, o los menos duros, que se habían desmayado —o peor— y yacían como muñecas de trapo tiradas en la calle. El Palacio de Cristal estaba a poco más de un kilómetro y medio de la Tumba de Jetboy. Jennifer sabía que no había modo de que pudiera llegar antes que ellos al mausoleo. Era difícil correr con las chanclas que Brennan le había prestado, pero era mejor que andar descalza por el pavimento lleno de desperdicios.
Brennan. ¿Qué diantres le había pasado? El hombrecillo le había señalado con un dedo y, zas, había desaparecido. Tal cual. «Bueno», pensó con la respiración cada vez más acelerada conforme iba comiéndose las manzanas que separaban el Palacio de la Tumba, a paso ligero con sus largas piernas: había empezado aquella aventura sola y la acabaría.
«Gran discurso», pensó. Ya echaba de menos la presencia ruda de Brennan. Esperaba que estuviera bien.
El gran edificio que era la Tumba de Jetboy era una imponente silueta de color negro ante las aguas del río Hudson. Parecía desierta pero había una larga limusina —gemela de la que ella y Brennan habían tomado prestada— aparcada junto a la estatua de más de siete metros de Jetboy que se alzaba delante de la entrada principal de la Tumba.
No había nadie dentro o cerca del vehículo. Concluyó que Wyrm y los demás debían de estar ya en el vasto edificio.
Subió en silencio los escalones de mármol, tan silente como el apodo que había escogido, y se despojó de la capa que Brennan le había prestado y se quitó las sandalias. Un subidón de adrenalina apartó el cansancio que estaba a punto de apoderarse de ella.
«Ha sido un largo día», se dijo a sí misma. Pero pronto se acabaría, de un modo u otro.
La tumba era enorme. Una réplica a tamaño natural del avión de Jetboy, el JB-I, colgaba del techo, bañada en la tenue luz que provenía de lámparas escondidas que también pendían del interior de la cúpula.
La luz se filtraba hasta el suelo de la tumba, donde iluminaba vagamente a los tres hombres que contemplaban el avión colgado del techo. Reconoció a Wyrm, por supuesto, y al hombre llamado Loophole. No conocía al tercero, de complexión y altura mediana y unas facciones irreconocibles en la oscuridad.
Sonrió para sus adentros. A menos que uno de ellos pudiera volar, no había modo de que pudieran llegar a la cabina del falso avión. Para ella la cosa era distinta, claro.
Se abrió paso hasta el lado opuesto de la tumba, pegándose a las oscuras sombras de las paredes. La acústica en el interior era excelente y podía oír a los hombres discutiendo qué hacer.
—Essssse hijo de puta debe de haber flotado hasssta el techo y metido los librosssss allí.
—No importa cómo han llegado hasta ahí —dijo el hombre no identificado con voz dura y colérica—. Los quiero aquí abajo, de inmediato.
Discutieron el problema mientras la joven alcanzaba la parte trasera del edificio. Aún entre sombras, se hizo etérea, combatiendo una breve oleada de vértigo, y se impulsó a través del muro hasta el techo. Eso era la parte fácil. Ahora venía lo peliagudo. Mantuvo el cuerpo del avión entre ella y los hombres que había debajo mientras se deslizaba al interior de la cabina y veía una pequeña bolsa de plástico. ¿Era la bolsa en la que había metido los libros esa misma mañana? Parecía como si hubiera pasado un año.
No podía arriesgarse a solidificarse para comprobarlos. Los tocó, los hizo etéreos y después, en vez de experimentar la sensación de triunfo que había esperado, un inquieto temblor atravesó su figura insustancial.
Su resistencia estaba al límite. Había apurado a fondo, volatilizándose más veces en aquellas últimas veinticuatro horas de lo que lo había hecho en su vida, y apenas había comido ni descansado entre los períodos de insustancialidad. Le quedaba poco tiempo para hacerse sólida, o tendría problemas.
Se escabulló de la cabina pero con las prisas fue descuidada. Loophole había rodeado el avión para obtener otro punto de vista y vio la forma insustancial de la chica, resplandeciente como un espectro de Halloween, al recortarse su silueta contrar el ala.
—¡Es ella otra vez! ¡Tiene los libros!
Miró hacia abajo y una repentina ola de mareos la embargó. Tenía que hacerse sólida rápido. El instinto se hizo cargo de la situación y saltó del ala del avión.
Flotó tan suavemente como una pluma hasta llegar a tierra, apenas consciente, y cuando tocó el suelo su cuerpo tomó el control y se hizo sólido. La transformación consumió todas sus reservas de energía y se desmayó.
—Pero ¿qué pasa con Cordelia? —dijo Bagabond mientras cargaban los paquetes a través de la estación de City Hall hacia los pasajes que conducían a casa de Jack. Los gatos se habían unido a ellos y la tricolor y el negro se frotaban alegremente contra las piernas de la mendiga.
—Los cajún tienen un dicho —dijo Jack abriendo la puerta metálica de acceso.
—¿Cuál?
La tricolor y el negro ronronearon como si fueran Rip Van Wrinkle roncando.
—No me acuerdo de más —dijo Jack. A Bagabond le pareció que su voz tenía un punto maníaco—: algo así como que si haces todo lo que puedes, llegarán los resultados. O no.
—Claro.
—Encontraré a Cordelia. Estará bien.
—Estás cansado. Estás exhausto.
—Tú también.
—Estoy bien.
Corriendo por delante de ellos, los felinos les llevaron hasta la puerta de Jack. Al abrirla, y mientras todos entraban, la vagabunda se puso rígida de repente.
—Jack —dijo tambaleándose un poco—, tengo algo. El se detuvo en pleno movimiento, con las llaves a medio camino del bolsillo.
—Es una rata —continuó—. Está en las sombras, en lo alto de un gabinete. Veo… —Vaciló—. Maldita sea, Jack, ¡es ella!
Apremió a los gatos y a ella para que entraran en el salón Victoriano y cerró la puerta.
—¿Dónde?
—Eso es lo que estoy tratando de descubrir. Hay otras ratas en el edificio. Estoy pasando de una a la otra… ¡ahí! —Sonrió—. Tengo una fuera, asomándose desde del callejón. Es un bar, algún tipo de club. Hay un gran rótulo de neón que se mueve. —Sacudió la cabeza—. Tiene forma de mujer, una estríper con seis pechos. Tienes, ehm…, tienes que pasar entre sus piernas para entrar.
—He oído hablar de él. El Freakers. Nunca he estado allí.
Cogió un East Village Other y echó un vistazo a los anuncios.
—Nada.
Tomó el Fetish Times.
—Cuando todo lo demás falla…
Hojeándolo, dijo:
—Vale, aquí está. Plaza Chatham.
—No está muy lejos —dijo ella. Ya se había levantado y estaba de camino a la puerta, con los gatos pisándole los talones.
—No —dijo Jack. Se giró para mirarle.
—¿No?
Moviendo el rabo, los gatos también le miraron fijamente.
—Tienes cosas que hacer. Yo me ocuparé de esto.
—Jack…
—De verdad. —Jack dejó los paquetes que aún sostenía—. Tú prepárate. —Desenvolvió un paquete más pequeño y sacó algunos cosméticos—. Me he tomado la libertad de comprarte esto.
—¿Qué estás haciendo? —le dijo mientras la hacía sentar delante del espejo de plata antigua.
—No tardaré mucho —prometió—. Después me pasaré por el Freakers.
—Estás loco. De remate.
Jack jugueteó con el brillo de labios y el colorete. Le hizo inclinar la cabeza para que se viera en el espejo.
—Es la hora del show —dijo.
—Jack… —Bagabond sacudió la cabeza con testarudez—, esa charla que se supone que vamos a tener…
—Mañana. —Alzó los ojos al reloj ferroviario—. O más tarde, cuando sea la hora.
Ella, inusualmente, insistió.
—¿Por qué, Jack?
Él se inclinó y la miró directo a los ojos.
—También podrías preguntarte por qué existe el virus wild card, Suzanne. Es lo que hay. Tienes que lidiar con ello.
La mujer se mantuvo en silencio por unos instantes.
—Tardaré en acostumbrarme.
—A mí también me llevó su tiempo.
—Yo… aún… —Sus palabras se fueron apagando hasta quedar en silencio.
—Yo también, amor. —Jack la besó—. Yo también.
Spector supo que Fortunato había ganado. De otro modo, el Astrónomo habría convertido al as negro en picadillo antes de tirarlo al agua. Spector había contemplado la lucha, como todos los demás. La diferencia era que él sabía qué estaba pasando. No podía creer que aquel bobo estúpido de Fortunato hubiera dejado escapar al viejo. Ahora el anciano podría esconderse, lamerse las heridas y esperar hasta recuperar su poder, de nuevo. Imaginó que el viejo intentaría llegar a la orilla del lado de Manhattan. Si lograba encontrarle, se ocuparía del Astrónomo de una vez por todas.
—Es el Día del Juicio —dijo frotándose el brazo malo.
Caminó por el callejón desierto. Hacía tanto frío que se le helaba el aliento. Estaba cansado y entumecido. La callejuela no tenía salida, acababa en un muro.
—Mierda. —Se giró para irse, luego paró.
Se oían voces al otro lado. Voces familiares. Se dirigió a la base de la pared y saltó, impulsándose lentamente con los doloridos músculos.
El Astrónomo hizo una pausa, respirando entre sibilancias y estertores. Una resquebrajada letanía de odio se escurrió de su boca; las palabras colgaban como cuentas en los largos hilos de saliva que expectoraba con cada bocanada. Roulette también se detuvo, esperando a que encontrara la fuerza para continuar, preguntándose con irritación por qué Tachyon era tan lento. «Ya debería estar aquí a estas alturas». Todos unidos en una última y letal unión.
El anciano se esfumó en la oscura boca de un callejón y Roulette volvió a esperar a Tachyon. Quien no aparecía. Ella corrió tras el Astrónomo y casi se tropezó con el taquisiano, que salía de un callejón aledaño. Retrocedieron entre un revoltijo de cajas de cartón. Vio cómo el alienígena se cubría los ojos, trataba de localizar a la presa como una zorra siguiendo el rastro, se quedaba paralizado y seguía con total precisión la senda tomada apenas unos momentos antes por el Astrónomo. Roulette le siguió, por detrás, con la Magnum apretujada entre ambas manos y el cañón por delante, como una varita.
Dieron un fuerte quiebro a la derecha en otro callejón sin salida, que acababa en una pared de ladrillos a unos treinta metros. Tachyon, con las manos apretadas a ambos lados, contemplaba al Astrónomo, con la furia grabada en su delicado rostro.
—¡Maldito seas, Fortunato! —Echó la cabeza atrás y aulló hacia el cielo nublado—. ¡Prodigio de cobardía, trozo de mierda sin honor, alcahuete sin madre! Pensaba que ibas a acabar con esto. ¡En cambio, me lo dejas a mí! Y yo no quiero —acabó con voz baja y triste.
El viejo siguió arrastrándose con tenacidad, al parecer sin darse cuenta de que había entrado en una trampa. Tachyon inspeccionó sus manos, se sacó un cuchillo de la bota, vaciló… Y Roulette lanzó una maldición.
Se oyó el roce de un zapato en el ladrillo cuando una figura trepó a lo alto del muro. Allí, agachada, había una gárgola del tamaño de un hombre. Se dejó caer en el callejón, escupiendo una maldición cuando su pie destrozado a medio formar impactó en el pavimento. «Deceso».
Roulette lloraba afligida, lamiéndose las lágrimas saladas que le bajaban por las comisuras de los labios. Alzó la pistola. No permitiría que Deceso hiciera trampas.
—¡James!
Caminó hacia adelante; el pie en crecimiento le forzaba a seguir un paso vacilante, inestable.
—Así que te acuerdas de mí, Doc.
—Sí —contestó Tachyon, alejándose con cautela de la amenazadora cara picada de acné de Deceso—. Estábamos preocupados por ti.
Empezaron a dar vueltas alrededor del cuerpo tendido del Astrónomo, hasta que la flaca espalda de Deceso quedó justo delante de Roulette, bloqueándole el objetivo.
—Apuesto que sí, cabronazo. —Apartó su horrible mirada del taquisiano para posarla en la lamentable figura que había a sus pies—. Vaya, vaya, mira lo que has encontrado.
Dio un puntapié al anciano con el pie parcialmente regenerado.
—Eh, maestro, sigo aquí. Y tú estás muerto.
El doctor se lanzó hacia adelante y Roulette se movió nerviosamente de un lado a otro, tratando de conseguir un buen tiro, más allá de Deceso.
—¿Qué vas a hacer?
—Matarle. ¿Vas a intentar detenerme, mierdecilla?
—No.
Deceso miró con intensidad el cuchillo del alienígena, echó atrás la cabeza y rió; el sonido reverberó salvajemente entre las paredes.
—Vas a proporcionar un poco de muerte esta noche, ¿eh, Tachy? ¿Vas a jugar a ser Dios otra vez? Dar un poco de vida hoy, quitarla mañana.
—Basta, por favor.
Se oyó un susurro roto.
Las palabras atravesaron a Roulette, removiendo algo en su interior. Violentos escalofríos sacudieron todo su cuerpo; el arma se le cayó de sus dedos inertes, impactó, se detonó y la bala que había en la cámara rebotó en el muro de ladrillo por encima de la cabeza de Deceso.
—¡Mierda!
Tachyon y Deceso se giraron violentamente de cara a ella y el Astrónomo, con una explosión de la fuerza de la que había hecho acopio, se puso de pie. Su voz era áspera y seca.
—Ayúdame, James. Mátalos. Te recompensaré. Ayúdame. Te daré todo lo que quieras pero ahora ayúdame. Estoy tan débil…, no me quedan energías.
Spector agarró al Astrónomo y unos trozos de carne ennegrecida se le quedaron en las manos.
—Creo que no, viejo.
El anciano se abalanzó hacia la pared. Spector lo hizo girar pero el otro se hizo insustancial entre sus manos y retrocedió, empezando a fundirse con la pared de ladrillo. «Bueno, ahora falta un poder».
Sus ojos pálidos, casi ciegos como los de un topo, se clavaron en los de Spector. El intercambio perfecto en el momento perfecto. Esta vez nada le bloqueaba. La muerte fluyó rápida e intensa en el Astrónomo, quien jadeó y empezó a solidificarse.
Los ladrillos que le rodeaban se partieron y se volvieron rojos por el calor. La sangre se derramó siseando entre las grietas y por toda la pared. Los ladrillos se cerraron amorosamente sobre la carne.
Spector dejó escapar un suspiro de alivio. Lo había hecho. Nadie en el mundo habría creído que tendría una maldita oportunidad de matar al viejo cabrón, pero estaba muerto. El Astrónomo, lord Amón, el maestro, Setekh el destructor.
Y vivía para contarlo.
El sonido de unas pisadas acercándose a toda prisa resonó con fuerza en la calle vacía. ¡Cada vez estaban más cerca! Unas manos la sujetaban. Roulette, sollozando, sofocada por el miedo, se giró hecha una furia, atacando a su captor con uñas y dientes. Unas manos como el acero se cerraron alrededor de sus muñecas, atrayéndola hacia un fuerte abrazo. El aroma fresco y ahora familiar de Tachyon la embargó. Se dejó caer en sus brazos y una mano delgada y pequeña le acarició las mejillas, limpiándole las lágrimas.
La mente de Tachyon fluyó hacia la suya como una corriente limpia y fría como el hielo, calmando las heridas que había dejado la caída de las defensas. Borrando los recuerdos, ahogando la intervención del Astrónomo. Lo que quedó fue un vasto y doloroso vacío.
Podía notar la Magnum, que formaba una fría cuña entre ellos. Él retrocedió, dejando caer las manos a ambos lados de su cuerpo, inertes, y la pistola se le cayó de la mano. Se miraron el uno al otro a través de un espacio que parecía imposiblemente amplio. La pistola quedó tirada en el suelo entre ellos.
—No estás curada. No es mi don. Pero he hecho lo que he podido.
—Quería matarte.
—Deberías evitar cualquier exceso de estrés mental y emocional.
—Yo maté a Aullador.
—Tal vez debieras seguir terapia.
—Y ha habido otros.
El se agachó, recogió el arma y se la tendió, entregándole la culata.
—Entonces, acaba, si eso es lo que necesitas para encontrar la paz.
—¡Oh, que Dios te maldiga! —Un cubo de basura sonó como una amarga campanada cuando la pesada pistola se estampó contra él—. ¡Yo maté a Aullador!
—Lo sé. Hay muy poco de ti que no sepa. —Sus finos labios se combaron en una pequeña sonrisa, triste y melancólica—. Tengo una conciencia increíblemente elástica y creativa. Forma parte de mi educación. Puedo argumentar tres excelentes razones para justificar tu venganza. Ser vengado es…
Ella le abofeteó y le cruzó la cara.
—¡Todo eso es basura! Deja ya de escurrir el bulto y toma una decisión. ¿Qué vas a hacer?
Rozó con la punta de la lengua el corte recién abierto en sus labios.
—¿Piensas entregarte a las autoridades?
—No.
—Entonces no voy a hacer nada. La lectura telepática no es una prueba admisible en un tribunal. —Otra vez aquella sonrisa triste—. Además, no me gustaría describir la situación en la que hice esa lectura. Haría poco por mi dignidad.
Deslizó la mano hacia su entrepierna, en un inconsciente gesto protector.
Ella se giró y se alejó, ahora consciente del barro que había bajo sus pies descalzos, del lodo que le embadurnaba el vestido de seda. Era un envoltorio más que adecuado para su alma.
—Roulette. —Se detuvo pero no miró atrás—. Antes te he dicho que te amaba. Creo que aún sigo haciéndolo.
—No pongas esa carga sobre mis hombros.
—Digamos que es mi castigo para ti.
—He estado viviendo en el odio. Ahora en el vacío. Déjame ver si soy capaz de algo más allá de esos dos estados.
—Estaré esperando.
Sonrió a su pesar.
—Maldito seas, te creo.
Spector estaba sentado en el callejón, con la espalda apoyada en el frío muro de ladrillo. Los demás se habían ido; estaba solo con el viejo.
—¿Las cosas no han salido como habías planeado, eh, Astro? —Le dio una palmadita en la mejilla—. O quizá sí. A lo mejor es justo lo que has tenido en mente todo este tiempo.
Se sentía vacío y cansado. Había pensado que con el Astrónomo muerto sentiría algún tipo de alivio. Desde el combate en los Cloisters, a principios de año, había tenido que estar mirando a sus espaldas, temeroso del viejo. Ahora no tenía nada en lo que centrarse.
Miró los ojos muertos del Astrónomo.
—Ahora ya sabes por lo que pasé. No es que te preocupara. Es más, si pudieras decir algo, probablemente me estarías gritando por haberla cagado.
Spector oyó a alguien vomitando en la boca del callejón. Se apoyó en la pared para levantarse, lanzó una última mirada al Astrónomo y se encaminó hacia la calle.
El hombre estaba de rodillas, limpiándose la boca. Se levantó y se alejó del charco de vómito. Tenía más o menos la misma altura que él, era joven y no lo bastante listo para mantenerse lejos de los callejones de Jokertown. El traje que llevaba era gris, el color de Spector.
Podría volver a llevar ropa nueva. Su uniforme de béisbol casi no le servía contra el frío de la madrugada. Dio unos golpecitos al hombre en el hombro.
—Te doy un auténtico uniforme de los Yankees a cambio de tu traje.
El hombre dio un salto, luego se recuperó y le lanzó una mirada dura.
—No me des la lata, tío. O te reventaré la cabeza.
Spector estaba muerto de cansancio. No quería usar la energía que le quedaba desvistiendo otro cadáver.
—Si no haces lo que te digo, vas a morir. ¿Vale la pena morir por ese traje? Yo creo que no.
El hombre alzó los puños.
—Estúpido —dijo con cansancio—. Tienes algo en el ojo.
—¿Qué?
—Yo. —Le miró fijamente y le derribó—. Idiota.
Spector le quitó el abrigo y se lo puso sobre los hombros. Los pantalones le darían más problemas de lo que valía la pena.
Era hora de ocuparse de un pequeño asunto pendiente. Hora de volver a la barcaza de basura y visitar a Ralph.
—Hasta la vista, mamones —le dijo a los muertos del callejón. Silencio absoluto. Pensó en algún pobre trabajador municipal intentando despegar el cuerpo del viejo de la pared y sonrió.
Jennifer recuperó la conciencia con un aguijonazo de dolor en la mejilla. Entreabrió los ojos para ver la palma de una mano que se acercaba a su cara y sintió unas manos rudas y fuertes que la levantaban. La palma volvió a conectar con su mejilla, llevando a su conciencia a la máxima resolución.
Estaban en el exterior de la Tumba, congregados junto a la limusina aparcada ante la estatua de Jetboy. Wyrm la estaba manteniendo de pie y Loophole la estaba abofeteando hasta decir basta mientras el tercer hombre —de mediana edad, oriental, que se estaba poniendo un poco fondón— observaba. Ocioso, abría la bolsa que contenía los libros mientras Loophole la abofeteaba. Se dio cuenta de que era Kien.
Por fin vieron que había recuperado la conciencia. Wyrm la soltó y se hizo a un lado. Ella se desplomó sobre el vehículo, incapaz de mantenerse de pie, y les fulminó con la mirada. Otra figura, indefinida en la oscuridad, se alzaba más allá de Kien y Loophole. Brilló la esperanza; que se apagó cuando Jennifer se dio cuenta de que sólo era otro de los omnipresentes matones de Kien.
—Has sido una molestia considerable —dijo Kien con voz suave—. Una gran molestia, de hecho. Quería que estuvieras despierta para esto.
Hizo una señal a Wyrm y el joker sacó una pequeña pistola, fea y respingona, de una funda sujeta a su cintura.
—Será un placer verte morir.
El joker alzó la pistola y la chica cerró los ojos. Intentó hacerse etérea pero no pudo. Simplemente no tenía la energía que necesitaba para alimentar la transformación. Nunca se había imaginado muriendo de aquel modo; nunca se había imaginado muriendo de ningún modo.
—Aquí no, idiota —dijo Kien con un deje de exasperación—, echarás a perder el cromado de la limusina. —Se giró hacia el hombre que estaba al fondo—. Apártala del coche.
Tenía el cuello de la chaqueta vuelto para protegerse del frío de la madrugada y el sombrero bien calado, de modo que le tapaba la cara. Jennifer le miró sin apenas fuerzas; sus ojos se detuvieron en su cara y se quedó mirándole fijamente.
Sus labios formaron el nombre de «Brennan» y, en un único movimiento, la cogió del brazo, la hizo girar violentamente apartándola de su camino y arrancó el arma de la mano de Wyrm con una patada que la envió estrepitosamente hacia la noche.
Wyrm siseó sorprendido y su lengua se retorció como una serpiente ciega. La joven miró al oriental y vio la conmoción, la ira y finalmente el miedo que se sucedieron en su rostro.
—Es él —dijo Kien en voz baja, casi para sí mismo. Luego gritó—: ¡Matadlo! ¡Matadlo!
Brennan se enfrentó a Wyrm con las manos vacías, una abierta y la otra cerrada en un puño. Se quedó de pie y sonrió al joker, y Jennifer opinó que era para invitar a que atacara. El reptil saltó sobre él y ambos empezaron a forcejear. El arquero fue acorralado contra un lado de la limusina por la fuerza superior del joker, que, triunfante, retrocedió para embestir.
Pero Brennan se movió más rápido que él. Abrió el puño apretado por primera vez y alcanzó y agarró la lengua del joker con la mano, cerca de la base. Deslizó la mano por toda la lengua de Wyrm, pringándola de una sustancia marrón y pegajosa, y la soltó.
Los ojos del joker intentaron salirse de sus órbitas y gritó, cayendo al suelo y revolviéndose como un hombre en llamas mientras se arañaba la lengua.
Loophole la agarró mientras Wyrm aullaba de dolor y oyó los pasos cada vez más próximos de alguien corriendo. Kien dejó caer la bolsa que contenía los preciosos libros, sacó la pistola de la funda de su cintura y apuntó con ella a Brennan.
Él le miró con calma.
—Mi deleite se ha duplicado —dijo Kien entre dientes—. Después de todos estos años has vuelto para acosarme. Y ahora morirás a mis manos.
Jennifer vio que Brennan se tensaba para saltar y supo que nunca conseguiría salvar la imposible distancia que le separaba de Kien. Se apartó violentamente de Loophole, sin lograr zafarse de él pero llegando al alcance de la pistola de Kien. La cogió.
Él rugió, tratando de tirar del arma, pero la muchacha siguió sujetándola, con el ceño fruncido en feroz concentración, y consiguió desvanecer la mayor parte de la pistola y la mayor parte de la mano de Kien. Loophole tiró de su brazo con fuerza, la fuerza para separarla de Kien, y éste gritó.
Cayó de rodillas, con lo que quedaba de su mano soltando lo que quedaba del arma. Las moléculas espectrales de ambas, puesto que no estaban en contacto directo con Jennifer, se fueron a la deriva en la brisa. Un perplejo Loophole la soltó y se agachó para ayudar a Kien a detener el río de sangre que manaba de su mano mutilada.
Ella cogió la bolsa, se giró y agarró a Brennan por el brazo.
—¡Vamos! —gritó. Él se resistió por un momento, contemplando sin piedad a su antiguo enemigo; después la siguió en la oscuridad, corriendo.
Fortunato estuvo un buen rato pulsando el timbre de la casa adosada de ladrillo antes de que la voz de Verónica llegara a través del interfono. Cuando le dijo quién era, corrió escaleras abajo para abrir la puerta. Se lanzó a sus brazos y empezó a llorar.
—Fue tan horrible…, tan horrible… Ese… hombre… nos cogió a mí y a Caroline y a Cordelia. Mató a Caroline. Él…
—Shhh. Ya ha acabado. Ya no tiene ningún poder.
—Pensé que íbamos a morir todas.
—¿Dónde está Cordelia ahora? —preguntó con dulzura—. ¿Está bien?
—Se fue. Está bien, dijo que volvería. Tal vez. Pero Caroline…
Empezó a llorar de nuevo. Poco a poco fue recuperando la compostura y el as la llevó al interior. Tuvo que dejar la maleta en el suelo para cerrar la puerta y Verónica lo vio.
—¿Qué es eso?
—Me voy de la ciudad una temporada.
—Fortunato… Mira, puedo dejar el jaco. No es un gran problema. Podemos arreglar esto.
—No tiene que ver contigo.
Ella alargó el brazo y le tocó la frente. Era lisa y suave. La protuberancia, donde se acumulaban sus reservas de poder, había desaparecido.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asintió. Había vuelto al apartamento para hacer la maleta y recoger. Puso un poco de comida a la gata y se quedó sentado unos minutos con ella en el regazo. No parecía que físicamente tuviera algún problema, sólo aquel abrumador desapego.
—Tengo que ver a Ichiko —dijo—. Necesitaré papel y un bolígrafo. Y que tu madre traiga su sello notarial.
Lo había redactado todo mentalmente y tardó menos de cinco minutos en ponerlo sobre papel, con testigos y ante notario. Se lo entregó a Ichiko.
—Ahora es tuyo. Todo. Puedes mantenerlo en funcionamiento o pararlo. Es cosa tuya.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ichiko.
Fortunato sacudió la cabeza.
—Ya no quiero cambiar a nadie más. No quiero convertirlas en geishas o en fulanas o en adictas a la heroína. Si algún otro lo hace, pues vale, pero no seré yo, ya no. No quiero cambiar a nadie excepto a mí mismo. No puedo… no puedo asumir esa responsabilidad.
—¿Y la maleta?
—Me voy a casa. De vuelta a Japón, al templo Shoinji, en Hará. Miranda dijo:
—¿Y qué pasa con tu poder?
—Volverá, creo. En cuanto a qué voy a hacer con él, no lo sé. Simplemente no lo sé.
Miranda miró a Ichiko.
—Bien —dijo—. No quiero dejar el negocio. Pero no sé si no la pifiaremos sin ayuda. Los Gambione siempre están acechando como buitres, esperando un signo de debilidad.
—Siempre nos hemos protegido a nosotros mismos con influencia y dinero —dijo Fortunato—. Puedes hacerlo tan bien como yo.
—Sí, pero siempre ha habido un puño dentro del guante —dijo Ichiko.
Fortunato recogió una baraja de cartas de la punta de la mesa. Sacó el as de picas y desechó el resto de cartas. Cogió de nuevo el bolígrafo y escribió: «Ayuda si puedes. Fortunato».
—Hay un hombre llamado Yeoman. Podéis confiar en él. Si le necesitáis, dejadle un recado en el Palacio de Cristal y enseñadle esta carta.
Verónica le acompañó a la puerta.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó él.
—Follar con hombres por dinero —respondió—. Es todo lo que tengo. ¿Qué vas a hacer tú?
—No lo sé.
—Tienes suerte —dijo.
Le dio un beso de despedida. Su boca era suave y dulce y casi le hizo cambiar de opinión.