4.00 horas
Fortunato sintió que las piernas se le doblaban hasta el suelo y se plegaban en la posición del loto. Los pulgares rozaban los índices y las manos descansaban sobre las rodillas. Sentía como si su último orgasmo con Peregrine aún durara. Cuando ella lo contuvo y devolvió el poder de vuelta a su interior fue como si estallara en un millón de átomos y volviera a recomponerse con todo el universo dentro de él. Se sentía como el núcleo del sol, como si irradiara llamaradas de energía sin control, como si nunca fuera a agotarse.
Fue cinco minutos después cuando el Astrónomo salió de la nave. El as negro había revivido toda su vida con todos y cada uno de los detalles: el tacto de la seda contra la piel, el sonido de cada nota de música que había oído, el sabor del aliento de cada mujer a la que había besado. Había durado una eternidad y, al mismo tiempo, nada en absoluto.
—¡Hijo de puta! —gritó el Astrónomo—. ¡Eres un gusano, una lombriz, una puta ameba! ¿Por qué sigues zumbando alrededor de mi cabeza, mosca, mosquito, moscardón? ¿Por qué no te mueres de una puta vez y te largas?
Alzó sus delgadas manos y las mangas de la túnica bañada en sangre se deslizaron más allá de sus codos. El interior de sus brazos estaba tachonado de moratones y llagas. El as recordó la heroína que había visto en los Cloisters.
Las manos del anciano se hincharon como melones y después explotaron con bolas de fuego, cientos de ellas, que pasaron silbando por el aire hacia Fortunato. Cada una desprendió una capa de su poder al desviarlas y no pudo reconstruir sus escudos lo bastante rápido. La última bola le chamuscó el pelo del brazo izquierdo. El techo del almacén explotó. El Astrónomo disparó al cielo a través de él, sin dejar de gritar.
—Un perro que me persigue por la calle tratando de morderme los zapatos. ¿Magia? ¿Tus besos, tus abrazos, tus folleteos y tus mamadas? Eres un niñato, una larva, un pequeño, indefenso y agitado espermatozoide.
Hizo que Fortunato se elevara siguiéndole los pasos, y los almacenes y luego la isla desaparecieron debajo de ellos.
Ahora el Astrónomo brillaba. Más ardiente, más intenso que Fortunato.
—La muerte es el poder. El pus, la podredumbre y la corrupción. El odio, el dolor y la guerra.
El proxeneta vio que el anciano era más poderoso de lo que jamás había imaginado. Aquello le provocó una extraña calma. La ciudad estaba muy lejos, por debajo, y tras ellos no había más que una red de luces. Estaban sobre el East River, entre Manhattan y Queens. El puente de Williamsburg estaba justo a la derecha de Fortunato, donde los cables resonaban huecos en el viento.
Estaban tan arriba que el as sintió frío en la piel que le asomaba bajo la camisa abierta del esmoquin. El aire estaba limpio y desde Long Island Sound le llegaba un cierto olor a sal. Había desplegado las piernas y estaba plantado en medio del aire, con los brazos en jarras. Sabía que iba a morir.
Se vio a sí mismo como el hexagrama Ken, la Montaña, quieto. Su oponente era Sung, el Conflicto, hirviente de caos y destrucción. No tenía ningún sentido reconstruir sus defensas. Concentró todo el poder que albergaba en el interior, en medio de su cuerpo, lo moldeó en forma de esfera y lo comprimió. Más fuerte, más tenso, hasta que la fuerza, el conocimiento y la energía quedaron compactados en un grano del tamaño de una cabeza de alfiler, justo detrás del ombligo.
No habría una segunda oportunidad. Lo lanzó hacia el Astrónomo y salió disparado por los aires, dejando a Fortunato débil, frágil y vacío. Era tan brillante que tuvo que taparse los ojos con las manos e incluso así pudo ver los huesos a través de su carne.
Más que verlo, sintió cómo atravesaba al anciano, penetrando a través de sus escudos como una bala entre la gelatina. Cuando pudo volver a verle, estaba doblado, en estado de shock y dolorido.
El Astrónomo estalló en llamas. Ardía, caliente y rojo, y un denso humo negro brotaba de él. Sus brazos sobresalían de la bola de fuego en ángulos extraños y Fortunato observó cómo se volvían negros y apergaminados.
Y después las llamas se apagaron.
El cuerpo del viejo estaba ennegrecido, momificado. El viento arrastró escamas de piel quemada con olor a carbón mientras flotaba.
El as respiró hondo. Apenas le quedaba un poco de energía, suficiente para mantenerle a flote, pero eso era todo. Y pronto se le acabaría.
Parecía que no podía moverse, y una sensación de vacío le rodeaba. El Astrónomo abrió los ojos.
—¿Eso es todo? —dijo. Gritó entre risas y, poco a poco, irguió el cuerpo. La piel quemada se le desprendió y Fortunato pudo ver la carne rosa escaldada que había debajo—. ¿Ése es tu mejor intento? ¿Eso es de veras todo lo que puedes hacer? Te compadecería. Te compadecería si no fuera porque me has herido y ahora tienes que morir.
El as vio al horrible hombrecillo cubierto de ampollas preparándose, y el vacío que le rodeaba le dijo qué hacer. Cantó en silencio, desterrando el miedo. Se aclaró la mente, encontró los últimos pensamientos que aún se apegaban a ella —Caroline, Verónica, Peregrine—, los soltó y los dejó caer con dulzura hacia las luces que había debajo.
Refrenó su corazón, que empezó a golpear de nuevo, y lo calmó, por fin.
Al fin y al cabo, sólo era la muerte.
Palpó la mente del Astrónomo y vio que el poder empezaba a desplegarse y llegaba hasta allí para ayudar. Aflojó los lazos, eliminó todos los amortiguadores y abrió todos los interruptores. Puso los mandos a tope.
«Nos iremos juntos. Tú y yo»», pensó Fortunato. Nada importaba; se convertiría en nada, en menos que nada, en un vacío. «Ven a mí, trae todo lo que tengas».
La noche se llenó de una fría luz blanca.
La mayoría de la muchedumbre no pudo ver la batalla que tenía lugar sobre el East River porque su ángulo de visión estaba limitado por el horizonte de Manhattan. Fueron sobre todo los curiosos que estaban en los cruces quienes pudieron ver el espectáculo, entre las calles numeradas.
Ni siquiera esos curiosos se mostraron del todo impresionados cuando las bolas de fuego centellearon y estallaron. Un joker, observando las chispas que caían en cascada sobre el río, dijo, dentro del radio de audición de Jack:
—Oye, los he visto más espectaculares, durante el bicentenario. Esto no vale nada. ¿Por qué no hacen algo sobre la Estatua de la Libertad?
—¡Ah! —dijo alguien más—. Eso sería estupendo.
Nadie que mirara con ojos desorbitados desde la intersección de la calle 14 con la Avenida A tenía ni la más remota idea de qué estaba sucediendo encima del río.
—Tengo una cita en tres horas —dijo Bagabond—. Es mi primera cita en veinte años y ahora es el fin del mundo.
Los fuegos artificiales se atenuaban y se extinguían.
—Creo que ya está —dijo Jack—. El mundo no se acaba, tu cita sigue en pie. ¿Quién es el afortunado?
Retrocedió y se apartó un paso de él.
El se dio cuenta de lo que estaba pensando y en seguida dijo:
—No estoy siendo sarcástico, lo digo en serio. ¿Quién es?
—Paul Goldberg.
—¿El abogado? ¿Del despacho de Rosemary?
—Así es.
—¿Qué te vas a poner? —dijo Jack.
La mendiga vaciló.
—Lo normal.
Jack rió.
—¿El traje de indigente?
Negó con la cabeza, furiosa.
—Un traje de chaqueta.
—Vamos.
Esta vez fue Jack quien la cogió del brazo y la arrastró por la calle.
—Estamos a unas tres manzanas de All Nite Mari Ann’s —dijo—. Esto va a ser divertido.
—No estoy buscando diversión —dijo Bagabond.
—¿Quieres estar realmente espléndida para la cita del desayuno?
Miró hacia adelante, resuelta.
—Entonces, vamos allá, pequeña.
Ella intentó remolonear mientras él abría camino por la calle. Jack la esperó, la cogió del codo y alegremente la condujo junto a él. Estaba silbando una versión desafinada de We’re Off to See the Wizard.
—No eres Judy Garland —dijo ella.
Jack se limitó a sonreír.
La multitud comenzaba a menguar, casi como si la épica batalla sobre el East River hubiera sido el equivalente de los fuegos artificiales en Disneylandia, indicando a las familias que era la hora de llevar a los niños a casa. Más que eso, la gente parecía simplemente estar exhausta. Había sido un largo, largo día.
All Nite Mari Ann’s tenía bastante éxito; podía permitirse ocupar más espacio que una rienda corriente. Se extendía por la planta baja de lo que en su día había sido un aparcamiento.
Jack condujo a su amiga a darse una vuelta por los escaparates de la tienda.
—Sí. Oh, sí. Un vestido de seda, ¿ves? —Señaló. Le miró a la cara, y de nuevo al interior de la tienda—. Verde azulado, creo. Perfecto. —Adelantó a Bagabond—. Vamos, Suzanne. Es la hora de Cenicienta.
La mujer hizo un último intento de retirada:
—No llevo mucho dinero encima.
Aguantándole la puerta, Jack dijo:
—Tengo una cuenta.
Cuando el estallido de poder le atravesó, no quedaba nada de Fortunato para resistirlo. Nada lo resistió, de modo que pasó a través de él. Y al pasar dejó partículas tras él, partículas de conocimiento, de memoria y de comprensión.
El as negro vio a un hombrecillo con gafas gruesas saliendo a rastras del East River, veinte años atrás. Antes de eso no había recuerdos. Donde debería haberlos sólo había un espacio cauterizado, autoinfligido. El Astrónomo se había hecho a sí mismo; no había identidad humana, no le quedaba historia humana alguna.
El pequeño hombre gateó hasta el césped del East River Park y contempló el cielo de la noche. Y el virus wild card se desplegó en él por primera vez y su mente se disparó en aquel cielo, y se movió entre las estrellas. Vio nubes de gas que ardían en rojo y púrpuras y azules. Vio planetas con rayas y remolinos y anillos y halos. Vio lunas y cometas y fragmentos en forma de asteroides.
Y vio algo que se movía. Algo oscuro y casi irracional, vasto, correoso y sucio, hambriento. Y su mente empezó a gritar.
Se encontró en el exterior de un edificio de ladrillo en Jokertown, desnudo excepto por sus gafas, gritando todavía. Una puerta se abrió y un hombre llamado Balsam le hizo pasar. Le enseñó los secretos, el nombre de la cosa que había visto, la palabra masónica definitiva: TIAMAT. Le habló de la máquina, el dispositivo shakti que el hermano de las estrellas le había traído a Cagliostro, quien fundó la orden para proteger el conocimiento de TIAMAT, la Hermana Oscura y el dispositivo.
Hasta que a Balsam no le quedó nada que enseñar al hombrecillo, y llegó la hora de que el hombrecillo se convirtiera en el Astrónomo y se deshiciera de Balsam, con la involuntaria ayuda de un torpe mago llamado Fortunato. Tomar el control de la Orden. Cumplir con su destino. Fundar una tiranía religiosa de masones egipcios que gobernarían el mundo. Un mundo que vendría a suplicarle que le gobernara, lleno de admiración y gratitud. Pues el Astrónomo usaría el dispositivo shakti como siempre había estado destinado a usarse…
—No —dijo Fortunato—. No.
Pero el conocimiento no iba a irse. El conocimiento de que el dispositivo shakti había sido entregado a los masones para salvar a la Tierra de TIAMAT, no para atraerla allí. Para llamar a la Red y que lo destruyera.
El dispositivo podría haberles salvado y Fortunato lo había destruido. Por su culpa, millares de personas habían muerto. Pese a todas sus pretensiones de sabiduría, seguía siendo una simple criatura impulsiva, nada más que un niño caprichoso.
El Astrónomo seguía vivo. Las gafas con celo aún le colgaban de las orejas, los jirones de la túnica restallaban en el aire, el pecho se le movía arriba y abajo. Había puesto los ojos en blanco y gastado todo su poder. Por completo.
A Fortunato no le costaría nada desplazarse los cien metros que les separaban, poner las manos alrededor de la garganta del hombrecillo y acabar con él.
En cambio, le dejó caer.
Largos segundos después, el as oyó el chapoteo y el hombrecillo cerró el círculo, otra vez de vuelta al East River.
La calle Henry estaba silenciosa y desierta; la juerga había acabado con el cierre del Palacio de Cristal. Los caballetes todavía bloqueaban los dos extremos de la manzana aunque hacía un buen rato que el festival callejero había acabado. Hiram y Jay caminaban por en medio de la calle, más allá de las oscurecidas casas adosadas. Las cunetas estaban atestadas de basura: servilletas, vasos de papel, tenedores de plástico, periódicos.
A media cuadra, una figura oscura emergió de las sombras para acercarse a ellos. Popinjay sacó rápido la mano del bolsillo pero Hiram le agarró del brazo.
—No —dijo.
La figura se movió bajo la luz de una farola. Era una pesada mujer de pelo gris con una chaqueta del ejército, verde y sin forma. La mitad inferior del cuerpo era una única y enorme pierna blanca, húmeda y sin hueso. Se impulsaba hacia adelante como un caracol.
—¿Una limosna? —preguntó—. ¿Una limosna para una pobre joker?
Hiram se encontró con que no podía mirarla. Sacó la cartera y le dio un billete de cinco dólares. Cuando la mendiga se lo cogió, él apretó el puño y redujo su peso a la mitad. No duraría pero al menos durante un tiempo sería más fácil para ella.
En la explanada vacía y llena de escombros que estaba junto al Palacio de Cristal ardía un fuego. Una docena de pequeñas formas retorcidas estaban acurrucadas alrededor y había algún tipo de animal dando vueltas encima de las llamas. Al oír los pasos, algunas de las criaturas se levantaron y desaparecieron entre las ruinas. Otras se giraron para mirar, con los ojos como brasas ardientes en la oscuridad. Hiram se detuvo. No venía muy a menudo a Jokertown y ahora recordaba por qué.
—No nos molestarán —dijo Ackroyd—. Es su hora, cuando las calles están vacías y el mundo duerme.
—Creo que es un perro lo que están cocinando.
Jay le cogió del brazo.
—Si te interesa, haré que Chrysalis te consiga la receta. Vamos. Subieron las escaleras y llamaron.
El cartel de la puerta decía «CERRADO», pero al cabo de un momento oyeron descorrer el pestillo y un hombre apareció ante ellos. Tenía bigotillo, el pelo oscuro y aceitoso y una extensión de piel tensa donde deberían haber estado los ojos.
—Sascha, Hiram —les presentó Jay Ackroyd—. ¿Están aquí? Sascha asintió.
—En el bar. Sólo dos. Están limpios. Hiram dejó escapar un suspiro de alivio.
—Acabemos con esto, pues.
Sascha asintió y los condujo a través de una pequeña antesala hasta la sala principal del Palacio de Cristal.
Las únicas luces eran las que había detrás de la larga barra. La estancia olía a cerveza y humo de tabaco y habían colocado las sillas sobre las mesas. Estaban sentados en un reservado, tres personas. En la penumbra, Chrysalis parecía un esqueleto con traje de cóctel. La punta de su cigarrillo brillaba como los ojos de las almas perdidas que había visto fuera. Loophole Latham estaba impecablemente vestido con un traje gris antracita de tres piezas y su maletín estaba en la mesa, delante de él. Entre ellos, envuelto en la sombra, estaba el tercer hombre.
—Gracias, Sascha —dijo Chrysalis—. Ya puedes irte.
Cuando los ecos de sus pasos se hubieron apagado, se hizo un silencio mortal en la taberna.
Hiram se preguntó una vez más qué diantres estaba haciendo allí. Entonces pensó en Gills, tragó saliva y dio un paso al frente.
—Aquí estamos —anunció con su voz grave, llena de una confianza que realmente no sentía.
Latham se puso en pie.
—Señor Worchester, señor Ackroyd —dijo, tan fácilmente, como si aquello fuera una comida de negocios.
La tercera persona siseó. Algo largo y delgado salió agitándose de su boca y saboreó el aire.
—No esssstábamossss ssseguros de que viniéraissss.
Se inclinó hacia adelante, empujando su demacrado rostro de reptil hacia la luz. No tenía nariz, sólo unas fosas nasales sobre la cara. Su lengua bífida no dejaba de moverse.
—Asssssí que nossss encontramossss de nuevo.
—Lamento que esta tarde hayas tenido que irte corriendo de esa manera —dijo Jay—. No entendí bien tu nombre.
—Wyrm —dijo el hombre reptil.
—¿Eso es el nombre o el apellido? —preguntó Jay.
Chrysalis rió con sequedad. Latham se aclaró la garganta.
—Sigamos con el asunto —dijo. Se sentó, hizo girar la combinación del maletín y lo abrió—. Lo he consultado con mi cliente y sus términos son aceptables. No se emprenderá ninguna acción legal contra ninguno de ustedes y los cargos por detención ilegal se depondrán. Tengo los papeles aquí, ya firmados por el señor Seivers, que renuncia a cualquier reclamación contra ustedes por la cantidad de un dólar.
—No voy a… —empezó Hiram.
—Yo pagaré el dólar —dijo Latham rápidamente. Tendió un fajo de documentos legales a Ackroyd. El detective los hojeó de prisa, los firmó por triplicado y devolvió dos juegos.
—Muy bien —dijo el abogado—. En cuanto al mercado de pescado, sin admitir ninguna culpa o implicación anterior, mi cliente y su organización declaran que de aquí en adelante no tendrán interés alguno en esa zona de la ciudad. Esto no es algo que pueda certificarse mediante ningún instrumento legal, por supuesto, pero Chrysalis es testigo de este proceso, y la reputación de la organización es su garantía.
—Su negocio está construido sobre la confianza —confirmó Chrysalis—. Si se sabe que son unos mentirosos, nadie tratará con ellos.
Hiram asintió.
—¿Y Bludgeon?
—He revisado este caso tras nuestra última conversación y, francamente, no es el tipo de persona a la que Latham, Strauss le interesa representar. Vamos a dejar su caso.
La sonrisa de Wyrm mostró una boca llena de incisivos amarillentos.
—¿Ossss gussstaría ssssu cabeza en una bandeja de plata?
—No será necesario —dijo Hiram—. Sólo quiero que vaya a la cárcel por lo que le ha hecho a Gills.
—Cárcel, puessss. —Tenía los ojos clavados en Hiram y agitó la lengua con avidez—. Y ahora que tienesss todo lo que quieressss, Fatman, danossss los librosssss. ¡Ahora!
Se produjo un tenso silencio. Hiram miró a Jay. El detective asintió.
—Parece que todas las bases están cubiertas.
—Bien —dijo Hiram.
Ahora lo único que quedaba por hacer era acabar con aquello y salir vivos de allí, de vuelta a la cordura de su propia vida. Estaba a punto de hablar cuando por el rabillo del ojo vio que algo se movía detrás de la barra. Se giró.
Wyrm dijo:
—Quiero losss librossss. Bassssta de hacerme perder el tiempo.
—Me ha parecido ver un reflejo en el espejo —dijo Hiram. Pero allí no había nada. La pulida superficie plateada brillaba suavemente en la penumbra, pero nadie se movía.
—¿Dónde essssstán los librossss? —demandó Wyrm.
—A mí también me gustaría conocer la respuesta —añadió otra voz. Estaba de pie en la puerta, con una negra capucha tapándole la cara y un arco compuesto entre las manos. Una flecha estaba colocada y lista. El siseo de Wyrm fue puro veneno. Hiram se quedó boquiabierto.
—¿Quién demonios eres tú?
Al hablar, una joven que llevaba únicamente un biquini negro salió del espejo de detrás de la barra.
—Oh, mierda —ofreció Popinjay.
Wyrm agarró a Chrysalis del brazo.
—Nossss hasssss vendido, zorra. Pagarássss por essssto.
—No tengo nada que ver con esto —dijo ella. Consiguió liberar el brazo de su presa y miró al enmascarado de la puerta—. Yeoman, esto no va conmigo —le dijo.
—Lo lamento.
Alzó el arco y tiró de la flecha.
—A menos que me entreguen el libro, clavaré una flecha en el ojo derecho del caballero con el traje de tres piezas.
Latham le contempló sin inmutarse.
—Y tú siempre me dices que me he de vestir mejor —le dijo Jay Ackroyd a Hiram—. ¿Ves de qué te sirve?
Se giró hacia el arquero.
—El libro no está aquí. No creerías que seríamos tan burros como para traerlo con nosotros.
—Espectro, regístralos.
La mujer del biquini atravesó la barra y se acercó a la mesa. De repente, Hiram la reconoció. Llevaba algo más de ropa en el Aces High, pero estaba seguro de que era la misma joven que se había desvanecido a través del suelo cuando Billy Ray había tratado de capturarla. Aquello le puso triste. Era joven y atractiva, demasiado adorable para ser una criminal. Sin duda, había sido corrompida por compañeros malvados.
Registró primero a Jay y luego a él. Cuando le tocó, sus manos parecieron hacerse insustanciales, deslizándose a través del tejido de su ropa e incluso de su piel mientras se movían arriba y abajo, buscando. Le dio escalofríos.
—Nada —dijo.
El arquero bajó el arco.
—Soy un poco lento, ¿sabes? —intervino Popinjay—. Tú eres el vigilante del arco y las flechas, ¿no? El tío del as de picas. ¿A cuántos tipos has matado? Tiene que ser una cifra de dos dígitos, ¿no?
Los ojos de Espectro se dirigieron a su compañero y pareció un tanto sorprendida. «Es una inocente», pensó Hiram. Su corazón estaba con ella. Había leído los relatos acerca del asesino del as de picas en el Jokertown Cry y el Daily News y no podía imaginar cómo una chica joven y dulce como ella se había visto envuelta con semejante lunático homicida.
—¿Dónde está el libro? —dijo el arquero.
Hiram contempló la flecha. Debería haber estado paralizado por el terror pero, curiosamente, no sentía más que enojo. Había sido un día muy largo.
—En un lugar seguro. —Dio un paso adelante, apretando el puño. Había tenido más que suficiente—. Y ahí se quedará.
Empezó a andar hacia la puerta, protegiendo con la mole de su cuerpo a los demás, que estaban tras él.
—Me he metido en una enorme cantidad de problemas para organizar esto y no voy a dejar que hagan daño a Gills o que Bludgeon quede libre porque quieras esos libros para tus propósitos, sin duda criminales.
Los ojos detrás de la máscara contemplaron absolutamente atónitos cómo Hiram avanzaba, decidido. El arquero vaciló, pero sólo por un segundo. Entonces volvió a alzar el arco e Hiram se tensó mientras tiraba suavemente de la cuerda y las poleas giraban y apretó el puño cuando las ondas gravitatorias resplandecieron alrededor de la flecha, invisibles para todos menos para él, con el momento de la verdad casi al alcance de la mano y… se produjo un «pop» y el arquero desapareció.
Hiram oyó el grito ahogado de Espectro y después Wyrm lanzó un sibilante grito en señal de triunfo. El hombre lagarto empujó la mesa que le encerraba dentro del reservado y salió a la pista con un sonido metálico y de desgarro. Se precipitó hacia la joven, que retrocedió apartándose de él.
—¡Déjala en paz! —gritó Hiram.
Wyrm le ignoró. Se abalanzó siseando, con las manos como garras, tratando de atraparla, y pasó a través de su cuerpo y se estampó con fuerza contra un taburete. Popinjay rió.
Espectro se giró frenéticamente, con los ojos como platos, buscando a su aliado por un momento, antes de rendirse y echar a correr. De nuevo atravesó la barra apresuradamente y volvió a desvanecerse en el espejo, cuya plateada superficie se cerró a su alrededor como un charco de mercurio.
—¡Gracias por pasarte! —gritó Popinjay. Se volvió hacia los otros—. Supongo que nadie tiene su número de teléfono, ¿no? —Suspiró—. Ah, vaya…
Wyrm se puso de nuevo en pie, chillando consternado.
—¡La mataré! ¡Los mataré a los dos!
—Después —sugirió Loophole. El abogado cruzó las manos como si aquella pequeña interrupción jamás hubiera sucedido—. ¿Aún tenemos un acuerdo?
—No quiero esos malditos libros —dijo Hiram—. Si respetáis mis condiciones, son vuestros.
—Bien. ¿Dónde están?
—Los hemos escondido en la Tumba de Jetboy. En la cabina de la réplica del JB-I.
—Si están allí, se respetará nuestro acuerdo.
—Ssssi no —añadió Wyrm—, ossss arrepentiréisss.
Chrysalis se dirigió hacia la barra y cogió una botella.
—Quizá deberíamos hacer un pequeño brindis, por la exitosa conclusión de una transacción difícil.
—Me temo que no tenemos tiempo —dijo Latham cerrando el maletín.
Hiram no les escuchaba. Estaba mirando más allá de Chrysalis, contemplando la superficie plateada del enorme espejo donde, por un instante, creyó que había visto algo moviéndose.
Contempló cómo luchaba contra la corriente, con los brazos como palillos agitándose con cansancio entre las oscuras aguas. Una araña de agua moviéndose con desespero por la superficie, hacia la orilla. Roulette había esperado que muriera en el cielo sobre Manhattan. En cambio, había caído como un diminuto y carnoso meteorito y su imperativo se mantenía. Ahora, observando su batalla contra el agua, de nuevo esperó que muriera. La pequeña protuberancia oscura que era su cabeza desapareció pero se forzó a esperar. El Astrónomo ya había engañado antes a la muerte.
La cabeza emergió del agua y la violencia de sus sacudidas fragmentó una mancha de aceite y un centenar de gotitas irisadas. «Muere», imploró Roulette, pero las aguas oscuras y aceitosas del East River le estaban llevando hacia la orilla cubierta de basura.
El Astrónomo salió del río, arrastrándose; el vómito del río. Su cuerpo desnudo, con la carne rosa mostrándose entre la piel chamuscada por las llamas y cuarteada, yació como un animal putrefacto entre las latas oxidadas y los empapados envoltorios de hamburguesas, pequeños montículos de papel desintegrándose en la lodosa orilla. Con la mano izquierda sujetaba las lentes y, poco a poco, con la piel descamándose y cayendo a cada movimiento, trató de recolocárselas.
Roulette, con los tacones de sus exquisitas sandalias de pulsera hundiéndose en el lodo, corrió hacia él. El puntapié le dio en el dorso de la mano. Los dedos se abrieron como ramitas rotas y las gafas salieron volando para acabar yaciendo en el fango. Las aplastó como si contuvieran la esencia del Astrónomo y el alma de Tachyon. Clavó un único tacón, para verlo deslizarse inocuamente por la gruesa lente y hundirse en el barro. El lodo la liberó con un sonido triste y repugnante. Sollozando, recogió las gafas.
—¡Puta! ¡Zorra asquerosa! ¡Mis gafas, dame mis gafas! —Su voz fue escalando tonos hasta convertirse en un chillido frenético.
Un tablón astillado le ofreció un punto de apoyo. Quitándose el zapato, se arrodilló en el barro y aporreó las gafas con el afilado tacón. Las esquirlas del falso diamante le cortaron la mano y le empezó a salir sangre. Apretó aún más fuerte el zapato de cuero ensangrentado.
—¡Te mataré! ¡Te mataré! —aulló el Astrónomo, andando a tientas sobre su vientre, con las manos extendidas, palpando y retrocediendo ante los distintos fragmentos de desperdicios.
Una lente se rompió con un agudo sonido cristalino.
—¡No!
La segunda.
—¿Matarme? Ni siquiera puedes verme. ¿Adónde huirás esta vez? Te están persiguiendo. ¿A quién matarás para obtener energía? Tachyon está en camino y sólo quedará uno de los dos… para mí. Será mejor que te arrastres.
Giró la cara hacia ella, con la nariz achicharrada, la boca como una hendidura pálida, los ojos rojos por los capilares rotos.
—Ha acabado, todo se ha acabado —dijo con voz trémula. Hundió las manos en las profundidades del lodo, apretando el légamo maloliente entre los dedos, como si recordara otros momentos, más gloriosos.
Por fin, empezó a arrastrarse y Roulette le siguió, con los pies descalzos batiendo sobre el resbaladizo cieno, arrastrando el dobladillo del vestido y con la cadena del bolso de noche clavándosele en el hombro a causa del peso de la Magnum.