3.00 horas
Spector miró a su alrededor antes de cruzar la calle como un rayo. Cordelia y Verónica trotaron tras él.
—Frena un poco, por el amor de Dios —dijo Verónica. Llevaba el vestido de lame recogido por encima de las rodillas—. Ese viejo no va a molestarnos más. Se le veía muy mal cuando nos hemos ido. Incluso puede que ya esté muerto a estas alturas.
El negó con la cabeza y guió a Cordelia hacia la oscuridad entre las farolas.
—No sabes de qué cojones estás hablando. Tiene suficiente poder como para destruirnos a todos. Lo único que tiene que hacer es coger a alguien de la calle y acabar lo que empezó con tu amiga muerta. ¿Cómo se llamaba? ¿Caroline?
Verónica paró y cogió a Cordelia del hombro.
—Así es. Y tú la mataste.
Verónica se sorbió los mocos. Spector no sabía decir si al final la muerte de Caroline había afectado a la chica o es que había cogido frío.
—Sudemos de este tío, no va a darnos ningún problema. —Verónica tiró de Cordelia—. Si lo hace, dale lo que se merece. Igual que con ese tal Imp.
—Vale —dijo—, largaos de una puta vez, no hacéis más que retrasarme. Id a ayudar a vuestro chulo, os necesitará.
Cordelia se dio la vuelta lentamente y dejó que Verónica la acompañara. Pensó por un momento en seguir a las chicas y matarlas. Sería fácil sorprender a Cordelia antes de que pudiera usar su poder. La otra sólo era una falda.
Pero la verdad es que no le apetecía. Lo único que quería era matar al Astrónomo, o al menos que se muriera. Su lado listo le dijo que Cordelia y Veronica podían causarle problemas si seguían vivas, pues podrían acusarle de la muerte de Caroline. Como Button-Man Tony le había dicho una vez: «No es la gente a la que matas la que lamentas, es la gente a la que no matas».
—A tomar viento. No puedo dejar tieso a todo el mundo.
Recorrió la calle hacia la parada de metro de la setenta y siete. Podía coger la línea número cinco hasta Jokertown. A partir de allí, simplemente no lo sabía.
Fortunato yacía con la cabeza sobre el vientre desnudo de Peregrine. Estaba espatarrada en el caos de sábanas y ropas hechas jirones y plumas que se había desatado en el último par de horas. Justo unos pocos minutos antes, el as negro había usado tres de ellas para provocarle lo que debía ser su decimocuarto o su decimoquinto orgasmo. Hacía rato que había perdido la cuenta, olvidado el paso de los minutos, olvidado incluso dónde estaba.
—Por Dios, ¿qué me has hecho? —gimió—. Me siento como si acabara de correr una maratón.
—Lo siento —dijo Fortunato—. Digamos que va incluido en el lote.
Nunca había tenido sexo con un as. La fusión de sus poderes iba más allá de cualquier cosa que hubiera experimentado.
La energía de su cuerpo era demasiado grande como para contenerlo en sus carnes; se desbordaba a su alrededor en una brillante aura blanca.
Él se había corrido tres veces, cuando había bloqueado el flujo y lo había devuelto a su interior. Había perdido un par de gotas en el proceso, lo suficiente para darle a Peregrine una débil luminiscencia, aunque no suponía mucho en su nivel de energía.
Ella le acarició el pecho.
—Había oído hablar de la relajación poscoital, pero esto es ridículo.
Se dio la vuelta y la besó en el muslo.
—Tengo que irme, lo sabes.
—El Astrónomo.
—Se supone que ha de pasar algo dentro de una hora. Tiene una especie de plan de huida, algo que le apartará de mí de una vez por todas. No puedo dejar que eso pase.
—¿Por qué no? Deja que se vaya y punto. ¿Qué bien va a hacer matarle?
—No es una cuestión de justicia, si es eso lo que estás pensando. Nada de hacerle pagar por sus crímenes ni ninguna de esas mierdas. Es sólo que no me voy a pasar el resto de mi vida mirando a mis espaldas, preocupado por si va a volver a aparecer.
—Y una mierda. Le quieres muerto y quieres ser tú quien lo mate.
—Sí, vale. Quiero a esa pequeña rata de cloaca muerta, lo admito. Lo quiero hasta tal punto que puedo saborearlo.
Se levantó y se puso los pantalones. Se remangó las mangas de la camisa del traje y se la dejó abierta, en lugar de buscar por el piso los corchetes que faltaban.
Ella se le acercó y le rodeó el cuello con los brazos.
—Te ofrecería mi ayuda, pero sólo con estar de pie me mareo.
—Lo único que quiero es que vuelvas al Aces High conmigo y te quedes allí hasta que esto acabe…, de un modo u otro.
—Espera…
—No puedo esperar. Se nos acaba el tiempo.
—No, quiero decir, escucha. ¿No oyes algo?
Sus sentidos estaban sobrecargados por el exceso de poder. Un zumbido grave y eléctrico parecía emanar de todo su cuerpo. Pero más allá podía oír algo más, un sonido como el del chirrido de los platos húmedos en el agua de fregar. Miró el reloj digital que estaba junto a la cama: estaba vibrando en la mesa pedestal.
—Oh, mierda —dijo Fortunato, justo cuando la cama de agua explotó. La fuerza les tiró al otro lado del dormitorio. Al principio el agua estaba hirviendo pero se enfrió al extenderse. El as negro aterrizó contra una vasija de barro gris llena de bambú que se hizo añicos bajo su peso. Antes incluso de que el aire volviera a sus pulmones, un cuerpo muerto, desmembrado, fue arrojado a través de la pared de cristal y se vio rodeado de cristales rotos.
Fortunato intentó ralentizar el tiempo pero el tiempo mismo se le resistía. Se esforzó para doblegarlo y vio las líneas de energía de la habitación en relieve topográfico. Vio que el cuerpo era de una mujer pero no se permitió saber más, aún no.
Empujó las líneas de energía con la mente. Unos apretados conos de fuerza se alzaron donde él y Peregrine yacían. El cristal roto seguía los nuevos contornos del espacio-tiempo de la estancia y se curvaba a su alrededor, reduciéndose a polvo contra las paredes.
El as alado gateó por el suelo. Fortunato vio adonde se dirigía y moldeó su energía a su alrededor para protegerla. Llegó adonde sus guantes de garras colgaban en la pared y se los enfundó. También había un traje pero no se molestó en ponérselo.
El techo gruñó y después se partió en toda su extensión como una galleta salada. Pedazos de hormigón y encofrado cayeron sobre ellos, pero los escudos que les rodeaban eran sólidos. Mantenerlos apenas sí consumió la renovada energía de Fortunato. Peregrine se lanzó a la carrera y voló hacia la oscuridad.
El suelo cedió debajo de Fortunato. De las cañerías rotas salieron disparados chorros de agua, y el aire apestaba a gas natural. Se arrastró hasta la mujer muerta y le dio la vuelta.
Caroline.
Era Caroline.
Tenía el cuello roto. La piel arañada, mordida y desgarrada.
Había sido su favorita durante siete años. Nunca podía predecir sus violentos estados de ánimo ni su humor sarcástico, nunca tenía suficiente de la pura intensidad física de su modo de hacer el amor. Entre una chica nueva y otra, siempre había vuelto a ella.
Durante un buen rato no pudo sentir nada. Un enorme trozo de hormigón tachonado con fragmentos de encofrado le pasó a pocos centímetros mientras permanecía de rodillas junto al cuerpo.
La ira, cuando finalmente llegó, le transformó.
Era vida o muerte, así de simple. El Astrónomo obtenía su poder matando. El Astrónomo era la Muerte. Fortunato extraía su fuerza del sexo, de la vida. Y la Vida se estaba escondiendo en su madriguera, demasiado aterrorizada para salir y mirar a la Muerte a la cara; gritando amenazas vacías y esperando que, simplemente, se fuera. Abrió los ojos por completo. Lo único que hizo falta fue un parpadeo y todo lo que se le había escapado le sobrevino. Las vacilantes líneas de calor que había visto en el apartamento del chico muerto diecisiete años atrás se canalizaban hacia la noche.
Se puso en pie, la fuerza de su furia le hizo levitar a unos centímetros del suelo. Proyectó su mente hacia la red cónica de poder, listo para volar hacia él, hacerlo estallar sobre su vórtice y hacer pedazos su fuente.
Proyectó su mente y las líneas desaparecieron.
Caminó hacia la pared de cristal destrozada y allí flotó, reluciente, treinta plantas por encima de las calles de Manhattan. Desde lo alto pudo ver a Peregrine, gloriosamente desnuda, realizando un viraje pronunciado sobre el parque. Tras ella, las luces de la ciudad teñían el cielo de un gris apagado y ella misma parecía ser bidimensional, como una cometa sexualmente explícita. Voló a su alrededor una vez y después se posó en el borde destrozado de su piso.
—Dios mío —dijo—. Estoy tan cansada…
—¿Le has visto? —le preguntó.
—No, nada. ¿Y tú?
—Por un segundo. Vi las trazas que dejó tras él. Por primera vez. Por primera vez soy más fuerte que él. Si lograra encontrarle, si lograra encontrar esa maldita nave, podría…
—¿Qué pasa?
«Una nave», pensó. Una nave espacial. Como la de los alienígenas del espacio exterior, había dicho Black. Alienígenas como Tachyon.
Tachyon. ¡Por Dios, Tachyon tenía una nave!
Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de ello. El Astrónomo iba a por la nave del doctor.
Volvió junto a Peregrine y la besó. El aroma de sus jugos sexuales flotaba a su alrededor como un perfume y a Fortunato le costó parar. Ella se tambaleó un poco cuando la soltó.
Fue entonces cuando vio el cadáver de Caroline.
—Oh, Dios mío —dijo.
Fortunato cogió el cuerpo destrozado en brazos.
—Esto no tiene nada que ver contigo. Se trata de mí. Deberías olvidarlo.
Formuló una orden sin haberlo pretendido. Ella asintió.
Salió de nuevo al espacio.
—Fortunato…
Quería mirar atrás pero no había nada más que decir. Dejó que la energía lo llevara hacia la oscuridad.
Las calles aún estaban abarrotadas pese a lo tardío de la hora, y todos los que aún estaban en ellas parecían estar borrachos, drogados, agresivos, locos o todo a la vez. Jennifer atraía una gran cantidad de atención no deseada y, de no haber sido por la ceñuda presencia de Brennan, no podría haber caminado ni media manzana sin tener que utilizar su poder para frustrar los inoportunos avances de algunos.
El largo día le estaba pasando factura. Le dolían los pies, estaba reventada, y su hambre había crecido hasta que la sintió como un animalillo royéndole las entrañas. Tenía que conseguir algo de comida. Hasta entonces no podría usar su poder espectral: volverse insustancial consumía mucha energía y no le quedaban muchas calorías almacenadas en su esbelto cuerpo.
Divisó un vendedor ambulante que parecía tan achispado como los juerguistas que les rodeaban y le dijo al arquero que necesitaba comer algo. Se pararon y le trajo un par de los pretzeh blandos que vendía el hombre.
—Lo siento, es lo mejor que he podido conseguir —dijo Brennan, mascando él mismo uno de los pegajosos pretzels—. Hoy casi todos los restaurantes están cerrados, sólo aceptan con reserva o están tan llenos que ni siquiera se puede llegar a la puerta.
—Con esto me vale —dijo ella con la boca llena de masa. Hizo una mueca y tomó un gran trago de su bebida—. ¡Cómo pica esta mostaza! —dijo tratando de hablar y lamer hielo al mismo tiempo.
—¿Hmmm? —Brennan se detuvo, luego se volvió hacia el vendedor y compró toda la botella del condimento.
—¿Para qué es? —preguntó Jennifer mientras él se lo guardaba.
—Para después.
No desarrolló la idea y ella estaba demasiado ocupada engullendo como para preocuparse.
Siguieron adelante a través de las calles hasta que Brennan les condujo por un estrecho callejón que, de un modo bastante sorprendente, estaba totalmente desprovisto de gente divirtiéndose.
—Aquí estarás a salvo hasta que vuelva —dijo.
—¿Adónde vas?
—A mi apartamento. Vuelvo en seguida.
Vio cómo se alejaba por el callejón, picada por el hecho de que obviamente no confiaba lo suficiente en ella como para llevarla al lugar en el que vivía. Volvió, como había prometido, con una capa para que Jennifer se cubriera y un par de chanclas para los pies.
—Son un poco grandes pero será mejor que ir corriendo descalza por ahí.
Aún estaba dolida por su desconfianza pero no pudo resistirse a preguntar por la mochila que llevaba a la espalda.
—¿Qué llevas ahí?
—Algunas cosas que podríamos necesitar antes de que acabe la noche.
—Tan informativo como siempre —dijo—. ¿Puedes decirme algo claro? ¿Adónde vamos ahora?
—Al sitio donde deberíamos poder encontrar algunas respuestas. El Palacio de Cristal.
Durante diecisiete años, Fortunato se había mantenido en las sombras. No por discreción, sino para evitar distracciones. No volaba para rescatar a los mineros atrapados o para acabar con los atracos en el metro. Excepto por unos meses en los que había participado en los movimientos políticos clandestinos, en los sesenta, se había quedado en su piso, leyendo. Estudió a Aleister Crowley y E.D. Ouspensky, aprendió los jeroglíficos egipcios, sánscrito y griego clásico. Nada le parecía más importante que el conocimiento.
No sabría decir cuándo había empezado a cambiar. En algún momento, después de que una mujer llamada Eileen muriera en un callejón de Jokertown, con la mente drenada por el Astrónomo. En algún momento, después de todo lo que leyó, desde física de partículas hasta el ritual masónico pasando por el Bhágavad-guitá, todo le decía lo mismo, una y otra vez: todo es lo mismo. Nada importaba. Todo importaba.
Esta noche sobrevolaba la isla de Manhattan con los restos de su traje de gala, resplandeciente como un tubo de neón, con una mujer muerta entre los brazos. Los turistas borrachos y los animados jokers y los últimos asistentes al teatro alzaron los ojos y le vieron allí, y no importó.
Contempló la idea de que tal vez no sobreviviría a aquella noche y tampoco pudo importarle menos. ¿Qué importaba un proxeneta más o menos?
Vio Jokertown extendiéndose por debajo de él. Las calles con barricadas estaban abarrotadas de gente disfrazada y gente que era un disfraz en sí misma, todos ellos con velas, linternas y antorchas. Cada farola y cada luz de cada ventana de Bowery resplandecían a plena potencia.
Dejó a Caroline en las escaleras de la clínica de Jokertown. La muchedumbre se abrió para dejarle pasar y luego se cerró tras él. No había tiempo para gestos sentimentales. Ahora Caroline estaba muerta y no podía hacer nada por ella.
Se elevó hacia el cielo levitando. Flotó en él, despejó la mente y visualizó a Tachyon, con sus afeminados trajes de payaso y su pelo fosforito.
¿Ya estás muerto, Tachyon?, pensó. Tachyon, ¿me lees?
Los pensamientos de Tachyon le llenaron la cabeza.
¡Por fin! ¿Dónde estabas? ¡He tratado de comunicarme contigo! ¡Había una especie de muro de energía a tu alrededor!
Estoy un poco sobrecargado esta noche, le dijo Fortunato.
Tengo que verte, dijo Tachyon, y formó la imagen de un almacén en el East River en su mente. ¿Podemos encontrarnos aquí? Es desesperadamente importante. Tiene que ver con el Astrónomo.
Fortunato abrió la imagen hacia fuera. La nave estaba dentro, con la forma de una concha marina engastada con gemas y mayor que la mayoría de las casas.
Lo sé, pensó Fortunato. Ya lo sé.
Tachyon aún estaba llorando. «Es un flujo inacabable», pensó Roulette con cansancio, seguido por un destello de irritación: «¿Qué quiere de mí?»
—Basta —dijo ella, y su voz parecía venir de muy lejos.
El alienígena recuperó el aliento en un sollozo y alzó el rostro enrojecido, lleno de lágrimas, de entre sus manos.
—A nadie le importa. Puedes llorar hasta que te hartes, pero a nadie le importará.
—Yo te quería.
Su voz sonó áspera y ronca en las sombras de la habitación.
—Siempre en pasado.
Y el comentario le pareció insoportablemente irónico. No fue consciente de en qué momento la risa se convirtió en lágrimas.
Sus manos la agarraron por los hombros y la zarandearon hasta que los dientes le castañetearon y las cuentas de cristal de su cabello tintinearon con frivolidad.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gritó.
—Me prometió venganza y paz.
—La paz de la tumba. El Astrónomo destruye todo lo que toca. ¿Cuántos más cadáveres ha de sembrar para que te convenzas? —le gritó en la cara—. Y ahora Baby, Baby —gimió, tirándola a un lado.
—¿Y qué hay de ti, doctor? —gritó ella—. ¿Qué me dices de toda una vida de cadáveres? —Los demonios empezaron a actuar y se apretó la cabeza, gimoteando—: Mi bebé.
La mente de Tachyon topó con la suya pero esta vez los pensamientos no se mezclaron. El caos de su mente rechazó la fusión.
—Está sucediendo otra vez —gritó Tachyon en un susurro angustiado—. No puedo soportarlo, otra vez no. ¿Qué debo hacer? ¿Quién puede ayudarme?
La sacó de la cama y la empujó hacia su ropa.
—Vístete. Hemos de darnos prisa, mucha prisa. Si puedo llegar a Baby antes que el Astrónomo, entonces, después… después haré todo lo que pueda, mi pobre, pobre pequeña.
Roulette, poniéndose la ropa y los zapatos como un autómata y recogiendo su bolso, trató de concentrarse, pero el balbuceo nervioso de Tachyon le crispaba los nervios, le destruía la capacidad de pensar. Intentó hacerle callar.
—Deterioro de la personalidad —murmuraba el doctor desde el interior del enorme vestidor—. Será necesario encontrar el núcleo, reconstruir los compartimentos de memoria.
La letanía continuó como si fuera un escolar tratando de empollar para un examen. Un colgador rechinó en el riel.
La mujer se movió de prisa, abrió el cajón del tocador, sacó la Magnum y se la escondió en el bolso. Un instante después, Tachyon, echándose una capa sobre la camisa desabrochada, entró corriendo en la sala y la cogió de la cintura.
No se resistió. La estaba llevando con su amo. Y ya se encargaría ella de los dos.
Antes siquiera de que pudiera ver el sitio, Fortunato oyó los gritos en su cabeza. Era el sonido de un niño llorando, pero refinado, purificado, enloquecedor. Colocó un bloqueo mental contra él sólo para mantener la mente clara.
Sobrevoló una deteriorada manzana y vio el almacén. Estaba rodeado de chavales con chaquetas de cuero negras, eran la última de las bandas que habían campado a sus anchas en los Cloisters. Tenían MI6 y Magnums 357m enfundadas, como cowboys del siglo veinte. Cuando descendió hacia ellos desde el cielo, todos echaron la cabeza atrás para mirar.
—¡Largo! —les ordenó—. ¡Largo de aquí!
Dejaron caer sus rifles y echaron a correr.
Tocó suelo junto a la entrada del almacén. Algo en su interior zumbaba como una monstruosa onda portadora. Había un único foco sobre la puerta pero él mismo brillaba como un pequeño sol. Bajo aquella luz, vio a Tachyon y Roulette corriendo hacia él, en dirección contraria a su piso.
El Astrónomo ya estaba dentro. Su huella energética cubría las paredes y se derramaba hasta la calle. Fortunato se dirigía a la puerta cuando un estrecho cilindro de luz rosa perforó la pared junto a él y después se apagó. Se oyó un agudo estrépito cuando el aire implosionó en el vacío que el láser había dejado. Alguien en el interior del almacén gritaba. Un segundo después, el láser abrió otro agujero unos centímetros más allá, y otro más. El sonido era como fuego de cañón. Después el zumbido y la luz pararon a la vez. Al mismo tiempo, el llanto en su cabeza sonó incluso más fuerte.
—Voy a entrar —dijo Tachyon—. Está haciendo daño a Baby.
—Baby —dijo Fortunato—, por el amor de Dios…
—Es el nombre de la nave —dijo Roulette.
—Lo sé. ¿Tú qué pintas en todo esto?
—Trabaja para el Astrónomo —dijo Tachyon—. Esta noche ha intentado matarme.
El as negro casi se echó a reír. Así que, después de todo, no trabajaba por cuenta propia. Lástima que no lo hubiera conseguido. Fortunato abrió la puerta y vio al Astrónomo deslizarse por el lado de la nave.
Había un cadáver en el suelo, un chico con un agujero negro humeante en vez de pecho. En el rincón había otros cuatro: una mujer con uniforme de enfermera y una MI6, otra mujer vestida de blanco, un hombre con cara de gato y largas zarpas y una mujer oriental normal y corriente que le resultaba un tanto familiar. «Los Cloisters», pensó Fortunato. La había visto allí y en el viejo templo masónico de Jokertown, justo unos minutos antes de hacerlo volar. Mientras la miraba, se volvió hermosa. Fascinante. No podía apartar los ojos de ella y sentía cómo las neuronas de su cerebro empezaban a fallar.
—Basta ordenó. Su mente se despejó y ella volvió a ser normal y a estar asustada. La enfermera alzó la MI6 y él la fundió, por lo que la culata de plástico se convirtió en líquido caliente entre sus manos.
—Se acabó, ¿verdad? —dijo la oriental—. No vamos a salir de aquí.
—No en esa nave —dijo Fortunato.
—Volver desde San Francisco para nada… —dijo.
—La puerta sigue siendo una opción.
Le miró con intensidad, para asegurarse de qué quería decir; después corrió hacia ella. Los otros la siguieron más despacio, pues no querían darle la espalda al as.
—¿Gresham? —dijo Tachyon. Su voz trinó a causa de la ira y el dolor—. ¿Enfermera Gresham?
—¿Qué? —dijo la enfermera.
—¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido traicionar mi confianza?
Tachyon se llevó ambas manos a la cabeza. Sus dedos tiraron de la piel de su cara, convirtiéndola en un rostro monstruoso. Fortunato se preguntó si iba a arder. En su lugar, Gresham puso los ojos en blanco, giró sobre sus talones y se estampó contra el ruinoso muro del lado de la puerta.
—Caray —dijo Fortunato—. ¿La has matado?
Tachyon negó con la cabeza.
—No, no está muerta. Aunque se lo merecería.
—Pues tendréis que sacarla de aquí —dijo Fortunato—. Vosotros dos, mientras podáis. Voy a abrir esa nave como una ostra.
—¡No! —fue prácticamente un grito—. ¡No puedes! ¡Te lo prohíbo!
—No te metas en mi camino, hombrecillo. El Astrónomo es uno de los tuyos. Es tu virus el que le ha hecho esto. Voy a acabar con esto y si te entrometes, te mataré.
—La nave no —dijo Tachyon. El pequeño cabrón desde luego no sabía cuándo asustarse, tenía que reconocerle al menos eso—. Está viva. No es culpa suya que le esté pasando esto. No puedes castigarla por ello.
—Hay mucho más en juego que una maldita pieza de maquinaria.
Tachyon negó con la cabeza.
—Para mí no, y no es una máquina. Si tratas de hacerle daño, tendrás que pelearte conmigo primero, y no puedes permitirte eso, ya que el Astrónomo nos mataría a todos.
El pequeño hijo de puta no iba a ceder.
—Está bien, vale. Lo haremos a tu manera. Pero saca al Astrónomo de esa nave o le haré salir del único modo que tengo.
Tachyon paró unos segundos y luego dijo:
—Acepto.
—¿Y qué pasa conmigo? —dijo Roulette.
—Tú te vienes conmigo —dijo Tachyon. La cogió de la mano y tiró de ella hacia la nave, tras él.
El Astrónomo se apoyó despreocupadamente en un poste de la cama. Las mangas de la túnica tenían una costra de sangre y el agrio olor de la muerte flotaba alrededor de su huesuda figura. Pero, por primera vez desde su encuentro con él, Roulette percibió confusión y dudas.
El anciano volvió sus ojos enloquecidos y enrojecidos hacia ellos.
—No le has matado.
El taquisiano se adelantó y los tacones de sus botas resonaron en el suelo pulido.
—He demostrado ser más duro de lo que suponías. —La horrible mirada pasó a Tachyon—. Y sólo un cobarde envía a una mujer a cometer sus asesinatos.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacerlo? ¿Lanzarme unos pocos insultos? Eres penoso, hombrecillo.
De pronto, el maestre masón se tambaleó, gimió y se apretó la cabeza. Tachyon, con el pelo como una feroz nube sobre los hombros y los ojos brillándole en el pálido rostro, empezó a temblar por la tensión y las gotas de sudor le perlaron la frente. Después, con amenazadora lentitud, el Astrónomo se irguió, deshaciéndose del control mental del alienígena. Los ojos del doctor se abrieron con miedo.
—Muere, irritante insecto.
Los dedos como garras se curvaron y Tachyon se lanzó a un lado mientras una bola de llamas explotaba en el lugar en el que había estado.
El suelo se inclinó violentamente cuando Baby se estremeció.
—Es inútil, no escaparás con esta nave. —Tachyon gateó por el suelo pulido mientras otra bola de fuego hacía estallar una delicada silla tras la que se había estado escondiendo—. No navega por sí sola. ¿Qué tal es tu astro-navegación?
Roulette se apretujó en un hueco, rezando para que no la viera, rezando para que ningún rayo de energía perdido de su amo la incinerara.
—Y mejor que no duermas si has de abandonar el planeta. Es un ser sentiente, aunque, por supuesto, ya lo has descubierto —gritó Tachyon, y el hombro de su capa se ennegreció—. En cuanto relajes tu coerción, hará estallar las cerraduras o volará hacia una estrella. Es uno de los inconvenientes de una nave viviente, como otros enemigos descubrieron antes que tú.
El despliegue pirotécnico cesó. El anciano miró al alienígena con algo que se aproximaba al placer.
—Has señalado algunos puntos interesantes, doctor. Así que te llevaré conmigo.
—No…, creo que… no. —Las palabras quedaron puntuadas por resuellos—. He creado una guarda mortal. Todo lo que soy, cuerpo, alma y mente, se oponen a ti. Para poseerme, tendrás que matarme.
—Una imagen de lo más agradable.
—Lo que te sigue dejando con el problema original.
Estaban dando vueltas por la habitación, Tachyon alejándose despacio y con cautela del Astrónomo y el anciano siguiéndole los pasos con la paciencia de un depredador.
—Y hay otro pequeño problema y creo que debería mencionarlo. Fortunato está fuera, esperando. Destrozará esta nave para llegar a ti, y yo preferiría que no lo hiciera. Que es por lo que estoy aquí, aunque no se me ocurre nada que me apetezca menos hacer que enfrentarme a ti.
Pero el Astrónomo había dejado de escucharle. Al oír mencionar a Fortunato, su cara se había teñido de sangre y un improperio explosivo salió de sus labios salpicados de saliva.
—Ya me has incordiado bastante, pedazo de mierda. Esta vez voy a poner punto final.
Salió impetuosamente de la nave y Tachyon, cogiendo a Roulette por la muñeca, se precipitó tras él; y hacia el infierno. Por los aires zumbaban bolas de fuego, abrasando el suelo de hormigón y prendiendo las paredes del almacén. Un rebufo del aire los hizo caer y la muñeca de la mujer se escurrió de la mano del doctor. Cayó una lluvia de manipostería y de vigas y Baby, aterrorizada más allá de la razón, prorrumpió por el techo y huyó hacia la noche. Ahogada por el polvo de yeso, Roulette se arrastró en busca de la puerta, ignorando la frenética llamada de Tachyon: primero a Baby, luego a ella.
Sosteniendo la Magnum, se acurrucó en un callejón y contempló el cielo.