2.00 horas
Miró hacia atrás y se arqueó hasta que sus escápulas formaron unas alas de hueso bajo la piel, pero Tachyon no captó la indirecta. Se estaba cepillando sus rizos deshechos y mirándose sin verse en el espejo, nervioso. Frunciendo el ceño e irritada, Roulette estiró la mano hacia la espalda y se abrió la cremallera del vestido de seda blanco. Cayó al suelo con un susurro, rozándole los tobillos.
El cepillo se estrelló en el antiguo tocador con superficie de mármol, destrozando las botellas del cristal.
—¡Este día! ¿Qué tiene este día que siempre engendra tanto sufrimiento? ¡Y lo celebran!
Extendió un brazo hacia la ventana cerrada que no bloqueaba del todo el sonido del continuo jolgorio.
—¿Tú lo celebrarías? —preguntó el alienígena. Sus ojos violetas parecían arder en su pálido rostro cuando se giró para encararse a ella.
—No, pero el mío es un carácter sombrío. —Se acercó varios pasos hacia él pero no llegó a tocarle—. Y no creo que entiendas del todo por qué ellos sí. No es por despreocupación, es un intento de sobrevivir. Tenemos pocas opciones cuando la vida nos hace jugarretas. Podemos reír escondiendo el dolor. Podemos morir. O podemos vengarnos. Tú oyes risas, pero yo oigo gritos de dolor.
—Dolor. ¿Me hablas de dolor, a mí, que he vivido con él todos los días durante cuarenta años? Vosotros, los humanos, sois afortunados. Tenéis la gran suerte de que vuestros recuerdos del presente son cortos. Las tragedias que soportáis se desvanecen rápido. Vuestras mentes extienden un velo. Con nosotros no es así.
Alzó el marco de plata con la fotografía, contemplando el delicado rostro capturado en ella. Sus labios se endurecieron, acentuando las arrugas alrededor de sus ojos y su boca.
Sintió una vez más aquel desgarro de cuando el Astrónomo la despojó de aquellos velos que lo tapaban todo y liberó sus demonios. Le presentaban con amor cada momento de pérdida y abandono, y cada repetición era tan exquisitamente dolorosa como lo había sido la anterior. Le dio un manotazo a la fotografía y la tiró al suelo. Aterrizó en el frío mármol y el cristal se partió con un sonido musicalmente helado. Tachyon la recogió y la apretó contra el pecho para protegerla mientras Roulette contemplaba fascinada el dibujo del cristal roto.
«Cascadas de reflejos cuando el cristal se rompió, el cristal de la ventana como nieve reluciente sobre las calles».
Sus ojos estaban puestos en ella, como si fueran a quemarle las mejillas. Se encaró a él, despacio. Las largas pestañas cayeron cuando bajó la mirada para estudiar la fotografía. Después, la plena fuerza de su mirada volvió a posarse en ella una vez más.
—Tienes toda la razón —murmuró crípticamente y abriendo el cajón del tocador, metió el marco dentro. Antes de que lo cerrara, pudo ver el destello del metal negro de una Magnum 357.
En medio del caos general, Jack y Bagabond empezaron a tener la sensación de estar andando en círculos. En medio del mismísimo corazón de la Gran Manzana, la pareja comenzó a sentirse como en un bosque sin caminos y sin rastro del sol para poder orientarse. Los rostros en la multitud cada vez eran más semejantes, así como los disfraces. Lo único que faltaba era una chica de dieciséis años alta y delgada, con el pelo negro, liso y ojos oscuros.
Pasaron por delante de un callejón y oyeron lo que parecían ser llantos. Bagabond sacudió la cabeza y se dispuso a pasar de largo.
—Espera —dijo Jack.
Se adentró unos pocos pasos en el estrecho pasaje. Vio a unas pocas personas a las que ya se había encontrado ese mismo día en distintas ocasiones. Uno era Jean-Jacques, quien estaba acurrucado tratando de proteger a uno de los bailarines. Éste, ataviado como un bailarín pero con el traje sucio y hecho jirones, yacía tendido en el suelo. Tenía sangre alrededor de la boca.
De pie junto a la pareja estaba el joven de aspecto punk con quien Jack había tenido un encontronazo por la mañana, delante del Young Man’s Fancy.
Los ojos de color de lluvia del joven quedaban enmascarados por las sombras del callejón.
—Prueba a chupar esto —dijo el punk.
Jack y Bagabond oyeron el «blinc» de un resorte de acero. La hoja salió de la navaja del chico y se colocó en su sitio.
El joven se agachó con el cuchillo en la mano y amagó hacia Jean-Jacques. El senegalés no se movió.
—¡Putos maricones! Voy a cortar todo lo que se mueva.
Jack se lanzó hacia delante. La mendiga le hizo tropezar y cayó de bruces, parando en parte el golpe con las manos extendidas, sintiendo el rugoso ladrillo raspar contra su piel.
—Espera.
La vagabunda frunció el ceño, concentrándose.
Los gatos del callejón irrumpieron desde las malolientes pirámides de bolsas de basura apiladas en la oscuridad, más al fondo. Maullando, brincaron hacia el joven con el cuchillo. Éste a su vez gruñó y se giró para enfrentarse a ellos.
—Vamos —dijo Bagabond, ayudando a Jack a levantarse—. La cosa está bajo control. Todo va bien. Le tiró del brazo.
Jack vaciló pero vio que Jean-Jacques estaba ayudando a su amigo a levantarse. Siguió a la mendiga.
Los gatos callejeros chillaron y maullaron triunfantes tras ellos, y todos los humanos salieron del callejón, excepto el joven.
—Esto no le habría pasado a un homófobo más agradable —murmuró Jack.
Spector nunca había estado en el ático del Astrónomo. Se encontraba en una de las calles de la decena de los setenta enfrente de Central Park. Para su sorpresa, la decoración era apagada, con suelos y muebles de madera oscura complementados por paredes y techos blancos.
El anciano abrió la puerta de una habitación que estaba frente a la biblioteca y les indicó que entraran. El hombre mayor se apoyó pesadamente en el marco de la puerta. Spector arrastró a la chica morena al interior. Las cautivas habían estado tranquilas, lo que debía de ser obra de Insulina. La estancia estaba en penumbra, pues la única iluminación provenía de una gran claraboya. Debajo había un altar de caoba. Había esposas de acero en cada esquina y una gran muesca en forma de V en un extremo. Spector no tenía que preguntarse para qué era.
—Ésa.
El Astrónomo señaló a la chica con la sudadera de la Universidad de Houston y cerró la puerta.
Imp le quitó la sudadera y la arrastró al altar. Le esposó las manos con rapidez y le desabrochó los pantalones y empezó a bajárselos. Los tiró al suelo y le arrancó las bragas de algodón rojo; después le sujetó los pies.
Spector sintió que la morena estaba tensa y le agarró los brazos con más fuerza.
—Prepárala.
El anciano abrió un cajón del altar y sacó una jeringa. Apretó el puño y se hizo un pequeño torniquete; entonces se clavó la aguja y se inyectó lo que Spector sabía que era heroína. Respiró hondo y retiró la jeringuilla, dejando un diminuto punto rojo: tenía el brazo lleno. El Astrónomo se abrió la túnica y la dejó caer. Imp estaba arrodillado entre las piernas de la chica y empezó a ponerla húmeda con la lengua.
El Astrónomo se acercó vacilante al altar, acariciándose el pene erecto.
—¿Cómo te llamas, querida?
—Caroline. —Luchó inútilmente por zafarse de las cadenas—. ¿Tienes idea de quiénes somos? Te vas a pringar de mierda hasta el cuello si nos pasa algo.
El viejo rió y le pellizcó el pezón entre el pulgar y el índice.
—Fortunato, el proxeneta. Ha sido una molestia durante años, pero no más que eso. ¿Qué podría ser más apropiado que utilizar a sus mujeres para asegurar su destrucción?
Se giró hacia Imp, quien todavía tenía la cabeza enterrada entre sus piernas.
—Suficiente.
Imp se incorporó y se acercó en silencio hasta donde Spector e Insulina retenían a las otras dos mujeres. Toqueteó la punta de su lengua, tratando de quitarse un pelo púbico perdido.
—¿Nos lo llevamos?
Imp señaló a Spector.
—Creo que sí.
El viejo pasó el dedo por el cuerpo desnudo de la mujer mientras rodeaba el altar.
—Déjala en paz, joder. —La mujer del vestido azul eléctrico se revolvió para escaparse de Insulina; después quedó inerte entre sus brazos.
—Basta de interrupciones.
El Astrónomo estaba en la muesca del altar, entre las piernas de Caroline. La penetró y cerró los ojos. Lo único que se oía en la habitación era la trabajosa respiración del anciano y el suave tintineo de las esposas. El Astrónomo puso los brazos bajo sus axilas y recorrió lentamente con los dedos su costillar, dejando marcas de un rojo intenso en su piel. Caroline gritó. El viejo le puso las manos en la boca y mordisqueó la piel que le había arrancado. La sangre empezó a encharcarse en la madera pulida. Le cortó un símbolo en la piel que rodeaba el ombligo.
La chica morena apartó la mirada y empezó a temblar. Spector la atrajo hacia sí.
—¿Cómo te llamas?
—Cordelia.
—Os va a hacer esto a todas, al menos que alguien lo pare. Aunque sólo un idiota lo intentaría.
Spector se preguntó acerca del comentario de Imp. ¿Dónde demonios iban a ir? Aquella mañana el Astrónomo había dicho algo acerca de otros mundos, pero no había caído en ello hasta ahora.
El anciano irguió la espalda. Su cuerpo estaba cubierto por una capa de sudor; estaba ganando vitalidad a cada movimiento. Caroline giró la pelvis hacia abajo, tan lejos como pudo, tratando de expulsar al viejo de su interior. Apretó los dientes, dolorida, pero ya no gritó más.
—Zorra estúpida. —Se retiró y se puso encima de ella—. Imp, ocúpate de ella. —Señaló a Cordelia—. Deceso, ven aquí.
Spector esperó hasta estar seguro de que Imp tenía bien agarrada a la chica, luego se dirigió a la cabecera del altar.
—No te importará que te folie por la boca, ¿verdad, mi putita?
Se deslizó por su cuerpo.
—Tú inténtalo, gilipollas.
Abrió la boca del todo, mostrándole los dientes.
—No será necesario. Tengo un modo especial de hacerlo.
Alargó la mano hacia su garganta y la rajó con un dedo.
—Mírame, tesoro —dijo Spector, preparándose. Le agarró la cabeza y la retorció con fuerza. Se oyó un chasquido cuando su cuello cedió. Caroline convulsionó y se quedó inmóvil.
—Idiota. —El viejo lo agarró y lo tiró al otro lado de la habitación—. La has matado, has desperdiciado su energía.
Cogió la cabeza de Caroline y la golpeó con fuerza contra el altar.
—Te mataré por esto. Tan pronto como acabe con ellas. Un dolor como nunca has imaginado, Deceso. Imp, tráeme a la siguiente.
Soltó las esposas y tiró el cadáver al suelo.
Spector se levantó y buscó algo que pudiera usar como arma. Había cuchillos en el cajón abierto del altar, si pudiera llegar tan lejos. Sintió que sus rodillas flaqueaban. Insulina otra vez.
Imp desgarró el vestido de Cordelia y la arrastró hacia adelante. Tenía el rostro blanco.
—¡No! —gritó y se apartó de Imp. El pequeño as apretó los dientes y la estrujó contra su pecho.
—¿Qué coño…?
Spector se irguió. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo había distraído lo bastante a Insulina como para hacer que se olvidara de él. Corrió hacia el Astrónomo, ignorando el dolor de su pie tullido.
Imp cayó al suelo, jadeando y abriéndose la camisa.
—Lo está haciendo ella. —El viejo señaló a Cordelia, quien retrocedió un paso—. Parad a esa putilla. Insulina, cuidado.
La advertencia llegó demasiado tarde. Verónica estaba despierta y arañándole la cara, arrastrándola por el suelo. Spector arremetió contra el anciano, haciéndolo caer del altar, y luego se giró hacia Insulina. Verónica estaba inconsciente de nuevo. Insulina no vio que Spector venía por detrás. La hizo girar y la golpeó en la barbilla, dos veces. Puso los ojos en blanco.
Un último suspiro salió de los labios ahora azulados de Imp, hasta que se quedó quieto.
—Impresionante de veras, querida. De algún modo, le has parado las funciones cardíacas y respiratorias a la vez. Una muerte dolorosa. —El Astrónomo se limpió las manos sangrientas en el altar mientras se incorporaba—. La tuya lo será aún más.
Spector sabía que el Astrónomo podía anular el poder de Cordelia con el suyo. Era lo que sucedía cada vez que intentaba matar al viejo. Decidió probar algo. Estarían muertos de todos modos si se limitaban a quedarse plantados. Se acercó.
—Sea lo que sea lo que le hayas hecho a Imp, señorita, házselo a él.
Señaló al Astrónomo, quien se giró para mirarlo. Spector le miró fijamente y trató de introducir su muerte en la mente del viejo. Sintió que le bloqueaba.
—¡Hazlo ya! —le gritó a Cordelia.
En los ojos del viejo aleteó un destello de dolor y se dispuso a llegar a su corazón. Era como Spector había supuesto. El Astrónomo no podía bloquear el poder de dos ases a la vez y Cordelia lo estaba consiguiendo.
Spector siguió presionando con fuerza mentalmente. El viejo no podía apartar la vista ahora que había conseguido que le mirara a los ojos.
Cayó de rodillas.
—Os mataré a todos —dijo, lo bastante alto para que lo oyeran.
—Esta vez no, puto viejo.
La respiración de Spector estaba entrecortada por el esfuerzo.
—¿Qué estás haciendo? —Verónica estaba despierta y mirando a Cordelia.
—No sé, no lo he hecho nunca antes.
El Astrónomo se introdujo la mano bajo la piel, en su propio pecho. Gritó.
—Dios mío, vámonos de aquí ahora mismo.
Verónica cogió a Cordelia por la muñeca y la arrastró hacia la puerta. Spector rompió el contacto y se quedó mirando por un momento los músculos del antebrazo del anciano. El viejo se estaba masajeando el corazón para mantenerlo en funcionamiento. El Astrónomo contempló con odio a Spector:
—Muertos. Todos vosotros.
Spector corrió tras las mujeres.
—Eh, volved. Tenemos que acabar con él ahora.
Oyó un siseo cuando el Astrónomo volvió a respirar.
—A la mierda. Tendrá que hacerlo otro.
Spector corrió por el apartamento hacia el ascensor. El vestido de Verónica se había quedado atrapado en la puerta y estaba tirando de él para desengancharlo. Spector se metió en el ascensor, derribando a Verónica y añadiendo otro desgarrón a su vestido, ya casi hecho polvo. Cordelia pulsó el botón de la planta baja. Los cables crujieron y la cabina empezó a bajar.
—No lo entiendo —dijo Jay—. Es que no lo entiendo. Ni leche. Ni zumo de limón. El calor no le hace nada. Las impresiones son tan débiles que no valen ni un cubo de escupitajos. Es que no lo entiendo.
Cerró el cuaderno de golpe con un sonido de disgusto y contempló malhumorado el dibujo de bambú de las tapas de tela azul. Hiram estaba de pie junto a la ventana, mirando al exterior por la esquina de una persiana torcida. La diminuta oficina de dos habitaciones de Jay estaba en la cuarta planta de un edificio de ladrillos en ruinas de la calle 42, a media manzana de Broadway. Desde la ventana podía ver la marquesina del Wet Pussycat Theater. Mensajes cambiantes parpadeaban en el cartel de neón azul y rojo de su izquierda, «CHICAS, CHICAS, CHICAS DESNUDAS» era azul, mientras que «TODO EL DÍA, TODA LA NOCHE, TODO TOPLESS» era rojo. Popinjay decía que había encontrado buena gente en el edificio.
Hiram dejó caer la persiana y se apartó de las luces. El escritorio de Jay estaba cubierto por los restos de pizza de salchicha, champiñones, extra de queso y anchoas en la mitad de Ackroyd que se habían acabado una hora antes. Hiram había ejercitado su poder y le había dejado exhausto y hambriento. El pastel había ayudado. Habría deseado otra razón. En cambio, tenían tres libros bastante problemáticos.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Hiram agachándose para sentarse en el radiador. Se había permitido recuperar su verdadero peso en las últimas horas, para darse un descanso, y la silla con respaldo de barrotes que Jay tenía para los clientes no había estado a la altura de la tarea. Hiram tampoco estaba seguro de que él lo estuviera; se sentía agotado—. Deben de estar buscándonos —continuó—. Tarde o temprano encontrarán tu oficina.
—No sé por qué —dijo Jay—. Los clientes nunca lo hacen.
—Qué gracioso. Espero que conserves tu sentido del humor cuando esa gente empiece a dispararnos.
—Aún no ha aparecido nadie —señaló Popinjay—. Oye, hay un buen paseo hasta el estadio de los Yankees, sobre todo a pie.
—A pie y medio —dijo Hiram.
—Por lo que sabemos, Deceso aún está en lo alto del marcador y Loophole aún está sentado junto al teléfono, preguntándose qué habrá sido de él.
Hiram se puso en pie, con el ceño fruncido. Estaba muy cansado. La falta de sueño estaba empezando a afectarle ahora que no corría un peligro inminente. Necesitaba café. Mejor aún, necesitaba pasar ocho o diez horas en la cama, preferiblemente sin tener que preocuparse porque alguien entrara en su casa para matarle.
—Ya es suficiente —declaró—. Creo recordar que teníamos una buena razón para meternos en esto, pero no logro recordar cuál era.
Cruzó la habitación y cogió los dos clasificadores con las tapas de cuero negro.
—Mis intereses tienden más a la numismática que a la filatelia pero sé que estos sellos valen cientos de miles de dólares, por lo menos. En cuanto al otro libro, no sé qué hacer con él y tú tampoco. No tiene ningún valor para nosotros.
—Lo que nos convierte en unos tipos raros —dijo Ackroyd—, porque todos los demás fijo que lo quieren.
—Exacto. Voy a llamar a Latham. Te quiero en la otra línea.
El detective arqueó una ceja. Hiram sacó del bolsillo de su chaqueta el papel que Chrysalis le había entregado y salió a la salita de espera de Ackroyd, un diminuto cubículo lleno hasta la claustrofobia con un sofá de un naranja mortecino, una mesa de acero gris y la recepcionista, una rubia muy pechugona cuya boca se fruncía en una O de perpetua sorpresa. Su nombre era Oral Amy; Jay la había encontrado en un sitio llamado Boytoys, en algún punto del East Village. Hiram la levantó cogiéndola del pelo, se sentó en su silla, descolgó el teléfono y marcó.
Sonó dos veces.
—Latham.
—No voy a andarme con rodeos con usted —dijo con sequedad—. Soy Hiram Worchester. Tenemos sus libros.
Oyó a Jay descolgando la extensión.
—No sé a qué libros se refiere.
—Por supuesto que sí —dijo en tono ofendido.
—Hiram, sólo se está cubriendo el culo por si estamos grabando esto. No es así, ¿Latham?
Se produjo un momento de reflexivo silencio. Por fin, Latham dijo:
—Es bastante tarde, así que vamos a acelerar todo esto. ¿Cuál es el propósito de esta llamada?
Hiram tironeó de su barba y consideró sus palabras.
—Un asunto legal. Vamos a suponer, en un caso hipotético, sólo por discutirlo… Digamos que he adquirido, muy inocentemente, ciertos libros. Dos libros de cuero negro llenos de valiosos sellos, supongamos, y un cuaderno de tela azul cuyos contenidos son, ehm, interesantes. ¿Me sigue?
—Asumiendo que esos libros han sido adquiridos inocentemente, estoy seguro de que querría verlos devueltos a su legítimo propietario —dijo Latham.
—Ciertamente —contestó Hiram—. De hecho, en nuestro caso hipotético, estoy seguro de que ese mismo pensamiento pudo pasar por mi mente cuando liberé esos ejemplares de la custodia de un notorio y buscado delincuente. No puedo evitar especular acerca de cómo los adquirió. ¿Por robo, tal vez?
—De ser así, el propietario estaría agradecido por su devolución. Incluso podríamos estar hablando de una recompensa.
—El acto en sí es la recompensa —dijo Hiram.
—¡Eh! —protestó Jay.
—Silencio. Ahora, señor Latham, ya que estamos discutiendo sobre propiedades robadas, el procedimiento correcto sería devolver los libros a la policía.
—Técnicamente, sí, pero de haber una acusación de por medio, la propiedad podría ser confiscada como prueba. Imagino que el legítimo propietario lo consideraría poco conveniente.
—Ya veo… —dijo Hiram—. Creo que nos vamos entendiendo. Vamos a ser claros. Yo no sé quién es el propietario y es posible que tampoco vaya a saberlo, ¿no es cierto?
—Es posible.
—No obstante, sé que le representa. No, no lo niegue. Estoy demasiado cansado para más jueguecitos de estos. ¿Su cliente quiere los libros de vuelta? Bien. Soy un hombre de negocios, señor Latham, no un ladrón de sellos, ni un chantajista. Hagamos un trato y le devolveré los libros. Éstas son las condiciones: primero, ningún cargo o represalia contra mí, mi restaurante o cualquiera de mis amigos, incluido el Sr. Ackroyd. Se retirará la demanda contra él.
Se aclaró la garganta y siguió adelante. Oral Amy le miraba fijamente desde el suelo, con la boca totalmente abierta, como si estuviera un poco sorprendida por lo que estaba haciendo.
—Segundo —dijo con firmeza—, el negocio de extorsión en el Mercado de Pescado de Fulton Street cesará de inmediato. Gills y los otros pescaderos tendrán plena libertad para gestionar sus negocios sin acosos y sin miedo. Tercero, quiero que Bludgeon vaya a la cárcel.
—Yo no soy juez —dijo Latham—, no puedo garantizar que nadie vaya o deje de ir a la cárcel.
—Si su cliente promete que no hará daño a Gills, entonces su testimonio se encargará de ello. Si no lo hace, no pasa nada. Correré ese riesgo. —Respiró hondo—. Eso es todo.
—Tengo que consultarlo con mi cliente. En principio, creo que estos términos podrían ser la base para un acuerdo. Volveré a llamarle. ¿Cuál es su número?
—Ni hablar —intervino Popinjay—. ¿Nos toma por tontos o qué? No, haremos una reunión. Los cuatro: yo, Hiram, usted y su cliente.
—¿Dónde y cuándo? —preguntó el abogado.
—En el Palacio de Cristal —dijo Ackroyd—. Después de que cierre. Chrysalis actuará como intermediaria, por un precio. Tiene un camarero telépata que nos garantizará que nadie nos hace la cama.
—De acuerdo —dijo Latham.
Sus manos le recorrieron todo el cuerpo, acariciándola, casi adorándola. Era vagamente consciente de que algo había cambiado. Se había añadido algo. Su atención estaba centrada en ella casi de modo obsesivo. De haber sido más consciente de ello, habría resultado perturbador. Pero estaba compitiendo con una visión dantesca: «Lo tienen escondido. Ojalá muriera. Ella sigue yendo a verle. Intenta mamar». Y aquellas otras voces no le dejaban oír las palabras cariñosas que él le susurraba. «Obviamente tanto usted como su hijo son latentes. Por desgracia, el virus ha elegido expresarse en él».
»“¡No tengo nada que ver con esa cosa! Es evidente que mi esposa ha sido de todo menos fiel”. Ojos marrones llenos de reproche, el rostro contraído en un gesto de heroica traición. “Podría perdonar casi cualquier cosa, Rou, pero la familia lo es todo”.
»“Josiah, ¿por qué me haces esto? A mí, que te necesito tanto”».
Sin piedad.
Tachyon la penetró y ella se tensó, cerrando su húmeda suavidad en torno a él.
Una maraña de dedos rozaban sus defensas. Su cuerpo parecía estar encogiéndose sobre sí mismo mientras hacía acopio de toda su voluntad, invocando la muerte con todas y cada una de sus células. Por un momento vaciló y la indecisión se tradujo en dolor físico. Ese hombre… tan bueno. Habían compartido música, amor y miedo. No había otro camino para liberarse de… los monstruos.
Una decisión consciente y decidida, la liberación de la muerte, fluyó con suavidad: un amor tierno e implacable.
Y las barreras cayeron. Eran un constructo artificial. Y al dar rienda suelta, su mente se rompió bajo la presión y, con ella, las defensas.
Roulette sintió su éxtasis y por un breve destello de tiempo fueron una sola persona. Entonces el horror reemplazó a la alegría. Sintió que él lo tocaba todo. El niño, Aullador, Josiah, el Astrónomo, Baby, ¡LA MUERTE!
Él retrocedió, cayó de la cama en un revoltijo de sábanas y se arrastró hasta el fondo. Se acurrucó, con arcadas durante varios minutos; después los espasmos dieron paso a los sollozos y se meció adelante y atrás, abrazándose, mientras las lágrimas caían por su cara magullada. «Sal de aquí. Por el amor de Dios, ¡corre!» Pero la mujer no tenía fuerza en las piernas, así que se enroscó contra las almohadas y vio cómo lloraba. De todos modos, era inútil. Pronto acabarían con ella. Y quería que así fuera. No podía soportar vivir con aquellos recuerdos. Tal vez la pesadilla seguía reproduciéndose porque no había conseguido matar a Tachyon. Lo consideró por un momento y rechazó la idea. No, era porque el Astrónomo había mentido. Y se dio cuenta de que aún no estaba lista para morir. Primero habría que hacer un ajuste de cuentas.