7.00 horas
Para cuando llegó a la terminal de autobuses de Port Authority, Jack deseó haber cogido su vagoneta eléctrica de mantenimiento y haberse alejado del centro a toda prisa compitiendo con los trenes. Pero qué diablos, pensó mientras subía las escaleras hacia la zona de pasajeros de la estación de City Hall: era un día festivo. No quería pensar en el trabajo. Lo que más le apetecía era lavar toda su ropa, leer unos cuantos capítulos de la última novela de Stephen King, Los caníbales, y quizá subir a Central Park y comprar algunos perritos calientes con Bagabond y los gatos.
Pero entonces el expreso que iba a la Séptima Avenida entró chirriando en la estación y le pareció una buena idea montarse. Mientras el tren recorría a toda velocidad Tribeca, el Village y Chelsea, Jack se dio cuenta, a través de los cristales manchados, de que las estaciones parecían terriblemente bulliciosas para ser festivo, al menos a una hora tan temprana. Cuando salió en Times Square y mientras recorría la sección oeste de los túneles embaldosados bajo la calle 42, oyó por casualidad a un policía de tráfico que decía con disgusto a su compañero:
—Espérate a echar un vistazo arriba. Parece un cruce entre las vacaciones de primavera en Lauderdale y el Zoo del Bronx.
Salió a por aire en la Octava Avenida y emergió al intenso aroma matinal del desinfectante que apenas enmascaraba el olor a vómito. A Jack le pareció que la cantidad de gente que había en la calle era la misma que en la hora punta de cualquier mañana de un día entre semana, sólo que la media de edad parecía bastante joven y los trajes grises habían sido sustituidos por atuendos considerablemente más llamativos.
Bajó de la acera para evitar toparse con un jactancioso trío de adolescentes —normales, a juzgar por el aspecto— que llevaban extravagantes gorros de poliestireno. Los sombreros se distinguían por una serie de tentáculos, labios colgantes, piernas amputadas, ojos derritiéndose y otros apéndices aún menos apetecibles que se agitaban y se balanceaban con los movimientos de sus portadores.
Uno de los chicos se llevó los pulgares a los pómulos y meneó los dedos hacia los peatones.
—¡Unga, unga! —gritó—. ¡Somos mutantes! ¡Somos malos! Sus colegas rieron a carcajadas.
Una manzana más allá, Jack pasó por delante de uno de los vendedores ambulantes de los sombreros de espuma.
—¡Eh! —gritó el vendedor—. ¡Eh, ven aquí, ven aquí! No tienes que ser un joker para parecer uno de ellos. Hoy tienes la ocasión de ser como uno. ¿Te interesa?
Jack negó con la cabeza, sin decir palabra, se rascó el dorso de la mano y siguió andando.
—¡Eh! —chilló el hombre a otro cliente potencial—. ¡Sea un joker por un día! ¡Mañana puede volver a ser usted mismo!
Jack sacudió la cabeza. No estaba seguro de si era mejor deprimirse o simplemente volver atrás y desgarrar la garganta del vendedor de sombreros. Miró el reloj. Las 6.55 horas. El autobús ya habría llegado. La vida del comerciante estaba temporalmente a salvo.
El edificio de Port Authority era de un gris más oscuro, una enorme masa en el frío gris de la mañana de Manhattan. Entonces Jack reparó en que la mayoría del tráfico humano parecía salir del edificio, más que entrar. Le recordaba a un apartamento de la Avenida A, después de que los exterminadores lanzaran sus bombas químicas: un éxodo de cucarachas tapizando todas las salidas.
Se abrió paso a través de una de las puertas principales, haciendo caso omiso de los corpulentos hombres que le importunaban: «Oye, tío, ¿quieres un taxi?», «¿Quieres un escolta hasta el bus?»
La mayoría de los escaparates de la avenida interior estaban cerrados y a oscuras pero los bares estaban haciendo su agosto.
Jack volvió a mirar el reloj: las 7.02 horas. Normalmente se habría detenido a apreciar la enorme escultura cinética Carrusel de la calle 42, una caja de cristal que contenía un maravilloso y musical artilugio de Rube Goldberg, pero ahora no tenía mucho tiempo. Ni poco.
Comprobó el panel de llegadas. El autobús que le interesaba estaba entrando en una puerta tres niveles por encima. «¡Merde!» Las escaleras mecánicas estaban averiadas. La mayor parte del flujo peatonal bajaba así que Jack se abrió camino por los inmóviles tramos de las escaleras metálicas. Se sentía como un salmón esforzándose por subir a contracorriente para desovar.
Sólo una pequeña parte de la marea humana que entraba parecía ser el tipo usual de gente que llega a Manhattan en autobús. La mayoría parecían más bien turistas —Jack se preguntaba si toda esa cantidad de gente vendría de veras a la ciudad para esa festividad concreta— o jokers. Jack observó que, de un modo irónico, los normales se veían obligados por las limitaciones de las escaleras, mecánicas o no, a relacionarse con los jokers mucho más estrechamente de lo que, en otras circunstancias, habrían deseado.
Entonces alguien le dio un doloroso codazo en el costado y se acabó el momento de meditación. Para cuando alcanzó el tercer nivel y se apartó de la multitud que bajaba, se sintió como si hubiera gastado la misma energía que quemaría subiendo hasta la corona de la Estatua de la Libertad.
Alguien entre la multitud le dio un golpe por detrás.
—Cuidado, idiota —dijo sin rencor, sin mirar.
Encontró la zona en la que estaba la puerta que buscaba. El área estaba abarrotada. Parecía como si al menos una decena de autocares hubieran llegado y estuvieran descargando al mismo tiempo. Se adentró en la aglomeración sin rumbo y se dirigió a la puerta adecuada. Se paró para dejar que una docena de monjas ataviadas del modo tradicional cruzaran en perpendicular. Un enorme joker con piel correosa y pronunciados colmillos que sobresalían por debajo del labio superior intentó abrirse paso a empujones entre las religiosas:
—¡Eh, pingüinos, moveos! —berreó.
Otro joker con unos enormes ojos castaños, como de cachorrito, y lo que parecían ser estigmas en las palmas de las manos, manifestó una objeción. Parecía como si la pareja, que estaba gritando, fuera a desembocar en algo más violento. Como es natural, una densa multitud cada vez mayor de curiosos se paró a mirar.
Jack intentó esquivar el tío. Tropezó con alguien aparentemente normal que le devolvió el empujón.
—¡Lo siento!
El normal medía más de metro ochenta y tenía una musculatura proporcional.
—¡Piérdete!
Y entonces la vio: era Cordelia. Lo supo con la mayor seguridad del mundo, aunque no la había visto en la vida. Elouette le había enviado fotos las Navidades anteriores, pero no le hacían justicia alguna a la chica. Mirar a Cordelia, pensó, era como mirar a su hermana tres décadas atrás, cuando era más joven. Su sobrina llevaba unos vaqueros y una sudadera de un carmesí apagado con unas chillonas letras amarillas en las que se leía «FERRIC JAGGER». Jack reconoció el nombre, aunque no es que estuviera muy interesado en grupos de heavy metal. También pudo detectar una especie de dibujo hecho con rayos, una espada y lo que parecía una esvástica.
Cordelia estaba a unos nueve metros de distancia, al otro lado de un espeso flujo de pasajeros que se apeaban de los autobuses. Llevaba una maltrecha maleta con estampado de flores en una mano y un bolso de cuero en la otra. Un hombre hispano alto, esbelto y vestido con ropas caras estaba tratando de ayudarla con la maleta. Al instante, Jack desconfió de cualquier extraño servicial que llevara un traje púrpura a rayas, un sombrero de plato y un abrigo con ribete de pieles. Parecían pieles de crías de foca.
—¡Eh! —gritó Jack—. ¡Cordelia! ¡Aquí! ¡Soy yo, Jack!
Evidentemente, no le oyó. Para Jack era como ver la televisión, o las vistas a través de la punta equivocada de un telescopio: no podía captar la atención de su sobrina. Con el ruido de la terminal, los autobuses acelerando los motores y el tremendo rugido de la multitud, sus palabras no salvarían la distancia que les separaba.
El hombre cogió la maleta de la muchacha. Jack gritó en vano. Cordelia sonreía. Entonces, el desconocido la cogió del codo y la condujo hacia una salida cercana.
—¡No! —El grito fue lo bastante alto como para que incluso Cordelia volviera la cabeza. Entonces, por un momento, pareció desconcertada, antes de continuar hacia la salida a instancias de su guía.
Jack lanzó una maldición y empezó a apartar y empujar a la gente de su camino intentando cruzar la zona de espera. Monjas, jokers, rufianes, vagabundos…, no importaba; al menos no hasta que se topó contra la mole de un joker que parecía tener la misma forma y más o menos la mitad de la masa que un Volkswagen Escarabajo.
—¿Vas a alguna parte? —dijo el joker.
—Sí —dijo Jack, tratando de pasar.
—He hecho todo el trayecto desde Santa Fe, ¡para esto! Siempre he oído decir que los de aquí sois unos maleducados.
Un puño del tamaño de una tostadora agarró a Jack por las solapas de la camisa. Un olor fétido le hizo pensar en unos baños públicos tras la hora punta.
—Lo siento —dijo Jack—. Mira, tengo que alcanzar a mi sobrina antes de que un chulo hijoputa se la lleve de aquí.
El joker le contempló desde arriba durante un buen rato.
—Ya lo pillo —dijo—, como en las pelis, ¿eh?
Soltó a Jack y éste se largó rápidamente rodeándole como si fuera la ladera de una montaña.
Cordelia había desaparecido. El hombre de elegante atavío que la guiaba había desaparecido. Jack llegó a la salida por la que presumiblemente se habían ido. Podía ver centenares de personas, principalmente sus cogotes, pero nadie se parecía a su sobrina.
Vaciló unos segundos. Había ocho millones de individuos en la ciudad. No tenía ni idea de cuántos turistas y jokers de todo el mundo habían acudido en masa a Manhattan para el Día Wild Card. Muchos millones, probablemente. Lo único que tenía que hacer era encontrar a una chica de dieciséis años de la Louisiana profunda.
Todo era instintivo, por el momento. Sin pensarlo, Jack se dirigió a las escaleras mecánicas. Quizá podría alcanzarles antes de que el hombre y Cordelia salieran al exterior. De lo contrario, no le quedaría otra más que encontrarla en la calle.
No quería ni pensar en lo que le diría a su hermana.
Spector no había dormido. Cogió el frasco de pastillas color ámbar que estaba en la mesita y lo tiró a la basura. Tenía que encontrar algo más fuere.
El dolor siempre estaba allí, como el olor a humo rancio en un bar de mala muerte. Se incorporó y respiró despacio. Las primeras luces de la mañana hacían que su apartamento pareciera más gris de lo usual.
Había amueblado el estudio con baratijas destartaladas que había conseguido en casas de empeño y tiendas de segunda mano.
Sonó el teléfono.
—Hola.
—¿El señor Spector? —La voz tenía el matiz refinado de un bostoniano. Spector no la reconoció.
—Sí. ¿Quién es?
—Mi nombre no importa, al menos por ahora.
—De acuerdo. —Iban a jugar a los secretitos con él, pero ya estaba acostumbrado a ello—. Y entonces, ¿por qué me llama? ¿Qué quiere?
—Un conocido común llamado Gruber me indicó que tiene ciertas habilidades únicas. Uno de mis clientes está considerando contratarle, en un principio como trabajador por cuenta propia.
Spector se rascó el cuello.
—Creo que entiendo lo que quiere decir. Si esto es una especie de trampa, es hombre muerto. Si va en serio, va a costarle dinero.
—Naturalmente. Tal vez haya oído hablar de la Sociedad del Puño de Sombra. Podría resultarle muy beneficioso trabajar para esa organización. De todos modos, son cautelosos y podrían requerir una demostración primero. ¿Esta mañana sería demasiado pronto?
Se decía que la Sociedad del Puño de Sombra estaba dirigida por el desconocido nuevo señor del crimen de la ciudad. Estaba presionando fuerte a los jefes de las bandas más antiguas. Spector se sentiría como en casa con el baño de sangre que se avecinaba.
—No tengo nada más qué hacer. ¿A quién tiene en mente?
—En realidad eso no tiene ninguna importancia para nosotros. —Hizo una pausa—. El señor Gruber parece saber bastantes cosas sobre usted, y está lejos de ser discreto.
—Por mí está bien.
—Preséntese en Times Square a las once y media de esta mañana. Si quedamos convencidos de que satisface nuestras necesidades, será contactado allí mismo.
—¿Y qué hay del dinero? —Spector oyó un murmullo al otro lado del teléfono.
—Eso se negociará después. Si me disculpa, tengo otros asuntos que atender. Adiós, señor Spector.
Dejó el auricular en la consola. Sonrió. Gruber no era una de sus personas favoritas. Nunca pagaba a nadie un precio justo por sus bienes. Matar a un perista codicioso sería algo así como un servicio público.
Se dirigió desnudo hacia el baño y se contempló en el espejo. Su desaliñado pelo castaño necesitaba un lavado y su bigote estaba empezando a cubrirle el fino labio superior. Aparte de eso, tenía el mismo aspecto que el día en que había muerto. El día en que Tachyon le había resucitado. Se preguntaba si podría no vivir eternamente. En ese punto, no le importaba mucho. Sacó la lengua. Su reflejo, no; le sonrió.
—No te preocupes, Deceso —le dijo a su propio rostro—. Aún puedes morir.
Rio.
Volvió al dormitorio. Hacía frío. Oyó un fuerte sonido crepitante y corrió al salón. La puerta del dormitorio se le cerró de golpe en la cara. Olía a ozono.
—Bueno, bueno, Deceso. Sólo quiero tener una pequeña charla.
Entonces reconoció la voz. Se dio la vuelta. El yo proyectado del Astrónomo estaba sentado en la cama, vestido con una túnica negra ceñida a la cintura por una cuerda de pelo humano. Su cuerpo tullido estaba más erguido de lo habitual, lo que significaba que sus poderes estaban recuperados. Estaba empapado en sangre.
—¿Qué quieres? —Spector tenía miedo. El Astrónomo era una de las pocas personas con las que su poder no funcionaba.
—¿Sabes qué día es hoy?
—El Día Wild Card. Lo sabe todo bicho viviente. —Spector cogió un par de pantalones de pana marrones del suelo.
—Sí. Pero también es algo más. Es el Día del Juicio. —El Astrónomo entrelazó los dedos.
—¿El Día del Juicio? —Se puso los pantalones—. ¿De qué estás hablando?
—De esos cabrones que arruinaron mi plan. Se entrometieron en nuestro verdadero destino, nos impidieron gobernar el mundo. —Los ojos del Astrónomo centelleaban. Había en ellos una locura que Spector no había visto antes—. Pero hay otros mundos, y éste tardará en olvidar mi último golpe contra esos capullos que se cruzaron en mi camino.
—La Tortuga, Tachyon, Fortunato… ¿Vas a ir detrás de esos tíos? —Spector aplaudió sin energía—. Bravo por ti.
—Cuando acabe el día estarán todos muertos. Y tú, mi querido Deceso, me ayudarás.
—Y una mierda. Ya te hice el trabajo sucio una vez, pero se acabó. Me dejaste colgado y no voy a darte otra oportunidad.
—No quiero matarte, así que te daré otra oportunidad para que cambies de opinión. Un arco iris de luz comenzó a arremolinarse alrededor del Astrónomo.
—Que te jodan, tío. —Spector agitó el puño—. No vas a tomarme el pelo de nuevo.
—¿No? Entonces me temo que voy a tener que tomar tu cadáver. Y todo lo demás. —El Astrónomo adoptó la forma de una cabeza de chacal. Abrió la boca y un chorro de sangre oscura fluyó humeante sobre el suelo enmoquetado. Aulló. El edificio se estremeció con el sonido, y Spector se tapó los oídos y cayó al suelo.
Fortunato llamó a Caroline para que viniera a buscar a Verónica; la llevaría a casa de su madre, a la dirección institucional oficial de la agencia de acompañantes. Caroline y una media docena más de mujeres vivían allí. Apremió a Verónica para que se vistiera y después la dejó con el cuelgue en el sofá del salón.
Brennan dijo:
—¿Estará bien?
—Lo dudo.
—Sé que no es asunto mío, pero ¿no has sido un poco duro con ella?
—Está todo bajo control —dijo Fortunato.
—Seguro que sí. No he dicho lo contrario.
Se quedaron de pie durante unos segundos, mirándose. Como Yeoman, Brennan era probablemente el único de los justicieros enmascarados que andaban sueltos por Nueva York en el que Fortunato confiaba. En parte porque seguía siendo humano y no le había afectado el virus wild card; en parte porque habían pasado juntos por cierta movida importante, dentro de un alienígena monstruoso al que algunos llamaban «el Enjambre».
El Astrónomo la llamaba TIAMAT y había usado una máquina, a la que llamaba dispositivo shakti, para traerla a la Tierra. Fortunato había destrozado el aparato personalmente, pero ya era demasiado tarde. El alienígena ya había llegado y cientos de miles de personas en todo el mundo habían muerto a causa de ello.
—¿Qué pasa con el Astrónomo? —preguntó Fortunato.
—¿Conoces a un tipo llamado Morsa? Jube, el cotilla.
Fortunato se encogió de hombros.
—Lo habré visto por ahí, supongo.
—Ha visto al Astrónomo en Jokertown esta mañana, a primera hora. Se lo contó a Chrysalis y ella me lo mencionó a mí.
—¿Qué te costó?
—Nada. Lo sé, no le pega. Pero hasta Chrysalis teme a este tío.
—¿De qué conoce ese tal Morsa al Astrónomo?
—No lo sé.
—¿Así que tenemos un informe de segunda mano de un testigo poco fiable y una pista que ya se ha borrado?
—Para el carro, hombre. Intenté telefonearte pero la operadora me dijo que el teléfono estaba descolgado. Ésta ni siquiera es mi guerra. He venido aquí para ayudarte.
Fortunato miró el espejo de Hathor. Podía tardar todo el día en purificarlo y concentrarse lo bastante como para volver a intentarlo. Mientras tanto, si el Astrónomo había salido de su agujero, podrían surgir problemas.
—Sí, vale. Deja que me ocupe de este otro asunto e iremos a echar un vistazo.
Para cuando Fortunato acabó de vestirse para salir, Caroline ya había llegado. Incluso con el corto cabello rubio enmarañado y vestida con una vieja sudadera y vaqueros, Fortunato la deseó.
No parecía ni una pizca mayor que siete años atrás, cuando se había hecho cargo de ella por primera vez. Tenía un rostro infantil y un cuerpo compacto, energético, y parecía tener un control consciente sobre todos y cada uno de sus músculos. El as negro amaba a todas sus mujeres, pero ella era especial. Había aprendido todo lo que él podía enseñarle —etiqueta, idiomas, cocina, masajes—, pero su espíritu nunca había acabado de ceder. Nunca la había dominado y quizá por esa razón aún le daba más placer en la cama que cualquiera de las otras.
Le dio un beso fugaz al dejarla entrar. Hubiera deseado llevarla al dormitorio y dejar que le diera una dosis de poder tántrico, pero no había tiempo.
—¿Qué quieres que haga con ella? —dijo Caroline—. ¿Tiene alguna cita esta noche?
—Es el Día Wild Card. Deja que salga si parece que está bien. Pero mantenla alejada del jaco. Decidiré el resto más tarde.
La mujer miró a Yeoman.
—¿Ocurre algo?
—Nada de qué preocuparse. Te llamaré luego. —La besó de nuevo y observó cómo se llevaba a Verónica al taxi que las esperaba. Después miró a Brennan y dijo—: Vamos.
—¿Esto es una langosta o no es una langosta? —preguntó Gills. La levantó para que Hiram la inspeccionara y la langosta agitó sus pinzas débilmente. Las tenazas estaban bien sujetas y unas pocas hebras de algas cubrían la dura cascara verde.
—Una langosta de categoría —admitió Hiram Worchester—. ¿Son todas así de grandes?
—Ésta es una de las pequeñas —dijo Gills. El joker tenía una piel verduzca y moteada y unas hendiduras branquiales en las mejillas que cuando sonreía se abrían y mostraban la húmeda carne roja de su interior. Las branquias no funcionaban, por supuesto; de ser así, el anciano pescadero habría sido un as en vez de un joker.
Fuera, la luz del amanecer se vertía sobre la calle Fulton y el mercado de pescado ya estaba en plena efervescencia. Pescaderos y compradores regateaban, los camiones frigoríficos estaban cargando, los transportistas se insultaban entre sí y unos hombres con delantales blancos almidonados hacían rodar barriles por las aceras. El olor a pescado flotaba en el aire como un perfume.
Hiram se pavoneaba de ser un ave nocturna y la mayoría de los días prefería dormir hasta tarde. Pero hoy no era un día cualquiera, era el Día Wild Card, el día en que cerraba su restaurante al público y recibía a los ases de la ciudad en una fiesta privada que se había convertido en una tradición, y las ocasiones especiales conllevaban sus exigencias especiales, como salir de la cama cuando fuera aún estaba oscuro.
Gills se alejó y repuso la langosta en su barril.
—¿Quieres ver otra? —preguntó, apartando un manojo de algas húmedas y sacando una segunda langosta para que Hiram la inspeccionara. Era mayor que la primera y estaba más animada. Movió sus pinzas con vigor.
—Mire cómo patalea —dijo Gills—. ¿Dije que era fresca o no dije que era fresca?
La sonrisa de Hiram fue un fugaz destello de dientes blancos entre el negro de su barba en forma de pica. Era muy especial con la comida que servía en el Aces High, sobre todo con la de su Cena Wild Card.
—Nunca me defraudas —dijo Hiram—. Éstas servirán con creces. La entrega será hacia las once, supongo.
Gills asintió. La langosta movió sus pinzas en dirección a Hiram y le miró con acritud. Quizá preveía su destino. Gills la devolvió al barril.
—¿Qué tal Michael? —preguntó Hiram—. ¿Sigue en Dartmouth?
—Le encanta —dijo Gills—. Está empezando su tercer curso y ya me está diciendo cómo llevar el negocio. —Tapó el barril—. ¿Cuántas necesitas?
Hiram calculaba que daría de comer a unas ciento cincuenta personas, docena arriba, docena abajo: ochenta y pico ases, cada uno de los cuales traería una esposa, una amante o un invitado. Pero era obvio que la langosta no podría ser el único entrante. Incluso en esa noche de noches, a Hiram Worchester le gustaba dejar que sus invitados escogieran. Tenía planeadas tres opciones pero esas langostas tenían un aspecto tan espléndido que sin duda serían una elección popular y era mejor que sobraran que no que faltaran.
La puerta se abrió tras él. Oyó la campanilla.
—Creo que sesenta —dijo Hiram antes de percatarse de que Gills ya no le estaba prestando atención. Los enormes ojos del joker estaban clavados en la puerta. Hiram se giró.
Eran tres. Sus chaquetas eran de cuero verde oscuro. Dos parecían normales. Uno apenas alcanzaba el metro y medio, con una cara estrecha y una pronunciada arrogancia. El segundo era alto y ancho y una tripa cervecera dura como una piedra le sobresalía por encima de la hebilla del cinturón en forma de calavera; se había afeitado el cráneo. El líder era un joker evidente, un cíclope cuyo único ojo escrutaba el mundo a través de un monóculo con una lente tan gruesa como el culo de un vaso. Era extraño: los jokers y los nats no solían trabajar juntos.
El cíclope sacó un trozo de cadena del bolsillo de la chaqueta y empezó a enrollársela en el puño. Los otros dos echaron una ojeada al establecimiento de Gills como si fueran los amos del lugar. Uno de ellos empezó a patear el serrín con una bota pesada y roñosa.
—Perdón —dijo Gills—. Tengo que… Yo… vuelvo en seguida. —Se dirigió hacia el cíclope, abandonando a Hiram por el momento.
Al otro lado de la estancia, dos de sus empleados se acercaron y empezaron a murmurar entre ellos. Un tercer hombre, un joker con deficiencias mentales que había estado esparciendo el serrín mojado con una escoba, se quedó mirando boquiabierto a los intrusos y empezó a acercarse poco a poco a la puerta trasera.
Gills estaba protestando al cíclope, gesticulando con sus anchas manos sindáctilas, suplicándole con apremio y en voz baja. El joven le miraba con aquel único e implacable ojo y el rostro frío e inexpresivo. Seguía enrollándose la cadena en la mano mientras Gills hablaba con él.
Hiram frunció el ceño y se apartó de la escena. Allí había problemas pero no eran asunto suyo, hoy ya tenía bastante en lo que pensar. Recorrió un pasillo cubierto de serrín para inspeccionar un cargamento de atún fresco. Los enormes pescados yacían unos encima de otros en toscas cajas de madera, con los ojos vidriosos fijos en él. «Atún ennegrecido», pensó. La inspiración le dibujó una sonrisa en la cara. LeBarre era un genio con la comida cajún. No para esta noche, pues el menú había sido planificado hacía semanas, pero el atún ennegrecido sería un excelente complemento a su carta.
—No me vengas con mierdas —dijo el cíclope en voz alta desde el otro lado de la estancia—. Haberlo pensado hace una semana.
—Por favor —dijo Gills con un hilo de voz, asustado—. Sólo unos pocos días más…
El cíclope posó la bota encima de un cubo de pescado y lo tumbó de un puntapié. Los peces se desparramaron por todo el suelo.
—Por favor, no —repitió Gills. Ya no había rastro de sus empleados.
Hiram se giró y se dirigió hacia ellos, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta, con despreocupación. Para ser un hombre tan grande, su paso era sorprendentemente rápido.
—Disculpe —se dirigió al cíclope—, ¿hay algún problema?
El joven joker era mucho más alto que Gills, que era un hombre pequeño de por sí y aún más pequeño a causa de su espalda torcida, pero Hiram Worchester era otra cosa; medía metro noventa y la mayoría de la gente veía su tamaño y suponía que pesaba unos ciento cincuenta kilos. Se equivocaban en unos ciento cuarenta y cinco, pero eso era otra historia. El cíclope le miró a través de su grueso monóculo y sonrió con malicia.
—Eh, Gills —dijo—, ¿desde cuándo vendes ballena?
Sus compañeros, que se habían quedado junto a la puerta tratando de parecer aburridos y peligrosos al mismo tiempo, se acercaron.
—Mira, es el puto muñeco de Michelin —dijo el más bajo.
—Por favor, Hiram —dijo Gills, tocándole con suavidad el brazo—. Te lo agradezco pero… va todo bien. Estos chicos son…, ehm…, amigos de Michael.
—Siempre me alegra conocer a los amigos de Michael —dijo Hiram, mirando fijamente al cíclope—. Aunque estoy sorprendido. Michael siempre ha tenido unos modales exquisitos y sus amigos no tienen ninguno en absoluto. Ya sabéis que Gills no tiene muy bien la espalda. La verdad es que deberíais ayudarle a limpiar todo ese pescado que habéis tirado.
La cara de Gills se veía más verde de lo usual.
—Ya lo limpiaré —dijo—. Chip y Jim pueden hacerlo, no… no te preocupes.
—¿Por qué no te largas, culo gordo? —sugirió el cíclope. Lanzó una mirada al chico bajito—. Cheech, ábrele la puerta y ayúdale a hacer pasar su culazo por ella. —Cheech retrocedió y abrió la puerta.
—Gills —dijo Hiram—, creo que estábamos discutiendo los detalles sobre esas excelentes langostas.
El chico alto con el cráneo afeitado habló por primera vez.
—Hazle chillar, Eye —dijo con voz grave—. Hazle chillar antes de dejar que se vaya.
Hiram Worchester le miró con verdadero disgusto y una calma que en realidad no sentía. Odiaba ese tipo de cosas, pero a veces uno no tenía opción.
—Estáis tratando de intimidarme pero sólo estáis consiguiendo que me cabree. Dudo mucho que seáis de verdad amigos de Michael. Os sugiero que os vayáis ahora, antes de que esto llegue demasiado lejos y alguien acabe herido.
Todos rieron.
—Lex —dijo Eye al calvo—, aquí hace un calor de cojones, estoy sudando. Necesito aire fresco.
—Ahora mismo refresco esto —dijo Lex. Miró a su alrededor, cogió un pequeño barril con las dos manos, lo alzó por encima de su cabeza de un sólo tirón, suave y poderoso, y dio un paso hacia los enormes ventanales de cristal que daban a la calle Fulton.
Hiram Worchester sacó las manos del bolsillo. A su lado, su mano derecha se cerró en un puño apretado con fuerza. Un pequeño tic sin importancia, lo sabía; era su mente la que lo hacía, no su mano, pero el gesto formaba parte de él tanto como su poder wild card. Por un instante pudo ver las ondas de gravedad moviéndose vagamente alrededor del barril como los trémulos resplandores que brotan del asfalto en un día caluroso.
Entonces Lex se tambaleó, sus brazos se doblaron y el barril de bacalao en salazón, que de repente pesaba más de cien kilos, se le cayó en la cabeza. Perdió pie y se desplomó con estrépito. Las varas del barril quedaron hechas añicos, enterrando a Lex bajo el pescado. Pescado muy pesado.
Sus amigos se lo quedaron mirando, al principio sin entender. Hiram se situó rápido delante de Gills y alejó al pescadero de un empujón.
—Ve a llamar a la policía —dijo. Gills fue retrocediendo.
El bajito, Cheech, intentó sacar a rastras a Lex de debajo del barril destrozado. Costaba más de lo que parecía. El cíclope se había quedado boquiabierto, después volvió a mirar a Hiram intensamente.
—Has sido tú —espetó—, tú eres ese tal Fatman.
—Odio ese apodo —dijo Hiram. Cerró el puño y el monóculo de Eye se hizo más pesado. Se le cayó de la cara y se estrelló en el suelo. El cíclope gritó un improperio y se lanzó hacia el amplio vientre de Hiram con el puño envuelto en la cadena. Hiram lo esquivó. Era mucho más ágil de lo que parecía; la mole que era su cuerpo había variado, pero su peso se había mantenido en trece kilos durante años. Eye fue a por él vociferando. Hiram retrocedió, apretando el puño y haciendo que el joker fuera más pesado a cada paso, hasta que sus piernas cedieron bajo su propio peso y se quedó tirado en el suelo gimiendo.
Cheech fue el último en moverse.
—Puto as —dijo. Colocó las manos delante de su cuerpo con las palmas extendidas; kárate o kung-fu o algo así. Cuando saltó, su bota con puntera metálica se dirigió con energía hacia la cabeza de Hiram.
Hiram se dejó caer en el serrín y Cheech saltó justo por encima de él y siguió avanzando, pesando bastante menos de lo que pesaba hacía un momento. La fuerza del salto le llevó a estamparse contra una pared. Se estrelló, cayó rodando, intentó levantarse de un brinco y descubrió que era tan pesado que no podía levantarse ni un centímetro.
Hiram se puso en pie y se sacudió el serrín de la chaqueta. Estaba hecho un asco. Tendría que ir a casa y cambiarse antes de ir al Aces High. Gills se fue acercando hacia él, sacudiendo la cabeza.
—¿Has llamado a la policía? —preguntó. Gills asintió—. Bien. La distorsión gravitatoria sólo es temporal, ya sabes. Puedo tenerlos a raya hasta que llegue la policía pero me cuesta un gran esfuerzo. —Frunció el ceño—. Tampoco es muy saludable para ellos. Todo ese peso es una terrible tensión para el corazón. —Hiram miró su Rolex de oro. Eran más de las 7.30 horas—. Tengo que ir sin falta al Aces High. Maldita sea, no necesitaba toda esta tontería, justo hoy no. ¿Cuánto te ha dicho la policía que tardarán en…?
Gills le interrumpió.
—Vete. Vete y ya está. —Empujó al hombre, que era más grande que él, con manos suaves e insistentes—. Yo me ocuparé, Hiram. Por favor, vete.
—La policía querrá tomarme declaración.
—No, yo me encargaré. Hiram, sé que tu intención es buena pero no deberías…, quiero decir…, bueno, es que no lo entiendes. No puedo presentar cargos. Vete, por favor. Mantente al margen. Será mejor.
—¡No puedes hablar en serio! —dijo Hiram—. Estos matones…
—Son asunto mío —acabó la frase por él—. Por favor, te lo pido como amigo. Quédate al margen, vete. Tendrás tus langostas, unas langostas excelentes, te lo prometo.
—Pero…
—¡Vete! —insistió.
Sus broncos gruñidos y el latido de su entrepierna contra la suya suponían un contrapunto al tictac del despertador amarillo chillón barato modelo «Baby Ben» de la mesita. Roulette apartó sus ojos color topacio de los ojos castaños de Stan y observó la manecilla recorriendo suavemente la superficie del reloj. El tiempo. El tictac del reloj, la afluencia de sangre por sus venas conducida por el inexorable latido de corazón. Fragmentos de tiempo. Fragmentos marcando el paso de una vida. Al final todo se reducía a eso. No respetaba ni la riqueza, ni el poder ni la santidad. Tarde o temprano llegaba y silenciaba aquel pulso regular. Y ella tenía sus órdenes.
Roulette se incorporó y acarició las sienes de Stan.
Respiró hondo, haciendo acopio de voluntad y energía, pero no hubo liberación alguna. Aquello requería odio y lo único que sentía era incertidumbre. Se tumbó y convocó una imagen de horror: la agonía del parto, sabiendo que acabaría pronto y que entonces sostendría a su pequeño entre sus brazos, y que todo el dolor quedaría atrás. Los ojos del doctor abiertos como platos, aterrorizados, esforzándose por mirar a la cosa que había entre sus piernas.
Su tenso vientre se relajó y una calidez sobrevenida, una imitación de la pasión, recorrió su vagina cuando la venenosa marea fluyó libremente. Los ojos de Aullador se hincharon de repente; movió la boca y se apartó de ella y su inflamada polla raspó con aspereza los blandos tejidos de su vagina con aquella abrupta retirada. Las manos se cerraron en un gesto protector alrededor de su miembro tembloroso y descolorido. Se atragantó varias veces y emitió un grito asfixiado. Un pegote de saliva corrió por su barbilla en un hilillo y el espejo del tocador estalló en una cascada de cristales que cubrieron la cama con fragmentos de vidrio. El pequeño Big Ben aplacó la creciente ola de sonido. Su cristal se hizo añicos, paralizando las manecillas, y cuando la explosión alcanzó el mecanismo interno del reloj, la alarma sonó, frágil y desanimada, como si se estuviera quejando sobre aquel repentino e injusto final.
El sonido le cruzó la mejilla derecha como un puñetazo e hizo aflorar un intenso moraron en su piel café con leche y brotar un reguero de sangre de su oído. El aliento retenido se le atragantaba como si fuera una bola y la náusea le llenaba el vientre. El rostro agónico de Aullador se cernía sobre ella y supo que estaba mirando a la muerte. Su pecho subía y bajaba, sus labios se pelaban desde los dientes y una marea negra y azul le subía por la entrepierna y el vientre desde el inflamado pene, ahora negro por completo.
La colcha arrugada de satén no le daba ninguna opción a sus piernas, que flaqueaban. Se sintió como si estuviera nadando en cristal. En un último y desesperado intento por mantenerse a flote, se puso de rodillas y pasó el brazo alrededor del pecho del as. La otra mano estaba enredada en el pelo empapado de sudor del as y le hizo girar la cabeza para que se encarara a la pared que separaba el dormitorio del salón. El grito de una vida que acababa, del tiempo que se detenía, reverberó hasta los confines del universo y de vuelta, y la pared estalló. El polvo del yeso giró en perezosas espirales, pegándose a su garganta, llenando sus fosas nasales. Los escombros se extendieron por todo el salón y la pared más alejada se estaba abombando. Por un momento, Roulette contempló aquella pared inestable; imaginó cómo caía, imaginó la pareja gorda de clase media en el apartamento de al lado, mirando fijamente la escena que les ofrecería. Una mujer sujetando a un hombre desnudo con la polla hinchada hasta adquirir proporciones de semental, con todo el cuerpo hinchándose a medida que el veneno hacía explotar las células sanguíneas y el rastro del tóxico quedaba marcado por la decoloración en azul y negro.
Otra convulsión sacudió a Aullador, pero su garganta se había hinchado y se le habían obturado las cuerdas vocales. Roulette notaba la piel sudorosa de su espalda fría y pegajosa contra sus pechos aplastados y el olor de la vejiga y los intestinos vaciados llenaba la habitación. Entre arcadas, se lo quitó de encima, salió arrastrándose de la cama y se acurrucó en el suelo junto a ella.
La destrucción en los Cloisters. Él fue quien dio a entender que había sido la Tortuga quien había derrumbado las paredes de piedra… ¡Pero mintió! Le había prometido que no habría riesgo alguno aunque éste fuera el primer as que mataba. ¡Pero mintió! Se llevó una mano al oído y contempló fascinada la sangre coagulada que le manchaba los dedos. Una sensación de traición se abrió camino hasta el pensamiento consciente y se transformó en ira. «Lo sabía y no me avisó». ¿Acaso había querido que muriera allí? Pero entonces, ¿quién mataría a Tachyon por él?
Las sirenas le recordaron el peligro que corría. Había estado tan inmersa en la contemplación de la muerte y la traición que se había olvidado de la realidad. Todo bajo Manhattan debió de haber oído aquel grito mortal. Se le acababa el tiempo y, si quería sobrevivir y lograr su objetivo final, también tendría que correr. Se recogió el pelo enmarañado, las diminutas perlas y cristales trenzados en los largos mechones se prendían en sus dedos y tiraban de su cuero cabelludo. Embutió las medias y el liguero en el bolso, se puso el vestido a toda prisa y metió los pies en las sandalias de tacón.
Echó una última ojeada a la destrozada habitación para ver si había dejado algún rastro de su presencia, además del evidente, claro: el cadáver hinchado que yacía en la cama.
«Siempre quise ser especial».
Profirió un grito que no llegó a articularse y huyó por la escalera de incendios. Uno de los tacones de aguja se le enganchó en la reja de hierro bajo los pies y con un improperio se quitó los zapatos; con uno en cada mano, descendió a toda prisa los cinco tramos hasta el primer piso y allí bajó la escalera hasta el suelo sucio y lleno de basura del callejón. El cristal de cientos de ventanas rotas yacía como una centelleante capa de nieve encima de las hojas de lechuga podridas, las anillas de plástico de los packs de seis latas y los envases apestosos. Crujió bajo los pies cuando llegó al suelo y una astilla se le clavó profundamente en el talón.
Gimió, se la sacó y siguió con los zapatos calzados. «Una inyección antitetánica, necesitaré una inyección antitetánica. No me he puesto una desde aquel mes en que Josiah y yo estuvimos en Perú».
Pensar en su ex marido puso los recuerdos en marcha, avanzando con espasmos hacia adelante como un tren ganando impulso. Las imágenes se acumulaban y se hacían añicos, como los fotogramas de una película terrorífica proyectada a doble velocidad…, hasta que no quedó ni una sola imagen coherente, sólo un borrón de dolor, pena y furia que le quemaba las entrañas y que culminaba en un violenta sensación de alivio en el momento en que desató la marea y Aullador había muerto.
Salió del callejón y fue a parar a la calle, tratando de adoptar el tono adecuado. Sería sospechoso ignorar sin más la pesadilla para las compañías de seguros y el paraíso para los cristaleros que la rodeaba. Pero no podía unirse a la muchedumbre boquiabierta que se acumulaba a empellones (muchos aún en pijama o bata) y que se aglomeraba y miraba embobada la calle cubierta de cristal y los vehículos aparcados con las ventanas rajadas o arrasadas. Quizá lo mejor era aparentar ser una joven trabajadora; interesada pero preocupada por llegar al trabajo a tiempo.
Un coche de policía pasó a toda mecha por la calle y frenó de súbito al rebasarla, lo que hizo que sus dos ocupantes rebotaran como dos monigotes de pruebas. Unos ojos fríos e inyectados en sangre la recorrieron de arriba abajo y se obligó a mantener la compostura ante la mirada suspicaz del policía, aunque el miedo aleteaba en su estómago. Era un barrio mayormente blanco y, aunque vestía su traje con elegancia, era claramente de noche.
Prostituta.
La idea se leía claramente en aquel rostro rosado y abotargado, y sintió una punzada de resentimiento. Promoción del setenta, en la Vassar, máster en Economía. «No una prostituta, imbécil». Pero se cuidó bien de mantener una expresión neutra.
Un hombre salió corriendo del bloque de apartamentos de Aullador, agitando los brazos a la altura de la cabeza, abriendo y cerrando la boca aunque no se podía oír palabra alguna bajo el aullido de las sirenas. El policía, distraído, perdió el interés por Roulette. Gruñó algo a su compañero y señaló con el pulgar el edificio. El coche se puso en movimiento y Roulette se forzó a ponerse en marcha de nuevo.
El miedo había regresado. Alimentado no sólo por la presencia de los perseguidores tangibles que se acumulaban tras ella sino también por el aullido de los sabuesos de su alma que no dejaban de merodear alrededor. Aguardaban al momento en que la duda, el horror y la culpa que había estado creciendo con cada asesinato se apoderaran de ella, la noquearan, y entonces entrar y destruirla. Allí estaban: esperando. Podía oírles. No había sido capaz de oírlos antes. Se estaba volviendo loca. Y si volvía a matar, ¿qué pasaría? Pero tenía que hacerlo. Y que Tachyon estuviera muerto haría que hasta la locura fuera soportable.