Capítulo diecinueve


00.00 horas, medianoche

—Maldita sea —murmuró Brennan mientras colgaba el teléfono.

—¿A quién intentabas llamar? —preguntó Jennifer.

—A Chrysalis.

—¿Aún?

—Sí. Y todavía no ha llegado.

—¿Quién es Chrysalis, por cierto?

—Es la propietaria de un bar llamado el Palacio de Cristal —le contestó, mirando por la ventana—. Es la traficante de información que me puso sobre tu pista. Sabe todo lo que vale la pena saber, por lo que es probable que también sepa dónde está el apartamento de Latham. Pero no está disponible y Elmo se está empezando a mosquear con mis constantes llamadas. Maldita sea —repitió, golpeando la palma de la mano izquierda con el puño de la derecha cerrado.

—No podemos hacer mucho salvo darnos una vuelta por la zona alta de la ciudad como estamos haciendo, buscando a un tipo que se llama Deceso y lleva una bolsa con libros.

Brennan mostró una sonrisa amarga.

—Lo sé. Parece bastante desesperado pero vamos a quedarnos con esa posibilidad durante un tiempo.

Jennifer se encogió de hombros.

—Claro.

Él tenía razón, por supuesto.

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No era de extrañar que Deceso hubiera tenido problemas para conseguir un taxi. Le habían disparado una docena de veces. Las balas le habían agujereado la parte delantera del barato traje gris y la camisa estaba llena de quemaduras de pólvora y sangre. Olía a basura y se le habían manchado los pantalones. Cuando abrió la puerta del taxi, un escalofrío recorrió toda la longitud de su escuálido cuerpo. Deceso puso un pie en el suelo, se apoyó en la puerta trasera y tiró del otro pie. Era una cosita retorcida, sin zapato, sin calcetín, pálido a la luz de la farola, suave y pequeño como el de un niño, creciendo de un muñón desigual que tenía una costra de sangre seca.

Hiram tragó saliva y miró hacia otro lado.

El taxista estaba enojado.

—¡Qué hijo de puta! —gritó—. ¡Te recojo con ese aspecto y me dejas tieso! Deceso sonrió con malicia.

—Si lo que quieres es quedarte tieso, estás en el sitio adecuado. Tienes suerte de que tenga prisa, idiota.

Con cuidado, bajó su nuevo pie en carne viva hasta la acera y torció el gesto cuando tocó el suelo.

—¡Hijo de puta! —gritó el conductor. Arrancó tan rápido que la fuerza de la aceleración cerró la puerta trasera, que golpeó a Deceso en la cadera. Cayó de bruces en el bordillo y gritó. Algo se le cayó del bolsillo.

Hiram vio que eran libros.

Estaban en una bolsa de plástico. Deceso los recogió apresuradamente, se los guardó en el pecho y se puso en pie tambaleándose. Después se dirigió renqueante al edificio, medio cojeando, medio saltando, tratando de evitar cargar peso sobre el pie nuevo. Tenía los ojos en blanco a causa del dolor. Apretaba con fuerza los libros, sujetando la bolsa con las dos manos. No pareció preguntarse por qué el portero llevaba esmoquin. Hiram abrió la puerta, casi sintiendo pena por el desdichado.

Jay salió de entre los arbustos, apuntando con el índice y con el pulgar doblado.

—¡Eo! —dijo en voz alta.

Deceso se giró para mirar.

Hiram cerró el puño. De repente, los libros pesaban casi noventa kilos; a Spector se le escurrieron de entre los dedos y se le cayeron en el pie. Hiram oyó el crujido de los diminutos huesos a medio formar y vio la tierna piel blanca abrirse. Deceso abrió la boca para gritar.

Y, de súbito, desapareció.

Fatman se agachó, devolvió el peso normal a la bolsa de libros y la recogió. Estaba empapado en sudor.

—Podríamos haber muerto justo en ese instante —le dijo a Popinjay.

—Y mi madre podría haber sido monja —dijo Ackroyd—. Vámonos de aquí, rápido.

Cogieron un taxi en la esquina. Era el mismo del que se acababa de bajar Deceso y el conductor aún se estaba quejando por su última carrera.

—¿Adónde vamos? —preguntó por fin.

Ackroyd esbozó una sonrisa débil y fugaz.

—A Times Square —dijo.

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—Bueno —dijo Peregrine—, esto es todo. Humilde pero de mi propiedad.

Fortunato cerró la puerta y no dijo nada. El ático era una única estancia, con las paredes y las moquetas todas de distintos tonos de gris. Cada zona estaba a su propio nivel, a un escalón o dos por encima o por debajo de las que le rodeaban. Los muebles eran todos largos, bajos y caros, de acero, cristal o tapizados en algodón gris. Una de las paredes era toda de cristal, y desde ella se veía Central Park. En el punto más alto del piso había una elevada cama de agua, de tamaño extragrande, en la esquina más alejada. No había colcha, sólo sábanas de satén gris arrugadas.

—¿Quieres una copa o algo?

Negó con la cabeza. Peregrine se dirigió a la barra y se sirvió una copa de Courvoisier.

—No estés tan serio. Hemos salvado a Water Lily, ¿no?

—Sí, la salvaste tú. Estuviste más que impresionante.

—Lo soy cuando tengo que serlo. No me gusta que me presionen. —Apoyó la cadera en el borde de la barra y bebió un largo trago de coñac. Sus alas se agitaron un poco, como si le quemara al bajar. Era pura sensualidad, natural; sus piernas se movieron para mostrar unas largas y redondeadas pantorrillas y unos esbeltos muslos—. Lo que no quiere decir que no aprecie cierta agresividad en las circunstancias adecuadas.

—Hace un rato me acusaste de «una aproximación muy cutre».

—No me digas que herí tus sentimientos. —Sus ojos centellearon de nuevo. No se apartaron de él ni mostraron reproche alguno—. Quiero decir, ¿cómo iba a saber que estabas diciendo la verdad? Además, de lo único de lo que me quejé fue del estilo. No dije que no estuviera interesada.

Mientras el as negro cruzaba la habitación, ella dejó su copa y se incorporó. El brazo izquierdo de Fortunato se deslizó entre sus alas, el derecho, alrededor de su cintura. Su boca era suave y sabía a coñac y se abrió al instante por debajo de la suya. Movió la lengua demostrando una gran experiencia, primero entre sus dientes y después hasta las profundidades de su boca. Sus piernas se abrieron y sus alas se plegaron alrededor del hombre, y él se sintió como si se hubieran fundido en un único organismo. Podía sentir el calor de su pelvis a través de la pernera del pantalón y su poder wild card rugió a través de su cuerpo y hacia él como una explosión nuclear.

Ella interrumpió el beso, jadeando en busca de aire.

—Dios mío —dijo.

La cogió en brazos y la llevó a la cama.

—No pesas nada.

—Huesos huecos —le dijo al oído, pasándole la lengua por el borde—. Huecos pero tan duros como la fibra de vidrio. —Le apretó el pecho en un abrazo, sólo por un segundo, para demostrar su afirmación, y después le mordió en el cuello.

Encontró la cama por instinto. El resto de sus sentidos estaban fuera de control. Buscó una cremallera en el vestido de Peregrine y ella dijo:

—Olvídalo, ya compraré otro, quiero que me folles, que me folles ahora mismo.

Fortunato agarró las copas que cubrían sus senos y rasgó el vestido por la mitad. Sus pechos emergieron, pálidos y perfectamente redondos, con pezones anchos y un tanto más oscuros que la piel que los rodeaba. Tomó uno entre sus dientes y ella le clavó las uñas en la camisa del esmoquin, haciendo estallar los corchetes, que saltaron y tintinearon por el suelo. Le arrancó el fajín y le bajó los pantalones hasta las rodillas. Cogió el pene entre las manos, lo que le habría dolido de no haber estado de por sí tan hinchado y dolorido que creía que iba a partirse de una punta a otra como una fruta madura.

Bajo el vestido de terciopelo no llevaba más que un liguero y medias de seda. Sus alas batían al compás de su respiración. El vello púbico era grueso y suave como un vellón de lana. Levantó los pies, aún con los zapatos de tacón negros calzados, los colocó en los hombros de Fortunato y alargó el brazo para agarrarlo por el cuello.

—Ya —dijo—. Ahora.

Cuando penetró en ella fue como conectarse a una toma eléctrica. Líneas de energía ardiente, de un brillante color púrpura, palpitaron alrededor de sus cuerpos. El as negro nunca en la vida había sentido algo así.

—Dios mío, ¿qué me estás haciendo? —susurró ella—. No respondas. No me importa. No pares.

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Tras el inicial momento de vértigo, Spector casi se había caído, pero se las arregló para agarrarse a la barandilla de la pasarela antes de venirse abajo. Tenía la sensación de que su pie se hubiera quedado atrapado en lava fundida. Se sentó y trató de descubrir adonde le habían enviado. Estaba muy arriba y podía ver una calle llena de coches delante de él. Se levantó y se dirigió cojeando hasta el final de la pasarela, usando la fría baranda como apoyo. Contempló la desierta oscuridad del estadio de los Yankees. El mierdecilla que le había hecho aquello se las pagaría. Debería haber reconocido a Fatman en la puerta. Debería haber tenido más cuidado en todo. Ahora los libros habían desaparecido y tendría que lidiar con el Astrónomo por su cuenta.

—Cabrones de mierda. Me han enviado al puto Bronx.

Se limpió la nariz y buscó un modo de bajar. A los pocos minutos encontró una escalera. Había unos buenos quince metros hasta la pasarela de hormigón que había debajo. Descendió con cuidado, manteniendo la pierna apartada para que el pie herido no tocara nada. Una ráfaga de viento le agitó el pelo sucio, que le tapó los ojos y le causó una descarga de dolor por todo el tejido que estaba intentando convertirse en dedos. Tardó diez minutos en llegar abajo.

Miró alrededor buscando algún objeto que pudiera usar como muleta, sin éxito. No había nada en el otro lado de la verja metálica salvo una caída chunga. Se afanó por rodear el borde de la pasarela hacia las tribunas. Estaba seguro de que era la única manera de salir.

Se arrastró por encima de otra valla. Supuso que estaba bajo las gradas del jardín derecho. Tropezó con una caja llena de bolsas de cacahuetes y cayó al suelo, gritando.

La luz le golpeó casi de inmediato.

—Alto ahí, amiguito.

Una voz habló detrás de la linterna. Spector oyó un chasquido. El pasador de seguridad de un revólver, probablemente.

—Ayuda. Necesito un médico. Enfoque mi pie con la luz.

Tenía que atraer al guardia lo bastante cerca como para poder ver sus ojos. El vigilante dirigió la luz a los pies de Spector. El pie malo estaba negro y púrpura donde los libros habían caído.

—Dios mío. ¿Qué diablos te ha pasado?

Estaba cerca pero sus ojos aún no eran visibles. Sacó el mechero de su bolsillo y lo encendió. Los ojos del vigilante eran de un azul gélido, bonitos a la luz de la llama. Le miró fijamente. El hombre apenas gimió. La muerte de Spector le asaltó con resultados rápidos y seguros. Cayó y se quedó inmóvil. Buscó en el cuerpo del guardia y le cogió la linterna y las llaves. Si podía entrar en uno de los vestuarios, quizá encontrara algo con lo que envolverse el pie. Sin duda podría encontrar algún tipo de muleta y tal vez incluso cambiarse de ropa. Ascendió cojeando la rampa que conducía a las gradas y bajó por las escaleras hacia el campo.

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—La mejor opción son las ratas. Estoy recogiendo impresiones de tantas como puedo y hay muchísimas —dijo Bagabond.

—El punto de vista de una rata de la Gran Manzana —dijo Jack—. Eso es algo que el patronato de turismo no ha explotado mucho. Intentó que sus palabras sonaran despreocupadas.

Algo más abajo, en la misma manzana, había una conga de jokers o gente normal vestida de joker, Jack no sabría decirlo. Los bailarines habían prendido fuego a varios coches abandonados estacionados en zonas de carga. O a lo mejor no estaban abandonados cuando las antorchas los encendieron. Era difícil saberlo. En cualquier caso, ahora ardían alegremente, desprendiendo un humo grasiento que caracoleaba.

Jack y Bagabond habían parado en Terrific Pizza para comprar algunas bebidas. Estaban sedientos.

—Este sirope no vale nada —le dijo Jack al dependiente. Hizo una mueca al probar la bebida.

—¡Mala suerte, tío! —respondió—. Si no te gusta, prueba con los refrescos del inmigrante que está un poco más abajo.

—Vamos —dijo la mendiga, apremiando con la mente a seiscientas ratas del callejón de detrás para que se colaran en Terrific Pizza y echaran un vistazo a las reservas de masa y queso.

Fuera, en la acera, Jack dijo:

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué pasa?

—Vamos.

La condujo hacia los bailarines. La fila había empezado a romperse. Unos aparentemente deformes, algunos de los cuales lucían disfraces aún más grotescos, se estaban quedando rezagados.

Jack se dirigió a uno de ellos. El hombre era alto y moreno, con la piel de un color azul negruzco a la luz del vapor de mercurio y el parpadeo del fuego. Llevaba un disfraz de traje tribal, con perlas y plumas en abundancia. Su piel estaba cubierta por una capa de sudor. Las gotas que le corrían por la cara, no obstante, eran gotas de sangre de los cortes que le bajaban por las mejillas y que tenían la forma de unas comillas angulares, siguiendo la inclinación de sus pómulos. Sus ojos eran cavernas infinitamente profundas enmarcadas por maquillaje blanco.

Llevaba una nariz roja de Bozo el Payaso.

—¡Dieu!—dijo Jack—. ¿Jean-Jacques? ¿Eres tú?

El bailarín se detuvo y se le quedó mirando. Bagabond se acercó a ellos y observó.

—Me has reconocido —dijo Jean-Jacques con tristeza—. Lo siento, amigo mío. Ahora que no soy humano, pensaba que nadie sabría quién soy.

—Te reconozco. —Jack alargó una tímida mano, vigilando el movimiento—. ¿Qué te has hecho en la cara…?

—¿No parezco un joker?

—No eres un joker. Eres mi amigo. Estás enfermo pero eres mi amigo.

—Soy un joker —dijo Jean-Jacques con firmeza—. Una sentencia de muerte pesa sobre mí.

Jack se lo quedó mirando en silencio.

El hombre negro le devolvió la mirada y luego rozó la cara de Jack con las yemas de los dedos. El gesto fue fugaz y tierno. Otros integrantes de la conga se habían congregado alrededor.

Jack vio que todos ellos eran normales vestidos con atuendos extravagantes, algunos brillantes y desesperadamente chillones, otros apagados y más sutilmente grotescos.

—Adiós, Jack, amigo mío. Te echaré de menos.

Jean-Jacques se dio la vuelta y empezó a cantar las letras:

—¡H, T, L, V!

Los otros le siguieron:

—¡H, T, L, V! —bramaron por la calle.

—¿HTLV? —le preguntó la mendiga en el momento en que se quedaron plantados mientras Jean-Jacques y los demás se alejaban frenéticos, girando y bailando.

—El virus del SIDA —dijo Jack inexpresivamente.

—Ah. —Bagabond le miró de un modo extraño—. ¿Su nombre es Jean-Jacques?

Jack asintió.

—¿Tú y él…?

—Amigos —dijo Jack—. Muy buenos amigos.

—¿Algo más que amigos?

Asintió.

—Tenemos que hablar —dijo Bagabond—. Ya hablaremos cuando todo esto acabe.

—Lo siento —dijo él mientras empezaba a alejarse.

—¿Por qué? —Volvió a cogerle del brazo—. Vamos. En serio. Ya hablaremos. —Alargó la mano y le tocó tal como lo había hecho Jean-Jacques. Su rostro estaba áspero, sin afeitar—. Vamos —repitió—, aún tenemos que encontrar a Cordelia.

Sus miradas se encontraron. Los dos pensaron «ahora las cosas van a ser diferentes». Pero ninguno de los dos sabía de qué modo.

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La ducha estaba caliente y así era como le gustaba a Spector. El agua salpicó y corrió por su escuálido cuerpo. Abrió la boca y dejó que se le llenara; entonces hizo gárgaras y la escupió. El pie aún le dolía pero estaba acostumbrado al dolor. Al menos ahora estaba limpio.

Cerró el grifo y anduvo por el frío suelo de baldosas de la zona de las taquillas, aún pisando con mucho cuidado. Silbó las primeras notas de Take me Out to the Ballgame y paró.

El sonido reverberó en las paredes. Los vestuarios eran menos impresionantes de lo que había esperado. Duchas y taquillas simples y bancos de madera para sentarse. No muy distinto del instituto.

Se acercó a una cesta llena de uniformes de béisbol sucios y empezó a rebuscar entre ellos, tratando de encontrar algo que se aproximara a su talla. La mayoría era demasiado grande y odiaba las rayas. Mejor que su traje agujereado por las balas, no obstante. Si alguien preguntaba podía decir sin más que iba disfrazado. Se las arregló para encontrar un uniforme que no le quedara como una tienda de campaña y se vistió.

Entró en el almacén de equipaciones, más allá de la jaula que contenía los bates, los guantes y las pelotas para prácticas de bateo, en la zona del entrenador. Cogió una banda elástica del suelo. Tras respirar hondo, empezó a vendarse el medio pie roto. Lo puso en el suelo y se apoyó un poco en él. Tuvo que parar dos veces, le dolía muchísimo, pero al cabo de unos pocos minutos lo tenía relativamente bien cubierto. Una intensa punzada de dolor le subió por la pierna pero pudo soportarla. Caminó de vuelta a la zona de taquillas, tratando de cojear lo menos posible.

Sacó un par de zapatillas deportivas y metió un calcetín en la punta de una de ellas; después metió su destrozado medio pie, entre dolores. Se ató los cordones sin apretar mucho y se calzó el otro.

—Fuera, Deceso. Ahora mismo. Estoy esperando.

Spector alzó los ojos. La imagen del Astrónomo estaba flotando a pocos centímetros delante de él. La proyección no tenía la perfecta definición a la que estaba acostumbrado: era débil, sin color y se difuminaba en los bordes. El viejo cabrón debía de estar bajo de energía.

—¿Dónde estás, ehm, exactamente? —preguntó Spector.

—En el aparcamiento. Busca la limusina. Te quiero aquí ya.

—Ya voy.

La imagen del Astrónomo se desvaneció.

Spector cogió su traje y se dirigió a la salida. Se frotó la frente. El viejo estaba exhausto; si iba a hacer algo tenía que ser ahora. Apagó las luces del vestuario y empezó a silbar The Party’s Over.

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