23.00 horas
Tiró de la cisterna. Latham se paró a lavarse las manos, se las secó con una toalla bordada con un monograma y apagó la luz al salir del baño.
Hiram contuvo la respiración y trató de pegarse aún más al techo. Tenía el puño muy apretado y el menor movimiento amenazaba con enviarle a la deriva por toda la sala. Rezó para que el abogado no alzara la vista. Gracias a Dios no había encendido la luz del techo: un hombre de su volumen flotando cerca de la lámpara hubiera proyectado una sombra bastante evidente. Podía darle las gracias a Popinjay por haberle metido en aquella absurda situación.
Esperaba que Latham volviera directamente a su ordenador, pero no iba a tener tanta suerte. El abogado se dirigió al vestidor y empezó a vaciarse los bolsillos: clips de billetes, llaves, un puñado de cambio. Se aflojó la corbata, se quitó el chaleco, los colgó con cuidado en un armario y se enfundó un batín. Era de seda negra, con el motivo de un dragón bordado en oro en la espalda, y le sentaba a la perfección. Sentado en el borde de la cama, Latham se desató los zapatos y se puso un par de zapatillas. «No», pensó Hiram mirándole desde arriba, «no te acuestes, por favor, no te acuestes».
El teléfono sonó.
«Vete, vuelve a la otra habitación», pensó enloquecido. Loophole miró la puerta, como si se lo estuviera pensando. Después alzó el receptor de la extensión de su dormitorio.
—Latham.
Hubo una breve pausa.
—Lo que dice no tiene ningún sentido —dijo el abogado con sequedad—. Sí, entiendo que le duele. Silencio.
—¿Se le comió el pie? —Su tono era de incredulidad—. No, lo siento, señor Spector. No le creo. Si ha perdido tanta sangre quizá esté… —Un suspiro—. Está bien, describa esos libros.
Esta vez el silencio fue mucho más largo. Hiram no podía ver la expresión de Latham desde su privilegiado punto de vista junto al techo, pero cuando habló, su tono había cambiado.
—No, James, no los lea. No le conviene en su estado. ¿Dónde está? —Frunció el ceño—. Sí, pero ¿qué vertedero?, ¿dónde?, yo no… Están todos en Times Square, la han visto… No, no sé cuánto tiempo. —Miró el reloj de la mesita—. No. No, le quiero aquí lo antes posible. Coja un taxi… No me importa cómo lo consiga, simplemente cójalo, ¿entiende? Ya conoce la dirección.
Latham colgó el teléfono, se levantó pensativo de la cama y entonces —para inmenso alivio de Hiram— se fue directo a la mesa de la otra habitación.
Hiram se estremeció, destensó el puño y descendió poco a poco de vuelta al suelo. Aterrizó con la ligereza de una pluma. «Spector». ¿Dónde había oído ese nombre antes? ¿Qué más le había llamado Latham? James, eso era, James Spector.
De repente, cayó en la cuenta. El Dr. Tachyon, de ahí había oído el nombre, hacía medio año, sobre un costillar de cordero en el Aces High. Un tipo que había escapado de la clínica y dejado un rastro de muerte tras él, un contable llamado James Spector; pero ahora tenía una nueva profesión y en las calles le llamaban… Deceso.
Oyó a Latham descolgar el teléfono. Hiram echó un vistazo a la puerta principal. Para llegar a ella tendría que cruzar el salón, a plena vista. La ventana era mejor opción. Cruzó la habitación de puntillas, la abrió lentamente y, con cuidado, sacó la cabeza. Era una larga caída, pero no tan larga como la caída desde el Aces High.
Torciendo el gesto con disgusto, Hiram Worchester subió al alféizar y se impulsó a través de la ventana. Encajó perfectamente y durante un horrible segundo tuvo miedo de quedarse atascado. Después se retorció con un poco más de fuerza, los botones le saltaron de la chaqueta, y entonces quedó libre y empezó a caer. Sólo esperaba no desviarse mucho de su curso.
Y, de hecho, a Fortunato le quedaba energía suficiente para encontrar el Rolls. Pensó en Peregrine, en su boca y en sus pechos y en cómo sabría entre sus piernas. La sola idea le hacía más fuerte.
Iba a poseerla. Aunque ello supusiera arriesgar la vida de ambos, pues el Astrónomo no había acabado con ninguno de los dos y serían terriblemente vulnerables en la cama.
Pero había tiempo. El anciano tenía que recargar su energía y él también. Intentó no pensar en que el Astrónomo estaba ahí fuera, en alguna parte, quizá incluso escogiendo a su víctima.
Intentó no recordar que el tiempo que tenía estaba siendo comprado con el coste de la vida de alguien más.
Dobló la esquina y vio el Rolls. Peregrine le abrió la puerta y entró.
—¿Qué tal tus asuntos? —preguntó ella.
—Atendidos. Por el momento.
—Bien. Odiaría que tuvieras prisa.
Jennifer giró una esquina con bastante velocidad como para arrancar un furioso chirrido de los neumáticos de la limusina y unas pocas maldiciones airadas de los peatones que se habían desparramado desde la abarrotada acera a la misma calzada. Echó un vistazo a su derecha y vio que Brennan se recostaba contra la lujosa tapicería, sonriendo.
—¿Por qué estás tan contento? —preguntó.
—Kien no tiene el libro.
—¿Ehhhhm?
La joven cortó dos carriles de circulación y se lanzó a una rápida huida. Miró por el retrovisor. No creía que les siguieran pero quería asegurarse.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Muy sencillo —dijo—. Wyrm aún nos está siguiendo. O a ti, para ser preciso. Por tanto, Kien no tiene el libro. —De repente se le borró la sonrisa y frunció el ceño—. Pero si no está donde lo dejaste…
Dejó la frase sin acabar.
—… debe de tenerlo otra persona. Tenerlos.
Se dio cuenta de que estaba tan absorta en la búsqueda de Brennan que se estaba olvidando de los álbumes llenos de sellos, los que eran, o al menos deberían ser, importantes para ella.
—¿Por qué te importa tanto ese maldito libro? —preguntó de pronto, saltándose un semáforo en rojo—. ¿Cuál es tu conexión con Kien?
Él miró por la ventana durante un buen rato.
—Conduces muy bien el coche.
—Vamos —dijo frustrada a más no poder por sus reticencias—. Déjate de rodeos y contesta a mis preguntas. Me debes al menos eso.
—Puede que sí —dijo Brennan, reflexivo—. Está bien. Kien y yo tenemos un largo camino a la espalda. Un camino que llega hasta Vietnam.
Jennifer redujo hasta una velocidad razonable para poder echarle un ojo al arquero mientras hablaba. Estaba mirando distraído por la ventana, parecía que mucho más allá de la calle que se veía tras el cristal.
—Es un hombre malvado. Egocéntrico y despiadado hasta la médula. Era un general en el ejército de Vietnam del Sur pero trabajaba para cualquiera que le pagara. Provocó la muerte de muchos de mis hombres. Intentó matarme. —Su rostro se convirtió en una máscara sin expresión—: Mató a mi mujer.
Condujeron en silencio. La joven se preguntaba si había ido demasiado lejos, incluso si quería conocer el resto de la historia. Al cabo de un rato, Brennan volvió a hablar.
—Tenía pruebas que le implicaban en casi todos los asuntos turbios que estaban desarrollándose en Vietnam pero… las perdí. Kien se mantuvo en el poder. Casi me hicieron un consejo de guerra. Cuando Saigón cayó dejé el ejército y Kien vino a América. Pasé algunos años en Oriente y finalmente volví a los Estados Unidos, hace pocos años. Un antiguo camarada divisó a Kien hace un par de meses y me envió una carta que me trajo a la ciudad.
»Estoy convencido de que el diario le implicaría en infinitas actividades criminales. Tal vez contenga suficientes pruebas como para encerrarlo de por vida…, como le habrían encerrado de por vida las pruebas que recopilé hace doce años…
—No sé si este diario sería aceptado como prueba en un juicio.
—A lo mejor no —concedió Brennan—, pero contendría innumerables pistas sobre sus negocios, sus socios y sus secuaces. —La miró, serio—. Matar a Kien sería simple pero, primero, tendría que desmantelar sí o sí la red de corrupción que ha tejido aquí en Nueva York y, segundo, sería demasiado fácil para él. —Los ojos de Brennan adquirieron un aire sombrío con la introspección—. Quiero que esté despierto por las noches y que le preocupe hasta el más leve sonido, la más huidiza sombra que cruce sus sueños. Quiero verle despojado de todo lo que tiene, su riqueza, su poder y su fortuna. Al final, quiero que no le quede más que tiempo, un tiempo que le oprima la cabeza bajo su peso, con nada que cambie la infinita sucesión de días grises y eternos… Si no acaba en la celda de una cárcel, le despojaré de todo lo que tiene y convertiré su vida en un infierno de pobreza y miedo del que no podrá escapar. Para eso, necesitaré el diario.
Volvió a guardar silencio y Jennifer se lamió los labios. Pensó que quizá era el momento de decirle la verdad. Debía saberlo. Pero algo se paralizó en su interior ante la idea de contárselo. Se lamió los labios otra vez y se obligó a abrirlos.
—Brennan…
Le interrumpió el sonido de un teléfono sonando en la parte trasera de la limusina. El arquero se giró sobresaltado para mirar al asiento de atrás mientras ella suspiraba, sintiéndose como un prisionero a quien han concedido un indulto.
El salpicadero tenía más controles que una nave espacial.
—¿Qué botón baja la ventanilla entre los asientos? —preguntó Brennan.
La chica lanzó una mirada al salpicadero y se encogió de hombros. Brennan empezó a toquetear un montón de interruptores, encendiendo la radio, cerrando las puertas, desplegando la antena de la televisión y, por fin, bajando la barrera de cristal tintado que había entre los asientos delanteros y los traseros. Se lanzó a la parte de atrás. Cogió el teléfono, encendió el altavoz adjunto para que Jennifer pudiera oír y respondió con un gruñido.
—Wyrm. Wyrm, ¿eres tú? Soy Latham.
La joven, que le miraba por el retrovisor, vio una extraña expresión cernirse sobre sus facciones. Sonrió con placer, pero sin humor, como si reconociera el nombre, como si se alegrara de oír la voz de esa persona.
—Escúchame con atención. Deceso va a venir con el libro. Repito. Deceso tiene el libro. Cancela tu búsqueda y escóltale. ¿Entendido?
La sonrisa de Brennan era brutal.
—Sí —dijo tranquilamente.
—Tú no eres Wyrm.
—No.
—¿Quién eres?
—El espectro del pasado. Y vengo a por ti. Colgó el teléfono.
El estruendo mientras cruzaban la ciudad era ensordecedor. La multitud era literalmente una marea, que fluía y refluía, llevando a los transeúntes que iban a la deriva con ella.
—Lo estoy intentando —le dijo Bagabond a Jack, con los ojos muy cerrados mientras se apoyaba contra un pilar de ladrillo en la entrada de un callejón en la calle 9—. Las criaturas de la ciudad nunca han tenido que tratar con semejante alboroto de humanos antes. Están aterrorizadas.
—Lo siento —dijo él. La urgencia de su voz desmentía las disculpas—. Tú inténtalo. Por favor, inténtalo.
—Eso hago. —Seguía concentrándose—. Nada. Lo siento. —Abrió los ojos y Jack se encontró mirando a sus aparentemente infinitos pozos negros—. Hay ocho millones de humanos en esta ciudad. Probablemente hay diez veces más criaturas, sin contar las cucarachas. Ten paciencia.
Impulsivamente, Jack la abrazó.
—Lo siento, haz lo que puedas. Vamos a seguir dirigiéndonos al centro. Ahora su voz sonaba cansada. La mendiga mantuvo el abrazo un segundo más de lo necesario. Él no objetó.
De repente, la mujer inclinó la cabeza.
—Escucha.
—¿Captas algo? —preguntó él.
—Oigo algo, ¿tú no?
Empezó a caminar de prisa por la manzana.
Jack también lo oyó. La música era familiar y la voz, el doble.
Sangre y huesos
Llevadme a casa
Con quienes estoy en deuda
Con quienes van a ir
Conmigo al infierno
Conmigo al infierno
—Que me aspen —dijo Jack—. Parece C.C.
—Es C.C. Ryder —dijo Bagabond. C.C. había sido una de las más antiguas e íntimas amigas de Rosemary en la ciudad. Sin embargo, disparado por un agudo trauma, su grotesco talento wild card la había mantenido bajo los atentos cuidados de la clínica del Dr. Tachyon durante más de una década. Se pararon junto a otros varios curiosos y se pegaron al cristal de Crazy Eddies. Había unos cuantos monitores grandes de vídeo instalados en el escaparate. Los altavoces de encima vertían la música a la calle. En las pantallas, unas figuras geométricas angulosas rodaban y colisionaban en blanco y negro.
—¿Vuelve a tocar? —dijo Bagabond—. Rosemary no dijo nada.
—No en vivo. —Jack miró a través del cristal, entornando los ojos—. Sólo en vídeos musicales como ése. También he oído que ha estado escribiendo un montón de temas nuevos, canciones para Nick Cave, Jim Carroll, gente así. Leí en The Voice que hasta Lou Reed está considerando una de sus canciones para un nuevo álbum, y él nunca hace versiones.
—Me encantaría que volviera a tocar en directo —dijo la indigente, con voz casi melancólica.
Él se encogió de hombros.
—Quizá. Supongo que a lo mejor no puede hacer frente a más de dos personas a la vez. Supongo que al final se pondrá mejor.
—Si ahora está grabando, entonces es que está mejor.
—Me apuesto algo a que a Cordelia le encantaría conocerla —dijo Jack.
Bagabond sonrió.
—Cordelia tiene dieciséis años. A lo mejor C.C. conoce a Bryan Adams.
—¿A quién? —dijo Jack.
—Vamos.
Le cogió de la mano y lo apartó del escaparate. La letra de la canción les siguió.
Puedes cantar sobre el dolor
Puedes cantar sobre la pena
Pero nada traerá un nuevo mañana
Ni se llevará el ayer
En el cubículo de al lado, protegido tan sólo por una fina cortina de tela, alguien estaba vomitando. Haciendo ruido, con energía, con vigor, un auténtico tour de force del vómito.
—Ashí que le digo, le digo, qué feo eresh, nat, te voy a eshtampar la cara en…
Pero el lugar en que el joker con voz aguardentosa iba a estampar la cara se perdió en el solitario grito de las sirenas y un sonoro y lastimero «¡ay!» de Tachyon.
—Basta de lloriqueos —ordenó la Dra. Victoria Queen; al parecer los treinta y seis años de convivencia con su inverosímil nombre habían agriado su carácter. La expresión de disgusto con el ceño fruncido no concordaba con su cara adorable y su cuerpo sensual. Dio otro punto en la frente del alienígena.
—¿Qué estás usando? ¿Una aguja de tejer?
—¿Dónde está todo ese estoicismo taquisiano? Soportar el dolor sin pestañear, reírse en la cara de las vicisitudes…
—Tienes unos modales horribles con los pacientes.
—Veo que fue usted quien lo encontró —dijo la doctora, ignorando a Tachyon. Roulette sintió una punzada de ansiedad—. ¿Estaba en el bar?
El taquisiano, interpretándolo correctamente como un insulto, se apoderó de la observación sin darse cuenta de su significado.
—No siempre estoy en el bar. Le agradecería que dejara de contarle eso a la gente.
Se oyó un sonido de creciente alboroto más allá del cubículo.
—¡Quédense aquí! —ordenó Queen y descorrió con brío la cortina.
Tachyon tiró de su flequillo, tratando de tapar la herida medio abierta; la aguja aún sobresalía entre la piel blanca. Se bajó de la camilla y Roulette extendió una mano.
—¿Adónde vas?
—A ayudar.
—Estás herido, eres un paciente.
—Todavía es mi hospital.
Estaba demasiado cansada y demasiado obsesionada con las imágenes que pasaban por su mente como para discutir. Le siguió a la sala de urgencias de la Clínica Blythe van Renssaeler Memorial.
Todas las sillas y sofás disponibles estaban ocupados. Jokers de todo tipo se amontonaban, tosían, gemían, se quejaban y seguían a los desbordados doctores con ojos suplicantes.
Uno con tres piernas anadeaba tras la Dra. Queen.
—¡Llevo esperando aquí tres putas horas!
—¡Qué duro!
—¡Zorra!
—Tienes una muñeca rota. Hay otros con problemas más graves. Te atenderemos en cuanto podamos. Y no me das ninguna pena. Personalmente, creo que Elmo te tendría que haber roto el puñetero cuello.
Tachyon estaba examinando a un anciano comatoso que estaba en una de las camillas, aparentemente ajeno a la disputa a gritos que se acontecía tras él. Cuando el joker quiso darle un golpe a la doctora, el puñetazo siguió solo y se dio a sí mismo en la cara, y entonces cayó roncando al suelo.
—Buen trabajo, Doc —proclamó un enorme joker escamoso vestido con un uniforme de guardia de seguridad—. Oye, estás hecho una mierda.
—Gracias, Troll.
—¿Qué quiere que haga con él?
Palpó al alborotador dormido con un dedo del pie.
—Que Delia se ocupe de su muñeca mientras está dormido. —Una fugaz sonrisa—. Así ahorramos en anestesia.
Otra estridente ambulancia escupió su carga. Una camilla chirrió al pasar, portando una figura de pesadilla. Más de dos metros de alto y la cabeza roma como la cabeza de un martillo. Un feroz ojo rojo y otro de un brillante azul miraban desde debajo de una pronunciada protuberancia ósea. En lugar de pelo, el cráneo estaba salpicado de forúnculos. Algunos se habían abierto y supuraban pus. Parecía como si alguien hubiera danzado en su cara con un martillo neumático.
Roulette se rodeó con los brazos el estómago, tratando de acallar el dolor, los olores, los sonidos. Queen descubrió a Tachyon administrándole una inyección a un quejoso niño de cinco años y lo persiguió hasta que regresó al cubículo. Cuando volvieron a salir, llevaba al menudo doctor por la muñeca como una maestra indignada con un alumno rebelde.
—Lléveselo a casa. —Le dio un fuerte empujón entre las escápulas—. Que se tome esto. Y que duerma.
—Estoy bien, me quedo aquí.
—Usted nunca está aquí en el Día Wild Card. Normalmente tiene la cara ahogada en un charco de coñac. ¿Por qué romper la tradición?
Queen no se dio cuenta —o quizá no le importó— de que Tachyon se hubiera sentido profunda y verdaderamente dolido por el comentario. Roulette le cogió del brazo y lo condujo hasta la salida lateral del viejo edificio de ladrillo.
—Voy a ir a buscar a Fortunato —anunció abruptamente.
—¿Para qué?
—Para ayudarle a encontrar al Astrónomo.
Los labios del doctor se contrajeron en una fina línea.
—Tachyon, seguro que él sabe que tras el ataque al restaurante todos los ases de Manhattan van a por él. Sería idiota si se quedara en Nueva York.
—Está loco, no le importará.
Se quitó su mano de encima y cerró los ojos. Parecía que tenía lugar una gran lucha, aunque sólo se mostraba a través de la expresión cada vez más demacrada de su fino rostro, del sudor que enmarañaba los rizos de sus patillas y los puntos de un blanco brillante que tachonaban cada uno de sus nudillos. Dio un giro súbito y aporreó con los puños la pared del hospital.
—¡Me está bloqueando!
—¿Quién?
—Fortunato. Maldito sea. Maldito sea. Maldito sea.
Echó la cabeza atrás y gritó al cielo:
—¡Me has despreciado durante años, hijo de puta arrogante! «Marica del espacio». ¡Pues muy bien! Arréglatelas tú solo, pues, y vete al infierno.
—¿Por qué te preocupas así? Tal vez el Astrónomo vaya detrás de ti y entonces puedas ocuparte de ello.
Pero ya se había puesto en marcha, con la cabeza inclinada y las manos hundidas en los bolsillos, y se perdió la amarga ironía de las palabras de la mujer.