Capítulo diecisiete


22.00 horas

El Rolls estaba a dos escasas manzanas del Aces High cuando el teléfono empezó a sonar. Fortunato miró a Peregrine, quien se encogió de hombros y lo cogió.

—Es para ti.

—Soy Altobelli —dijo la voz del teléfono—. Le he hecho cantar a Hiram tu número. Es sobre Kafka.

—No me jodas —dijo Fortunato cerrando los ojos—, está muerto.

—No, aún está vivo. Pero estuvo a punto.

—Dime.

—Hace quince minutos un tío raro vestido de blanco apareció en medio de la celda de detención, tal cual. Pero te hice caso y puse a un equipo del SWAT vigilándole y cuando fue a por Kafka le recibieron con todo lo que tenían.

—¿Y?

—No le hirieron. Pero las balas siguieron derribándole y cada vez le costaba un poco más ponerse en pie. Después desapareció y punto.

—Tuvisteis suerte. Ahora está débil, porque, de lo contrario, nada de lo que le lanzarais le habría detenido.

El as no dijo nada acerca de lo débil que él mismo se sentía.

—Ese tío, quienquiera que fuera, tuvo algo más que suerte de su parte.

—¿Qué quieres decir?

—Por teléfono no. ¿Recuerdas el sitio donde nos encontramos el mes pasado? No digas el nombre, sólo di sí o no.

—Sí.

—¿Podemos encontrarnos allí? ¿Ahora mismo?

—Altobelli…

—Creo que estamos hablando de algo de vida o muerte. De mi vida o mi muerte.

—Voy de camino —dijo Fortunato.

Cuando colgó el teléfono, Peregrine dijo:

—El Astrónomo.

Fortunato asintió.

—Cogeré un taxi. Tú vuelve al Aces High, allí estarás segura.

—Eso es ridículo. Estoy más segura contigo. Y no tiene ningún sentido coger un taxi cuando puedes desplazarte con estilo en un Rolls Royce con chófer. —Arqueó una ceja—. ¿No es cierto?

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Tras espantar a los pocos clientes normales que quedaban, los Gambione habían trasladado su reunión al comedor principal y habían juntado varias mesas. Tanto las armas como los recelos estaban bien a la vista. Rosemary estaba de pie a un lado, observando cómo los hombres discutían. Bagabond vio una indescifrable sonrisa en su cara. La indigente se sentó con Jack en un banco pegado a una pared lateral.

—Quiero empezar a buscar a Cordelia. Han pasado horas: mucho más tiempo del que prometí a Rosemary.

Jack miró al otro lado de la sala, hacia la ayudante del fiscal del distrito.

—No podrá pedir refuerzos hasta que esto no acabe. —Bagabond miró con compasión a Jack, que estaba tirando de la manchada manga de su chaqueta de camarero demasiado pequeña—. Ahora come.

Apretando la lima sobre la sopa, Jack sacudió la cabeza y cogió los palillos. Sacó una masa de fideos de arroz y camarones del cuenco que tenía delante.

—¿Qué va a hacer sin los libros? —apuntó a Rosemary con los bastoncillos.

—No lo sé. Ha tomado una decisión. Ella sabrá. —Apoyando la cabeza contra el reservado, Bagabond cerró los ojos—. Voy a averiguar si alguien ha visto a Cordelia. Tranquilo.

Jack escuchó con disimulo las maniobras de la mafia mientras comía y rellenaba su cuenco.

Dos hombres eran los líderes de facción. El más viejo, de pelo negro engominado hacia atrás y vestido con un traje gris marengo con doble botonadura, subrayaba la suma importancia de seguir con los planes de Don Frederico a fin de mantener la estabilidad. El más joven, con el pelo castaño oscuro suntuosamente recortado en lo que Jack habría descrito como un corte punk modificado con una cola de rata, señalaba que el Carnicero no había sido muy efectivo a la hora de poner fin a las invasiones del territorio. Los demás escuchaban sin decir nada.

—Ninguna de las otras familias ha desafiado jamás nuestra autoridad.

El viejo se echó hacia atrás con evidente satisfacción.

—Por el amor de Dios, Ricardo, claro que no. —El mafioso estilo neto wave miró al cielo resoplando—. Han estado ocupados con las amenazas reales. Los vietnamitas. Los colombianos. Los jokers. Dios santo, ¿no ves que Jokertown se está convirtiendo en una zona catastrófica perfecta, hombre?

—Un respeto, Christopher, por favor.

Ricardo inclinó la cabeza con conmiseración hacia Rosemary.

—Gracias, Ricardo Domenici.

Rosemary se acercó a las mesas.

—Ha oído cosas peores, Ricardo. Estoy seguro de que ha oído cosas mucho peores, incluso en la fiscalía del distrito. —Christopher Mazzuchelli sacudió la cabeza, exasperado—. El asunto es que debemos elegir a un líder que pueda enfrentarse a las nuevas amenazas. Ya sabes, evolucionar.

—Mazzuchelli tiene razón. —Las miradas de todos los capos de los Gambione se dirigieron hacia Rosemary—. Debemos buscar sangre nueva para liderarnos o la familia será destruida. Es así de sencillo.

El viejo habló en un tono conciliador.

—Signorina Gambione, éste es un tema muy serio. Es cosa nuestra decidir. Quizá sería mejor que…

—Sí, Ricardo, soy una Gambione. La última. —Rosemary miró a los ojos de cada hombre, de uno en uno—. Ésta es mi familia, tengo derecho a hablar.

—A lo mejor quiere el puesto de su padre.

Cristopher Mazzuchelli sonrió hasta que su mirada volvió a él.

—A lo mejor sí.

La mujer esbozó una débil y enigmática sonrisa.

—Donatello ha muerto, como Michelangelo, Raphael y Leonardo. Cuatro dones. Entiendes a qué nos enfrentamos pero no qué hacer. Ricardo sólo ve el pasado.

—Un momento. —La boca de Mazzuchelli quedó ligeramente abierta por la sorpresa.

—¿Quién mejor?

—¡Eres una puñetera fiscal del distrito!

—Sí. —La abogada sonrió mientras consideraba las posibilidades—. No podría protegernos por completo pero podría marcar la diferencia. Y la información sería impagable.

»Mi identidad como Gambione tendría que mantenerse en secreto, nadie fuera de esta habitación tendría que saberlo. Omertà.

—Es difícil gobernar a la familia en secreto. —Resultaba obvio que a Ricardo Domenici le ofendía la idea—. Si es que consideráramos una cosa así.

—Cierto. Alguien tendría que ser mi… portavoz. —Examinó a todos los capos uno a uno—. Mazzuchelli.

Empezaron a parlotear mientras Christopher Mazzuchelli le sonreía con insolencia.

—Caballeros, ¿alguna objeción? ¿Ricardo?

—Es demasiado joven, no tiene experiencia… —Ricardo dejó caer los brazos ante el absurdo evidente de todo aquello—. Las otras familias se reirán de nosotros.

—Esto es una locura. Una mujer y un crío… —Un hombre mofletudo con barba de dos días que llevaba un tradicional abrigo negro apartó su silla de un empujón y se puso en pie—. Volveré cuando estéis listos para elegir a un nuevo don.

Mazzuchelli le cerró el paso pero, a una señal de Rosemary, se apartó. El disidente cruzó la habitación en medio del repentino silencio y abrió la puerta.

La mujer llamó con aspereza:

—¡Morelli!

El hombre que acababa de salir volvió a entrar en la habitación, con los ojos fijos en el cañón del subfusil con el que Morelli le apuntaba al pecho.

—¿Sí, signorina? —dijo Morelli—. ¿Algún problema?

—Creo que el problema está resuelto. ¿Verdad, DiCenzi? —Rosemary miró detenidamente al hombre, que estaba al otro lado de la sala. Bajo la presión del arma; DiCenzi asintió.

—Sí, signorina. No hay… problema.

—Bien. —Recorrió con la mirada a los hombres que estaban sentados, observándola—. ¿Alguien más tiene algún problema?

Ricardo echó un rápido vistazo a quienes le flanqueaban. Le ignoraban ostentosamente.

—No, ningún problema, Doña Gambione.

—Con «signorina» valdrá, creo. —Sonrió a los capos con aire predatorio—. Siéntate, DiCenzi. Gracias, Morelli. Por favor, siéntate.

Mazzuchelli miraba a Morelli como si fuera un trozo de carne podrida.

—Christopher —dijo Rosemary—, eres demasiado ambicioso. Lo reconozco. No cometas ningún error precipitado.

Él le devolvió la mirada con una sonrisa tan lupina como la suya.

—Tú mandas, jefa.

Rosemary asintió y echó una ojeada al restaurante.

—¿Alguien ha visto al encargado?

—¿Quieres comer algo? —Ricardo no podía creérselo.

—Sospecho que quiere descubrir cómo entró el gilipollas que ha robado los libros. —Mazzuchelli miró a Ricardo—. ¿No opinas que sería una pregunta interesante?

Morelli se levantó y empezó a andar hacia la cocina.

—Signorina, todo tuyo.

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Mientras Morelli preparaba al aterrorizado vietnamita para las preguntas de Rosemary, la nueva jefa de los Gambione llamó a sus contactos en distintas comisarías e indagó sobre Cordelia.

En el East Side, un patrullero recordaba haber visto a alguien que se parecía un montón a la joven desaparecida caminando hacia el centro por una de las avenidas alfabéticas; no hacía mucho rato.

Bagabond quería entrar en la zona a pie antes de empezar la búsqueda de la chica animal por animal. Jack estaba listo para irse al instante pero Rosemary se llevó al par a un lado por unos momentos.

—Escuchad, gracias por vuestra ayuda, a ambos. Esto no era exactamente lo que había planeado, pero no habría sucedido sin vosotros.

Su sonrisa parecía política.

—¿No era esto?

Bagabond miró directamente a Rosemary.

—Suzanne, no tenía ni idea…

—Sí. Ya hablaremos.

La mendiga empezó a alejarse. Jack ya se estaba encaminando hacia la puerta.

—Suzanne, te llamaré más tarde. Hazme saber cualquier cosa que pase con la sobrina de Jack.

Bagabond echó un vistazo a Morelli, que estaba en la esquina con el encargado vietnamita. Con esa luz, la sangre parecía negra. Cabeceó ligeramente.

Rosemary se puso roja y se irguió.

—Puedo hacer cierto bien aquí y lo sabes. Ejercer cierto control. Bagabond siguió adelante.

—Suzanne, quiero hablar contigo después acerca de ciertas ideas que tengo sobre los animales.

Todos los músculos de los hombros y de la parte superior de la espalda de Bagabond se tensaron mientras seguía a Jack a través de la puerta. Trató de no escuchar, pero le pareció oír llantos y gemidos tras ellos.

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El negocio aún bullía en el Donut Hole, al otro lado de la calle frente a la comisaría de Jokertown. Las aceras estaban llenas hasta los bordillos y cada pocos minutos otra patrulla dejaba la última carga de borrachos y alborotadores en los escalones de la comisaría. El Rolls había dejado a Fortunato a una manzana de distancia y se había alejado rodando despacio entre el tráfico, buscando un lugar donde aparcar en doble fila. El as negro se abrió paso a codazos hasta una mesa que había al fondo y encontró a Altobelli, que llevaba una gorra de los Brooklyn Dodgers y una sudadera de deporte.

—Casi he tenido que matar para guardarte la silla. ¿Quieres una rosquilla?

Negó con la cabeza.

—Dime lo que tengas que decirme, Altobelli. No tengo mucho tiempo.

—Pareces un poco chungo. Vale, vale. Es Black. John F X Black, capitán de la comisaría de Jokertown.

—Conozco el nombre.

—Dejamos a Kafka aquí esta tarde. Más o menos una hora después recibo una llamada de uno de mis hombres. Black les ha ordenado que abandonaran la vigilancia de Kafka. Me acerco para averiguar por qué y pillo a Black tratando de sacarlo en un coche patrulla. Me cuenta una milonga sobre un traslado del prisionero, así que le aparto de Kafka y me lo llevo yo mismo de vuelta.

—Me estás diciendo que Black es turbio.

—Aún no sabes lo que es turbio: justo después de que un tío con túnica y gafas intentara atacar a Kafka recibo una llamada de mi informante en la comisaría de Jokertown. Quería decirme que había visto a ese tipo raro, con la túnica y las gafas, en el despacho del capitán Black no hacía ni cinco minutos.

Fortunato se puso de pie.

—¿Dónde está?

Altobelli señaló con un dedo la comisaría.

—Todos los polis de Manhattan hacen turno doble esta noche. Se supone que yo mismo he de volver a Riverside.

—Vete para allá. Y déjate ver.

El agente tuvo que parar a pensárselo un segundo. Al final, asintió.

—Vale.

—¿Sabe alguien más lo de Black?

—Sólo tú y yo. Fortunato.

—¿Sí?

—Nada, no sé. Éste no es… no es el modo en que acostumbro a hacer las cosas. Suelo dar la cara por los míos.

—Ya no es de los tuyos, es del Astrónomo. Y ahora él es mío.

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La dirección era en Central Park West. Cogieron un taxi; Hiram no tenía ningunas ganas de implicar a Anthony o al Bentley en cualquier inconveniencia desagradable que pudiera surgir.

Tras las pesadas puertas de hierro y cristal del edificio de apartamentos, un portero estaba sentado tras un viejo mostrador. Detrás de él había una consola de monitores de seguridad. Estaba construido como una defensa y obviamente había una alarma silenciosa sobre el escritorio, a pocos centímetros de su mano. Difícilmente esperaría algún problema de un hombre gordo con esmoquin y un tipo ordinario con un traje marrón barato.

—¿Sí? —les preguntó a través del intercomunicador cuando se acercaron a la puerta.

Jay Ackroyd sacó la mano derecha en forma de pistola, apuntó al portero a través del cristal y dijo:

—Esta va por ti, pequeño.

El hombre desapareció con un «pop» en un remolino de aire. Hiram se balanceó ligeramente sobre las puntas de los pies y miró nervioso a su alrededor.

—¿Dónde lo has…? —empezó.

—A los anaqueles de la Biblioteca de Nueva York. Al parecer necesitaba poner al día sus lecturas.

Cogió su cartera, sacó una tarjeta de crédito y abrió la puerta en un abrir y cerrar de ojos.

—Nunca salgas de casa sin ella —le dijo a Hiram mientras deslizaba la tarjeta de vuelta a su cartera. Entraron en el vestíbulo.

Latham vivía en el ático, justo como Hiram había supuesto. Jay pulsó el botón para subir a la última planta.

En la placa de bronce en relieve que había sobre el timbre se leía «St. John Latham». Jay lo pulsó y aguardaron nerviosos y en silencio, junto al ascensor. No estaba en casa, pensó Hiram, por supuesto que no estaba en casa, estaba en alguna otra parte, estaba…; entonces se oyó un suave zumbido en la puerta, que se abrió poco a poco.

Entraron a un pequeño recibidor, vacío excepto por un perchero de madera curvada y un paragüero. La cocina estaba a la derecha; a la izquierda había un armario. Delante había un gran salón con una zona de sofás algo más baja que el nivel general del suelo, una barra con fregadero y una sólida pared de cristal hasta el techo que se abría a un jardín en la terraza, una magnífica vista sobre Central Park y la ciudad y las estrellas más allá. Una suite de lujo y un estudio daban al salón, con las puertas abiertas de par en par. Se oían voces en el estudio. Hiram avanzó haciendo el menor ruido, con pasos cortos y silenciosos, pero los tacones de Jay resonaron ruidosamente en el suelo de parquet mientras cruzaban la estancia.

—Está bien. Sí. Sí, a cualquier precio. Llámame cuando tengas novedades.

El hombre tocó un botón y el altavoz se apagó. La única luz de la sala provenía de una lámpara de biblioteca de bronce con pantalla de cristal verde. Latham estaba sentado con un montón de mapas bajo la mano izquierda; la derecha trabajaba en el teclado de un ordenador IBM. Llevaba chaleco y pantalones de un traje Armani de color gris a rayas, una perfecta camisa blanca con el primer botón desabrochado y una corbata de color oscuro, con el nudo flojo y a un lado. No alzó los ojos cuando entraron.

—¿Os conozco?

—Me llamo Worchester. Hiram Worchester. Mi compañero es Jay Ackroyd, detective privado con licencia…

—Que esta mañana ha detenido de forma ilegal a un cliente de Latham, Strauss violando sus derechos constitucionales y provocándole incalculables secuelas psicológicas, por no hablar de desorientación, daño al honor y temor por su vida y su seguridad —dijo Latham.

Seguía sin apartar la vista del teclado. La pantalla mostraba una especie de cuadrícula.

—Un error de juicio que va a costar al señor Ackroyd una considerable suma de dinero y probablemente su licencia.

Acabó de escribir, guardó el documento y borró la cuadrícula de la pantalla. Sólo entonces se dignó a hacer girar su silla de respaldo alto y mirarles.

—Si están aquí para proponer un trato, lo cierto es que estoy dispuesto a escucharles.

—¿Un trato? —Hiram estaba horrorizado—. ¿Está sugiriendo que paguemos dinero a ese matón incalificable que…?

—Yo que usted vigilaría con las calumnias, señor Worchester. Ya tiene suficientes problemas.

Sonó el teléfono. Latham no se molestó en cogerlo. Alargó el brazo, pulsó el botón de altavoz y anunció:

—Ahora no, tengo compañía. Vuelve a llamar en diez minutos.

La persona que llamaba colgó sin identificarse.

—Bien, señor Worchester, ¿qué es lo que iba a decir?

—Su cliente es una basura —dijo sin rodeos—. Si le soy franco, me sorprende que un hombre tan distinguido como usted haya siquiera considerado representarle.

—Yo tengo cierta curiosidad —dijo Jay Ackroyd. Se apoyó contra el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos—. Suele tener algo más de clase que eso.

—Raras veces me involucro en asuntos criminales y, de hecho, no soy el abogado que se ocupa de este caso. Pero considero que es importante estar familiarizado con todos nuestros asuntos, incluso los más triviales, y el señor Tulley me ha informado de este asunto esta tarde.

—¿Para quién trabaja realmente? —preguntó Hiram. Jay Ackroyd gimió. Hiram le lanzó una mirada asesina y continuó—. Esto es extorsión, usted lo sabe y yo lo sé. Quiero saber quién está detrás y quiero saberlo ahora.

Cruzó la sala, se inclinó sobre la mesa y miró fijamente al rostro del abogado.

—Se lo advierto, soy un as, y no uno cualquiera, y hoy he tenido muy mal día.

—¿Me está amenazando, señor Worchester? —preguntó Latham en términos de cortés interés.

—No me encuentro muy bien —se quejó Ackroyd desde el umbral. Hiram le miró con fastidio. El detective se estaba apretando el vientre y sus facciones tenían un leve tinte verdoso, pero quizá era sólo la luz—. No habría comido tanto de saber que me iban a rociar con gas lacrimógeno. —Eructó—. ¿Dónde está el retrete? —preguntó con cierta urgencia.

—En el dormitorio principal, a la derecha.

Salió corriendo hacia el refugio y poco después oyeron arcadas.

—Encantador —dijo Latham.

El as se giró hacia él.

—Olvidémonos de él. Su cliente y sus amigos han enviado hoy a un hombre decente y honesto al hospital. Le han roto el brazo y dos costillas, partido varios dientes y provocado una ligera conmoción. También han quemado su camión de reparto y destrozado su lugar de trabajo. Han contaminado mis langostas con gasolina, señor Latham.

—¿Vio a nuestro cliente cometer alguno de esos supuestos delitos? ¿No? Me lo imaginaba. ¿Lo vio el señor Ackroyd?

—Maldita sea, Latham, he estado allí esta mañana, vi lo que intentaban hacer…

—¿Quiénes?

—Ellos. Sus hombres, tres de ellos. Se llamaban, ehm, Eye, Cheech y, bueno, no me acuerdo del nombre del otro. Eye era el joker.

—No tengo ni idea de a quién se refiere —dijo Latham—. En cualquier caso, el señor Seivers no forma parte de ninguna banda.

—¿El señor Seivers?

Por un momento, Hiram quedó confundido.

—Creo que a veces se le conoce como Bludgeon. Si van a perseguir a ese hombre por su apariencia, al menos podrían preocuparse por conocer su verdadero nombre, que resulta ser Roben Seivers.

Los dos oyeron el ruido de la cisterna. Latham se recostó en la silla.

—Su amigo ha acabado. A menos que quiera proponer un trato, creo que también hemos acabado. Como puede ver, estoy bastante ocupado.

Jay Ackroyd volvió a entrar en la habitación, un poco pálido, secándose los labios con un pañuelo.

—Váyanse —sugirió Latham tranquilamente—. Los dos.

—No puede sencillamente… —empezó Hiram.

—¿Prefieren que llame a la policía?

Mientras esperaban el ascensor, el as miró a Jay indignado.

—Has sido de gran ayuda —dijo.

—Tienes una gran habilidad para los interrogatorios, Hiram. No quería romperte el ritmo.

Las puertas se abrieron y entraron al ascensor.

—Y eso no nos ha llevado a ninguna parte —dijo pulsando el botón para bajar al vestíbulo con bastante más entusiasmo del necesario.

—Oh, yo no diría eso —replicó Ackroyd. Miró su reloj—. Si Loophole es tan listo como creo, ahora mismo estará registrando el baño.

El as estaba confundido.

—¿Registrando el baño?

—Y el dormitorio. La verdad es que no esperaba que te tragaras mi dolor de tripa. Debe de imaginar que corrí al retrete para poner algún micro.

—Ah, así pierde tiempo buscándolo…

—No creo. Joder, no lo escondí muy bien. Está en el teléfono que hay junto a su cama, ¿puede ser más obvio?

Hiram le miró boquiabierto.

—Has puesto un micro pero quieres que lo descubra. ¿Por qué?

—Para darle algo que pueda encontrar —dijo Ackroyd—. Una vez que lo tenga, debería de estar satisfecho. De todos modos, se cree que somos unos zoquetes y esta noche tiene otras cosas en mente.

—¿De dónde sacaste un micro?

Llegaron al vestíbulo. Las puertas se abrieron y salieron. El detective se encogió de hombros.

—Ah, siempre llevo unos cuantos. Van muy bien para poner nerviosa a la gente. Me salen muy baratos en un sitio de Jokertown, el tío me vende todos los que están rotos, seis por un dólar. A menos que Loophole sepa más de microelectrónica de lo esperado, no notará la diferencia. —Volvió a mirar el reloj—. A estas alturas, ya debe de haberlo encontrado, guardado en algún lado y vuelto al trabajo, pero démosle algunos minutos más para ir sobre seguro. ¿Te fijaste en el ordenador?

—¿Eh? Sí, por supuesto. ¿Qué le pasa?

Hiram abrió la puerta y salieron al exterior.

—Las calles de Manhattan, la zona de Times Square. Había planos en su mesa. Hay una especie de búsqueda en marcha y me jugaría algo a que nuestro amigo Loophole la está coordinando. Pegado al teléfono, manteniendo a todo el mundo en contacto, localizando a los jugadores en el ordenador. Realmente interesante.

—No sé de qué estás hablando.

—¿Te acuerdas de nuestro pequeño tête-à-tête en casa de Tachyon? El tío alto, verde y escamoso buscaba una especie de libros, y no me pareció que fuera un lector apasionado. Creo que Loophole está buscando lo mismo.

—Me importan un comino los libros robados. Quiero que se haga algo respecto a Bludgeon.

—A lo mejor esos mismos tipos tienen relación con las dos cosas —dijo Jay. Se encogió de hombros—. O a lo mejor no. Vamos a averiguarlo.

Caminó sin prisa hacia la parte trasera del edificio y empezó a hurgar entre los arbustos.

Hiram se cruzó de brazos y frunció el ceño.

—¿Qué estás haciendo?

Popinjay se giró para mirarle.

—Me voy a esconder en estos arbustos. Soy muy bueno escondiéndome entre los arbustos. Es lo primero que te enseñan en la escuela de detectives.

—¿Cómo vas a descubrir algo así?

—Yo no —dijo Ackroyd. Puso su mano derecha en forma de pistola y apuntó con un dedo—. Lo harás tú concluyó.

Hiram no llegó a oír el «pop».

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La corbata negra y el largo abrigo de Fortunato quedaban un poco fuera de lugar en la comisaría de Jokertown. Era una especie de vertedero humano. El olor dominante era una mezcla de vino barato, vómito y sudor rancio. El vestíbulo principal era una simple sala de espera con una sección especial para las fulanas. La visión del maquillaje descorrido y manchado y la ropa chabacana de aquellas chicas era más de lo que Fortunato podía soportar.

Le costó diez minutos encontrar el despacho de Black. La puerta estaba abierta y el agente estaba al teléfono. Era guapo, lucía una barba de dos días, llevaba las mangas remangadas y un corte de pelo barato. Fortunato esperó en la entrada hasta que colgó. Después entró y cerró la puerta.

—El nombre no me decía mucho —dijo Fortunato—, pero ahora te reconozco. Fue hace siete años. Pasé la noche en una celda mientras una mujer a la que quería mucho acabó con la mente fundida. Hiciste que un tal sargento Matthias y un tipo llamado Román me interrogaran. Decidieron que no estaban interesados y me dejaron libre. Probablemente no te acuerdes.

—¿Acordarme? No te he visto en la vida, ni a esa tía buena de la que hablas.

Black estaba asustado y no lo escondía muy bien. A Fortunato le gustaba.

—Vas a decirme todo lo que sabes. No voy a darte por saco porque tengo prisa. Así que me lo vas contar ya mismo.

Fue fácil. Black no era un as, sólo un tipo normal y corriente. El as negro estaba débil, pero nunca volvería a ser un tipo normal y corriente. Black se apoyó en su silla giratoria, tenso pero sin ofrecer resistencia.

—¿Qué es lo que quieres saber? —dijo con voz monótona.

—El Astrónomo. Va a huir esta noche. Tiene una nave, una especie de nave espacial. Necesito saber dónde está.

—¿Una nave espacial, como los extraterrestres? ¿Cómo el Dr. Tachyon y toda esa mierda? Estás loco.

Fortunato le lanzó otra descarga de su poder. Empezaba a marearse.

—Debe de tener planeado llevarte con él. Si no, ya te habría matado.

Black pareció desconcertado.

—Sí, en un principio… Pero decidió que me quedara aquí, dejarme vivo para solucionar las «contingencias».

—¿Cómo retirar los guardias a Kafka?

—Sí, exacto.

—¿Y adonde se dirige?

—Es curioso. No me acuerdo.

—Curioso —dijo Fortunato. Se liberó de su cuerpo físico y entró en la mente de Black. No mentía. El recuerdo de la nave, dónde la conseguía el Astrónomo, dónde estaba escondida y dónde la llevaría, había desaparecido. Limpiamente seccionado. Justo igual que cuando el Astrónomo seccionó la mente de Eileen.

Fortunato se giró para irse.

—¿Vas a… dejarme así sin más?

—No me sirves de nada.

—Pero… ¿no temes que intente vengarme de ti?

—Sí, supongo que tienes razón.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, penetró el pecho del capitán y le paró el corazón. Black emitió un sonido, como una tosecilla, y se desplomó de lado en la silla.

—Se llamaba Eileen —dijo, y se fue.

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El pie derecho de Hiram estaba empapado hasta el tobillo; apareció con los pies en el retrete y fue pura suerte que la conversación telefónica que tenía lugar tapara el chapoteo que hizo al sacarlos. Así las cosas, se ponía nervioso cada vez que daba un paso, temiendo que el húmedo sonido le delatara; de modo que intentó no moverse mucho. Se agazapó en el dormitorio, cerca de la puerta del espacioso salón. Estaba abierta, como la puerta de la habitación adyacente. No podía ver nada, salvo el salón vacío, pero sí podía oírlo todo y eso era lo que importaba. Habían pasado veintitantos minutos y había oído más que suficiente. Ring.

—¿Latham? Soy Hobart. Seguridad del metro. Las Garzas están en los andenes, así que no hay modo de que nadie entre en los trenes o salga sin que lo sepamos. Tengo hombres merodeando en cada torno de entrada. Wyrm ha sido informado y lo confirma. Está de camino.

St. John Latham de Latham, Strauss obviamente ofrecía a sus clientes mucho más que representación legal.

Ring.

—Cholly, tío. Estamos en Port Authority. Estoy en una cabina de teléfonos, tenemos gente en todas las puertas. Muchos chulos y putas, tío, pero ni rastro de una pava blanca con biquini.

—Seguid vigilando.

Las llamadas de teléfono eran constantes, como el suave sonido de los habituados dedos de Latham en el teclado del IBM. Hiram se acercó a la puerta.

Sintió pena por la presa, quienquiera que fuera. Latham y su gente estaban cerrando una red alrededor de toda la zona de Times Square. Cada llamada tiraba un poco más del hilo y el teléfono seguía sonando.

Ring.

—¿Sinjin? Soy Fadeout.

—¿Dónde estás?

—Delante de Nathan’s. No hay rastro de ella. La cosa no está tan mal como en Nochevieja pero tampoco se aleja mucho.

—¿Eres visible?

—Por el momento. Si no, esos gilipollas nats estarían chocando conmigo a cada rato. Además, quizá necesite la energía si aparece.

—Aparecerá. Wyrm está convencido.

—¿Dónde diablos está?

—En su limusina, peleando con el tráfico. ¿Dónde está el resto de nuestra gente?

—Las Garzas y los Hombres Lobo, por toda la zona. Todos nuestros jokers llevan máscaras del Dr. Tachyon, así sabemos quiénes son. Whisperer está cerca de la estatua de Cohan, Bludgeon está dando vueltas cerca del Wet Pussycat y Chickenhawk está posado en lo alto de la torre. Se supone que está vigilando pero lo más probable es que se esté comiendo una puta paloma. Tenemos a algunos tíos en los taxis, también, así si intenta parar uno quizá coja una de los nuestros.

Hiram se puso tenso al oír mencionar a Bludgeon. Cuando sonó la siguiente llamada y oyó una voz familiar, cruel y afilada emergiendo del altavoz, se acercó aún más, hasta que estuvo en el umbral de la puerta.

—Loophole, capullo, soy yo.

—Sí —respondió Latham en tono cortés y glacial.

—Acabo de divisar a la presa. Estoy viendo su culito apretado ahora mismo. Tendrías que verla, no lleva más que un puto biquini y las tetas colgando por ahí. ¿La mato?

—No —contestó con sequedad—. Síguela.

—Joder, podría retorcerle el puto cuello antes de que se diera cuenta de que estoy ahí. —Rió—. Aunque supongo que sería una puta pena desperdiciar el resto.

—No la vamos a matar, no hasta que tengamos el libro. Obviamente, no lo lleva encima. No la pierdas de vista pero no la toques. Wyrm está de camino.

—Joder —dijo Bludgeon—. ¿Puedo divertirme un rato con ella, cuando recuperemos esa mierda?

—Síguela, Sievers —dijo Loophole. Colgó. El ático permaneció en un extraño silencio por un momento.

Entonces Hiram oyó el crujido de la silla giratoria de Latham, seguido por el suave sonido de las pisadas del abogado. «El baño», pensó en un repentino ataque de pánico.

Los pasos se acercaban.

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Spector apartó otra bolsa de basura. Una rata del tamaño de un dachshund se lanzó hacia él. El animal le subió por el brazo hacia la garganta. La agarró por el rabo con la mano libre y le aporreó la cabeza contra el borde de metal de la barcaza. La rata chilló y se revolvió en convulsiones. La dejó caer.

La bengala se estaba acabando y le chamuscaba los dedos. Pequeñas góticas de metal ardiente le irritaban el dorso de la mano. Tiró el artificio por un lado de la embarcación y se oyó un débil silbido cuando tocó el agua.

—Dios, ojalá fuera de día. Puede que así tuviéramos posibilidades de encontrarlos —dijo Spector.

—Si fuera de día, tendrías que pelearte con las gaviotas. Pululan alrededor de estas barcazas como las abejas alrededor de la miel. Te picotean si no tienes cuidado. No te rindas aún —dijo Ralph.

Sacó otra bengala de la caja y encendió la que sostenía; después se la pasó a Spector.

—Esos libros tienen que estar en algún lugar de esta nave y vamos a encontrarlos.

Spector se sentía cada vez más fuerte con el paso del tiempo y el pie no le dolía tanto como antes. El muñón se estaba alargando y separándose en la punta, como si los dedos de los pies estuvieran tratando de volverse a formar. El olor de la barcaza era tan fuerte que incluso a él le molestaba. Deseó que hubiera brisa y empezó a cavar de nuevo entre la basura.

—Eso es. No te rindas. —El viejo fue abriéndose paso sorteando la basura, rápido pero con cuidado. Tenía mucha práctica.

A Spector le gustaba Ralph, pero eso no le alegraba. No podía recordar la última vez que alguien había hecho todo lo posible para ayudarle. Se sentiría como una mierda si tuviera que matar a ese tipo, pero probablemente era lo más inteligente. No podía tener a alguien que pudiera conectarle con los libros robados dando vueltas por ahí.

—Oye, amigo. No me has dicho cómo te llamas.

—Alien —dijo Spector—. Tommy Alien.

No sabía por qué se molestaba en mentirle; se lo iba a cargar de todos modos.

—Encantado de conocerte, Tommy. —Le tendió una mano manchada de basura. Spector dudó, luego la cogió y se la estrechó—. ¿A qué te dedicas?

—Yo, ehm, soy exterminador.

Se alejó un poco de Ralph y se puso a cavar en basura reciente. Echó a un lado un par de sacos de papel y desenterró un sofá roto. No había cojines y el tejido estampado en beige estaba manchado pero, por lo demás, parecía estar bien.

—¿Ves lo que te digo? —El viejo seguía justo detrás de él—. Material en perfecto estado. Podría limpiarlo con mi steamatic y estaría casi como nuevo.

Spector se dejó caer en el sofá. La posibilidad de encontrar los libros era cada vez menor y menor. Menuda suerte la suya, conseguir algo así y perderlo al instante. Podría haber acabado con el Astrónomo y tener la vida resuelta.

Ralph se sentó a su lado y observó las ropas de Spector. Las manchas de la basura ayudaban a disimular la sangre.

—Chico, esos tíos te deben de haber dado una buena tunda. Ésa es una de las cosas buenas de vivir en un vertedero, la tasa de crimen es bajísima.

Spector estaba callado. Miró fijamente a la bengala, dejando que el brillo del magnesio fuera extinguiéndose en su retina. Se preguntó qué le haría el Astrónomo. Probablemente las cosas se pondrían aún peor que ahora, por imposible que pareciera. Morir otra vez era la solución más simple, pero no era lo que tenía en mente.

Ralph clavó el mango de su bengala en el borde del sofá, luego se inclinó y volvió a hundir los brazos en la basura hasta los codos. Se giró para mirar a Spector y frunció el ceño, luego sacó un paquete envuelto en plástico.

—¿Te suena esto?

Spector agarró el paquete y lo limpió en la pernera de los pantalones. Aún veía manchas luminosas por haber estado mirando la bengala, pero sabía que eran los libros. Arrojó la suya al río tan lejos como pudo.

—Maldita sea. Puede que mi suerte esté empezando a cambiar.

El viejo asintió y sonrió.

—Te dije que los encontraríamos. La basura no puede ocultarme nada por mucho tiempo.

—Vaya, tenías razón.

Se metió los libros en los pantalones. No tenía intención de sacarlos de nuevo hasta que se los entregara a Latham.

—Ahí los tienes.

Ralph se levantó del sofá y empezó a alejarse, abriéndose camino entre la basura.

—Esto requiere una celebración.

Spector miró el reloj. Eran las 22.55 horas. Tenía que empezar a moverse. No sabía cuándo vendría a buscarle el Astrónomo, y quería estar bien acompañado de gente robusta cuando llegara el momento. El anciano estaba dejando a Fortunato para el final, así que Jumpin Jack Flash y Peregrine debían de ser los siguientes de la lista. O tal vez Tachyon.

Hacerse con ellos iba a llevarle al límite, aunque Imp e Insulina le ayudaran. Spector suspiró. También podía matar a Ralph ahora mismo y acabar de una vez.

Vio que el viejo estaba encendiendo algo en la otra punta de la barcaza, luego se acercó a otro objeto para encenderlo también. Dos pequeñas llamas crecieron poco a poco hasta convertirse en cascadas de luces de color, elevándose como surtidores hasta nueve o diez metros por los aires. Ralph estaba bien alejado de ellas, de espaldas a Spector. Parecía vigilar los surtidores para asegurarse de que la embarcación no se prendía. No conseguiría llegar a casa si estallaba en llamas.

Spector se dirigió al lado de la nave que estaba en la orilla y se bajó. Los fuegos artificiales llamarían la atención y eso era lo último que quería. No tenía tiempo de matar al Sr. Basura ahora mismo. Lo haría más tarde. Si sobrevivía a esa noche.

Fue cojeando hasta la valla metálica y trepó despacio, tratando de usar su pie malo lo mínimo posible. Impulsó su cuerpo por encima de la alambrada y se dejó caer por el otro lado. Aún le dolía el pie cuando trataba de cargar todo su peso sobre él. Ahora pudo verlo: era rosa y los dedos estaban formándose. Mañana a esas horas estaría del todo curado. Si seguía con vida.

Tenía que contactar con Latham. Rebuscó en el bolsillo del abrigo la tarjeta con el número de teléfono del abogado. Coger un taxi sería un infierno. Siempre podía matar a alguien y robarle el coche, pero quería mantener las cosas con el mínimo de complicaciones posible. Recorrió la calle renqueando, en busca de una cabina.

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Jennifer tardó casi dos horribles horas en abrirse camino hasta la planta baja del Empire State Building. Temía usar los ascensores o las escaleras principales y tuvo que atravesar continuamente techos, paredes y puertas cerradas. En breve tendría que descansar entre las fases de insustancialidad para tratar de mantener el equilibrio entre el cansancio y la continua necesidad de seguir moviéndose por si el agente federal aún la estaba siguiendo. Cayó en la cuenta de que Kien debía de tener amigos en las más altas esferas, sin duda. Se preguntó, no por primera vez, cuál era la conexión entre Yeoman… entre Brennan y él.

Al final consiguió llegar a la calle sin que la vieran, o eso creía, donde se mezcló con los peatones que pasaban y se encaminó hacia la esquina de la 43 con la Séptima, pegándose cuidadosamente a la oscuridad e ignorando las ocasionales invitaciones a ir de fiesta. Conforme se acercaba a Times Square, las calles estaban cada vez más llenas de gente que estaba de juerga, bebiendo y fumando hierba; estaba casi tan abarrotado como en Nochevieja. Al parecer, la gente que pululaba por la calle estaba resuelta, condenadamente resuelta, a no dejar pasar ninguna ocasión de pasárselo bien. Su actitud desesperada enrarecía la atmósfera con un punto depresivo y también con cierto aire amenazador.

Consideró que quizá todo estaba en su cabeza. Quizá el fornido hombre con pantalones de cuero gastado y una máscara del Dr. Tachyon de plástico que parecía seguirla no era más que un tipo inocente que sólo había salido a buscar un poco de diversión. Quizá, aunque cuando empezó a andar más rápido se percató de que la seguía y su miedo aumentó cuando vio que también aumentó el ritmo. No había estado tan contenta de ver a alguien como cuando divisó a Brennan esperándola en la esquina acordada. Echó a correr hacia él, esquivando grupos inamovibles de gente que había acudido a la celebración. Él se dio la vuelta cuando se estaba acercando y Jennifer vaciló. Podía ver su ira por la tensión de su cuerpo, por su mandíbula apretada con fuerza y la fina línea de sus labios. Parte de su rigidez se esfumó cuando la vio y fue sustituida por la incertidumbre. Una parte, no toda.

—No estaba seguro de que vinieras —dijo de un modo lacónico.

—¿Por qué?

Hablaban en voz baja, aunque ninguna de las personas que hormigueaban a su alrededor parecía prestarles atención alguna.

—La figura de Tachyon estaba hecha añicos, esparcida por todo el museo, y los libros habían desaparecido —dijo en tono cortante.

—¿Desaparecido?

El asombro en la voz y el rostro de la joven suavizaron su expresión. Suspiró y se frotó el mentón con cansancio.

—Kien debe de haberlos conseguido… de algún modo… por algún medio. —Sacudió la cabeza—. Es un tramposo de mierda. Su alcance llega más allá y a más lugares de los que puedas imaginar.

—No es posible. —Jennifer frunció el ceño y miró con ojos penetrantes a Brennan, y sintió la súbita sospecha de que tal vez tenía los libros y estaba incumpliendo su promesa de devolverle los sellos.

Pero sus hombros estaban caídos y en su rostro había cansancio y derrota. No podía ser tan buen actor, pensó. Pero ¿qué es lo que podía haber ocurrido?

Brennan pareció animarse. Enderezó los hombros, recompuso su expresión y volvió a mirar a Jennifer.

—Vamos —dijo de repente—. Parece que tengo que conseguirte más ropa. —Frunció el ceño—. ¿Cómo has perdido la que llevabas?

—Te lo contaré todo, pero primero vayamos a comer algo. Sigo muerta de hambre. Sólo pude comer media galleta con algo de hígado picado en el Aces High. ¿Por qué no vamos a cenar aunque sea tarde a algún sitio? Yo invito. Te diré lo que sucedió en el restaurante y tú me contarás por qué vas detrás del diario de Kien.

Jennifer se dijo a sí misma que había hecho la oferta por pura curiosidad pero una parte de ella le susurró que estaba racionalizando. En realidad, no quería que Brennan se separara de ella.

La miró con una sonrisa tensa.

—No creo que sea muy sensato —empezó, entonces su sonrisa se desvaneció, se convirtió en una mueca y blandió la caja de su arco hacia ella—. ¡Agáchate!

Se volatilizó.

Un hombre fornido que llevaba una cazadora de satén azul oscuro con un hermoso pájaro blanco en la espalda —«¿una grulla?», se preguntó la joven— pasó a través de ella. Trastabilló y cayó hacia adelante, agitando los brazos en un intento de recuperar el equilibrio. La caja del arquero le pasó a ras de cara y se cayó.

—Una Garza —espetó Brennan—. Vámonos de aquí. La cogió de la mano, empezó a correr, se detuvo, suspiró un poco para sus adentros y esperó a que se solidificara.

—A veces es difícil lidiar contigo —se quejó.

Ella sonrió y le ofreció la mano. Parecía que este asunto aún no había acabado. Se preguntó qué sería una Garza. Él le cogió la mano y corrieron.

Era imposible avanzar en línea recta entre la multitud. A su paso dejaban un rastro de juerguistas que les maldecían o silbaban al ver a Jennifer en biquini, o ambas cosas a la vez.

—Nunca nos los vamos a quitar de encima, a este paso —gruñó Brennan.

Se arriesgó a mirar por encima del hombro y vio a un grupo de hombres con chaquetas oscuras —Jennifer se dio cuenta de que eran más Garzas—, abriéndose paso tras ellos entre el gentío. Eran bastante menos sutiles que ellos y apartaban a empujones sin más a cualquiera que se interpusiera en su camino. Pocos se ponían a soltarles un sermón sobre su grosería.

—Son ocho —dijo Brennan y su mano se soltó de la de Jennifer y, de pronto, ella paró en seco.

—Oh, no —dijo, mirando fijamente.

—¿Qué pasa?

—Él.

Un hombre con un ajustado traje blanco se dirigía hacia ellos.

—¿Quién es? —preguntó Brennan.

La joven sacudió la cabeza.

—Intentó arrestarme en el Aces High. Dijo que era un agente federal.

—Genial. —Brennan echó un rápido vistazo alrededor. Estaban cerca de una esquina abarrotada, con una cabina telefónica, un buzón de correos y varios cubos de basura—. Por aquí. Quizá no te haya visto aún.

Se desviaron hacia un lado y el hombre del traje blanco gritó:

—¡Deteneos! ¡Estáis arrestados!

Jennifer gruñó, empujó a un hombre que llevaba una máscara con trompa y orejas de elefantes —no, se dio cuenta de que no era una máscara—, se disculpó y avanzó hacia el bordillo justo en el momento en que una limusina se paraba chirriando. Las puertas se abrieron de golpe y Wyrm y media docena de matones salieron de un salto.

—¡Me cago en Dios! —blasfemó Brennan. Soltó la mano de Jennifer y todo sucedió a la vez. Un destrozado taxi amarillo chocó por detrás con la limusina justo en el mismo instante en que Wyrm gritaba:

—¡Cogedla! ¡Cogedlo!

El taxi empujó a la limusina hacia adelante y la puerta abierta del lado del pasajero golpeó contra Wyrm. El joker reptiliano cayó mientras las Garzas salían en estampida entre los curiosos que rodeaban la escena y trataban de acorralar a Brennan y Jennifer. La gente atrapada dentro del círculo se dio cuenta de que algo gordo estaba a punto de tener lugar e intentó huir; la que estaba fuera del círculo se dio cuenta de que algo gordo estaba a punto de tener lugar y se apretó a empujones, para poder ver. Billy Ray, que ahora corría hacia ellos, gritó:

—¡Soy agente federal y estáis arrestados!

Y un hombre corpulento con pantalones de cuero gastado y una máscara de plástico de Tachyon, que también se dirigía hacia ellos avanzando a empujones entre la turba, realizó un giro brusco y le tiró en la acera con un único golpe de su deformado puño derecho, que parecía una cachiporra.

Las Garzas se miraron entre sí, sin saber qué hacer, y Brennan miró a la joven.

—¿Qué demonios…? —preguntó y dio un puntapié en el estómago a la Garza que tenía más cerca. Ésta cayó y otras dos asaltaron al arquero y trataron de agarrarle, sin éxito.

Para sorpresa de Jennifer, de los espectadores y, más especialmente, del enorme joker que le había derribado, Billy Ray ya se estaba poniendo de pie.

—Mamón —dijo Ray entre dientes—, te voy a patear el culo.

El gigante gruñó algo inarticulado mientras Jennifer observaba cómo Brennan se deshacía de las dos Garzas que habían ido a por él.

El taxista salió de su coche y empezó a gritar al conductor de la limusina mientras una de las Garzas lograba librarse del arquero y agarraba a la chica. Ella le sonrió y se desvaneció y él intentó una y otra vez asirla mientras oscilaba, etérea, en la acera. Cansándose de sus atenciones, cogió la tapa de uno de los cubos de basura que había junto a la acera, se solidificó y se la estampó en la cabeza con todas sus fuerzas. La víctima se la quedó mirando con dolida indignación durante unos segundos, después sus piernas empezaron a doblársele y se deslizó inconsciente hasta el suelo. Algunos de los espectadores aplaudieron.

El gigante habló y su voz atrajo la atención de Jennifer de nuevo hacia él y Ray.

—Que te jodan, gilipollas.

Su voz era tan monstruosamente ronca que apenas parecía humana. Era muy intimidatoria pero Ray le sonrió. Jennifer opinó que parecía estar contento de veras.

—Estás arrestado por atacar a un agente federal.

El enorme joker gruñó y blandió su deforme puño derecho, pero Ray ya se había movido. Se agachó para esquivar el golpe y se levantó descargando uno que le dio en el duro y prominente vientre. Se le salió todo el aire con fuerza de los pulmones y se tambaleó y cayó al suelo. Pero la cosa no había acabado. Levantó el brazo cuando el agente trataba de pasar por encima de él; le agarró la pierna y tiró de ella. Ray volvió a caer y el gigante joker rodó sobre él como un tsunami, inmovilizándolo contra la acera. Golpeó al agente antes de que pudiera moverse, aplastándole la mandíbula y la boca con el puño. La sangre salpicó por todas partes. Jennifer, sintiéndose un poco mareada, retrocedió y notó que chocaba con alguien. Unas manos la cogieron por la cintura y se giró de repente y se encontró contemplando un par de hermosos ojos azules. Ojos, y nada más, salvo por unos zarcillos que podrían haber sido terminaciones nerviosas saliendo de ellos. Reprimió la urgente necesidad de gritar y blandió la tapa del cubo de basura con todas sus fuerzas. Se oyó un sonoro y satisfactorio «clone» y el metal se dobló en sus manos. Los ojos desaparecieron, como si se hubieran escondido tras unos párpados invisibles; las manos invisibles la soltaron. A los pocos segundos, una figura alta y desgarbada saltó a la vista, tirada en la acera. La chica soltó la tapa abollada del cubo de basura y dio marcha atrás.

Tres de los matones que habían llegado en la limusina con Wyrm se lanzaron hacia ella mientras dos más trataban de ayudar a Wyrm a levantarse y otro empezó a dar bandazos por la calle dando puñetazos y maldiciendo al taxista que les había embestido por detrás. Por el rabillo del ojo, la muchacha vio que el joker cogía impulso para volver a golpear a Ray pero, de algún modo, escupiendo sangre y fragmentos de diente, el agente alzó la mano y agarró el brazo del joker y con la otra le arañó la cara enmascarada. La máscara le cayó y quedó al descubierto una cara que parecía un campo de batalla bombardeado. Su boca rodeada de cicatrices estaba del todo abierta y jadeaba tratando de respirar.

—Eres un hijo de puta muy feo —murmuró Ray entre sus labios partidos y sus dientes rotos. Una extraña y alegre lucecita danzaba en sus ojos. Se retorció como una anguila, impulsó la pierna hacia arriba y le dio al joker en la entrepierna.

Le bajó un hilo de baba por la barbilla y aulló de dolor. Ray le dio la vuelta, se sentó a horcajadas sobre su pecho y le aporreó la cara hasta que su puño quedó salpicado por la sangre. El joker se quedó inmóvil y Ray rió despreocupadamente y se puso en pie. Sus ojos, en los que centelleaba una siniestra luz, se clavaron en Jennifer. Ella miró a Brennan, pero estaba ocupado con las Garzas. El agente corría hacia ella, limpiándose con fastidio la sangre que le caía de su destrozada mandíbula antes de que le cayera en el uniforme, cuando los tres matones de la limusina se acercaron desde el otro lado.

—Tú te vienes conmigo —dijo Ray. Jennifer apenas pudo entender las palabras que farfulló pero dejó que la cogiera del brazo.

—Eh, date el piro, tío. La pivita es nuestra —dijo uno de los matones, y la chica dejó que le cogiera del otro brazo.

—Sólo puedo acompañar a uno —dijo, y entonces se desvaneció y se hizo a un lado. Ray sonrió sin mover un músculo y avanzó hacia los matones mientras Brennan derribaba a otra Garza con un aplastante revés. Las dos Garzas que aún estaban en pie intercambiaron miradas, decidieron que no valía la pena y se fueron a toda pastilla por la acera y entre la multitud. El arquero se giró hacia Jennifer. Ni siquiera jadeaba, aunque parecía desconcertado al ver a Ray golpear a los esbirros de Wyrm. Jennifer echó un ojo a la limusina aparcada en la calle ante ellos, con el motor en marcha y la puerta abierta.

—¡Vamos! —le gritó a Brennan, y se escabulló por la puerta. Él la siguió y entró en el coche; cerró la puerta y una enorme figura, parecida a un pájaro, se precipitó desde el cielo y se estrelló contra el parabrisas. Era un escuálido joker con alas y una corona de sucias alas blancas como la cresta de una cacatúa desaliñada, y unas feas barbas rojas y púrpuras le colgaban de la mandíbula. Sacudió la cabeza, desorientado por el impacto, como un gorrión que se hubiera estrellado contra una ventana; graznó algo ininteligible y bajó del capó a la calle, tropezando con Ray, que acababa de librarse de su último adversario y ya estaba saltando hacia el vehículo. Brennan les vio caer en la acera en un revoltijo de extremidades. Jennifer arrancó el motor mientras Wyrm se ponía en pie, aturdido. La limusina aceleró mientras el joker miraba desconcertado a su alrededor.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó, pero en realidad nadie podía explicárselo.

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