Capítulo quince


20.00 horas

El modo en que empezaban esas cenas se había convertido en una especie de ritual.

Cuando todos ellos se habían sentado, cuando los camareros habían traído la sopa y los comensales habían escogido sus entrantes, entonces todos los ojos se posaban en Hiram Worchester. Llenaba una larga y fina copa con champán, se hacía ligero, más ligero que el aire, y flotaba con suavidad hasta lo alto del techo, cerca de una de sus arañas.

—Un brindis —dijo alzando la copa como cada año. Su voz grave era solemne, triste—. Por Jetboy.

—Por Jetboy —repitieron al unísono un centenar de voces unidas. Pero nadie bebió. Había más nombres por venir.

—Por Black Eagle —continuó Hiram—, por Brain Trust y por el Enviado, esté donde esté. Por la Tortuga, cuya voz nos guió de vuelta desde el desierto. Esperemos que esté sano y que, como Mark Twain, los informes de su deceso hayan sido enormemente exagerados. Por todos nuestros hermanos ases, grandes y pequeños, vivos y muertos, por los que vendrán. Por todos los miles de jokers y en memoria de las decenas de miles de personas a las que les tocó la reina negra.

Hizo una pausa, bajó la mirada hacia la sala, en silencio por un momento, luego siguió.

—Por Aullador y una risa que podía hacer añicos el ladrillo. Por Chico Dinosaurio, que nunca fue tan pequeño como quien lo ha matado. Por los taquisianos, que nos condenaron y nos hicieron como dioses, y por el Dr. Tachyon, que nos ayudó en momentos de necesidad. Y, siempre, por Jetboy.

—¡Por Jetboy! —repitieron una vez más. Esta vez bebieron y quizá uno o dos se pararon un momento de veras para recordar al muchacho «que aún no podía morir», antes de llevarse las cucharas de sopa a la boca y empezar a comer.

Hiram Worchester descendió despacio de vuelta al suelo.

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—No comes —observó Tachyon amablemente, echando un vistazo a su plato casi intacto.

—Tú tampoco.

—Yo tengo excusa.

—¿Qué es…?

—Me duele la boca.

—Ése no es el verdadero motivo.

—¿Acaso te importa oír el verdadero motivo?

—No. No me importa.

Apartó la mirada pero el recuerdo formó una imagen transparente que la separaba del resto de la sala. «Josiah apretándose la nariz con fastidio, superpuesto sobre el rostro amable de Trips. Su bebé yaciendo como un entrante grotesco en el plato de Mistral».

—¿Cuál es tu excusa?

«Que voy a mataros, tengo que mataros, y estoy perdiendo los nervios. ¿Te satisfaría esa respuesta?»

El cerebro se acompasó con la boca y se oyó decir:

—Estoy triste por lo que ha pasado hoy.

—¿Qué parte? —preguntó el alienígena con una sonrisita triste—. ¿Lo de la Tumba, el asesinato…?

La mano de Tachyon cubrió las suyas.

—Pues tú has dado con la razón de mi falta de apetito. ¿Cómo puedo comer cuando el Chico…? Pienso en sus padres.

La sopa de cebolla francesa que había comido un poco antes se le repetía en la garganta y tragaba saliva convulsivamente.

—Discúlpame —murmuró sin aliento la mujer y, apartando la silla, huyó del comedor. Las miradas curiosas le parecieron golpes.

En el baño, se pasó agua fría por toda la cara, sin preocuparse por su cuidado maquillaje, y se enjuagó la boca. Aquello ayudó pero no pudo aliviar el ardor que le oprimía la boca del estómago. Sus ojos ambarinos la miraron con tristeza desde el espejo, beiges, dilatados y asustados. Estudió el perfecto óvalo de su cara, los pómulos altos y bien cincelados y la estrecha nariz (legado de algún antepasado blanco). Parecía una cara normal. ¿Cómo podía esconder semejante…? Su mente se rebeló ante la palabra. No, «mal» no. Escondía recuerdos. Recuerdos del mal.

¿El mal de quién? ¿Aquel cuyos parientes habían traído el infernal virus a la tierra y destrozado su vida? ¿O el suyo?

Apoyó las manos a ambos lados de la pileta y se inclinó hacia adelante, respirando en breves bocanadas.

—Está vivo, Roulette.

El miedo le arrancó un gemido y se giró de golpe para encararse a él. Se echó atrás mientras el otro dejaba una lima de uñas como detalle para las clientas del Aces High. Inspeccionó las nudosas venas del dorso de su mano y giró lentamente el taburete del pequeño tocador para encararse a ella. Era una imagen incongruente. El Astrónomo vestido como un camarero del Aces High, enmarcado por una doble hilera de teatrales luces y con el reverso de su cabeza calva reflejado en el espejo.

—Oh, Dios mío. ¿Qué estás…?

—¿… haciendo aquí? Por lo visto, finiquitar lo que tú no has conseguido acabar. Comerciar un poco con la muerte. He venido esperando lamentaciones, miedo y repugnancia y ¿qué es lo que encuentro? Un montón de ases llenándose los carrillos y hablando, hablando, hablando.

—No puedes…, no aquí.

—Oh, sí, por supuesto que sí. Empezando con Tachyon.

—¡No!

—¿Te preocupa?

—Él es… es mío.

—Entonces, ¿por qué no le has matado?

Había perdido su tono jovial y su voz raspaba como el papel de lija sobre una rosa. Se levantó de la silla y la acción resultó aún más amenazadora por su lentitud.

—Estoy… —la voz no le salía y lo volvió a intentar—. Estoy jugando con él.

—Qué frase más dramática, es casi melodramática. «Jugando con él» —repitió pensativo. Su mano salió disparada; la agarró por la garganta—. ¡Pues no juegues con él! ¡Mátale! —Los escupitajos le salpicaron la mejilla y se retorció mientras la estrujaba.

El anciano tensó la mano. La laringe le dolía bajo la presión y la sangre corría a toda velocidad, palpitando en sus oídos.

Roulette le clavó las uñas en la mano, pidiendo piedad, pero sólo emergió un lloriqueo.

La tiró a un lado con desprecio y se dio un golpazo con el borde de la taza de un inodoro.

—No puedes obligarme a hacerlo. El miedo no será suficiente.

—Cierto. Desearía que reconocieras la sabiduría de lo que te he explicado. Sólo tu odio te liberará. Sólo si liberas el ácido de tu alma podrás estar en paz.

Ella se hundió los dedos en las sienes.

—No sé qué odio más, si tus amenazas o tu psicología barata.

Siguió como si la mujer no hubiera hablado.

—Sólo esa catarsis definitiva puede salvarte de un recuerdo eterno.

Apartó las defensas mentales que con tanto cuidado había construido y agarró un fragmento roto de su mente. Las imágenes aletearon al pasar tras sus ojos. La mano de una enfermera apretándole el pecho, obligándola a echarse para atrás. «No mires». Miró. ¡Un monstruo! Yacía en una incubadora, lloriqueando débilmente por su vida. Escondido. Cuatro días viendo cómo moría. Asco convirtiéndose en amor convirtiéndose en odio. La mano de una enfermera apretándole el pecho, obligándola a echarse para atrás.

Y siguió. La repetición infinita de una pesadilla.

—Mátale y parará.

—¡Oh, Dios mío! ¡No te creo! —Los dedos se le enredaban entre el pelo.

—Pues es una lástima, porque en realidad no tienes otra opción.

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—¿Ya es la hora? —Jack levantó la cabeza de la barandilla de acero a la que se aferraba.

Bagabond se acercó para estar a su lado. Le puso el brazo alrededor de la cintura.

—Pronto, será pronto.

Alzó la mano para retirarle el cabello negro empapado de sudor que le tapaba los ojos. Sufriendo un dolor obvio, Jack la miró con detenimiento. En las sombras, sus ojos oscuros se confundían con la noche.

—Tendrás que entrar como persona —le dijo—. Te ayudaré a cambiar cuando llegue el momento. Estaré contigo todo el rato.

La mendiga puso la mano sobre la suya, encima de la barandilla. Él giró su mano y entrelazó los dedos con los suyos.

—Tengo un mal presentimiento —dijo Jack. Bajó los ojos hacia sus dedos trenzados pero no apartó la mano.

—Desearía que los gatos estuvieran aquí.

—Yo también.

—Si algo sale mal, vete. De verdad. Puedo cuidar de mí mismo.

Bagabond no dijo nada pero le apretó un poco más fuerte. Miró a Rosemary.

—¿Podemos entrar?

La abogada se dirigió hacia la esquina y se asomó por los sucios ladrillos.

—Parece que está despejado.

Apretó el reloj digital y miró el pálido resplandor entrecerrando los ojos.

—Son las ocho y veinte. Todos los que han de venir deberían haber llegado. Vamos.

La entrada del Haiphong Lily estaba indicada por un enorme nenúfar dibujado en neón rojo. El rumoroso parpadeo iluminaba la tranquila calle. Media docena de limusinas estaban aparcadas en la acera de enfrente. Los conductores uniformados estaban de pie, en grupo, al principio de la fila, fumando y charlando como taxistas cualquiera. Cada coche estaba protegido por uno o dos hombres de aspecto serio. Un par de los guardas miraron a Bagabond y sus compañeros al pasar, siguiendo con los ojos su recorrido como si lo hicieran a través del punto de mira de una ametralladora 160. Todos los escoltas llevaban bandas negras.

Los aromas de cilantro, pescado y chile picante de la cocina vietnamita les envolvieron antes de que llegaran a la puerta.

Man Dieu. —Jack alzó los ojos al cielo y luego miró a Bagabond—. ¿Puedes creértelo? Ahora tengo hambre.

—Comeremos en cuanto acabemos con esto.

Mientras que la entrada estaba a pie de calle, para acceder al restaurante en sí había que subir un tramo de escaleras; apenas estaba iluminado y el papel de pared rojo adamascado absorbía la mayor parte de la luz. En un hueco junto a la puerta interior, un hombretón cuyo sobrio traje coincidía con el de los vigilantes de fuera les miraba desde lo alto de los peldaños. Había salido al oír el ruido de la puerta principal y ahora bloqueaba el rellano.

—¿Reserva? —dijo.

—Por supuesto. —Rosemary no vaciló.

La vagabunda sintió que los ojos que había detrás de las gafas de sol les examinaban, analizando la posibilidad de una amenaza. El portero se encogió de hombros. Aparentemente satisfecho, se apartó del camino. Era evidente que no reconoció a Rosemary.

Dentro del restaurante había más papel de pared oscuro y un hombre oriental de mediana edad que les recibió nervioso con un fajo de menús.

—Buenas noches. ¿Tres? ¿Sí?

Ya había empezado a dirigirse a una de las muchas mesas vacías cuando Rosemary le detuvo.

—Estamos aquí por la reunión.

El hombrecillo se detuvo en seco. El comedor estaba casi desierto. Una pareja de ancianos estaba acurrucada en íntima conversación a un lado. Más cerca, un hombre alto y demacrado con la boca torcida alzó los ojos del plato. Él y el encargado oriental intercambiaron miradas. Bagabond pensó por un instante que el comensal que estaba solo le resultaba tremendamente familiar pero su atención volvió a centrarse de golpe en Jack cuando se tambaleó y casi se cayó en un borboteante tanque de carpas. El maître parecía angustiado.

Con una leve sonrisa dijo:

—No hay ninguna reunión.

—Sí, sí que la hay. En el reservado.

—Aquí no hay ninguna reunión.

—Lo que hay aquí —dijo Jack despacio a través de unos labios tensos— es un problema de comunicación.

Rosemary examinó la estancia y se detuvo cuando divisó dos hombres con trajes azul oscuro y gafas de sol caras sentados en mesas separadas al fondo de la habitación. También llevaban las bandas en señal de duelo.

Se dirigió al que estaba más cerca.

Buon giorno… Adrián, ¿no? ¿El hijo de Tony Callenza?

—Señora, se equivoca de persona.

El soldado de la derecha echó un ojo a su compañero, quien se encogió de hombros. Bagabond asió con más fuerza a Jack, preparada para tirar de él y protegerle si comenzaba un tiroteo.

—Adrián, solíamos jugar juntos. Secuestrabas a mis muñecas y me pedías un rescate por ellas. Me duele que no te acuerdes.

La ayudante del fiscal del distrito había dejado a Bagabond y estaba a pocos metros de la mesa y del hombre con el que hablaba. No había tensión en su postura: la cabeza en alto y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo. Bagabond la había visto una vez en un juicio, y pensó que nunca había estado tan segura de sí misma como lo estaba Rosemary.

Estaba incluso menos segura ahora que su amiga pretendía en serio usar los libros únicamente como medio para influir a la familia. Todavía había mucho de su padre en ella. Recordó el comentario de Rosemary sobre el deseo de haber sido un chico, capaz de heredar el control. ¿Estaba a punto de proporcionarle a Rosemary los medios para conseguir aquel control?

—Ya te lo he dicho, no me llamo Adrián.

—Entonces supongo que no soy Rosa Maria Gambione.

El hombre se quitó las gafas de sol.

—¡Maria! —Sonrió por primera vez—. Recuerdo que una vez te envié la mano derecha de una muñeca secuestrada. Y, aun así no pagabas.

El otro habló por vez primera:

—Cállate, Adrián. Rosa Maria Gambione desapareció hace muchos años. —Y a ella le dijo—: A mí me recuerdas más a alguien de la fiscalía del distrito, señorita Muldoon.

—Muy bien. No te conozco, ¿verdad?

—No.

—Mi padre peleó por la familia según las viejas costumbres. Yo escogí las nuevas.

—¿Persiguiéndonos? ¿Procesándonos?

—Para ser una fiscal del distrito útil tengo que ser una buena fiscal del distrito.

La boca delgada e inexpresiva bajo las gafas de sol se torció en la comisura.

—Adrián, ve a buscar a tu padre. Creo que esto le interesará.

Se recostó en la silla y dijo:

—Por favor, siéntate. Tú y tus amigos, señorita Muldoon.

Rosemary arrastró una silla y se sentó, con las piernas cruzadas y sonriendo al hombre que estaba al otro lado de la mesa. Apenas giró la cabeza.

—Suzanne, creo que ahora sería un momento adecuado.

Bagabond giró a Jack hacia ella y extendió una mano hacia su cabeza. El hombre se apartó con brusquedad.

—¡Aquí no!

—Tienes razón. —Miró a Rosemary de refilón y le señaló con la barbilla la puerta del lavabo de caballeros.

—Buena idea —dijo. Y al hombre del otro lado de la mesa—: Mis amigos se reunirán conmigo en pocos minutos. Te aseguro que no van… armados. —Miró directamente a las lentes opacas—. ¿Tienes nombre?

—Vale, pero rapidito. —Gesticuló despreocupadamente hacia el lavabo—. ¿Siempre vas por ahí con yonquis?

Rosemary se inclinó sobre la mesa y se sirvió una taza de té.

—No.

—Morelli. Más que encantado de conocerte.

La vagabunda condujo a Jack hacia la puerta del lavabo de caballeros.

—Tal vez sería mejor que entrara primero. —Extendió la mano para apoyarse contra el marco de la puerta.

—No lo conseguirás —dijo ella dándolo por sentado.

—Tu fe es conmovedora. —Entonces jadeó dolorido—. Por otra parte…

Bagabond abrió la puerta y entró. No había nadie frente a los urinarios pero un hombre vietnamita vestido con un sucio delantal de cocina justo estaba saliendo del cubículo. Chilló sorprendido, se apresuró a lavarse las manos y después se fue, murmurando en un idioma que la mujer se alegraba de no entender.

—Entra ahí —le dijo a Jack.

La puerta se cerró tras él.

—No sé si puedo hacer esto. A veces no puedo invocarlo. Ahora mismo me duele demasiado para concentrarme. Yo…

—Tú sólo quítate la ropa.

—¿Qué? —Intentó sonreír—. Bagabond, éste no es el momento.

Se calló al ver que ella le observaba con exasperación.

—Esta vez no tengo ropa de recambio. Si no te la quitas, vas a destrozar lo que llevas puesto. ¿Entendido?

—Ah. Vale.

De espaldas a ella, Jack se desabrochó la camisa. Sin preocuparse por el traje, Bagabond se sentó en el sucio suelo de baldosas. Una vez se hubo desnudado, Jack la miró dubitativamente. Sujetaba el lío de ropa delante de él.

—Estírate.

Tragó saliva y se postró ante ella. En el limitado espacio, sus pies pasaron por debajo de la partición de madera verde que separaba el cubículo. Ella alcanzó la ropa y la depositó a un lado, a salvo de cualquier contingencia. Sujetándole la cabeza entre las manos, empezó a enviarle su conciencia dentro de su mente, buscando la clave para la transformación.

—Deja fluir el dolor. No trates de controlarlo.

Bagabond dejó de usar la voz ronca que había adoptado varios años antes. Ahora hablaba con el ritmo que empleaba cuando calmaba a sus animales. Sincronizó su respiración con aquel ritmo y acarició la cabeza de Jack. Conocía el camino. No era la primera vez que trabajaba con él, aunque era la primera vez que buscaba liberar a la bestia en vez de contenerla.

Jack se relajó bajo sus manos. La condujo por su mente, entre los niveles de su conciencia. Ella esquivó las barreras aquí y allí y respetó el yo privado que se alzaba entre ellos. Los gatos siempre la habían apremiado a entrometerse. Además de por su amistad, Bagabond se resistió a esa severa tentación a causa de su propio deseo de privacidad casi patológico.

Viajar a través de la mente de Jack era un periplo definido por el olor. La ciudad, la gente, ella misma: estaban todos designados por sus aromas individuales, no por imágenes o palabras. Éstas llegaban mucho después en la cadena de conciencia.

Al llegar a un olor de pantano, de podredumbre, decadencia y oscuridad, Jack se detuvo. Bagabond se enfrentó al terror del hombre de no volver nunca del pantano con su tranquilizadora conciencia. Ella estaba allí. No le abandonaría. Pero fue la fuerza de su voluntad la que le forzó de vuelta a través de aquel espacio oscuro y aquel olor que yacía en el núcleo de su identidad de reptil. Cuando la mente consciente de Jack se subsumió en la otra, la mendiga huyó a toda velocidad de su cerebro mientras implosionaba en la conciencia reptil. Los miasmas del pantano y el atronador rugido desafiante de un caimán la siguieron como una ola agitada.

La reacción de regresar a su propio cuerpo le lanzó la cabeza contra el lateral de la pileta de porcelana y le apartó las manos del caimán, cuya pesada cabeza yacía en su regazo. El reptil se dio la vuelta y rugió de nuevo, desafiante, como la mujer acababa de oír. Con jadeos rápidos y profundas bocanadas de aire, entró en la mente de la criatura y le calmó. Él retorció la punta de la cola y se apartó un poco de ella, limitado por el escaso espacio del pequeño lavabo.

Bagabond alzó los ojos cuando oyó que en el exterior Rosemary alzaba la voz. El lavabo se abrió lo suficiente para revelar el rostro preocupado del maître vietnamita. Sus ojos se abrieron de par en par y se llevó la mano a la boca antes de cerrar la puerta de golpe ante la inexplicable escena.

La vagabunda volvió a mirar al caimán y empezó a buscar por su mente el resorte que le forzara a vomitar los libros. Bagabond dirigió al reptil hacia el cubículo mientras desvelaba el recuerdo de carne envenenada.

La respuesta física casi provocó el mismo efecto en ella. El animal vomitó el contenido del estómago en el suelo y dentro del retrete. El hedor de la comida a medio digerir conmocionó incluso a Bagabond, acostumbrada a la mayoría de los aspectos de la vida y la muerte. Calmando al agitado reptil, se puso en pie y pescó con cuidado los libros envueltos en plástico. Por suerte, no le costó mucho. Enjuagó el paquete en el lavabo. El caimán agitó la cola con vigor, destrozando la separación del cubículo y reduciéndola a astillas. Gruñó desde las profundidades de su garganta; un estruendo de descontento, de hambre. Alcanzando el cerebro del caimán, Bagabond empezó el proceso de separar la humanidad de Jack de la mente del reptil. En poco más de un minuto, Jack yacía temblando en el frío suelo de baldosas, donde había estado el saurio. Le alcanzó la ropa mientras permanecía acurrucado en posición fetal, protegiéndose del hedor y los recuerdos.

—Había que hacerlo.

Humedeció una toalla de papel y le limpió la frente con delicadeza.

—Cada vez pienso que nunca volveré a ser humano. —Tenía la mirada fijada en la pared—. Si eso pasa al fin, quizá será lo mejor.

—No para Cordelia.

Ni para ella, pero la idea quedó sin expresarse.

—Cordelia. Sí. Vale. —Su voz era inexpresiva—. Finiquitemos esto.

Ya vestido, abrió la puerta. La mujer le siguió. Al otro lado de la sala, Rosemary estaba con dos hombres mayores que se habían unido al grupo.

—Rosa Maria, tenemos el máximo respeto por tu difunto padre, pero no podemos permitir que interfieras en los asuntos de la familia.

El hombre más alto extendió las manos y la contempló paternalmente.

—Los asuntos de la familia son mis asuntos. —Echó un vistazo a Bagabond y Jack, que se acercaban—. Soy una Gambione.

Cogió el paquete un poco húmedo que la mendiga le dio. Los dos mafiosos más viejos intercambiaron miradas exasperadas. Era obvio para Bagabond que la conversación se había extendido durante un buen rato mientras ella estaba en el baño.

—Tengo una propuesta para la familia —dijo la abogada. Mantuvo los libros en posición vertical sobre la mesa, apoyándose literalmente en ellos mientras hablaba—. Todos los capos deberían escuchar lo que tengo que decir.

El hombre más alto dijo:

—Eres una mujer.

—Roberto, déjala hablar. Debemos llegar a una decisión y esto nos está retrasando.

El capo más pequeño y corpulento tocó el brazo de su compañero. Con resignación, el otro asintió.

Morelli abrió la puerta. Rosemary entró, seguida de Bagabond y Jack. Morelli levantó el brazo para cerrarle el paso a los compañeros de la ayudante del fiscal, y ella se quedó mirando a los capos hasta que asintieron. Morelli bajó el brazo, con un gesto para indicarles que entraran.

El comedor privado era largo y estrecho, casi ocupado por completo por una única mesa rodeada por los capos de la familia. Estaban discutiendo acaloradamente el método adecuado para castigar con rigor la muerte de Don Frederico. Todos llevaban cintas negras de crepé.

Hacia la mitad de la mesa, cubierta por un mantel blanco, un hombre se mantenía en silencio, escuchando la discusión que le rodeaba. Alzó los ojos cuando Rosemary, Bagabond y Jack entraron.

—¿Son éstas las personas que tienen los libros?

—Sí, Don Tomaso —dijo el capo que les había interrogado en el exterior.

Rosemary se acercó al extremo de la mesa. Sin soltar los libros, los colocó sobre el mantel. Bagabond se quedó de pie a su lado. Jack se desplazó hasta el fondo de la estancia y echó un vistazo por la ventana que daba al oscuro callejón.

—Gracias, Rosa María. —La voz de Don Tomaso tenía un tono aceitoso, pegajoso—. Gracias por traernos esto.

La vagabunda se tensó y entornó los ojos. Sabía que aquel ser humano en concreto no le gustaba. De ser necesario, le saltaría al cuello. Arrugó la nariz. El aroma de la salsa de pescado le hizo darse cuenta de que también estaba hambrienta.

—Señorita Gambione, por favor, Don Tomaso.

Los dedos de Rosemary se cerraron alrededor de los libros. Sus miradas se cruzaron desde ambos lados de la mesa. Bagabond sintió la creciente tensión y notó que sus músculos se hacían eco de la tirantez. El chirrido de un camión de la basura con sistema hidráulico y el estrépito de un contenedor al ser volcado llegó desde el exterior. El momento de silencio en el comedor se dilató. Fue Don Tomaso quien finalmente inclinó la cabeza en aquiescencia.

—Los libros no son un regalo —dijo Rosemary—. Son míos. Yo decido quién tiene acceso a su información.

—Entonces hablas como alguien ajeno a la familia.

Don Tomaso dirigió su mirada hacia un hombre que estaba a su derecha. Bagabond siguió aquel leve movimiento. Una vez más deseaba tener las zarpas y los dientes de los gatos.

—Hablo como alguien que ha visto cómo la familia Gambione casi quedaba destruida. Nos amenazan por todas partes pero vosotros os sentáis aquí a debatir cómo vengarse de un enemigo al que ni siquiera podéis nombrar. —Examinó la estancia, furibunda, y agitó los libros ante Tomaso—. ¡Si seguís los mismos métodos que el Carnicero, los Gambione están condenados!

Tras ellos, se oyó un grito de dolor y la puerta se abrió de un portazo.

—Oh, oh —dijo Jack.

Mientras Bagabond trataba de alcanzar a su amiga, cayó por los suelos, empujada por el delgado comensal que había irrumpido en la habitación. Fue rápido. El demacrado hombre le arrebató los libros, haciéndola caer al pasar corriendo junto a ella.

—¡Detente o muere!

Era Don Tomaso.

Mientras Bagabond se afanaba en tratar de coger a Rosemary, vio a Don Tomaso desenfundar una Berreta reluciente y apuntar al ladrón en fuga. Para su sorpresa, el intruso se echó a reír con voz ronca y se detuvo. Con la boca torcida, se giró y contempló al don, que disparó convulsivamente una vez y luego se desplomó sobre la mesa. Fue la señal para los perplejos capos para que empezaran a disparar al ladrón, que ahora se dirigía hacia la ventana. El impacto de las balas apenas le frenaba. Los capos que intentaron interceptarle cayeron ante su mirada, como si sus balas hubieran sido desviadas.

—¡Jack, haz algo! ¡Ahora!

Pero en el momento mismo en que Bagabond gritó para avisarle, le vio encararse al asesino. Cuando el hombre fijó los ojos en los de Jack, el rostro del cambiaformas empezó a volverse escamoso y el hocico se alargó y los dientes se hicieron largos y prominentes. Por un momento, el ladrón titubeó, permitiendo que las balas de los capos impactaran en él. Después, intentó abalanzarse sobre el caimán gigante que ahora le bloqueaba el acceso a la ventana.

Mientras saltaba, el reptil alzó la cabeza y sus mandíbulas llenas de dientes irregulares se cerraron alrededor del pie del asesino. Gritando por la conmoción y el dolor, el hombre giró por los aires y la sangre de su tobillo truncado roció toda la habitación. Atravesó de espaldas el cristal, sin dejar de apretar los libros contra el pecho mientras se enroscaba como una serpiente herida.

Fuera se oyó un ruido sordo y el gemido de los engranajes de la transmisión. Los mafiosos corrieron a la ventana y dispararon en vano al camión de la basura que ya estaba acelerando.

—¡El cabrón ha caído justo en el camión!

El tirador que estaba en la ventana se giró hacia el interior de la sala.

—Don Tomaso, ¿qué hacemos ahora? —dijo en dirección al hombre muerto.

El cadáver no dijo nada.

El tirador hizo una pequeña cabriola para esquivar al caimán, quien rugió y tragó con satisfacción.

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Hiram había cambiado a unos cuantos invitados de asiento para hacer sitio en su mesa a los refugiados. Con Water Lily a su izquierda, Peregrine a su derecha, un buey Wellington con «patatas Hiram», espárragos blancos y minizanahorias ante él, la comida estaba resultando deliciosa.

—¿Atún? —dijo Jane sorprendida—. ¿Esto es atún?

—No es un atún cualquiera —dijo Hiram—. Es atún blanco, traído directamente desde el Pacífico.

No cabía duda de que no había comido más que la asquerosa carne ligera que venía en lata. Cazuela de atún, sorpresa de atún, croquetas de atún. Se estremeció en su interior y cubrió otro rollo con mantequilla. La comida siempre le hacía sentir mejor, incluso cuando las circunstancias eran terribles. Los pensamientos que tenían que ver con el peligro, la muerte y la violencia habían retrocedido en su memoria, suavizados y alejados por un buen vino, hermosas mujeres y una excelente salsa holandesa. Tras su mesa, las puertas que conducían a la terraza estaban abiertas de par en par y la fresca brisa del atardecer corría por el Aces High, tal vez suavizada por la mano invisible de Mistral.

—Vaya —dijo Water Lily—, esto es maravilloso.

—Gracias —dijo Hiram.

Era brillante, sin duda, pero su inocencia era asombrosa. Tenía que aprender un montón de cosas sobre el mundo, esa tal Jane Lillian Dow, pero sospechaba que sería una estudiante rápida y entusiasta. Se encontró a sí mismo preguntándose si sería virgen.

—No eres neoyorquina, ¿verdad? —dijo Peregrine a Water Lily.

—¿Por qué lo dices?

Parecía desconcertada.

—Una nativa jamás habría dicho que la comida de Hiram es maravillosa. Es lo que se espera, al fin y al cabo. Los neoyorquinos son los más sofisticados de la Tierra, así que tienen que encontrar algo que no les guste. Así pueden quejarse y demostrar su sofisticación. Así. —Peregrine se giró hacia Hiram y dijo—: Me ha encantado la vichysoisse, de verdad que sí, pero es como si no acabara de llegar a los estándares parisinos. Pero estoy segura de que ya lo sabías.

Hiram miró a Jane, quien parecía estar atemorizada por si había dado un paso en falso.

—No dejes que te corrompa —le dijo con una sonrisa—. Recuerdo la primera vez que Peri vino a la ciudad. Eso fue antes de los desfiles de moda, el perfume y Peregrines Perch, antes de que se cambiara el nombre, incluso antes de ser página central de Playboy. Era una chica de dieciséis años… ¿de dónde era, Peri? ¿Old Dime Box, Texas?

Peregrine le sonrió sin decir nada e Hiram siguió.

—«La animadora voladora», así es como la llamaba la prensa. Estaban celebrando un concurso nacional de animadoras en el Madison Square Garden, ¿puedes creértelo? Peri era tan sofisticada que se perdió la final. Decidió ahorrar un poco de dinero volando hasta allí en persona, en vez de coger un taxi, ¿sabes?

—¿Qué pasó? —preguntó Water Lily.

—Tenía un plano —explicó Peregrine amigablemente— pero era demasiado tímida para preguntar por la dirección. No pensé que me costara encontrar un lugar tan grande como el Madison Square Garden. Debí de volar por encima de él cien veces, buscándolo. —Se giró y arqueó una ceja y sus impresionantes alas agitaron el aire tras ella—. Tú ganas, Hiram. La comida es maravillosa, como siempre.

—Volar debe de ser maravilloso también —dijo Jane lanzando una mirada a las alas de Peregrine.

—Es la segunda mejor sensación que hay —respondió Peregrine rápidamente— y además nunca tienes que cambiar las sábanas.

Lo dijo con soltura; la respuesta habitual a una pregunta que le habían hecho miles de veces. El resto de la mesa rió. Parecía que había cogido a Jane desprevenida. Quizá esperaba algo más que la sorna improvisada de Peregrine, pensó Hiram. Parecía tan tierna y joven y adorable con el traje que le había comprado; «no, prestado», se corrigió a él mismo, pues era muy importante para ella. Se inclinó hacia adelante y le puso una delicada mano en su brazo desnudo.

—Yo puedo enseñarte a volar —le dijo tranquilamente.

No podría hacerla volar de verdad, por supuesto, era más bien cuestión de flotar, pero nunca nadie se había quejado. ¿Cuántos hombres podían hacer que sus amantes fueran ligeras como una pluma o más ligeras que el mismo aire?

Water Lily alzó los ojos hacia él, sorprendida y hermosa, y se retiró un poco. Su mirada parecía escrutarle en busca de algo y se preguntó qué sería. «¿Qué buscas, Water Lily?», pensó mientras diminutas gotas de humedad empezaban a perlar su piel suave y fresca.

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Las terminaciones nerviosas en carne viva de su pie amputado chillaron al rojo vivo en su mente. Era incluso peor que el dolor que había sentido al morir y al que, tras varios meses de convivir con él, había conseguido mantener como un rumor en el fondo de su cabeza. Hasta que lo necesitaba. Por suerte, había dejado de sangrar casi de inmediato. Esperaba que aquel maldito animal se atragantara. El dolor le atravesaba la pierna cada vez que el camión pasaba por encima de un bache o un badén. Se metió los libros en los pantalones. Ahora eran suyos y podía ponerles el precio que quisiera. Le dolía demasiado como para leerlos, incluso si la luz hubiera sido buena, que no era el caso. Sin embargo, quizá era mejor que no pudiera. Tenía más problemas de los que podía ocuparse en un solo día.

El camión frenó hasta detenerse. Spector trató de arrastrarse entre la basura hasta el borde; no había manera: el muñón le dolía de un modo infernal cada vez que intentaba moverlo un poco. Oyó cómo los brazos hidráulicos se ponían en marcha y alzó la vista. El contenedor se elevó y se volcó, dejando caer varios kilos de basura encima de él. Respiró hondo antes de quedar cubierto del todo. Algo pesado fue a parar encima de su tobillo en carne viva. Intentó ignorar el dolor y subir a fuerza de brazos a la superficie, pero de repente notó que se movía hacia atrás. Botellas, cajas de cartón, papeles, huesos de pollos, platos precocinados a medio comer: todo compactado y hacia él. Se dobló como pudo entre la basura e intento protegerse el muñón bajo la otra pierna. La presión paró. Oyó el estruendo del contenedor al ser depositado en la calle. El camión dio una sacudida y retomó la marcha.

—Mierda —dijo y, como recompensa, la boca se le llenó de posos de café mojados. Cavó entre la basura buscando aire fresco, frenético, tratando de ignorar el olor. Esperaba que el camión no tuviera que hacer más paradas antes de encaminarse al vertedero.

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