Capítulo catorce


19.00 horas

Cuando el barbero acabó de recortarle la barba y sacudió el mandil, Hiram Worchester se levantó majestuosamente de la silla, se enfundó un esmoquin hecho al milímetro y se examinó en el espejo. La camisa era de seda, del más profundo y más puro de los azules. Todos los accesorios eran de plata. Azul y plata eran los colores del Aces High.

—Muy bien, Henry. —Le dio al barbero una buena propina.

Curtis esperaba justo en la puerta de su despacho. Más allá, el restaurante estaba listo. Camareros y bármanes estaban en sus puestos. Las impresionantes figuras de hielo de Kelvin Frost se habían trasladado a la planta, cada una de ellas rodeada por un foso de hielo picado salpicado de botellas de Dom Perignon. Había mesas de entrantes fríos y calientes repartidas por todo el restaurante, para evitar que los invitados se aglomeraran. Los músicos estaban a punto junto a sus instrumentos. Por encima, las resplandecientes arañas art déco brillaban con luz tenue. Al oeste se veía el inicio de un magnífico crepúsculo grana y oro.

Hiram sonrió.

—Abre las puertas —le dijo a Curtis.

Una docena de personas ya aguardaban en el vestíbulo. Hiram se inclinó antes las mujeres y les besó la mano y dio a cada uno de los hombres un firme apretón de manos, hizo las presentaciones necesarias y les señaló la barra. Los pájaros tempraneros solían ser desconocidos ases menores, inseguros de su estatus y excitados por la invitación de Hiram. Unos pocos, que acababan de salir a la luz, no habían estado nunca en el Aces High, pero Hiram los trataba a todos como a amigos a quienes no hubiera visto en mucho tiempo. Los ases más importantes tendían a presentarse elegantemente tarde.

El primer invitado no deseado era un alto y rubio universitario que parecía incómodo con su esmoquin alquilado.

—¿Qué tengo que hacer para entrar, adivinar tu peso? —preguntó cuando Curtis llamó a Hiram para confirmar su admisión.

—No —dijo Hiram, sonriendo—. Me temo que eso ya ha quedado desfasado. Pero veo que has leído la Wild Card Chic.

—Ya lo creo. Bueno, ¿qué hay que hacer para entrar?

—Demostrarme que tienes el poder de un as.

—¿Aquí mismo? —El chico miró inquieto a su alrededor.

—¿Hay algún problema? ¿Qué poder tienes, si me permites el atrevimiento?

El chico se aclaró la garganta:

—Es un poco complicado de…

Su acompañante emitió una risita:

—Se vuelve chiquitín —anunció en voz alta y clara.

El universitario se puso muy rojo.

—Sí, ehm, comprimo las moléculas de mi cuerpo, supongo, para hacerme más pequeño. Puedo, ehm, encogerme hasta los quince centímetros. —Intentó mantener la voz baja pero todo había quedado en silencio—. Mi masa sigue siendo la misma —añadió en tono defensivo.

—Menudo poder, chico —opinó Wallace Larabee en voz alta desde el bufé junto al que se encontraba, con una pequeña tortita de trigo sarraceno que se doblaba peligrosamente bajo el peso del caviar apilado sobre ella—. Vaaaya, qué miedo, en serio.

Hiram creyó que el chico no podría ponerse más rojo, pero lo hizo.

—No hagas caso a Wallace —dijo Hiram—. Casi echó a perder nuestra reunión de 1978 cuando hizo una demostración de su poder, y sabe que lo expulsaré si vuelve a hacerlo. Le llaman la Mofeta Humana.

Hubo risas generales. Larabee se dio la vuelta para coger otra tortita y el chico pareció menos mortificado.

—Bueno, lo único es que cuando lo hago, yo, ehm, bueno, la cosa es que yo encojo, pero mis ropas no.

Hiram comprendió.

—Curtis, llévalo a mi despacho y veamos si puede hacer lo que dice.

Curtis sonrió.

—Por aquí, por favor.

Cuando salieron al cabo de un rato, el maître inclinó levemente la cabeza, los invitados estallaron en un aplauso y el chico volvió a ponerse rojo.

—Bienvenido al Aces High —dijo Hiram—. Creo que no me he quedado con tu nombre.

—Frank Beaumont —respondió el universitario.

—Pero yo le llamo Chiquitín —apuntó su novia.

—¡Gretchen! —bisbiseó Frank.

—Me llevaré tu secreto a la tumba, te doy mi palabra —prometió Hiram. Llamó a un camarero que pasaba por su lado—. ¿Unos refrescos, o sois lo bastante mayores como para disfrutar de un poco de champán? —les preguntó a Frank y Gretchen—. Por favor, recordad que la sala está llena de telépatas.

Se conformaron con los refrescos.

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La calle de delante de la entrada de la Quinta Avenida del Empire State Building era una casa de locos. Los paparazzi, los curiosos que habían venido a ver a los famosos y los groupies de los ases formaban un desafiante y ruidoso grupo que escrutaba a cualquiera que intentara entrar. Jennifer y Brennan observaron desde el otro lado de la calle cómo las limusinas llegaban hasta la alfombra roja que había sido extendida desde la entrada del edificio hasta la acera y los destellos de los flashes y los gritos de alegría saludaban a un as tras otro.

Peregrine llegó en su Rolls con chófer. Llevaba un vestido de terciopelo negro sin tirantes, con la espalda al aire y un escote hasta la altura del ombligo. Sonrió graciosamente a la ruidosa multitud pero mantuvo las alas pegadas al cuerpo, pues en el pasado se había topado con gente que quería un recuerdo y le había arrancado alguna pluma. Tachyon llegó en una limusina. Su acompañante era una impresionante mujer negra que lucía un vestido casi tan escotado como el de Peregrine.

—Tengo que dejarte aquí —dijo Brennan cuando un taxi se detuvo y dejó a un hombre con un ceñido traje blanco.

—Ten cuidado.

Brennan sonrió.

—Será pan comido. Recuerda, mantente lejos de Fantasy y el Capitán Trips. Puede que Kien los tenga en el bolsillo. Jennifer asintió.

—Una cosa más. Me cuesta creer que pudiera ocurrir nada peligroso ahí dentro pero, por si algo va mal y tienes que marcharte, me gustaría establecer un punto de reunión para que no tengamos que volver a perseguirnos el uno al otro por toda la ciudad. —Brennan lo meditó unos segundos—. En Times Square, en la esquina de la 43 con la Séptima.

—Vale —dijo Jennifer. Quería decirle una vez más que tuviera cuidado pero era una estupidez. Las cosas estaban bajo control y la aventura casi había acabado. Se dio cuenta de que sentía ciertos remordimientos mezclados con una sensación de alivio.

Brennan levantó la mano en un saludo y ella le dijo adiós. Vio como desaparecía en silencio entre las sombras, luego se puso la máscara, dio media vuelta y cruzó la calle.

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—¿Has oído algo de la Tortuga? —preguntó Hiram casi en el mismo instante en que Fortunato entraba por la puerta.

—No desde esta tarde. ¿Ya han encontrado su caparazón?

Negó con la cabeza.

—Nada. Aún no puedo creerlo. Es… —De repente reparó en Cordelia. Se había aseado perfectamente e Ichiko le había encontrado algo blanco y ajustado—. Querida, por favor, dispensa mi grosería. Soy Hiram Worchester, propietario de este establecimiento.

—Cordelia —dijo Fortunato. Hiram se inclinó sobre su mano. El as negro esperó a que acabara—. ¿Qué tal Jane, está bien? —Hiram señaló a la barra—. No la he perdido de vista en toda la tarde. El tampoco —añadió, señalando al androide, que estaba al lado de la mujer.

Fortunato asintió y vio la botella de whisky escocés junto a la mano derecha de Modular Man.

—¿Está borracho?

—Lo he oído —dijo con gran dignidad—. Soy un androide y no hay modo de que pueda embriagarme en términos humanos. —Se aclaró la garganta, lo que sonó de un modo artificial—. He iniciado una subrutina que, de algún modo, altera de forma aleatoria los procesos cognitivos, simulando los efectos del alcohol, pero será anulada ante cualquier signo de peligro. Te aseguro que no estoy borracho. —Se volvió hacia Water Lily, quien no dejaba de contemplar un shirley temple y de alimentar su impaciencia—. Bueno, ¿de qué hablábamos?

—¿Fortunato? —dijo Water Lily.

—Un segundo —dijo Fortunato—, dadme sólo un par más de minutos.

Vio a Peregrine al otro lado de la habitación. Se giró hacia Hiram y dijo:

—¿Podrías enseñarle todo esto a Cordelia por mí? He de ocuparme de una cosa.

—Lo haré encantado.

El grupo de hombres que rodeaban a Peregrine le vio venir y se apartaron. Cuando llegó a su altura, sólo quedaban dos.

Llevaba unos guantes largos que complementaban el vestido y que dejaban bastante espacio a sus anchos y musculosos hombros y a las grandes alas marrones y blancas que le salían de la espalda; era tan escotado que debía de habérselo pegado para que no se le cayera.

Con los tacones de aguja medía más de metro ochenta. Llevaba el cabello castaño recogido con intencionado desorden, de modo que ocupaba varios centímetros cúbicos alrededor de la cabeza. Su nariz y sus pómulos eran tan afinados que parecían haber sido tallados, más que un producto de la genética.

Sus ojos eran de un tono azul tan vivido que Fortunato sospechaba que llevaba lentes de contacto. Pero la expresión que había en ellos le cogió un poco por sorpresa; centelleaban como si estuvieran a punto de entrecerrarse por la risa, y un lado de su boca se torcía en una sonrisa irónica.

—Me llamo Fortunato —dijo.

—Eso he oído. —Le miró de arriba abajo, despacio. Miranda le había dejado con un gusto persistente a almizcle y una erección bien visible. La sonrisa de Peregrine se acentuó—. Hiram dijo que me estabas buscando.

—Creo que podrías estar en un grave peligro.

—Bueno, de momento parece que no, pero lo veo como una clara posibilidad.

—Lamento decirte que hablo en serio. Aullador y Chico Dinosaurio ya están muertos; el Astrónomo los ha matado esta mañana. Por no hablar de diez o quince de sus antiguos secuaces. La Tortuga está desaparecida y es probable que muerta. Tú, Tachyon y Water Lily sois los objetivos más obvios.

—Un momento, un momento. Me estoy haciendo la composición de lugar: eres el único que puede salvarme, ¿verdad? Así que después de la cena podrías volver al ático conmigo y proteger mi cuerpo, ¿verdad? ¿Toda la noche o así?

—Te prometo que…

—Estoy un poco decepcionada, Fortunato. Después de todo lo que he oído, esperaba algo, bueno, un poco más romántico. No una aproximación tan cutre. Original, eso sí. —Alargó la mano y le dio unas palmaditas en la mejilla—. Pero muy cutre.

Se alejó sonriendo.

El as dejó que se fuera. Al menos ahora estaba ahí, donde estaría segura.

Buscó a Cordelia y la vio hablando con un árabe ataviado con un traje circense. El hombre estaba intentando verle la delantera, con bastante éxito.

«Una chica con talento», pensó Fortunato. Podía jugar con un hombre como si fuera un perrito, parecía lista y divertida y no excesivamente quisquillosa. Si la cogía, sería cosa suya iniciarla. Era el tipo de trabajo que solía ansiar, pero en este caso tenía dudas. Parecía tan condenadamente inocente…

Se armó un revuelo en la puerta. Hiram estaba sacudiendo el brazo de Tachyon, sobreactuando un poco el papel de genial anfitrión. Junto al alienígena estaba la mujer que Fortunato había visto con él en la Tumba de Jetboy.

La mujer miró en su dirección por un segundo y el as la reconoció. Trabajaba por libre y era muy cara; tan cara como el pez globo en Japón, pues todos los hombres que iban con ella arriesgaban la vida. De vez en cuando, supuestamente al azar, secretaba un veneno letal cuando llegaba al orgasmo. Su apodo en las calles era «Russian Roulette».

«Tachyon estará bien», pensó Fortunato. No veía muchas posibilidades de que el pequeño alienígena zumbado fuera capaz de hacer que una mujer como aquella se corriera.

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—¿Estás segura de que quieres estar aquí?

La seda se deslizó cuando su pierna emergió por la raja de la falda al salir de la limusina, con la mano de Tachyon como apoyo firme.

—¿Estás seguro de que tú quieres estar aquí? Eres tú quien puso mala cara.

Un gesto negativo de una mano menuda.

—No es nada. Además, no querría decepcionar a Hiram después de haber sido tan atento al rescatarnos.

—Vale.

—Pero has pasado por una experiencia aterradora y no quisiera que…

—Doctor, ahora estamos aquí, y no veo qué ganamos continuando con la discusión de este asunto en la acera, delante de centenares de turistas boquiabiertos.

Ella atravesó la puerta del principal del Empire State Building; se le notaba aburrida y se le notaba irritada por su insistencia: Tachyon se había mostrado preocupado mientras se vestía para la cena, atento cuando habían vuelto a su piso para que ella pudiera cambiar sus estupendos pantalones por un vestido de cóctel de seda blanca que ahora lucía, solícito mientras conducía y ahora estaba a punto de matarle. Y no se le pasaba por alto la ironía en la situación. Porque aunque él la mimara y se desviviera por ella, todos sus pensamientos estaban obsesionados con el hecho de que seguía vivo. Había pasado ocho horas en su compañía, lo había ayudado al rescatarle de sus secuestradores y todavía no le había matado.

«Después, aún hay tiempo».

El vestíbulo estaba atestado de reporteros. Se extendían como un lago hirviente ante los ascensores y, cuando Tachyon entró, se convirtieron en un tsunami que se abalanzó a toda velocidad para abordarlo. Los micrófonos proyectados en la cara, como si fueran floretes, y un parloteo de preguntas que se encabalgaban.

—¿Algún comentario sobre la muerte de Chico Dinosaurio y Aullador?

—¿Está trabajando con las autoridades en este caso?

—¿Qué nos dice de su secuestro?

Todo ello mezclado con el zumbido de potentes cámaras.

Tachyon, con aspecto furibundo, intentó quitárselos de encima y al no conseguirlo se abrió paso a codazos hacia el ascensor exprés.

Un hombre apuesto con un arrugado traje gris se acercó a empujones a Roulette y ella retrocedió asustada.

—Eh, Tachy, ¿le estás dando a nuestros ojos un descanso o qué?, ¿o sólo intentas ir a conjunto con tu amada?

Los ojos del reportero recorrieron sarcásticamente los calzones blancos y la túnica, la capa y las botas blancas con adularías incrustadas en los tacones, y acabaron en el pequeño sombrero de terciopelo con una adulada y un broche de plata sujetos al ala vuelta.

—Digger, apártate.

—¿Quién es la nueva as? Eh, cielo, ¿cuál es tu poder?

—No soy un as, déjame en paz.

Tenía la respiración entrecortada por la agitación y desvió la mirada de aquellos ojos tan penetrantes.

—Tachyon —dijo Digger con un tono que de pronto se había vuelto muy serio—, ¿puedo hablar contigo?

—Ahora no, Digger.

—Es importante.

—Tachyon, por favor, sácame de toda esta multitud.

Sus dedos le tiraron de la manga y él dejó de atender al periodista.

—Nos vemos en mi despacho.

Las puertas del ascensor se cerraron tras ellos con un sonido vaporoso y su corazón empezó a refrenarse.

—Que yo sepa Digger nunca se equivoca. ¿Estás segura de que…?

—¡No soy un as! —Se sacudió su mano del hombro desnudo—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—Lo siento —dijo en voz baja; en sus ojos violetas era evidente que estaba dolido.

—¡No! ¡No lo sientas, ni seas tan solícito, ni te preocupes!

Él se situó al otro lado del ascensor y completaron el trayecto en silencio. El ascensor los depositó en el enorme vestíbulo exterior del Aces High. Roulette miró a su alrededor; la curiosidad venció al nerviosismo.

Nunca había estado en el restaurante. Josiah consideraba que todo el asunto de los ases y los jokers era vulgar y bastante espantoso (a tenor de su reacción cuando descubrió que él mismo también era portador del virus alienígena) y evitaba aquella meca de ases.

Fotografías de famosos llenaban las paredes y, en el centro de la sala, estaba Hiram, sonriente, sofisticado y educado pero implacable en su negativa a admitir en el restaurante a aquella escuálida figura de espantapájaros vestida con el traje del tío Sam en tonos púrpuras.

—Pero soy, esto, un amigo de Starshine —protestaba el desgarbado y rubio hippy— y también de Jumpin' Jack Flash, tío.

—Claro que sí —dijo Hiram. Siguió explicándole con amabilidad que los ases famosos tenían muchos buenos amigos, bastante más que el aforo del restaurante, y que el Aces High estaría encantado de contar con el Capitán como cliente en cualquier otra noche del año, pero que hoy se celebraba una fiesta privada y estaba seguro de que el Capitán lo entendería.

Tachyon comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos y posó una mano en el ancho hombro de Hiram.

—Sé lo que parece pero el Capitán Trips es un verdadero as, y también un buen hombre. Yo respondo por él, Hiram.

Hiram pareció sorprendido pero luego cedió.

—Claro, por supuesto, si tú lo dices, doctor… —Se volvió hacia Trips—. Por favor, acepta mis disculpas. Nos encontramos con una gran cantidad de posibles intrusos y, ehm, fans de los ases, a veces vestidos con ropas estrafalarias, así que cuando alguien no puede demostrar su talento, nosotros… Estoy seguro de que lo entiendes.

—Sí, claro, tío —dijo Trips—. Está guay. Gracias, Doc.

Se puso el sombrero y entró en el restaurante.

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—Sólo porque lleves una máscara no significa que pueda entrar tan campante, señorita —le dijo a Jennifer el hombretón con esmoquin de la entrada del Aces High.

Le sonrió, hizo fluctuar la mano y atravesó la pared con ella. Quería hacer algo más espectacular, como atravesar el suelo, pero no quería tener que vestirse otra vez delante de toda la gente que aguardaba para entrar en el restaurante.

—Vale, de acuerdo.

El hombre le hizo un gesto para que entrara, con aspecto un tanto aburrido.

El Aces High era un sueño. La chica se sintió pequeña, insignificante y, sin duda, poco elegante. Deseaba que Brennan la hubiera traído con un traje de cóctel en vez de unos vaqueros, pero mientras suspiraba cayó en que eso habría requerido una capacidad de previsión sobrenatural por parte del arquero.

Había más de un centenar de personas en el comedor principal, bebiendo cócteles, mordisqueando deliciosos entrantes y hablando en pequeños grupos y grandes camarillas. Había foie gras, caviar, lonchas de jamón danés, doce tipos de queso y media docena de variedades de pan y galletas. Untó paté en una galleta y miró alrededor, sintiéndose como un cazador de celebridades mientras observaba a los numerosos famosos que pasaban a su lado.

Hiram Worchester, Fatman, parecía desbordado. Probablemente era la tensión de orquestar la cena, pensó. Reconoció a Fortunato, aunque no era un as que hubiera buscado la notoriedad pública, que estaba hablando con Peregrine. Se le veía serio, aunque ella le miraba divertida. Palpó el naipe que se había guardado en el bolsillo trasero pero se mostró reacia a ir hacia él y presentarse. Parecía que tenía sus propias preocupaciones y, además, podía cuidar de sí misma.

Cogió una copa de champán de una bandeja que un camarero estaba pasando por toda la sala y se la bebió de un trago, limpiando el rastro de foie gras y la galleta.

—Lo sabía, es que lo sabía. —La voz era masculina y arrastraba las palabras, con un trasfondo de emoción—. Es que sabía que aparecería por aquí.

Jennifer se dio la vuelta con la copa de champán en una mano y media galleta embadurnada de paté en la otra. Hiram estaba de pie tras ella y, junto a él, el hombre con el traje de combate blanco al que había visto salir del taxi.

—¿Me hablas a mí?

—Puedes apostar tu dulce culito, cielo —dijo el hombre de blanco.

Había algo mal en su rostro. La miró con una molesta intensidad que hizo que se sintiera desnuda, pero eso sólo explicaba en parte por qué se sentía incómoda. Sus facciones estaban bien de forma individual, incluso eran hermosas, pero unidas no pegaban en absoluto: la nariz era demasiado larga, la barbilla demasiado pequeña, uno de sus intensos ojos verdes estaba más alto que el otro y la mandíbula estaba sesgada, como si se la hubiera roto y se hubiera torcido al curarse. Se lamió los labios con nerviosismo, excitado.

Hiram suspiró.

—¿Está seguro, señor Ray?

—Es ella, sé que lo es. Sabía que no se quedaría al margen de esta condenada fiesta. Joder si tenía razón.

—Muy bien, pues. Haga lo que deba.

Volvió a suspirar y a retorcerse las manos, como si se estuviera desentendiendo del problema. El hombre al que llamaba Ray asintió y después se volvió hacia Jennifer.

—Me llamo Billy Ray. Soy agente federal y le agradecería que me mostrara alguna identificación.

—¿Por qué? —preguntó ella con el ánimo abatido.

—Te pareces a alguien que esta mañana ha cometido un robo en la casa de un prominente ciudadano.

La joven miró el fragmento de galleta que aún sostenía en la mano. Ni siquiera había empezado a saciar su apetito.

—Maldita sea —dijo, y la galleta y la copa de champán se deslizaron a través de sus manos mientras se hundía, etérea, en el suelo. Ray se movió como un gato a toda velocidad; saltó sobre ella pero sólo llegó a coger la camisa, que estaba arrugada sobre el suelo.

—Ay, Dios, Worchester —le oyó decir antes de deslizarse por completo al piso inferior—, tendrías que haberme dejado noquear a esta zorra.

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La pequeña figura de Tachyon había desaparecido en busca de alcohol entre los bulliciosos ases. Alcohol que ella necesitaba desesperadamente. El rumor de las voces, el tintineo del hielo en las copas de cristal y los enérgicos esfuerzos de una pequeña banda, todo combinado, formaba un estruendo que cada vez se le clavaba más en la cabeza.

Esculturas de hielo de varios de los ases más destacados salpicaban la sala. Peregrine se había situado cerca de su estatua y sus hermosas alas amenazaban con destruir su réplica helada.

El Capitán Trips, con un vaso de zumo de frutas apretujado en una mano huesuda, se movía por la sala tratando de sortear a la gente, pero su increíble sombrero de copa acabó por caerse al suelo; Harlem Hammer, que parecía del todo incómodo con su mejor traje, se lo recogió. El contraste entre el inmensamente poderoso as negro, con su calva brillando bajo las luces, y el enclenque Capitán era asombroso.

El Profesor e Ice-Blue Sibyl estaban repantingados cerca de la barra. Sibyl, con su cuerpo azul asexuado y desnudo, podría haberse hecho pasar por una de las figuras de hielo. Incluso causaba leves escalofríos a quienes estaban cerca de ella. Su compañero generaba un gran revuelo por su sentido del estilo. Con sus patillas, su incipiente calvicie, sus gafitas de alambre y una humeante pipa, parecía el anciano tío de alguien. Aunque ningún tío de Roulette habría llevado jamás un esmoquin azul celeste con sandalias desgastadas.

Fantasy, la primera bailarina del American Ballet Theater y uno de los ases más conocidos de Nueva York, puso una rosa bajo la nariz de Pit Boss mientras Trump Card la miraba con indulgencia.

Sois tantos… ¿Cuántos de vosotros sobreviviréis esta noche? No muchos, creo, con mi maestro buscándoos.

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El problema de ser un anfitrión espléndido era la obligación de ser cortés hasta con los patanes. Hiram bebió un sorbo de una copa de champán llena de ginger de Vernors (le gustaba tener una bebida en la mano, para promover el clima de convivencia, aunque tenía demasiadas responsabilidades como para ponerse achispado) y trató de fingir un gran interés en lo que el Capitán Trips le estaba contando:

—Quiero decir, es como elitista, tío, toda esta cena, en un día como éste los ases y los jokers tendrían que estar unidos, como en hermandad —le explicó el desgarbado hippy de larga y rubia cabellera y barbita de chivo.

El personal del Aces High había impedido el paso a una docena de fans e impostores, incluidos una pescadera con un cuenco de pececillos telépatas, un anciano caballero con capa que viajaba en el tiempo cuando dormía y una adolescente de noventa kilos que sólo llevaba pezoneras y un tanga y decía ser inmortal; esta última fue dura de pelar, ciertamente, pero Hiram la despachó. Se encontró deseando haber tenido una determinación similar con Trips, cuyos poderes parecían igual de elusivos, si es que de veras tenía alguno. Sólo con que el Dr. Tachyon no hubiera llegado justo en ese momento…

Suspiró. Ya era agua pasada. Había admitido al Capitán y unos pocos minutos después, mientras hacía su ronda por la fiesta, alternando y sonriendo, cometió un segundo error y le preguntó a Trips si estaba disfrutando. Desde entonces estaba atrapado junto a la estatua de hielo de Peregrine mientras aquel hombre alto vestido como el Tío Sam pero en púrpura le explicaba seriamente que «es que, el alcohol era veneno, tío, y que debería servir algo de tofu y brotes porque el cuerpo es como un templo, ¿sabes?, y que puede que toda la idea de la Cena Wild Card fuera, no sé, ehm, políticamente incorrecta».

No era de extrañar que el Dr. Tachyon hubiera respondido por él, pensó observando la prominente nuez de Trips y su alto sombrero púrpura: era obvio que compraban en la misma tienda.

La sonrisa de Hiram estaba tan congelada que esperaba que no se le formara escarcha en la barba. Su atención vagó por toda la sala y reparó en que algunos comensales estaban tomando sus bebidas en la terraza, donde el sol se estaba poniendo tras Nueva Jersey, tiñendo el cielo de un rojo intenso y robusto. Aquello le dio una idea:

—Al parecer habrá un magnífico ocaso esta noche, Capitán —dijo—. Es una vista que no debería perderse, puesto que no nos visita muy a menudo. El crepúsculo desde el Aces High es muy especial, estoy seguro de que me dará la razón. Es muy, ehm…, muy… fenomenal.

Funcionó. El Capitán Trips estiró el cuello, mirando, asintió y empezó a dirigirse hacia la terraza pero, de algún modo, aquellas piernas largas como palillos consiguieron enredarse entre ellas y empezó a trastabillar. Antes de que Hiram pudiera dar un paso y sostenerle, Trips estiró una mano para estabilizarse, se agarró a la escultura de hielo, rompió la punta del ala de Peregrine y cayó de bruces. El sombrero salió volando y cayó tres metros más allá, a los pies de Harlem Hammer, quien lo recogió con aire disgustado, se lo trajo de vuelta y se lo encasquetó con firmeza. Para entonces, el Capitán Trips se había puesto de pie, con el trozo de ala de hielo aún en la mano. Parecía muy avergonzado.

—Lo siento, tío —consiguió decir. Intentó encajar la pieza que faltaba en la punta del ala de «Peri»—. Lo siento mucho, era muy bonita, tío. A lo mejor puedo arreglarlo.

Hiram le quitó la pieza de hielo y, con delicadeza, le hizo dar la vuelta.

—No importa —mintió—, ve a ver la puesta de sol y ya está.

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Jack se apoyó con pesadez en Bagabond mientras salían del metro. Rosemary les seguía, escrutando la multitud. Cogió firmemente el otro brazo de Jack, ayudándole a apoyarse mientras el trío avanzaba por la calle 23 sorteando a la gente, en dirección al Haiphong Lily.

Nadie les prestó la menor atención mientras avanzaban despacio por la acera.

—Aquí.

Bagabond les guio hacia un patio oscuro y estrecho, apenas iluminado por las dos intermitentes farolas que había en la manzana.

—Huelo algo bueno —dijo Jack desanimado, levantando la cabeza.

—Rosemary, te toca entrar en escena. —Ayudó a Jack a reclinarse en una barandilla metálica que ascendía a una casa de piedra que no había sido restaurada en mucho tiempo. Se giró hacia la ayudante del fiscal del distrito—. ¿Qué quieres hacer?

La abogada escudriñó la calle, hacia el siguiente halo de luz.

—Lo que quiero es usar los libros para ejercer cierto control sobre los Gambione. A partir de ahí, tal vez pueda llegar al resto de las familias.

Los remordimientos eran evidentes tanto en sus ojos como en su voz.

—Siento meterte en todo esto, Jack, pero, a menos que consigamos parar la escalada de violencia que está llevando a la guerra entre las facciones criminales, la ciudad se verá abocada al estado de sitio. —Su voz se hizo más fuerte—. Quiero influir en la elección de un nuevo don y en su actitud hacia las familias y las demás bandas reteniendo los libros y liberando la información justa para mantener el equilibrio.

—Pan comido —dijo Jack entre dientes.

—¿De veras crees que puedes hacerlo?

Bagabond no estaba convencida de que Rosemary pudiera llevar a cabo aquel descabellado plan.

—Un discurso cojonudo —dijo Jack.

—Rosa Maria Gambione puede hacerlo.

Rosemary se encaró hacia Bagabond.

—Pero ¿qué harán cuando descubran quién es en realidad la asistente del fiscal del distrito? —Bagabond miró a la otra mujer con el ceño fruncido—. Para el caso, podrías plantarte delante de un tren.

—Es mi elección, mi legado. —Se encogió de hombros elocuentemente—. ¿De qué otro modo podría reparar los actos cometidos por mi padre?

—Rezando cien avemarías —dijo Jack, tambaleándose un poco—. Lo siento.

—Tu padre eligió ser lo que era. Tú no tienes la culpa de sus pecados. —Bagabond asió a su amiga por el antebrazo, con tanta fuerza que le dolió—. Sólo eres responsable de ti misma.

—Yo no lo veo así. —Le quitó la mano del brazo y la sostuvo durante un momento—. Lo que no me gusta es poneros a ti y a Jack en peligro.

—Bueno, estamos acostumbrados. Somos ases, ¿no? —La vagabunda miró a Jack, quien estaba maldiciendo en voz baja, en francés. Incluso en la penumbra, podían ver que su piel empezaba a ponerse gris.

—¿Cuánto más necesitas? —dijo Jack.

—Dame sólo un poco de tiempo —dijo tranquilizadoramente.

—Sí, claro. —Jack hizo una mueca—. Joder, cómo duele.

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Se quedó paralizado cuando vio las limusinas aparcadas delante. Respiró hondo y se tomó un momento para calmarse. No era el Astrónomo, no podía serlo, aún no. ¿Con qué esperaba que llegaran los mafiosos, con hondas y yugos?

Vio el nenúfar de neón y supo que estaba en el lugar adecuado. Entró y subió las chirriantes escaleras de madera. Un hombre enorme bloqueaba el acceso a la planta superior. El esbirro medía más de metro ochenta y tenía la complexión de un defensa; naturalmente, un músculo de la mafia. No habría sido más que un trozo de carne para Spector, pero llevaba gafas de sol de espejo.

—¿Reserva? —preguntó, como si fuera la única palabra que supiera.

—Sí.

Intentó colarse pero el hombre le agarró por la muñeca mala.

—Alto.

Spector apretó los dientes.

—¿Hay algún problema?

—Esta noche tenemos una fiesta privada.

—Perdón.

Un hombre oriental puso una mano en el musculoso hombro del contratado. Miró a Spector y las comisuras de sus labios se torcieron ligeramente.

—El caballero no está en la fiesta pero tiene una reserva.

—¿Se va a dejar cachear? —El hombretón dirigió la pregunta al oriental, después miró a Spector.

—Adelante.

Se desabrochó el abrigo y levantó los brazos. El portero le cacheó rápidamente, de un modo profesional.

—¿Eres del servicio secreto o algo? —preguntó Spector.

—Vale. Haz lo que quieras con él.

El hombretón retrocedió hacia las escaleras.

El oriental, quien Spector imaginó que era el encargado, le acomodó cerca de una mesa cerca de la entrada de un reservado. Le entregó un menú y le dedicó una débil sonrisa.

—Sin problemas —susurró—. Me dijeron que no habrá problemas.

—No, a no ser que la comida sea mala.

—La comida es excelente.

El encargado hizo señas a un camarero y se alejó, al parecer aliviado.

El menú estaba estampado a mano en oro y plata sobre una especie de cartulina de lujo, sin laminar, no como los menús a los que él estaba acostumbrado. Lo abrió y suspiró. Para empeorar las cosas, no sólo estaba escrito en vietnamita, sino que no había números junto a cada plato. Sería de lo más complicado encontrar algo comestible sin tener que, además, pronunciarlo.

—Disculpe, señor, ¿desearía un poco de té?

Alzó los ojos hacia el camarero.

—Claro.

Un poco de cafeína le iría bien para sus reflejos cuando llegara la hora. El camarero le dio la vuelta a su taza con la mano enfundada en un guante blanco y la llenó.

—¿Quiere esperar unos minutos antes de pedir?

—Sí, vuelva dentro de un rato.

El empleado asintió, dejó la tetera de porcelana blanca en la mesa y se alejó.

Cogió la taza y sopló el vapor, alejándolo de la superficie del té. Parecía algo más verde que el que solía tomar. Probó un sorbo. Estaba casi demasiado caliente como para beberlo, pero lo bastante fuerte, le valdría. Lo dejaría enfriar unos minutos y después se atiborraría tanto como pudiera. Sintió el olor de carne y verduras cocinándose en aceite caliente. Le ardía el estómago: necesitaba ingerir algo sólido cuanto antes.

Dos personas entraron en el restaurante. Uno era joven, el otro debía de acercarse a los setenta. Ambos llevaban traje y sombrero negro. Hablaron un poco con el guardia de la puerta y desaparecieron en el reservado.

Spector podía oír sus voces pero no era capaz de captar suficientes palabras para seguir la conversación. La verdad es que no importaba. La mayoría de ellos estaría durmiendo con los peces a no mucho tardar.

Volvió a centrarse en el menú. Si pedía un plato de ternera, al menos comería carne.

Otro grupo pasó por delante del guardia y se metió en la sala de reuniones. «Hola», pensó. «Soy Deceso. Esta noche os voy a pelar y os vais a quedar tiesos».

Su camarero volvió a acercarse.

—¿Ya ha decidido, señor?

—Sí, me gustaría algo con buey. Ya me entiende. Con mucha guarnición, también.

El hombre asintió y se fue.

Spector miró el reloj. Las 19.45 horas. Cogió la taza y bebió un poco de té. Cuando estuviera seguro de que estaban todos, movería ficha.

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La hora del cóctel estaba a punto de acabar y Curtis y su atento personal empezaban a acompañar a los invitados a sus mesas, cuando al fin Jay Ackroyd apareció, con Chrysalis del brazo. Popinjay llevaba el mismo traje marrón y los mocasines que había llevado todo el día, sin corbata, y un poco arrugado. Chrysalis llevaba un brillante vestido largo de color plata. Cubría ambos pechos y un hombro pero el corte lateral era tan alto que dejaba en perfecta evidencia que había decidido prescindir de la ropa interior. Sus largas piernas se entreveían mientras avanzaba por la sala, sus músculos se movían como el humo bajo la piel transparente, y los ojos de su esquelética cara examinaron la estancia como si fuera suya.

Hiram se reunió con ellos junto a la barra.

—Jay es siempre tan impuntual —dijo—. Tendría que abroncarle por retrasar nuestro encuentro. Soy Hiram Worchester. Le besó la mano. Se la veía divertida.

—Ya lo había supuesto —dijo con un cultivado acento de la escuela pública.

—¡Es británica! —dijo con una sonrisa complacida—. Mi padre era británico. Luchó en Dunkirk, ¿sabe? Un novio de la guerra, aunque no del tipo que vestía de blanco.

Chrysalis sonrió con educación.

La sonrisa de Ackroyd fue más cínica.

—Supongo que ambos querréis hablar de Winston Churchill, del pudding de Yorkshire o algo. Creo que me voy a buscar una bebida.

—Adelante —dijo Hiram.

Jay captó la indirecta y se alejó para hablar con Wallwalker.

—Creo que tiene cierta información que me interesa —le dijo Hiram a Chrysalis.

—Puede que sí. —Miró alrededor. Estaba atrayendo una buena cantidad de miradas en una sala llena de famosos y mujeres atractivas—. ¿Aquí? No parece muy discreto.

—En mi despacho —dijo Hiram.

Tras cerrar la puerta, se hundió agradecido en una silla y le indicó que se sentara.

—¿Puedo? —preguntó, sacando un cigarrillo de un pequeño bolso de mano.

Él asintió. Lo encendió y el hombre observó cómo el humo caracoleaba dentro de sus fosas nasales cuando lo inhaló.

—Vamos a dejarnos de preliminares —sugirió Chrysalis—. El tipo de información que quiere es peligrosa y cara. ¿Cuánto está dispuesto a gastar?

Abrió un cajón, sacó un talonario del tamaño de un libro de caja y empezó a rellenar un cheque. Ella le observó. Lo arrancó y lo deslizó sobre la mesa.

Chrysalis se inclinó, cogió el cheque y lo miró. Toda la musculatura fantasmal de su cara se puso en movimiento cuando arqueó una ceja. Dobló el cheque por la mitad y se lo guardó en el bolso.

—Muy bien, con esto compra mucho, señor Worchester. No todo, pero mucho.

—Adelante. —Cruzó las manos sobre la mesa—. Le dijo a Jay que Bludgeon formaba parte de algo mayor, ¿el qué?

—Les llaman la Sociedad del Puño de Sombra —dijo Chrysalis—. Ése es el nombre que se oye en las calles, tan bueno como cualquier otro. Es una organización criminal grande y poderosa, señor Worchester, compuesta de muchas bandas menores. Las Garzas Inmaculadas en Chinatown, los Hombres Lobos en Jokertown, el variopinto grupo de Bludgeon en los muelles y una docena de grupos más. Tienen aliados en Harlem, en Hell’s Kitchen, en Brooklyn…, por toda la ciudad.

—El sindicato, vaya —dijo Hiram.

—No los confunda con la mafia. La Sociedad del Puño de Sombra está librando una guerra en silencio contra la mafia y, de hecho, la está ganando. Ha metido las manos en un buen número de pasteles, desde las drogas hasta la prostitución, todo lo que se le ocurra, y también en algunos negocios legales. Bludgeon y sus extorsiones son una de las partes más pequeñas y menos significativas de esta operación, pero siguen siendo una parte, no obstante. Yo de usted tendría mucho cuidado. Bludgeon en sí es un trozo de músculo barato, pero sus patronos son gente despiadada y eficiente que no toleran interferencias. Si les incordia, le matarán con la tranquilidad con la que se mata a una mosca.

Hiram apretó el puño.

—Les resultaría difícil.

—¿Por qué es un as? —Sonrió—. En un día como hoy, eso parece poca cosa a la que aferrarse, querido. ¿Recuerda aquel asesinato del hampa bastante sensacional en Staten Island, el año pasado? Salió en todos los periódicos.

Hiram frunció el ceño.

—Uno de esos asesinatos del as de picas, ¿no? Recuerdo algún titular. ¿Cómo se hacía llamar la víctima?

—Scar —dijo Chryalis—. Un teletransportador instantáneo y un asesino a sueldo del Puño de Sombra. Bueno, él ya no está, pero tienen otros ases que trabajan para ellos, si creemos los rumores. Y con poderes tan potentes como el suyo. Quizá hasta tengan una docena. Se oyen algunos nombres: Fadeout, Whisperer, Wyrm. Por lo que sabemos, uno de sus invitados de ahí fuera podría pertenecer al Puño de Sombra y estar bebiendo de su champán mientras considera el mejor modo de deshacerse de usted.

Hiram lo consideró durante unos momentos.

—¿Podrías darme el nombre de quien está al mando de esta organización?

—Podría —dijo Chrysalis—. Pero pasar una información como ésa podría costarme la vida. Aunque la arriesgaría por el precio adecuado, por supuesto. —Rió—. Es sólo que no creo que tenga tanto dinero, señor Worchester.

—Supongamos que quiero hablar con ellos —dijo.

Ella se encogió de hombros.

—A menos que me proporciones ese nombre, puede que te encuentres con que congelo sin más el pago de ese cheque.

—Lo dudo. ¿Le suena el nombre de Latham, Strauss?

—¿El bufete de abogados?

—Esta tarde, los abogados de Latham, Strauss han conseguido que soltaran a Bludgeon después de que Jay lo hubiera teletransportado a The Tombs. Hoy he tenido que hacer unas pocas preguntas sobre ese bufete por ciertos motivos y he descubierto que el socio principal tiene un habitual y gran interés en hombres como Bludgeon. Parece extraño, puesto que sus clientes confidenciales incluyen a un buen número de los hombres más ricos y poderosos de la ciudad, algunos de los cuales tienen buenas razones para ser discretos. ¿Entiende lo que le digo?

Hiram asintió.

—¿Tienes su dirección?

Abrió el bolso y la sacó. El respeto de Hiram hacia ella subió de nivel.

—Le daré otro pequeño consejo más, gratis —añadió.

—¿Cuál?

Chrysalis sonrió.

—No le llame Loophole.

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