18.00 horas
Spector decidió seguir adelante y atacar a los Gambione para Latham y sus amigos del Puño de Sombra. Tenía que actuar bajo el supuesto de que encontraría un modo de evitar que el Astrónomo lo matara. Si resolvía ese asunto, sus nuevos contactos le proporcionarían algunos trabajos importantes en un futuro próximo.
No le gustaba gastarse el dinero en ropa pero no había modo de que pudiera entrar en el Haiphong Lily con un traje salpicado de sangre de arriba abajo. Escogió aquella tienda porque desde el exterior no se veía mucho. Tampoco es que pareciera gran cosa en el interior. No había elegantes vestidores, pero sí demasiado polvo en el suelo; era su tipo de lugar. Sacó un abrigo marrón oscuro del colgador y se lo puso. Se acercó al espejo y parpadeó: parecía un polo de chocolate.
—¿Puedo ayudarle, señor? —El dependiente era bajo, tenía mechones de pelo rojo rizado a ambos lados de la cabeza y una cinta métrica blanca alrededor del cuello.
Spector trató de desembarazarse del abrigo; el brazo aún le molestaba. La camisa, empapada en sudor, se le aferraba al cuerpo.
—Necesito un traje. El marrón no es mi color. ¿Tiene algo en gris?
El dependiente se acercó al colgador y empezó a rebuscar entre los trajes. Murmuraba para sí y negaba con la cabeza.
Spector se aseguró de que nadie miraba y entonces sacó unos cuantos cientos de dólares del sobre marrón.
El hombrecillo se giró con un traje gris ceniza entre las manos.
—Mmmmm. Creo que éste tiene posibilidades. ¿Esto es suyo? —Señaló el viejo abrigo de Spector, que yacía sobre una silla. El empleado se acercó y pasó las manos por el tejido.
—¿Todo esto son manchas de sangre?
—Es falsa. He estado en Jokertown hace un rato. Está la cosa revolucionada por allí. —Spector cogió la chaqueta gris y se la puso. Era un poco grande pero se le ajustaba bien en los hombros—. Me lo quedo.
—¿Cómo? ¿No va a probarse los pantalones? —El dependiente pestañeó atónito y se envaró.
—Para eso tengo el cinturón. —Se colgó los pantalones del brazo bueno.
—Con arreglos son doscientos cincuenta dólares. Es un buen tejido, no obstante. Vale cada céntimo que cuesta. Ya no se encuentran confecciones como ésta muy a menudo.
—No necesito arreglos. —El hombre abrió la boca para hablar pero Spector levantó un dedo—: Tengo una tía en Jersey a la que le encanta hacer este tipo de cosas. ¿Cuánto es?
—Doscientos veinte.
Le entregó el dinero y cogió su otro abrigo, buscando el sobre para asegurarse de que seguía allí. Volvió a mirarse en el espejo. «No está mal», pensó. «Puede que esta noche seas el asesino mejor vestido en el Haiphong Lily». Se quitó los pantalones viejos y se puso los nuevos. Le iban grandes, pero se las arreglaría.
El dependiente volvió con el ticket y el cambio.
—Aquí tiene, señor. Si cambiara de opinión respecto a los arreglos, háganoslo saber. Le aseguro que tenemos los mejores costureros de la ciudad.
Spector cogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo.
—Claro.
La campanilla que estaba en el umbral de la puerta tintineó cuando la abrió para salir a la calle.
—Un ángel acaba de conseguir sus alas.
Mientras andaba por la calle vació los bolsillos del traje viejo y luego lo tiró en la primera papelera que vio.
El caimán soñaba despierto, en la medida en que los reptiles pueden soñar.
Ya no estaba allí, en el túnel bajo la palpitante ciudad. Estaba en algún otro sitio, en un lugar más cálido y luminoso donde el agua era acogedora y, a menudo, estaba llena de comida viviente, que no dejaba de moverse. El reptil se desplazaba por el bayou como un espectro, con la mayor parte del cuerpo oculta bajo la superficie, las fosas nasales y las órbitas de los ojos sobresaliendo del agua y alzando pequeñas olas.
Al cabo de un rato se adentró en un espacio donde los árboles parecían crecer del revés: sus retorcidas raíces se enroscaban en inmensos nudos de madera sobre las aguas. Por encima de él, un dosel de ramas entrelazadas bloqueaba la luz del sol. Las sombras jaspeaban cada vez más su espalda conforme avanzaba deslizándose.
Oyó sonidos, amplificados por el agua. Reconoció el patrón: comida; pero la comida a veces podía hacerle daño, si no era cauteloso. Se dirigió hacia las vibraciones.
Al girar en la curva de un canal más profundo, más allá de un bosquecillo casi impenetrable de cipreses, vio la piragua. Los dos hombres que iban en ella no le vieron, ocupados como estaban clavando largas pértigas en la maraña de madera que estaba a ras de agua.
Más sonidos. Un hombre que llevaba una capucha dijo:
—Tiene que estar en alguna parte, Jake.
El otro gritó tan alto que el caimán tuvo que contraer sus aberturas auditivas.
—¡Zorra, sal de ahí! ¡Te habla tu tío abuelo, Delia!
—Díselo, Snake Jake —intervino el primero.
—Te lo digo, chica: no voy a hacerte daño —rió entre dientes—. Al menos, no te haré nada que no te guste.
El caimán se deslizó sin piedad hacia la piragua. No había debate, nada salvo determinación. Hizo lo que hizo por lo que era y por quienes eran.
Se hundió más en la profundidad, se situó bajo el bote y levantó la proa en las sombras del pantano, bien alta. Los dos hombres gritaron y se precipitaron en las aguas. El reptil no se preocupó por quién era el primero: se comería a los dos.
Abrió las fauces de par en par, dispuesto a hincar los dientes… Y estaba de vuelta en el oscuro túnel bajo la ciudad. Puso un pie delante el otro, de forma mecánica, siguiendo con su imponderable odisea a cámara lenta. El sueño persistió en su mente tan vivido como la realidad. En tanto que no podía considerar el asunto, no sabía si el sueño era algo que había ocurrido o algo que ocurriría.
No importaba; las dos cosas le parecían bien.
Usando el juego de llaves que Jack le había dado años antes, Bagabond abrió otra puerta metálica gris que reveló unas escaleras que descendían hacia la oscuridad. Alargó la mano para coger el suave fardo que yacía a sus pies.
—¿Cuánto falta?
Eran las únicas palabras que Rosemary había pronunciado desde que habían entrado en el sistema de metro en la calle Chambers.
—Hay que bajar estas escaleras y recorrer unos cientos de metros por un túnel…, creo.
La mendiga cerró con llave la puerta. El metal tintineó débilmente.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Nada.
—No me vengas con eso. Debe de ser bastante duro si te impide hablar.
Su amiga tomó aliento de un modo claramente audible.
—Desde que mi padre… murió, y C.C.…, odio los subterráneos, los túneles y todo eso. Han pasado quince años pero aquella noche sigue siendo una imagen borrosa y no quiero… recordar.
Las palabras salieron como el mecanismo de un reloj al que se le está desgastando un resorte.
—Pero quieres los libros —dijo Bagabond con sentido práctico, cogiendo a Rosemary por el hombro y haciéndola girar para que la mirara. Bajo la débil luz amarilla, los ojos de la abogada eran sombras negras. La vagabunda sondeó la debilidad de Rosemary.
La ayudante del fiscal volvió a respirar hondo.
—Estoy aquí. Sigo adelante. Pero no puedes hacer que deje de pensar en lo que este sitio le hizo a C.C. —Rosemary se apartó de Bagabond sacudiendo los hombros—. No te preocupes, ¿de acuerdo?
—Creo que no soy yo la que está preocupada.
El pie de Rosemary estaba en el primer escalón cuando las dos mujeres oyeron el amortiguado chapoteo del caimán, seguido de un rugido. Los labios de Rosemary palidecieron al apretarlos. Bagabond asintió para sus adentros con satisfacción.
—Ése es Jack.
La abogada se quedó a una distancia considerable por detrás de la mendiga cuando se acercaron al reptil. Ante su avance, el animal se detuvo y giró su pesada cabeza hacia ellas, con los ojos centelleando en la fría luz del túnel. Rugió desafiante, de un modo que arrancó una mueca a las dos mujeres mientras el sonido restallaba y reverberaba contra los muros de piedra.
—Quédate aquí, te avisaré cuando haya acabado.
Bagabond chapoteó hacia Jack Alcantarillas, adentrándose con suavidad en su mente. Sin preocuparse por la ropa, se arrodilló en el lodo del túnel y acarició la mandíbula inferior del caimán mientras se adentraba aún más, buscando el acceso hacia Jack Robicheaux. Al encontrar la chispa de humanidad que había en las profundidades de la mente del reptil, la acunó, la avivó y la hizo emerger, calmando tanto a las sinapsis protohumanas como al bien definido cerebro del reptil. Cuando la mente del caimán retrocedió, Bagabond se retiró y observó cómo la larga cola encogía y el hocico disminuía. Las cortas patas del animal se alargaron y se convirtieron en los brazos y las piernas de un humano.
El hombre desnudo que ahora yacía en el túnel jadeó y gritó, dolorido, mientras se cubría el vientre con los brazos. Tenía la cara y las manos de un tono entre gris y verdoso, de nuevo protegidas por escamas, pues el proceso empezaba a revertirse.
—¡Jack!, soy Bagabond. ¡Contrólalo! —habló con aspereza, apretando fuerte la mano del hombre con la suya. Se movió con él cuando Jack se puso boca arriba, jadeando roncamente. Trató de volver a penetrar en su mente pero ahora la inteligencia humana que había en ella la bloqueó. Jack abrió los ojos y miró directamente a los suyos. Convulsionó una vez más pero respiró hondo y permaneció tumbado de espaldas. Aunque lívida, la textura de su piel era otra vez normal; su respiración fue aminorando hasta llegar a un ritmo normal.
Pasándose una mano por la cara, Jack torció el gesto.
—Sé que siempre lo pregunto pero es importante: ¿dónde estoy?
Bajó la mirada hacia a la mano de Bagabond y la soltó, mirando a otro lado con timidez.
—Digamos que en la plaza Stuyvesant. Puede que a unos cientos de metros por debajo. Son como las seis de la tarde. —Se inclinó sobre él y en un gesto inconsciente le retiró el húmedo pelo de la cara—. Aquí tienes algo de ropa. La saqué de tu alijo de Union Square. —Le tendió el fardo que había traído—. Rosemary está aquí, un poco más arriba, en el túnel.
—Supongo que estáis aquí por alguna razón. —Jack se puso en pie con rigidez, con una mano en el vientre y la otra en la frente—. Estoy hecho una mierda.
Dolorido, se puso los chinos y la camisa de trabajo.
—Es por algo que has comido —dijo Bagabond, lacónica—. El dolor de tripa… no es por una lata. Son libros. Libros muy importantes.
—¿Me he comido a un bibliotecario? Genial. —Se pasó los dedos por el pelo enmarañado y alzó la vista al techo del pasaje—. Mi carnet de la biblioteca está caducado, de todos modos.
Bagabond negó con la cabeza.
—Por lo que vi, te comiste a un ladrón. Lo que pasa es que llevaba unas libretas por las que todos los delincuentes de la ciudad matarían veinte veces a su abuela…
—Y yo quiero esos libros para descubrir por qué. —Rosemary se acercó a ellos, recuperado su aplomo habitual—. Hay una reunión de la familia Gambione en un par de horas. Si tuviera esos libros, creo que podría evitar un baño de sangre.
—Como si me importara —dijo Jack. Torció el gesto—. Mi sobrina ha estado dando tumbos por Nueva York durante casi doce horas. A estas alturas, puede que sea comida para perros. Ese sí es mi problema. Iré a buscarla y luego hablaremos de tus preciosos libros. —Parpadeó, doblándose, mientras empezaba a caminar hacia las escaleras.
—¡Robicheaux, puedo arruinarte la vida!
La abogada empezó a seguirle.
—Cállate, Rosemary —dijo Bagabond—. Jack, hay algo más que deberías saber.
Su voz era neutra y le hizo parar.
—No es sólo la mafia la que está buscando eso. Comparados con los demás, ellos son un encanto. Los otros están usando jokers, quizá incluso ases… Si sales a la calle sabiendo lo que tienes dentro, serás hombre muerto antes de que te dé tiempo de parar un taxi. Algún telépata te localizará y te matarán como a un cerdo. ¿Qué pasará entonces con Cordelia? —Dejó pasar unos segundos—. No puedo protegerte ahí fuera, pero puedo buscar a Cordelia mientras te quedas fuera de la vista… y de la mente de todos.
—¿Durante cuánto tiempo? —Jack intentó erguirse pero volvió a jadear dolorido.
—¿Rosemary? —Bagabond cogió a Jack del brazo y lo sostuvo.
—En dos horas, fuera. Así habrá tiempo de llevar los libros a la reunión. Es lo único que quiero. —Miró fijamente a Jack Alcantarillas y esperó. Sus ojos se encontraron.
—Tiene dos horas, señorita, ni una más. Y si Bagabond no logra encontrar a Cordelia, quiero que tu gente la busque, todos y cada uno de los policías de la ciudad. ¿Trato hecho?
Jack se tambaleó hacia Bagabond, apoyándose con una mano en la pared.
Rosemary sonrió.
—Trato hecho.
El tiempo parecía fluir de un modo distinto en los confines de la pequeña iglesia. Quizá era la tranquila oscuridad iluminada tan sólo por las oscilantes velas votivas y unas pocas lámparas fluorescentes; o quizá era el reverente silencio de los feligreses rezando en los bancos. Fuera cual fuera la causa, la paz y tranquilidad que había encontrado en el pequeño templo cristiano habían hecho mucho para calmar sus perturbados nervios. Jennifer empezó a dar por sentada su seguridad y su mente divagó. Estudió el extraño simbolismo de las sucias vidrieras y los igualmente raros dioramas que describían las doce estaciones del Jesucristo Joker hacia la cruz, pero pronto se cansó de su obtusa teología. Su estómago rugió descontento y miró hacia el altar, preguntándose por qué tardaba tanto el padre Calamar.
Los feligreses que rezaban en silencio a su alrededor eran todos jokers, aunque las deformidades de algunos eran menos evidentes que las de otros. Había un tríclope con barba, una mujer hermosa y de excelente figura con un pelaje brillante que cubría cada centímetro visible de su piel expuesta, y un monaguillo de rostro dulce que se movía con brío pero con cuidado alrededor del altar, reordenando las cosas y reponiendo las existencias de vino y obleas.
Oyó el sonido de unos delicados pasos tras ella y se giró de golpe, mientras la imagen de Wyrm y el recuerdo de su lengua raspándole la piel se disparaban en su mente. Se relajó al ver que no era el joker reptiliano acechándola por detrás, sino tan sólo una chica que se sobresaltó tanto con el repentino movimiento de Jennifer como ella con su silenciosa aproximación.
—Lo siento —dijo—. No pretendía asustarte.
Era una adolescente alta, esbelta y muy hermosa con un cabello muy negro, muy brillante y ojos castaño oscuro. Llevaba unos vaqueros desgastados y una sudadera descolorida con el nombre de la banda de rock «FERRIC JAGGER» impreso en letras desteñidas. No iba maquillada y no llevaba más que una joya, un pendiente en forma de caimán. Los ojos del reptil eran pequeñas piedras verdes. Su voz era suave y melódica y tenía un agradable acento exótico que Jennifer no había oído antes. Cargaba con una vieja maleta de tela desgastada con estampados florales.
—No pasa nada —dijo Jennifer, sonriendo para tranquilizarla—. Es que soy un poco nerviosa.
—Te he estado observando un rato —dijo la adolescente con su elusivo acento— y he caído en la cuenta de que, ehm, quizá te vendría bien un jersey o, ehm, algo más… Como hace tanto frío aquí y tal. —Hizo una pausa, sonrió con timidez y, como si temiera ofenderla, añadió en seguida—. A menos que quieras vestir así, o sea, que tengas alguna razón para llevar ese biquini en la iglesia.
Jennifer volvió a sonreír, conmovida por la oferta de la chica. Resultaba evidente que era nueva en la ciudad, probablemente muy nueva; puede que incluso estuviera huyendo de algún tipo de problema. Pero era lo bastante considerada como para acercársele y ofrecerle ayuda.
—Eso sería muy amable por tu parte, si no es mucho pedir.
La chica negó con la cabeza, depositó la maleta en el pavimento de losas del suelo y la abrió.
—No pides nada del otro mundo —dijo, rebuscando por el equipaje—. Toma, pruébate esto.
Era una sudadera grande y descolorida en la que se leía «Tulane» con letras desgastadas. Jennifer se la puso y sonrió a la chica, agradecida.
—Gracias.
Vaciló un momento y luego siguió:
—Me llamo Jennifer. Tengo… algunas cosas… de las que ocuparme ahora mismo pero después, si necesitas algo, un lugar donde dormir o lo que sea…
—Puedo cuidar de mí misma.
—Yo también —señaló ella, deseando que fuera verdad—, pero de vez en cuando está bien tener a alguien en quien confiar.
La joven asintió, devolviéndole la sonrisa, y Jennifer le dio su número de teléfono mientras el joven monaguillo, con el pelo rubio alborotado, un rostro de querubín y una deformidad de joker oculta bajo la casulla, se les acercó con pasos lentos y tambaleantes.
—El padre Calamar quiere verte —le comunicó a Jennifer.
Ella asintió y se volvió hacia la muchacha.
—¿Cómo te llamas?
—Cordelia.
—Gracias por la sudadera, Cordelia. Dame un toque, por favor.
Cordelia asintió y Jennifer siguió al muchacho hasta las estancias privadas de la parte trasera, que habían sido reservadas para el sacerdote para prepararse para la misa y llevar los asuntos de la iglesia.
La condujo a una salita con escasos muebles, sin pretensiones. El padre Calamar estaba sentado en una enorme y vieja silla tras un desordenado escritorio. Observó a Jennifer sin pestañear cuando entró, así como el hombre que estaba sentado en una sencilla silla de madera ante el escritorio del sacerdote.
—Me he enterado, por fuentes fiables, de que este hombre ha estado buscándote durante algún tiempo. Tienes algo que quiere y, a cambio, te ofrece su protección. —El padre Calamar se levantó pesadamente—. Sé de buena tinta que se puede confiar en él de todas todas. No conozco su nombre pero su nom de guerre es Yeoman.
Era el hombre que había visto por primera vez en el estadio, el que después la había rescatado, quizá sin darse cuenta, de Wyrm. Llevaba la misma ropa y la misma capucha. En el suelo, junto a sus pies, había una caja rectangular y plana; en sus ojos oscuros, un aire especulativo, mientras la miraba fijamente.
El padre Calamar observó cómo se miraban el uno al otro y luego bordeó el escritorio con cuidado.
—Sin duda, vosotros dos tenéis muchos intereses comunes que discutir y yo también tengo trabajo que hacer, así que os voy a dejar. —Lanzó a la joven una larga y amable mirada—. Buena suerte, hija mía. Quizá algún día vengas a visitarnos de nuevo.
—Lo haré, padre.
Se despidió con un cabeceo del hombre al que llamaba Yeoman y abandonó la sala con pesada dignidad, cerrando la puerta tras él. Jennifer decidió que, si al final no tenía que devolverle los sellos a Kien, el padre se encontraría con una ingente donación en el cepillo. Le debía al menos eso, aunque su intento de ayudarla no funcionara del todo.
Sintió los ojos de Yeoman clavados en ella y se giró y se enfrentó al peso de su firme mirada.
—El diario de Kien. —Su voz era grave y poderosa. La chica percibió una temblorosa tensión alrededor, como si apenas pudiera contenerse—. ¿Lo tienes?
Así que el tercer libro era eso, un diario. Abrió la boca, luego la cerró, preguntándose si podía permitirse contarle la verdad.
La intensidad de Yeoman la asustaba un poco, pero el miedo combinado con el hambre, el cansancio y el resentimiento por haber sido perseguida todo el día le hizo contestar con una dureza que la sorprendió incluso a ella.
—Sé qué aspecto tienes, así que podrías quitarte esa máscara. No me gusta hablar con gente que parece tener algo que ocultar.
El hombre se recostó en la silla y frunció el ceño.
—Va a seguir en su sitio, por el momento.
Recordaba sus facciones afiladas y rudas, con líneas de expresión en la frente y alrededor de la boca, y le envolvía una tensión vibrante que su máscara no podía esconder.
—¿Te llamas Espectro? —preguntó inesperadamente. Ella asintió—. Eres una ladrona. Muy buena, por lo que he oído. Entraste en el apartamento de un hombre llamado Kien de madrugada y robaste algunos objetos valiosos de su caja fuerte.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Una dama lo vio en su bola de cristal —dijo, bastante complacido ante la expresión de irritada incomprensión de Jennifer—. Hay mucha gente buscándote, ¿lo sabes? Quieren lo que robaste.
—Bueno —dijo evasiva—, son sellos muy valiosos.
Yeoman se inclinó hacia adelante y descansó la barbilla en la palma de una mano grande y fuerte. La miró con detenimiento. Jennifer le devolvió la mirada, desafiante, hasta que él suspiró y volvió a hablar.
—En realidad no tienes ni idea, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza, tratando de esconder una excitación creciente. Era obvio que Yeoman conocía las respuestas de algunas de sus más acuciantes preguntas.
—Al diablo con los sellos, a nadie le importan un carajo. Lo que persigue todo el mundo es el otro libro, el diario personal de Kien. En él se detalla toda la corrupción y podredumbre que maneja con sus asquerosas manos desde que llegó a Nueva York.
—Pensaba que era un hombre de negocios. Tiene restaurantes y lavanderías y demás.
—Así es, pero sólo es una tapadera que le sirve para justificar su riqueza. Está metido en todo lo turbio: drogas, prostitución, extorsión, juego. Está metido en todo. La información que contiene ese diario podría ponerlo fuera de circulación durante una buena temporada.
—¿Estás tratando de recuperarlo para él?
Los labios de Yeoman se contrajeron en una línea apretada, tensa. Los músculos se le marcaron en la mandíbula.
—No.
La palabra que se escapó entre sus dientes apretados era dura, inexpresiva y lo bastante fría como para que la joven tuviera que reprimir un escalofrío.
—¿Y no te importan los sellos?
Negó con la cabeza. Los ojos de Yeoman habían capturado los suyos. Se sentía como un gorrión en manos de un gigante, ahora tranquilo pero potencialmente destructivo. Era un sentimiento aterrador pero, en cierto modo, estimulante.
—Vaaaaaale —dijo despacio—. A ti no te importan los sellos y a mí no importa el diario. Creo que podemos llegar a un acuerdo.
El hombre sonrió y ella reprimió un escalofrío.
—Entonces lo tienes.
—Bueno, sé dónde está.
Guardó silencio un momento, reflexionando. No conocía de nada a ese tal Yeoman. Sabía que estaba detrás de la reciente oleada de asesinatos con arco y flechas, pues en muchas de las escenas del crimen se habían encontrado notas firmadas con ese nombre. El padre Calamar decía que se podía confiar en él, pero resultaba que tampoco conocía al padre Calamar. Él esperó pacientemente mientras todos esos pensamientos discurrían por su mente, como si fuera consciente de que estaba intentando resolver un dilema interior. No se comportaba como un asesino maníaco. Era un hombre manifiestamente peligroso pero ese aura de peligro que flotaba a su alrededor era como un aroma especiado y seductor. Una repentina determinación la golpeó, suscitada por un impulso igual de fuerte.
—Te diré dónde está el libro, si me respondes a dos preguntas.
—¿Qué?
La expresión de su cara y su voz mostraron auténtica perplejidad.
—¿Cómo conseguiste seguirme la pista hasta el Ebbets Field?
—Muy sencillo. —Sonrió como un lobo—. El prestamista te vendió. Se enteró del rumor que Kien había hecho correr en las calles acerca de los libros pero no sabía cómo ponerse en contacto directamente con él. Tuvo que recurrir a un tercero, una traficante de información que es… amiga… mía. Le puso en contacto con Kien pero también me lo contó a mí. Llegué a su tienda justo a tiempo para ver cómo salías de uno de los almacenes junto a la tienda de empeños, bajabas por la calle y te ponías a hacer cola en las taquillas delante del estadio. Así que te seguí hasta el interior.
—Tiene sentido…, supongo. Vale, mi segunda pregunta. —Sonrió con dulzura—: ¿Cómo te llamas?
Jennifer apenas comprendía por qué le había preguntado eso; lo único que sabía era que quería interactuar con él en un nivel personal, no como figuras anónimas enmascaradas.
Se recostó en la silla y la miró con el ceño fruncido.
—Podría hacer que me dijeras dónde está el diario.
La joven estiró aún más su sudadera. De repente, su garganta se secó al darse cuenta de que estaba surcando aguas peligrosas, potencialmente fatales.
—Sé que podrías —dijo con una vocecilla—, pero no lo harás.
—¿Qué te hace estar tan segura de ello?
Encogió sus delgados hombros.
—Sólo sé que no lo harás.
La contempló un momento aún más largo pero ella no eludió su mirada. Gruñó algo inarticulado, como un oso furioso, y luego dijo con voz airada:
—Brennan.
Jennifer asintió, secretamente aliviada de haber estado en lo cierto. No es que hubiera estado realmente en peligro: a estas alturas sus poderes se habían recuperado sin duda y, de haberla atacado, le habría bastado con volatilizarse.
—Bien. Los libros están con el Dr. Tachyon.
—¿Tachyon? —preguntó Brennan con visible sorpresa.
—De hecho —sonrió—, en su figura de cera del Dime Museum.
—No es un mal escondite —dijo Brennan tras reflexionar unos instantes—. Los hombres de Kien aún te están buscando: una vez que Wyrm detecta un aroma puede seguirlo a cualquier lado, siempre que sus trazas permanezcan en su lengua, así que te llevaré a un lugar seguro y después iré a buscar los libros. Yo me quedaré el diario, tú puedes quedarte con los otros.
—Iré contigo y…
—No.
La palabra fue dura y afilada como la hoja de una guillotina. Jennifer supo que no había discusión posible sobre ese punto.
—Bueno, si me vas a llevar a un lugar seguro, que haya comida. Parece que no haya comido en una semana.
Brennan pensó por unos instantes, entonces asintió. Rebuscó en el bolsillo trasero de los vaqueros y sacó un naipe, un as de picas, tomó prestado un bolígrafo del escritorio del padre Calamar y garabateó una nota en el anverso. Devolvió el bolígrafo a su sitio y le entregó la carta a Jennifer.
—Hiram Worchester va a celebrar una fiesta sólo para ases en su restaurante, el Aces High. Allí deberías estar a salvo, y habrá mucha comida. ¿Has oído hablar de Fortunato?
La muchacha asintió.
—Dale esto.
Jennifer echó un vistazo a lo que había escrito. Era corto e iba al grano: «Cuida de ella. Y.» Alzó unos ojos llenos de respeto hacia Brennan. Había oído hablar del sombrío as, Fortunato; no mucho, pues no era alguien que buscara publicidad, pero el hecho de que Brennan tuviera una relación personal con él era una novedad interesante. Se preguntaba si él mismo sería un as y qué habilidad le habría otorgado el virus.
—O a Tachyon, si Fortunato no está. No obstante, hagas lo que hagas, mantente alejada del Capitán Trips (el hippy alto y delgaducho) y la bailarina conocida como «Fantasy». No me fío de ellos. No me fío en absoluto.
La chica consideró el consejo por unos momentos y asintió. Si iba a confiar en él, debía confiar del todo.
—No quiero ser un incordio pero ¿podríamos parar en algún sitio para conseguir algo de ropa? No me gustaría ir al Aces High así.
—El padre me habló del estado de tu, ehm, vestimenta. —Rebuscó en la caja que había en el suelo, a sus pies, y sacó un hatillo de ropa—. Espero que te sirvan. —La analizó—. Eres más alta de lo que pensé en un principio.
Observó minuciosamente todo el despacho mientras Jennifer se ponía en pie, se quitaba la sudadera y se ponía unos vaqueros y un jersey oscuro. Se puso los calcetines que Brennan le había traído y, mientras se ataba los cordones de las deportivas, alzó los ojos para ver cómo él la miraba detenidamente. También había una máscara entre la ropa. Se la metió en el bolsillo trasero de los pantalones y se levantó. El jersey y los tejanos le iban bien, aunque los tejanos eran un poco cortos y se ajustaban al máximo a su esbelta figura. Dobló pulcramente la sudadera y la dejó en el escritorio del sacerdote con una breve nota explicativa.
—Bien. —Brennan se puso en pie y levantó la caja—. Primera parada: Empire State Building. —Sonrió satisfecho—. Si no estás segura en una sala llena de ases, no estarás segura en ningún sitio.
En el piso superior de la antigua casa adosada de su madre, en el confortable lujo del Upper West Side, Fortunato cerró los ojos. Miranda le arregló la corbata negra con dedos hábiles. Ahora tenía cuarenta y muchos años, pesaba más de lo que debería haber pesado si aún fuera una geisha y llevaba un traje de Chanel en vez de un diseño barato de confección. Se había convertido en la ayudante de su madre, diez años atrás, y no había vuelto a hacer la calle desde entonces.
—Tienes mal aspecto. ¿Acaso Verónica no trabaja bien?
—No —dijo Fortunato—. Ni creo que vaya a hacerlo.
—Nunca la he entendido. Lo único que quiere es casarse y tener hijos y cuidarlos todo el día, tener un marido al que nunca vea y tener criados, coches y dinero. Sigo preguntándome qué hice mal.
—No eres tú, es todo el país. La avaricia es muy chic en los tiempos que corren.
Le rozó los labios y sintió un cosquilleo en la piel.
—Estás muy cansado.
—Estoy exhausto.
—Solía conocer el remedio para eso. —Estaba muy cerca de él. Podía oler su perfume y la dulzura de su piel. Ella leyó en su rostro que estaba dispuesto y dijo—: Acuéstate.
Se tendió sobre la cama. Ella se quitó la chaqueta y la falda. Él iba a quitarse la corbata pero le dijo:
—No te muevas.
Acabó de desvestirse. Aún era lo bastante elegante para quitarse las medias sin cortar el rollo. El sujetador le había dejado marcas alrededor del pecho y sobre los hombros, y tenía una oscura pelusilla bajo los brazos.
Se metió en la cama, se puso a horcajadas sobre Fortunato y empezó a tocarse. Comenzó por la frente y entonces dejó que sus dedos se deslizaran por sus mejillas, y de nuevo hacia arriba, donde las orejas se unían a la línea de la mandíbula. Se le erizó el vello de la nuca. Se balanceó hacia delante hasta que sus pechos grandes y colgantes estuvieron a pocos centímetros de su cara. Él se apoyó para besarlos y ella le apartó.
—No —dijo—. Te he dicho que te quedaras quieto.
Frotó sus anchos y oscuros pezones con las puntas de los dedos hasta que se endurecieron y apuntaron al as. Después se acarició el vientre y enterró la mano izquierda en su vello púbico. Con la derecha rozó de nuevo los labios de Fortunato. Le lamió los dedos y arqueó la espalda.
Se colocó en la cama de rodillas y bajó hasta encontrar su boca.
—Ve despacio —dijo ella—. Ha pasado mucho tiempo.
Mientras le lamía y la tentaba con la lengua, ella empezó a deshacerse y abrirse a él poco a poco. Se agarró del cabecero de latón de la cama y se movió despacio contra él, jadeando cada vez más rápido, presionando su cabeza con sus pesados muslos.
Entonces tensó el cuerpo y dejó escapar un pequeño grito, áspero, y él bebió de su poder, ávido y agradecido. Lo sintió hormiguear por todo el cuerpo y casi no se dio cuenta cuando ella se inclinó para besarle suavemente en la boca.
—Sabes a mí —dijo—. Cuídate, Fortunato.
Recogió la ropa y se fue.
Fortunato bajó a la planta baja para encontrarse con un círculo de hermosas mujeres alrededor del sofá, en la sala de estar. En medio había una muchacha alta, impactante, con vaqueros y una camiseta de manga larga.
—Ichiko —dijo el as, usando el nombre de geisha de su madre—, ¿qué sucede?
—Ellroy la encontró en Jokertown —dijo Ichiko. Al igual que Miranda, había engordado en los últimos diez años. Sin embargo, era alta y ahora tenía un aspecto del todo anglosajón. Llevaba un jersey y una falda de algodón negro y una blusa de seda roja y negra. Los tres primeros botones estaban abiertos. Cruzó la habitación, hacia el as, sin el menor ruido ni esfuerzo visible.
—Estaba saliendo de la Iglesia de Jesucristo Joker y parecía que iba a meterse en problemas con uno de los ojeadores de los Gambione. Ellroy se ofreció a llevarla —se encogió de hombros— y aquí está.
—Es guapa.
—Sí —dijo Ichiko—, lo es.
—Bien —dijo Fortunato a las otras—. Se acabó. Señoritas, ¿no se supone que tendríais que estar en otro sitio?
Se dispersaron todas a la vez; Caroline se detuvo para deslizarle un brazo alrededor de la cintura al pasar. Y luego se quedó a solas con ella.
—Soy Fortunato —dijo.
—Cordelia.
No se levantó pero le tendió la mano. Él se la estrechó por un momento y después se sentó a su lado.
—Gracias por rescatarme —dijo.
Su voz era grave, un poco entrecortada y muy sureña; era sexy.
—¿Sabes dónde estás?
—Ellroy me lo contó un poco. Dijo que no había ningún compromiso pero que podía pasarme por si quería una entrevista.
—¿Y?
—Sigo aquí, ¿no?
Era coqueta pero parecía muy joven.
—Tengo que hacerte algunas preguntas personales.
—¿Te refieres a si soy virgen y eso?
—Por ejemplo.
—No. Tenía un novio en Atelier Parish. Y, bueno, ya sabes lo que dicen de las vírgenes en Louisiana, que no son más que chicas sin ningún pariente varón cercano. —La chica rió pero Fortunato, no.
—Tenemos que hablar más. ¿Tienes planes para la hora de cenar?
—¿Planes para cenar? Qué va. Y por el modo en que vas vestido me imagino en cualquier lugar contigo.
Fortunato miró el reloj.
—Te encontraremos algo que ponerte. ¿Cuánto tardarás en estar lista?