16.00 horas
Con las respuestas electroquímicas neutrales disminuidas y el cuerpo ralentizado a una velocidad propia de un sueño, el caimán avanzaba entre los túneles de las profundidades bajo el Bowery. El cerebro del reptil no era consciente de ello, pero se movía vagamente en dirección a la plaza Stuyvesant. La criatura, que sólo a veces era Jack Robicheaux, buscaba comida, moviendo el hocico, con las fosas nasales bien abiertas, de un lado a otro mientras trataba de percibir la localización de un bocado particularmente delicioso. El bocado tenía los ojos castaños y un brillante cabello negro. La mente del caimán estaba fijada en aquella imagen.
El reptil avanzó con cautela a través de los remansos de fría luminosidad proyectados por las luces de emergencia de bajo voltaje fijadas en las paredes. El tipo del equipo de mantenimiento que Jack Robicheaux a veces lideraba al parecer se había dejado las luces encendidas, pese a que no planeaban volver al trabajo hasta después del puente festivo. La ciudad se encargaría de pagar la factura de la electricidad. A nadie le importaba.
El caimán dobló una esquina y entró en una sección del túnel mucho más antigua. El suelo ya no era de hormigón sino de losetas de piedra y el techo se hacía más bajo. Cuando sus pies chapotearon en charcos de agua salobre, se sintió a gusto en aquel entorno más húmedo.
Sus ojos recorrieron sin pestañear, sin la menor curiosidad, varios años de grafitis que los vándalos habían garabateado con espray en los muros de piedra. Cerca de un estrecho túnel secundario, alguien con bastante tiempo había tallado unas letras en la roca: «CROATOAN».
El caimán no se inmutó. Respondió únicamente a sus instintos básicos y siguió adelante, venciendo la horrible inercia que tiraba de él a cada paso. Hambre. Seguía tan hambriento…, tan necesitado.
Ahora las oscuras y poco profundas aguas cubrían todo el subterráneo. El animal lo agradeció, esperando en un estado primitivo que el nivel se hiciera lo bastante profundo para poder empezar a nadar. La poderosa cola empezó a agitarse lentamente con ansiedad. Sus oídos detectaron sonidos poco familiares y se detuvo con brusquedad. ¿Una presa? No estaba seguro. De ordinario, cualquier cosa podía ser una presa, pero había algo en aquellos ruidos… Oyó una multitud de garras que escarbaban en la piedra, una sibilancia siseante de algo que casi eran voces.
Llegaron hasta él desde el siguiente recodo. Había al menos dos docenas, la mayoría diminutos, tan pequeños como su pisada; otros eran mayores y unos pocos, los líderes, quizá llegaban a un cuarto del tamaño de su cuerpo de tres metros.
El caimán, más grande, abrió poco a poco sus fauces y bramó un desafío.
Los reptiles más pequeños se detuvieron en semicírculo a su alrededor, con los ojos brillando bajo la luz de las lámparas provisionales. Sus pieles chorreantes resplandecían húmedas, con el verde musgo más pronunciado en los más pequeños. La piel de los caimanes más grandes y más viejos tenía una capa de vetusta blancura, una palidez alimentada durante mucho tiempo.
El grupo empezó a sisear y gruñir como uno solo y avanzó. Centenares de dientes afilados brillaron como el hueso pulido.
Les miró y rugió de nuevo. Podían ser comida pero no quería que lo fueran. Eran algo más; eran como él, aunque su tamaño fuera mucho menor. Cerró sus fauces y les esperó.
Los pequeños llegaron a él primero, correteando, levantando las colas y patas traseras y frotándose contra sus potentes pies. Los siseos, algunos graves y rumorosos pero la mayoría agudos y afilados, llenaron el túnel.
Le rodearon sólo por un breve tiempo; los menores, los más ágiles, brincando alegres a su alrededor, mientras que los reptiles mayores se frotaron contra su hermano mayor. Sintió algo extraño, desconcertante y perturbador en todos los niveles. No era hambre. Era más bien lo contrario.
Después el grupo se fue, y los integrantes más jóvenes le rodearon alegremente unas cuantas veces más antes de alejarse por el túnel y doblar la siguiente esquina para reunirse con sus camaradas. El sonido de las garras pisoteando la piedra mojada disminuyó, así como el aroma de los otros reptiles.
El gran caimán dudó entonces de su inquebrantable rumbo. Algo tiraba de él, urgiendo a la criatura para que diera media vuelta y siguiera a los reptiles más pequeños, para formar parte de algo mayor, distinto de lo que ya era.
Después los sonidos y los olores se disiparon y lo único que oyó el animal fue el agua rezumando. Volvió a la oscuridad del túnel que tenía por delante y de nuevo levantó con pesadez un pie y luego el otro. El ansia que buscaba saciar era algo más que mero apetito y ahora mismo sabía que no había nada más importante que perseguir la imagen que había en su mente.
Tras pasar dos horas en la calle, sola, sin dinero, sin zapatos y lo que se diría poca ropa, Jennifer estaba aprendiendo lo que significaba que te persiguieran. Le daba miedo permanecer demasiado tiempo en un lugar, que el joker reptiliano pudiera volver a encontrar su pista, pero también tenía miedo de pedir ayuda a alguien. Tenía miedo de volver a su apartamento por si la seguían hasta allí y descubrían su verdadera identidad y, avecinándose las últimas horas de la tarde y, no mucho después, la noche, tenía miedo de quedarse en la calle. Ya había ignorado media docena de proposiciones indecentes y la cosa sólo podía ir a peor con la llegada de la oscuridad. Quería hacer algo pero se sentía demasiado agobiada como para que se le ocurriera un plan decente, como si fuera el ratón en el juego del gato y el ratón.
Necesitaba un refugio, un lugar tranquilo y seguro donde tomarse un respiro, descansar los doloridos pies y, sobre todo, pensar. Un cartel delante de un pequeño edificio de ladrillo y piedra en la calle Orchard la hizo detenerse. Pensó que aquello era justo lo que necesitaba.
Una iglesia. En el letrero de la entrada se leía «Nuestra Señora de la Perpetua Miseria». Parecía católica. Jennifer había sido educada como protestante pero su familia no había sido muy practicante y ella no había abrigado ningún tipo de sentimiento religioso profundo; al menos ninguno que le impidiera buscar refugio en una iglesia católica.
Subió los desgastados escalones a toda prisa y atravesó las enormes puertas dobles de madera que daban acceso a un pequeño atrio. Entró en él, miró hacia las puertas que conducían a la nave y observó.
El atrio en sí era una sala pequeña y sin ventanas pavimentado con losas. A lo largo de las paredes laterales se alineaban bancos de madera y, encima de ellos, percheros, ahora todos vacíos. Las puertas dobles, cerradas, que conducían a la nave de la iglesia también eran de madera. En ellas había una escena pintada, de un estilo un tanto naif, que podría haber sido hermosa si el tema no hubiera sido tan grotesco.
La figura central era un Cristo crucificado, uno que la chica no había visto nunca. Él —Jennifer lo conceptualizaba como «Él», aunque no estaba del todo segura de que el pronombre pudiera aplicarse en ese caso— estaba desnudo excepto por un pedazo de tela sobre los genitales. Tenía un juego adicional de brazos, secos y ajados, que le surgían de la caja torácica y una cabeza de más sobre los hombros. Las dos cabezas tenían unos rasgos estéticamente delgados. Una tenía barba y era masculina, la otra era lampiña y femenina. La sangre corría por ambas caras a causa de unas coronas de espinas. Cuatro pares de pechos bajaban por el torso del Cristo, cada par más pequeño que el anterior. Había una enorme herida roja de la que manaba sangre sobre el seno más bajo del lado derecho de la figura. El Cristo no estaba crucificado sobre una cruz sino más bien sobre una hélice retorcida, una escalera de caracol o —la chica se dio cuenta— una representación del ADN.
Había otras figuras en el fondo de la escena, subordinadas a la del Cristo. Una de ellas era menuda y delgada, vestía con ropas llamativas, y se parecía al Dr. Tachyon. No obstante, al igual que el dios romano Jano, éste Tachyon tenía dos caras. Una era serena y angelical, sonreía con dulzura y tenía una expresión de benévola amabilidad; la otra era el rostro lascivo de un demonio, bestial y furioso, con la boca abierta rodeada de dientes afilados y babeando. La figura de Tachyon sostenía un Sol que no ardía en la mano derecha, el lado angelical. En la izquierda sujetaba un rayo.
Había otras figuras cuyos referentes eran algo menos claros para Jennifer. Una Madonna sonriente con alas emplumadas amamantaba a una cabeza de niño Jesús en cada pecho; un hombre con patas de cabra que lucía una bata de laboratorio y llevaba lo que parecía ser un microscopio mientras hacía cabriolas y danzaba; un hombre de piel dorada y una expresión de perpetua vergüenza y tristeza en sus hermosas facciones hacía malabares con una lluvia de monedas de plata.
Inscrito encima del retablo se leía: «Nuestra Señora de la Perpetua Miseria». Debajo, en letras ligeramente más pequeñas, decía «Iglesia de Jesucristo Joker».
La joven frunció los labios. Había oído algo de aquella rama del catolicismo ortodoxo que muchos jokers con inclinaciones religiosas habían abrazado. La jerarquía católica, por supuesto, no quería tener nada que ver con la Iglesia de Jesucristo Joker y la consideraba una herejía. No acababa de ser una religión clandestina pero nadie que no fuera joker sabía mucho al respecto, sobre todo de los ritos secretos que se rumoreaba que tenían lugar en criptas subterráneas que no eran accesibles al público, a diferencia de en las iglesias, que sí lo eran.
Jennifer decidió que no era el momento para hacer disquisiciones teológicas. Estaba a punto de dar media vuelta y abandonar la iglesia cuando un repentino sonido, una especie de ruido como de agarre, de succión, de algo blando, llegó desde el otro lado de las puertas que conducían a la nave. Se quedó paralizada y la imagen de Jesucristo Joker se partió por la mitad cuando las puertas se abrieron. Apareció una figura vagamente iluminada por las hileras de velas que ardían en la nave. Era grande y voluminosa, de la altura de un hombre normal y dos veces más ancha, y cubierta por completo por una voluminosa sotana que le llegaba hasta el suelo. Las manos de la figura permanecían ocultas dentro de las vaporosas mangas y la chica apenas pudo verle la cara glabra, de un gris mortecino, a la sombra de la capucha de la túnica. El rostro era redondo y aceitoso y le miraba con dos ojos grandes y brillantes cubiertos por membranas nictitantes que parpadeaban sin cesar. El rostro no tenía nariz, sino un manojo de tentáculos que colgaban, se retorcían y susurraban cubriendo la boca del joker como si se tratara de un extraño y descuidado bigote.
Jennifer se lo quedó mirando y tragó saliva.
La figura avanzó un paso más hacia el vestíbulo y oyó de nuevo el débil sonido pegajoso como de ventosas sobre la piedra. El joker desprendía un extraño olor a humedad, como a mar, o a las cosas que viven en él.
Contempló a la joven con ojos brillantes y solemnes y cuando habló su voz quedó en parte amortiguada por los zarcillos tentaculares que le tapaban la boca, pero la muchacha pudo entender sus palabras claramente.
—Bienvenida a Nuestra Señora de la Perpetua Miseria. Soy el padre Calamar.
Las membranas nictitantes de los ojos del padre Calamar se movieron con rapidez adelante y atrás sobre sus protuberantes orbes, aunque los ojos en sí permanecían abiertos y atentos. Sonrió, o lo pareció, tras la cortina de tentáculos que le enmascaraban la boca: al menos las mejillas se elevaron e incluso su voz adoptó un tono más gentil y amable.
—No me tengas miedo, hija mía, ni a nadie que puedas encontrar entre estas paredes. Percibo que tal vez necesitas ayuda. Me complacería procurarte asistencia, si supiera qué es lo que te urge.
Las palabras del sacerdote, pronunciadas en frases morosas, calmaron a Jennifer de inmediato. Era como si no pudiera tener miedo de alguien que decía cosas como «me complacería procurarte asistencia».
—Bueno, ehm, padre, creo que sí que necesito ayuda. Aunque no estoy segura de que pueda ayudarme.
—Puede que sí, puede que no. En cualquier caso, que hayas venido a Nuestra Señora de la Perpetua Miseria no ha sido algo accidental. Tal vez el Señor te haya guiado hasta nuestra puerta. A lo mejor podrías sencillamente contarme tu historia.
«¿Por qué no?», pensó la chica de repente. Quizá él podría ver de veras una salida de todo aquel embrollo.
—Está bien —empezó, y luego volvió a guardar silencio. El padre Calamar asintió, como si pudiera leer las dudas en su rostro.
—No te preocupes, hija mía. Todo lo que me cuentes permanecerá en el más estricto secreto.
Abrió la puerta y le indicó la nave. Su mano, por primera vez fuera de las voluminosas mangas de la sotana, era grande y gris, con dedos largos y atrofiados. Jennifer pudo apreciar depresiones circulares apenas perceptibles impresas en toda su palma, como vestigios de ventosas.
—El confesionario está dentro. El voto secreto entre sacerdote y penitente es bien conocido y universalmente respetado. Todo lo que se diga aquí quedará entre nosotros.
La joven asintió. El vínculo entre sacerdote y penitente era tan fuerte como el que se establecía entre abogado y cliente y, de hecho, era más difícil de romper; si el sacerdote era digno de confianza. Miró al enorme joker de rostro solemne y decidió que confiaba en él.
El padre Calamar le sujetó la puerta y se quedó de pie a un lado mientras ella entraba en Nuestra Señora de la Perpetua Miseria, Iglesia de Jesucristo Joker.
Bagabond se estremeció mientras el trío cruzaba las pesadas puertas decó de la entrada de The Tombs.
—Ya veo por qué lo llaman The Tombs —dijo.
Paul meneó la cabeza.
—Se remonta a hace más de un siglo, a la primera prisión que construyeron en este sitio. Ésta es la tercera. En un origen, el edificio parecía de verdad una tumba egipcia.
—Sigue sin gustarme.
La tocó en el hombro.
—Lo sé. Puede que sea un abogado criminalista pero también odio las cárceles. Me hacen sentir como un animal enjaulado.
Hablaba en voz baja. Rosemary, que andaba enérgicamente por delante de ellos hacia el agente que se encargaba de la recepción, no pareció oírlo.
—La mayoría de los animales son libres, a menos que los esclavice un humano.
Bagabond le miró directo a los ojos. Él se estremeció ante su mirada.
—Es verdad.
La mujer miró más allá de él.
—Creo que Rosemary te reclama.
La ayudante del fiscal del distrito se había apartado del mostrador y le estaba haciendo señas a Paul.
Transfiriendo fugazmente su conciencia a un borracho que estaba cabeceando en uno de los bancos del vestíbulo, un hombre que ya no estaba consciente de un modo humano, Bagabond observó cómo la expresión del rostro de Paul pasaba de la confusión a la reflexión y después al interés. Siguió a Paul hasta que llegó junto a Rosemary mientras la ayudante del fiscal del distrito discutía con el oficial de policía que controlaba el acceso.
Su amiga estaba disgustada.
—No pueden haberlo perdido. Ese tipo fue teletransportado a una celda. ¿Cuánta gente se teletransporta aquí al día? —Rosemary miraba al oficial calvo que estaba sentado en una posición elevada. El policía le correspondió con una mirada fulminante.
—Si entró teletransportado, no pasó por este mostrador —dijo el sargento—. Si no pasó por el mostrador, no hay registro. Sin registro, no hay modo de dar con él. Si está aquí, no lo tenemos registrado. —El oficial se recostó en su sobrecargada y chirriante silla y sonrió a la mujer—. Tienes que seguir el procedimiento. —Apoyó sus múltiples barbillas en su voluminoso pecho y miró al frente, complacido consigo mismo.
Rosemary se agarró al borde de la mesa con las dos manos y respiró hondo.
Antes de que pudiera hablar, Paul dijo:
—Creo que se llama Bludgeon, sí, Bludgeon.
Interpuso la información en la conversación en un evidente intento de evitar que su jefa padeciera una apoplejía o matara al oficial de la recepción. Ella se giró bruscamente para mirarle con los ojos muy abiertos, llenos de ira.
—Grande, de complexión fuerte —continuó Paul—. Más o menos como usted.
—No me suena.
El sargento mostró una amplia sonrisa cuando Paul se giró hacia la ayudante del fiscal encogiéndose de hombros con resignación. Ella se volvió de nuevo hacia el sargento.
Con la voz rigurosamente controlada, dijo:
—Tal vez pueda encontrarme a un agente que me atienda.
—Hay un montón por aquí.
El sargento señaló toda la sala, donde un buen número de personas, tanto policías como arrestados, habían abandonado sus propias conversaciones para escuchar la discusión.
Rosemary cerró los ojos y apretó los dientes. Con cansancio, dijo:
—¿Dónde podría encontrar al sargento Juan FitzGerald?
—¿Juan? —dijo el oficial de recepción, como si pensara en una larga lista—. ¿Por qué no lo ha dicho antes? Juan está en el bloque C. ¿Sabrá encontrar el camino o debería asignarle un agente que la lleve de la manita?
—Sé cómo ir.
Rosemary se dirigió hacia la primera puerta que conducía a los pabellones de celdas. Paul y Bagabond la siguieron. Las comisuras de los ojos de Bagabond se arrugaron, en un gesto de diversión.
—¿Qué te hace tanta gracia? —Paul miró con aprensión a la espalda de Rosemary.
—Lo que aguanta. Yo le habría arrancado la lengua. Lo dijo como si nada, con absoluta sinceridad. Paul pareció confuso durante un instante y después sonrió.
—Nah, demasiados testigos. Además, sin lengua no hay información —asintió para sus adentros—. Lo que hay que hacer es invitarle a entrar en una de las escalinatas y luego partirle las piernas.
La mendiga se detuvo y le miró con respeto por primera vez.
—Eso es, señor Goldberg. Me gusta.
—Me alegro. Me llamo Paul.
—Suzanne. Puedes llamarme Suzanne.
—Vosotros dos, ¿vais a venir o qué? —dijo Rosemary, que iba por delante—. No voy a retener el ascensor eternamente. Dedicaos a cortejar en vuestro tiempo libre.
Les observó y, por lo visto, se dio cuenta de la poca gracia que estaba haciendo su broma. Paul y Bagabond intercambiaron una mirada cohibida.
—Vale.
Entró primera en el ascensor y pulsó el botón.
En el bloque C pasaron por un registro rutinario, antes de atravesar la puerta de acero pintada con una capa color canela que se estaba descascarillando. Al girar una esquina del pabellón, los tres se detuvieron al ver a un descomunal gigante que prácticamente llenaba todo el pasillo de una pared, verde mate, a la otra. Les daba la espalda.
Bagabond dejó escapar un pequeño «miau» de alarma y tanto Rosemary como Paul la miraron.
—Lo que hago por esta ciudad. —Rosemary dio un paso adelante—. Rosemary Muldoon, fiscalía del distrito. ¿Qué está pasando aquí?
El gigante maniobró para encararse a ella. Dos hombres que estaban más allá empezaron a hablar también.
—Mi cliente…
—Este «caballero»… ¡Quiero salir!
—¡Un segundo! —les cortó a todos—. FitzGerald, ven a hablar conmigo —le dijo al agente uniformado—. Vosotros dos, esperad un minuto y quedaos justo donde estáis.
El abogado con traje gris claro de Armani habló lo bastante alto para que ella y los otros lo oyeran al pasar.
—Universidad de Nueva York, me aventuraría a decir.
El tono era inequívoco.
Rosemary se llevó al policía puertorriqueño de dos metros por el pasillo. Bagabond miró a Paul y le señaló a Bludgeon con un gesto.
—No lo pierdas de vista.
—Estupendo.
Paul sonrió al abogado y al imponente hombre que estaba a su lado. Les tendió la mano.
—Paul Goldberg, de la fiscalía del distrito. ¿Qué tal? Bagabond siguió a Rosemary.
—A ver, ¿qué está ocurriendo? —dijo la ayudante del fiscal a FitzGerald—. ¿Quién es el figurín?
—Dice que es de Latham, Strauss. —El agente parecía avergonzado ante la expresión de disgusto e incredulidad de Rosemary—. No está mal para ser un matón tan grandote.
Ella asintió.
—¿Qué ha sucedido exactamente?
—Pues ese tal Bludgeon apareció aquí sin más. Tiene que haber sido Popinjay…, Jay Ackroyd.
—He oído ese nombre. —Rosemary se encogió de hombros—. Esta ciudad no necesita más héroes bienhechores.
—Bueno, lo ha hecho otras veces, sin ningún problema. Entra y luego formula los cargos. Pero esta vez no se ha dejado ver. Le he leído a Bludgeon sus derechos y le he dejado a hacer la llamada telefónica que le corresponde.
FitzGerald señaló hacia el hombre atildado, que estaba examinando el cierre de oro de su maletín.
—Después, hace veinte minutos, ha aparecido ese tipo.
—Maravilloso.
Con la mano sobre los labios, la mujer contempló el techo como si esperara que le bajara la inspiración. El abogado se les acercó.
—Perdonen, pero mi cliente quisiera irse ya.
El tono de su Armani era exactamente el mismo gris de su pelo. Tenía una sonrisa empalagosa.
—Bien, señor…
—Tulley, señorita. Simón Tulley.
—Señor Tulley. Hay varios cargos serios contra su cliente.
Rosemary sacudió la cabeza con preocupación.
—¿Oh? No sabía que hubiera ningún cargo contra él.
—No creo que sea de interés público liberar al señor Bludgeon sin haber investigado minuciosamente esta cuestión.
Bagabond asintió, expresando su acuerdo.
Tulley frunció el ceño, mirando más allá de Rosemary, a Bagabond.
—¿Y quién es esta otra adorable señorita?
—Una colaboradora, la señorita Melotti.
Rosemary miró a su amiga y en seguida volvió a centrarse en Tulley. El abogado de Bludgeon le tendió la mano. La vagabunda se la quedó mirando, como si estuviera inspeccionando un trozo de carne podrida.
—Encantado, por supuesto. —Tulley respiró hondo y centró de nuevo su atención en Rosemary—. No quiero sacar a colación la detención ilegal como un posible problema, señorita Muldoon, pero debería evaluar seriamente su posición.
—Señor Tulley, como tan sagazmente señala, su cliente aún no ha sido arrestado de modo oficial.
—Detención ilegal, entonces. Estoy empezando a perder la paciencia. —El abogado dirigió su larga y aristocrática nariz hacia la ayudante del fiscal—. ¿Dónde está la denuncia?
—El papeleo hoy se está moviendo con cierta lentitud, sin duda, pues se trata de un día festivo y tal. Yo misma acabo de tener un pequeño problema con eso. —Extendió las manos y sonrió inocentemente a Tulley—. Tengo que pensar en el bienestar de la comunidad.
—Y yo estoy aquí para proteger el de mi cliente. Nos vamos. —Tulley le mostró la dentadura y se dirigió con aire chulesco hacia Bludgeon.
—Tulley… —Rosemary se lanzó hacia ellos.
—Muéstreme un testigo. Muéstreme la declaración de un testigo. ¿No la hay? Pues entonces es mío o demandaré a la ciudad.
El abogado agarró a Bludgeon del brazo de manera posesiva. El gigante sonrió a las dos mujeres.
—Adiós, pues —dijo con un tono agudo que no encajaba para nada con sus dimensiones—. Ya nos veremos. Pronto, muy pronto, espero.
Bludgeon esperó una respuesta. Al ver que no la recibía, las miró con furia y precedió a Tulley hacia la puerta. FitzGerald se apoyó contra la pared cuando pasaron por delante de él.
Rosemary miró a Paul y rió con amargura.
—Recita tres veces: «Amo la Declaración de Derechos».
Levantó la mano derecha y se masajeó las sienes.
—Vosotros dos, id pasando. Quiero preguntarle a FitzGerald un par de cosas. Nos vemos en la puerta.
Bagabond y Paul se mantuvieron en silencio en el ascensor. El hombre parecía deprimido. Salir a la luz del sol fue como emerger desde las aguas profundas a la superficie. El abogado se sentó en uno de los desgastados escalones de mármol.
—He trabajado en el derecho mercantil durante años: fusiones, adquisiciones, compras financiadas por terceros, lo típico. Después decidí que quería hacer algo importante, contribuir de alguna manera. Devolver lo recibido, ¿sabes? Por eso trabajo aquí. —Dio unos golpecitos en la piedra con los nudillos—. Algo importante, ¿eh? Estamos atrapados por nuestras propias fuerzas.
—De eso me di cuenta hace mucho tiempo.
Bagabond se encogió de hombros y observó el torrente amarillo de coches al pasar. Distraída, transfirió una parte de su conciencia a las palomas situadas en la azotea de The Tombs y miró hacia la multitud.
—Pero tienes que dar algo a cambio. Es una cuestión de responsabilidad. —Paul miró a la mujer que contemplaba el cielo sin verlo.
Bagabond se estremeció:
—Eres la segunda persona que me dice eso hoy. —Una paloma bajó en picado casi hasta su hombro pero la guió, alejándola, antes de que pudiera posarse en él—. Puede que tengas razón.
Paul titubeó y después dijo:
—Soy consciente de que esto es un poco brusco, pero tengo que decirte algo. La mujer centró su atención en él.
—Eres la persona más fascinante que he encontrado en esta ciudad…
—Rosemary estará encantada —dijo Bagabond.
—Rose… La señorita Muldoon es mi jefa. Además, no es mi tipo. Es un poco demasiado convencional.
Paul se puso en pie y la miró.
—¿Yo no soy convencional?
A Bagabond le hizo gracia y se preguntó hasta qué punto creía que era «diferente».
—No te ofendas, por favor. Me preguntaba si podríamos quedar algún día para cenar. —El abogado miró a la gente que subía las escaleras, detrás del hombro izquierdo de la mujer—. Lo siento. Me pones muy nervioso.
—Gracias, pero la mayoría de las noches trabajo.
Estaba confusa. En realidad, una parte de ella quería aceptar.
—Vale, entonces ¿qué me dices de desayunar?
—¿Desayunar?
—Claro. Salgo a correr diez kilómetros a primera hora, hacia las cinco. Luego vuelvo a casa y me preparo para el trabajo. A veces me apetece y voy a tomar un buen desayuno antes de entrar. Echa a perder todo el ejercicio que he hecho antes pero está buenísimo. —Sonrió y ladeó un poco la cabeza—. ¿Por qué no te vienes conmigo un día, sólo a desayunar?
—Vale. —Asintió y después sonrió, vacilante. Por primera vez, la sonrisa también se reflejó en sus ojos—. Sí, me gustaría.
—¿Qué tal mañana?
Le miró fijamente, de nuevo sin expresión.
—No me digas que tienes otra cita —dijo Paul.
—¿A qué hora?
—A las siete. Puedo recogerte…
—Mejor quedamos en algún sitio. ¿Dónde?
La mujer se concentró en suprimir la idea de que estaba cometiendo un gran error.
—En el mercado, en Greenwich con la Séptima.
—Parece que estáis tramando algo, vosotros dos. —Rosemary bajaba por las escaleras—. Sé que Popinjay estaba intentando ayudar pero a veces desearía que los ases no se entrometieran. Mi vida sería mucho más sencilla. La tuya también, Paul. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Vuelve a la oficina y trabaja con Chavez. Suzanne y yo tenemos que ocuparnos de ciertos asuntos.
—Hasta luego —le dijo a Bagabond, estrechándole la mano.
Mientras las dos mujeres contemplaban cómo Paul volvía al edificio de la fiscalía del distrito, Rosemary miró a su amiga inquisitivamente.
—Le gustas, ¿sabes? Jack es un hombre de sindicato y sin duda gana mucho más dinero, claro, pero Paul tiene ciertos atractivos. —Ladeó la cabeza y entornó los ojos—. Buen culo.
—¿La Madonna del siglo veinte?
—Eso fue hace mucho tiempo. —Cambió de tema—: ¿Dónde está Jack?
—Vayamos a algún sitio tranquilo donde pueda concentrarme. Necesito un callejón.
Bagabond empezó a andar en dirección a la esquina.
—Un callejón. Desde luego, te gusta pulular por los lugares más elegantes. ¿No te han dicho nunca que no hay que meterse en los callejones de Manhattan? —Alcanzó a su amiga y cruzaron la calle Lafayette—. En sitios así te pueden matar.
La oscuridad del confesionario era, de algún modo, tranquilizadora. El aire dentro de la cabina tenía un olor a mar más intenso y la voluminosa masa del padre Calamar al otro lado del cristal esmerilado resultaba una presencia reconfortante. Mientras escuchaba la historia de Jennifer, hacía ruiditos, como suspiros.
—Creo que conozco al joker que te está acosando —dijo al fin el sacerdote—. No es uno de mis hijos, pero hay pocos jokers que no se hayan pasado al menos una o dos veces por aquí para escuchar la Palabra. Se le conoce como «Wyrm». Su reputación no es muy buena.
El padre Calamar cayó en un reflexivo silencio que duró varios minutos.
—Estoy perplejo pero quizá la comprensión llegará. Ven.
Se levantó, retiró la pesada cortina que cubría el lateral del confesionario y salió de la cabina. Ella le siguió.
—Tengo algunas preguntas.
Alzó una mano ancha, con forma de espátula y movió sus largos dedos para acallar la pregunta que vio en el rostro de Jennifer.
—No temas. Seré lo más discreto y reservado posible. Ponte cómoda y descansa, aquí estarás tan segura como si estuvieras en tu propia casa. Quizá muchísimo más segura, si tus sospechas son correctas.
Sus mejillas volvieron a replegarse, como si estuviera sonriendo, y la chica asintió. Observó cómo el padre Calamar se alejaba anadeando y emitiendo débiles sonidos de succión sobre el suelo de losas mientras se dirigía con trabajosa dignidad hacia el fondo de la iglesia.
Roulette estaba llegando al climax e intentó resistirse; el esfuerzo hizo que sus muslos se acalambraran y que las náuseas embargaran las lenguas de fuego que le llenaban el vientre y la entrepierna. Tachyon, con aquella maldita sensibilidad, fijó sus pálidos ojos en ella y refrenó sus embestidas; le acarició los pechos y recorrió su cintura con las manos. ¡Suéltalo!
Y tan rápido como se dio la orden, se canceló. La marea retrocedió, gruñendo de frustración con una voz que era la del Astrónomo.
Su mente y su cuerpo volvieron a estar en armonía, ya no eran presas del miedo y la indecisión. Su pasión creció y se meció en un ritmo frenético, al compás de las embestidas del cuerpo pequeño y compacto de Tachyon.
La estridente llamada del timbre llenó todo el apartamento. Bajo las manos notó que sus músculos se tensaban y saltaban y que su polla se deslizaba hacia fuera.
—Mierda, mierda, mierda —susurró, intentando con ansias acoplarse de nuevo con ella. Ella alargó la mano para ayudarle y sus manos entrechocaron y se enredaron, resbalando en la pegajosa piel del pene.
Ring.
Por fin estaba dentro, pero seguían llamando, y se quedó estirado, flácido e inerte encima de ella.
Suspiró, cerró los ojos unos segundos y dijo:
—Creo que nos han fastidiado el momento.
—Sí.
—¿Abro la puerta?
—No creo que se vayan si no les abres.
—Espérame aquí.
Se levantó y se echó por encima una bata de seda negra con hilos de plata y rojo adornada con un elaborado bordado. Era demasiado larga y el dobladillo susurró al deslizarse sobre la alfombra de color gris humo. Tuvo cuidado en cerrar la puerta del dormitorio y ella se preguntó si era para proteger su reputación o la de él. Cruzando los brazos bajo la cabeza, miró el techo y escuchó los sonidos amortiguados de la conversación que tenía lugar en la otra habitación. Un extraño sonido sordo seguido de un estrépito la hizo incorporarse en la cama y la sábana se deslizó hasta su cintura. Con un áspero chirrido, la ventana del dormitorio fue forzada y el delicado tejido de las cortinas apartado con violencia de un puntapié. Roulette gritó y el pie se retiró sólo para ser reemplazado por la cabeza y los hombros de un hombre. El móvil tintineó con violencia cuando lo cogió. Ella salió de la cama, corriendo hacia la puerta, pero en dos zancadas la había cogido del pelo y la había tirado sobre el tocador. Gritó cuando el borde biselado le golpeó en el costado. Torvamente, cogió un cepillo recamado en plata y le dio al intruso un fuerte golpe entre los ojos cuando se abalanzaba sobre ella. El bramó y, como respuesta, un segundo hombre entró por la ventana; éste llevaba una pistola.
Al estar desnuda y armada con un mero cepillo para el pelo, decidió optar por la prudencia. Encogiéndose de hombros ligeramente, dejó caer su inapropiada arma y alzó las cejas inquisitivamente.
—Vete a la otra habitación —ordenó el segundo hombre mientras su atacante se frotaba la cabeza con delicadeza y después inspeccionaba el daño en el espejo.
—¿Puedo ponerme algo de ropa?
—Dale algo.
El hombre abandonó el espejo pero continuó frotándose mientras se metía en el vestidor para después salir con uno de los abrigos de Tachyon. Era demasiado pequeño y notó que al embutirse en él las costuras de los hombros se rasgaban.
Los dos eran orientales; chinos, supuso por las estilizadas facciones de sus rostros y su tamaño. De los cuatro hombres que se alzaban amenazadoramente por encima de Tachyon en el salón principal, dos eran chinos y los otros dos, jokers. El joker reptiliano y alto no era tan malo, pero su compañero, de apenas metro veinte, le provocó un escalofrío por toda su piel desnuda y el pelo de la nuca se le erizó. A Roulette le daba pánico volar y los insectos con aguijón, y ahora estaba cara a cara con una avispa humana.
El cuerpo de la criatura era un tanto humanoide pero la cara era una cuña triangular rematada por ojos multifacetados y, entre las piernas, colgaba un largo aguijón. Las alas transparentes batían frenéticamente, llenando la estancia de un grave zumbido.
Se le escapó una risita nerviosa.
—Dios mío, cuando el misterioso Oriente se mezcla con lo grotesco autóctono, ¿el resultado la esclavitud joker? —inquirió alegremente y se tambaleó cuando le impactó un fuerte golpe por detrás, entre las escápulas. Tachyon se lanzó en su auxilio como un torbellino compacto y pelirrojo; esquivó un golpe por la izquierda y dribló a un segundo hombre que trataba de sujetarle. Hubo un momento de confusión y la avispa clavó su aguijón detrás de la rodilla de Tach. Los labios del joker reptiliano se contrajeron en una mueca de placer cuando el taquisiano gritó con agonía y se desplomó.
—No te matará, Tachyon, pero duele a muerte. Y tiene aguijonesss ilimitadosss, asssí que no vuelvasss a intentarlo.
El joker más alto, en un despliegue de fuerza, lo cogió por la nuca y lo hizo levantarse. El alienígena palpó la piel inflamada y tumefacta de detrás de la rodilla, echó un vistazo a la 38 apretada contra el cuello de Roulette y la tensión propia de la lucha desapareció de su cuerpo.
Presentaban una extravagante estampa: cuatro chinos fornidos con cazadoras de raso y gafas de sol de espejo; algunos empuñando pistolas, otros con lo que la prensa sensacionalista llamaría «bultos sospechosos bajo los brazos». Un joker encaramado como un bicho miserable en el respaldo del sofá y el reptil apoyado con aire despreocupado en el piano, limpiándose las largas y afiladas uñas con una navaja. Después estaba Tachyon, menudo y despeinado, con el pelo colgándole sobre los hombros y la túnica entreabierta, revelando su pálido pecho y la punta de su polla, que asomaba la cabeza como un tímido pajarito entre los pliegues del tejido.
El joker que estaba junto al piano hizo un gesto y dos de sus secuaces acercaron dos sillas de la mesa del comedor.
—Doctor Tachyon, por favor, sssiéntate, para que podamosss hablar. Tommy.
Uno de los chinos levantó la mirada, en alerta, temblando como un perro que oliera un rastro.
—Por favor, ata al buen doctor. No querría que intentara ninguna esssstupidez. En essse cassssso tendría que hacer daño a la sssseñorita.
Sentaron a Roulette y a Tachyon a empujones en las sillas y él le lanzó una mirada de preocupación. Ella le sonrió con una seguridad que no sentía y dijo:
—¡Qué golpe tan duro! Engañada una vez más por la cultura popular.
—No te entiendo.
—En los libros de Fu Manchú el peligro amarillo es siempre misterioso y exótico. Que los matones tengan nombres como «Tommy» y hablen con simples acentos de Brooklyn lo estropea todo.
Cara de serpiente sacó su larga lengua bífida y la miró con hostilidad.
—Ssssssi quieresssss algo exótico, tú sssssigue assssí y dejaré que el jefe sssse ocupe de ti. Te va a dar todo el exotissssmo que puedasss digerir.
Tachyon permaneció sentado con relajada elegancia pero tenía los labios blancos y Roulette se dio cuenta de que el aguijonazo aún le dolía. Tommy acabó por atarle a la silla con el cinturón de su batín y sujetarle la cabeza. Tachyon, arrastrando las palabras, dijo:
—Estoy encantado de disfrutar de vuestra compañía, sin duda alguna, pero ¿podría saber a qué debo este singular placer?
Cara de serpiente acercó una silla con el pie y se sentó a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo. Roulette no estaba atada pero uno de los matones le había puesto la mano en el hombro y ella era muy consciente de todas aquellas pistolas y, si algo había aprendido de su padre, agente de policía, era «no juegues con una pistola».
—Tachy, hemos venido a por el libro.
Las cejas cobrizas y arqueadas del alienígena se alzaron hasta su flequillo.
—Buen hombre, tengo algo más de un millar de volúmenes en este piso. ¿A qué libro te refieres?
—Pégale —fue la inexpresiva respuesta.
Tommy se lanzó hacia él, se oyó un sonido como el de un hacha poco afilada golpeando contra la madera y Tachyon escupió una bocanada de sangre. Roulette se dio cuenta de que tuvo la precaución de dirigir el pegote viscoso hacia su regazo y, por tanto, de proteger la moqueta blanca.
—El libro.
—No soy una biblioteca, no me dedico a prestar libros.
Esta vez Tommy se situó delante, le agarró de la bata con un puño, lo levantó a pesar de sus ataduras y le propinó varios fuertes reveses. El chino llevaba unos cuantos anillos y la mujer reprimió un grito al ver el metal hundiéndose en la piel de alabastro. Cuando acabó, el alienígena tenía el labio partido, le sangraba la nariz y se le estaba poniendo un ojo morado.
—Está claro que Hiram no va a dejarme entrar esta noche —murmuró mientras los labios ya se le empezaban a hinchar—. Como buen caballero, es muy quisquilloso.
La lengua bífida se alargó y revoloteó rozando el rostro del doctor, lamiéndole la sangre.
—Tachy, a lo mejor no lo entiendesssss. Voy a obtener essse libro aunque tenga que darte una buena paliza.
Tachyon rebajó el tono afectado y exasperante y dijo sin rodeos:
—De verdad que no sé de qué estáis hablando. ¿Qué libro?
El joker le miró implacable.
—Lo han robado. Ssssssé que lo tienesssssss y voy a recuperarlo.
El alienígena suspiró.
—Muy bien, registrad mi casa, por favor, pero os aseguro que no tengo ningún libro robado.
—Busssssscad, dessssssssstrozad essste lugar. —Tachyon se estremeció—. Pero atadla primero. No queremosss que nada nosss dissssssstraiga.
Tommy se sacó una fina cuerda del bolsillo y rápidamente le ató manos y pies a la silla. Se dispersaron y empezaron a rebuscar en el apartamento. La avispa seguía sentada en el sofá, zumbando y castañeteando sola. Una cascada de libros cayó desde uno de los estantes superiores, haciendo añicos un delicado cuenco de porcelana. La ira y el dolor aletearon en el fondo de los ojos de Tachyon pero su voz sonó neutra, casi despreocupada, al decir:
—Dos veces en dos meses. Esto pasa de castaño oscuro. Puedo perdonar al Enjambre, era un monstruo sin mente y, por tanto, destruía sin pensar, pero estos matones…
—Pensaba que tenías poderes. El… Alguien me lo dijo —apuntó Roulette en voz baja.
—Así es.
—Entonces ¿por qué no los usas?
—Empecé a hacerlo, después te oí gritar y me di cuenta de que había más de cuatro personas —susurró—. Puedo controlar a tres humanos pero el vínculo es débil, y si, además, tuviera que luchar… —Dirigió toda la fuerza de sus hermosos ojos hacia ella—. Temí que pudieras resultar herida si mis poderes eran menos fuertes o mis reflejos menos rápidos que lo que mi orgullo me permitiría admitir. Y esa avispa es condenadamente rápida.
Hubo un gruñido agraviado.
—Así que, ¿qué hacemos?
—Esperar y rezar por una oportunidad. Y desear que no tuvieras esas protecciones mentales —añadió él con impaciencia—. Podría mantener contacto telepático contigo. Pero, bueno, no vale la pena lamentarse…, agua pasada no mueve molino.
—Shhhh.
—Desde luego, el amarillo no es tu color, querida mía —dijo, respondiendo rápido a su advertencia.
Uno de los captores les lanzó una mirada suspicaz al pasar a su lado y Roulette dijo malhumorada, por su bien:
—No me interesa tu opinión sobre mis gustos. Eres tú el que escogió ese amarillo color vómito de gato.
La boca del chino se abrió en una amplia sonrisa que mostró una buena cantidad de encías rosas y un diente de oro mientras entraba en el hueco de la cocina.
Tachyon le lanzó una mirada triste.
—¿Vómito de gato? Siempre lo consideré un amarillo limón muy adorable. Roulette rió y el alienígena le lanzó una mirada de aprobación.
—Buena chica, aún saldremos de ésta.
—Menudo equipo —contestó con sequedad.