15.00 horas
El dormitorio continuaba con la decoración en tonos granates pero con notas grises en vez de blancas. Más libros, más flores y en el tocador la fotografía de una mujer de ojos tristes con un vestido de los años cuarenta. Un enorme vestidor lleno de ropa: un estallido de colores. Tachyon, sentado en una silla junto a la ventana, se quitó una de las botas de tacón. El aire acondicionado hacía que el móvil de cristal y plata que estaba suspendido sobre su cabeza tintineara.
—Deja que lo haga yo. —Se arrodilló ante él y le sacó la segunda bota, notando lo pequeños que eran sus pies, en contraste con el número treinta y nueve de Josiah.
—Debería desnudarte yo.
Dejó caer la bota.
—¿Y si aceleramos las cosas y nos desnudamos por nuestra cuenta?
—No sé si estar halagado porque estás tan ansiosa o preocupado porque simplemente estás ansiosa por acabar con esto.
Sus dedos se quedaron paralizados entre los botones de su blusa y se vio en el espejo mientras el color desaparecía de su rostro dejando aquella extraña tonalidad gris que afecta a las pieles negras.
Se despojó rápido de la ropa y contempló el esbelto reflejo en el espejo. Los cristales de sus trenzas reflejaban la luz, centelleando contra su cabello de ébano.
—Señorita, eres hermosa.
A su lado, él parecía una figura de marfil y cornalina. Su cabeza, con sus rizos rojos caídos, apenas le llegaba a la altura del hombro.
Sus labios dejaron ver unos dientes en una parodia de sonrisa.
—Vamos. Te daré las gracias en la cama.
El colchón gorgoteó y se balanceó cuando se metieron bajo la colcha. Fue a abrazarla, luego se apartó y descolgó el teléfono de la mesita de noche. Con un guiño y una mueca se acurrucó contra ella y sus manos y sus labios se movieron por su cuerpo mostrando una gran experiencia, buscando los puntos de placer, disolviendo sus nervios en una marea de sensaciones. Esta vez no era una obligación que tuviera que soportar amargamente. Era un amante consumado, parecía casi adorarla con su cuerpo. Le apartó el pelo enmarañado y húmedo de su monte de Venus con los dedos y deslizó la lengua por sus labios, estimulando el clítoris. Ella hundió una mano en su pelo, acercándolo hacia sí. Por un instante, pasado y futuro quedaron olvidados en medio de la envolvente sensación del momento.
Él serpenteó por todo su cuerpo, con el pene caliente, duro y húmedo contra su muslo. La punta de su polla tentaba en su monte de Venus como un potro acariciando con el hocico; ella suspiró y se abrió de piernas, dándole la bienvenida. Pero él siguió jugueteando, con los brazos rígidos a los lados de su cuerpo, mordisqueándole los pezones, con la enloquecedora tentativa de penetración, una cálida presencia contra su clítoris. Gruñó y tiró de él, apoderándose de su boca mientras se deslizaba suavemente en su interior.
Y sintió varias cosas a la vez: el levísimo roce de la mente de Tachyon deslizándose inocuamente entre las defensas que el Astrónomo había erigido para evitar justo ese tipo de penetración y el peso creciente del veneno avanzando como un perro de caza, avanzando y deteniéndose, aguardando a que le dieran permiso.
Un permiso que contuvo, justificando la decisión con la idea a medio formar de que jugaría con él y le prometería amarlo para que la traición fuera aún más devastadora para él. Rodeándole con brazos y piernas, respondió a cada embestida alzando las caderas. Sus gemidos estaban salpicados de palabras murmuradas y cariñosas, pero ella reprimía cualquier sonido, como si a través del silencio pudiera denegarle el placer. Se corrió, el semen fluyó en su interior, lanzó un grito áspero y se desplomó sobre su pecho, aplastándole los senos.
—Roulette, creo que eres un as. —Las palabras interrumpidas por jadeos.
—¡No! —Le apartó de un empujón y él se tendió a su lado, pestañeando perplejo.
—Tus defensas no son las protecciones rudimentarias que tienen los normales, son muy sofisticadas.
Se arrodilló, vacilando sobre la cama, con las manos apretadas entre los muslos y el sudor cada vez más viscoso en su piel desnuda.
—No puedo explicarlo.
—Si me permites explorar, tal vez podría explicarlo.
—¡No, no! ¡Me asusta, no quiero que lo hagas! ¡No te dejaré! —La estridencia de su tono la atravesó, generando una punzada de dolor tras sus ojos.
—De acuerdo, de acuerdo. —La acarició como a un caballo inquieto—. Tu cuerpo y tu mente son tuyos. Nunca te violaría.
Se arrojó a su lado, apretando la cara en su pecho, saboreando el sudor salado, aspirando el aroma de hombre, de sexo y de loción de afeitado.
—Abrázame. No quiero pensar más.
—Shhhh, shhh. Conmigo estás a salvo.
Y de nuevo la miró perplejo cuando su risa llenó la habitación, con esquirlas enloquecidas de sonido que parecían cortarle la garganta y llenarle el pecho de dolor.
—¡Suzanne!
—No pasa nada, estoy bien. —Bagabond se había recostado en la silla y estaba respirando hondo—. Ha sido tan intenso…
—¿Qué pasa? —La voz de Rosemary estaba llena de sincera preocupación.
La mendiga le devolvió la mirada.
—Tiene los libros…, creo. Las libretas.
—¿Jack? ¿Cómo? —Rosemary extendió las manos, confusa.
—Se los comió.
—Entonces son míos.
Los ojos de Rosemary brillaron y se mordió los labios, pensando.
La conversación se acabó de golpe cuando cuatro hombres entraron en el despacho y se llevaron a Rosemary a una inminente conferencia con la División contra el Crimen Organizado del Departamento de Policía de Nueva York en la que seguramente se iban a tratar temas candentes. Para Bagabond, aquellos hombres eran del tipo administrativo, indescifrables.
Con la policía ya bastante mermada, nadie necesitaba una guerra de bandas. Algo del todo posible, según Rosemary. Las otras familias probablemente iban a atacar a los Gambione, pero se moverían poco a poco, comprobando su fuerza y liderazgo. Las Garzas Inmaculadas eran el mayor peligro, superando de largo a los colombianos, los moteros e incluso la familia mexicana Herrera. Las Garzas no eran conocidas por su cautela, su moderación o su paciencia. Si los Gambione no restablecían su poder pronto, serían destruidos.
A ninguno de aquellos hombres le gustaba los Gambione, pero todos temían la alternativa.
Mientras Rosemary discutía sobre la reacción de las Cinco Familias, Bagabond permaneció en silencio en un rincón, tras el escritorio de su amiga. Con los ojos cerrados, permitiendo que la conversación se desarrollara a su alrededor, siguió el rastro de Jack Alcantarillas. Se había retirado a los túneles donde se sentía a salvo, y cada vez que Bagabond trataba de influir en él para que se detuviera, se resistía. Aunque el caimán no entendía muy bien qué estaba buscando ni por qué, seguía atento. Rastreando esa búsqueda hasta las profundidades de su cerebro, Bagabond descubrió que el reptil había establecido una conexión entre Cordelia y un trozo de comida particularmente sabroso. Al averiguarlo, la mendiga casi perdió el contacto cuando la gracia de todo aquello se sobreimpuso a una parte de su concentración. Qué ganas de contárselo a Jack. Sincronizándose de nuevo con el reptil, se movió en su mente y, con cuidado, cambió algunas de las conexiones neuroquímicas entre sus patas y su cerebro y modificó la resistencia en las neuronas. Hecho esto, el caimán se movió casi a cámara lenta.
Bagabond pestañeó y volvió a concentrarse en el despacho de Rosemary, empezando con el retrato de Fiorello La Guardia en la pared opuesta. Los hombres se habían ido y su amiga estaba sentada en la mesa, revisando un archivo.
—Bienvenida al mundo real. —Cerró el archivo—. Bueno, ¿dónde está Jack?
—En algún punto debajo del Bowery, es todo cuanto puedo decir. —Pestañeó—. ¿De verdad crees que esto es… el mundo real? Rosemary miró por la ventana.
—Es el único que tengo. —Le devolvió la mirada—. ¿Te has enterado de mucho de la conversación?
Ante el gesto despreocupado de Bagabond, continuó.
—Se supone que he de contactar con mis fuentes y descubrir qué está ocurriendo. Después quiero hacerme con esos libros; ya descubriré qué hacer con ellos cuando los tenga.
Descolgó el teléfono y empezó a marcar. Bagabond la observó en silencio.
—Max, soy Rosa Maria Gambione —dijo al auricular—. He oído que hoy ha habido problemas, Don Frederico… —Alargó la mano y activó el manos libres del teléfono.
—… mucho tiempo desde la última vez que llamaste, Maria.
—Sí, ha pasado mucho tiempo, pero sigo siendo una Gambione.
—Don Frederico ha fallecido —dijo Max tras una pausa—. Tal vez haya sido un accidente, tal vez los putos (perdóname, Maria) chinos. Echo de menos a tu padre, Maria. Esto no habría pasado si aún estuviera entre nosotros.
—Mi padre era un buen don, Max. ¿Hay alguien haciendo cola para ocupar el puesto de nuevo don?
—No, el Carnicero (perdóname, Maria) pensaba que viviría para siempre.
—¿Qué pasará con la familia?
Bagabond miró fijamente a Rosemary. El tono de la ayudante del fiscal del distrito mostraba algo más que un interés intelectual, y la mujer parecía preocupada. Tenía las manos tensamente entrelazadas, los nudillos lívidos.
—Hay una reunión hoy a las ocho en el Haiphong Lily: a los capos más jóvenes les hace gracia reunirse allí, y la comida es buena. Los capos decidirán quién será el próximo don. Perdona mi impertinencia pero espero que escojan con más cabeza esta vez.
—Estoy segura de que sí, Max.
—Maria, si me das tu número de teléfono, puedo informarte de lo que pase.
—No, no, nunca estoy en casa y odio los contestadores.
—Me cuesta creer que una buena chica como tú no haya encontrado aún un marido. No puedes llorar a Lombardo Lucchese toda la vida, ¿sabes? No dejes que esa tragedia arruine tu vida.
—Gracias, Max. Soy de lo que no hay. Ya sabes lo quisquillosa que soy. Soy hija de mi padre.
—Sí que lo eres. Fuerte y lista como él. Por favor, no te comportes como una extraña, Rosa Maria. Todos te echamos de menos.
Los ojos de la mendiga se fueron abriendo más y más mientras escuchaba la conversación de su amiga. Rosemary cogió un bolígrafo de la mesa y se lo tiró.
—Cuídate, Max. Te llamaré pronto. Ciao.
—Ciao, Maria.
El teléfono rechinó cuando Rosemary quitó el manos libres.
—¿Qué te hace tanta gracia, Suzanne?
—«Ay, Max, es sólo que estoy demasiado ocupada en la fiscalía del distrito como para tener una familia». ¿Es que no lo saben?
—Suzanne Melotti, Dios te castigará por eso. Por supuesto que no lo saben. Rosemary Muldoon es una irlandesa morena y no se parece en nada a Maria Gambione, la única Madonna del siglo veinte. No les he visto en persona desde el funeral de mi madre, hace varios años, y entonces llevaba peluca, velo y nada de maquillaje. —Rosemary meneó la cabeza—. ¿Por qué deberían hacer la conexión? Por aquí la gente cree que leía los libros adecuados en la facultad y que, de algún modo, conozco a la gente adecuada para ser una experta en las familias y punto. También me conceden el factor buena suerte.
—Dios ya lo ha hecho. —Bagabond se recostó en la silla y ladeó la cabeza—. Estás preocupada de verdad por el bienestar de los Gambione, ¿no? Aún son tu familia.
—Si el equilibro de poderes se altera, será un desastre. —Rosemary se levantó.
—Tonterías. Vamos a buscar a Jack.
Rosemary abrió la boca para replicar pero el teléfono sonó y la voz incorpórea de la recepcionista habló:
—Señorita Muldoon, tenemos un problema. El sargento FitzGerald llama desde The Tombs. Parece que alguien…, ehm…, «teletransportó», creo que dijo, a un supuesto delincuente a The Tombs.
—¡Virgen santísima! ¿Por qué justo hoy? —Se quedó mirando el teléfono, como deseando que explotara—. Patricia, ¿no está Tomlinson de guardia esta tarde?
—Bueno, sí, señorita Muldoon, eso es lo que dice la hoja de servicio. Pero ha salido tarde a comer y aún está fuera y todos los demás con los que he intentado hablar o están reunidos o no están en sus despachos.
—Me limitaré a pensar que están reunidos. —Suspiró y volvió a sentarse—. Yo me encargaré.
Bagabond no creyó las excusas de Rosemary respecto a su desapego de los Gambione. Los libros se habían convertido en una excusa para reunirse con su verdadera familia. A Bagabond le enfureció haber sido manipulada para ayudarla en ese objetivo. También la hacía sentir celosa por el pasado de su amiga. Se abstrajo del despacho y siguió el rastro de Jack, quien aún seguía su camino de reptil hacia su presa. Le llevó cierto tiempo detectarlo, aun con el paso lento que ahora llevaba. Cuando lo localizó, volvió al despacho para encontrarse con que Rosemary la observaba con hostilidad.
—El sargento FitzGerald, que pronto será el agente FitzGerald, está histérico. No dejaba de decir incoherencias. Tengo que ir allí ahora mismo. ¿Por qué no te vienes conmigo y salimos desde allí?
Bagabond asintió mientras Rosemary pulsaba el intercomunicador.
—Patricia, intenta encontrarme a Goldberg, dile que se reúna conmigo en el ascensor. —Cogió la chaqueta, que estaba colgada en el respaldo de la silla—. Vámonos antes de que pase algo más. Quiero solventar esto rápido.
—¿Por qué él? —Bagabond volvió a calzarse y dio un respingo. Cruzó la puerta que Rosemary le sujetaba.
—¿Tu colega Goldberg? Porque es nuevo y tiene que aprender a manejar este tipo de cosas. Y, además, me encanta extender la miseria a mi alrededor. Vamos.
Goldberg esperaba en el ascensor y parecía nervioso, atento a Rosemary. Saludó con un gesto a Bagabond cuando la pareja se acercó.
—Suzanne, creo que ya conoces a Paul Goldberg. —Señaló a Bagabond—. Paul, ésta es Suzanne Melotti, una amiga y colaboradora.
—Encantado de conocerla oficialmente, señorita Melotti. —Le sonrió—. Espero no haber sido muy brusco antes.
—No. —Bagabond pulsó el botón de bajada.
—Ah, bien. Bien. —Paul se volvió hacia Rosemary—. Señorita Muldoon, ¿puedo preguntarle por qué estoy aquí?
Extendió las manos y la miró con aire inquisitivo.
—Paul, no me hagas hablar, hoy no es un buen día. —Rosemary miró a su amiga, quien contemplaba cómo cambiaban los números de las plantas del ascensor—. Te lo contaré de camino.
—Sí, señora —dijo Paul.
Altobelli se reunió con Fortunato en las barricadas que obstruían toda la entrada sur de Fort Tryon Park; habían permanecido allí durante tanto tiempo que, entre las pandillas juveniles y el daño que los ases habían causado al erradicar a los masones, se habían convertido en estructuras permanentes.
Había policías por todas partes. Cuando un furgón se iba, otro se acercaba despacio para ocupar su lugar. Ahora quedaban los últimos restos, chicos menores de edad, flacos, con tejanos y camisetas, esposados y sudorosos, algunos de ellos con la cara y las manos sangrando. Altobelli sacudió la cabeza. Era bajo, empezaba a tener canas en las sienes y tenía una complexión delgada a excepción del vientre.
—Es idea del comisario —dijo. El comisario de policía había estado en la radio toda la semana, defendiendo la mano dura en lo concerniente al Día Wild Card—. ¿Mola, eh? De todas la putas veces para llevar a cabo este tipo de maniobra, tenía que ser hoy. Si hubiéramos estado en las calles, donde se supone que teníamos que estar, en vez de estar aquí pateando el culo de unos pocos chavales, quizá podríamos haber salvado a Aullador o a ese chico. Por no hablar de la Tortuga.
—¿Qué?
—Lo acabo de oír por la frecuencia de la policía. No me lo puedo creer, joder. Un par de matones ases lo atrajeron con una especie de emisor de interferencias. Luego bombardearon con napalm al pobre diablo y cayó al Hudson. Lo están dragando en busca del caparazón pero, de momento, ni rastro.
—Dios mío, la Tortuga… —«Si pueden con él, entonces no tenemos nada que hacer. No hay la menor esperanza. Voy a morir»», pensó.
En cierto modo, perder toda esperanza lo hacía todo más fácil. Ahora sólo era cuestión de aguantar la presión. Salvar lo que se pudiera y pasar de todo lo demás.
«En algún momento», pensó, «antes de las cuatro en punto, vas a encontrarte con la muerte. Lo que tienes que hacer es esperarla, estar preparado. No pienses siquiera en salvarte, porque ya estás perdido. Lo que tienes que hacer es matarle. Te cueste lo que te cueste, tienes que matarle o morir en el intento».
Le temblaban las manos. No era miedo, en verdad, sino más bien una furia descontrolada e impotencia. Las cerró en un puño. Apretó con tanta fuerza que pensó que iba a hacerse daño. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había girado y atravesado la luna trasera de uno de los coches de policía con el puño. Unos pedazos del cristal blindado cayeron sobre el asiento trasero como gemas sin tallar.
—Por el amor de Dios, Fortunato. —Altobelli corrió al coche y luego miró la mano del as—. ¿Estás bien?
—Sí.
—Cielos, ¿cómo voy a explicar lo de la ventana?
—Di que lo hizo uno de los chicos. No me importa. —Flexionó los dedos y recitó mentalmente un par de mantras—. Olvídate de la ventana, ¿vale, Altobelli? Dime por qué querías que viniera.
—Por las bandas —dijo apartándose del coche con reluctancia—. Nadie fue a los Cloisters después de que destrozarais el lugar, así que los chicos volvieron. El comisario cree que podrá ganarse algunos titulares de los jokers acorralando a los chicos. Lo único que pasa es que hay todos esos túneles debajo. Y hay cadáveres en ellos.
—Enséñamelo.
Le llevó más allá de las barricadas hasta un vehículo de Emergencias. Había dos cuerpos en las camillas, uno al lado del otro. El as levantó la primera sábana; era uno de los chavales, con largo pelo negro y una bandana enrollada en la cabeza. Le resultaba vagamente familiar. Donde debería haber estado la garganta, había una bola de algodón.
—Era una especie de mensajero de los masones —dijo Fortunato—. Es todo lo que sé.
Altobelli le indicó el segundo cadáver. Ése había sido guapo en vida: brillante pelo rubio, nariz y barbillas afiladas. Estuvo en el calabozo de Jokertown, la noche en que murió Eileen, y había decidido que no valía la pena matar a Fortunato.
—Román —dijo Fortunato—. Creo que su nombre era Román. Era uno de ellos. La última vez que oí hablar de él estaba en la cárcel. Debió de salir con libertad bajo fianza o algo así.
—Había otra media docena de chavales: ya los hemos metido en las ambulancias. También los trozos de dos o tres chicas, es difícil decirlo. El forense podrá determinarlo. Fulanas, probablemente. —Le echó una mirada fugaz—. No pretendía ofenderte. Y algo más que parecía haber sido una estatua de madera, sólo que cuando lo encontramos prácticamente estaba hecho astillas. Lo raro del caso es que estaba vestido.
—Otro as, lo más seguro. Una especie de hombre de madera o algo.
—Hay uno más —dijo Altobelli—. Y sigue vivo.
Rebuscó entre la basura que cubría el callejón tratando de encontrar algo pesado. Spector estaba cansado y apenas podía mantener el equilibrio. Era probablemente una especie de resaca causada por lo que le había hecho la zorra de Insulina.
El Astrónomo debía de estar gastando sus poderes rápidamente; ésa era la única razón por la que Spector seguía vivo. El anciano le necesitaba para ayudarle a recargar sus poderes, lo que haría más tarde con las chicas de Fortunato. Cuando se unían para acabar con alguien, había algo en el modo en que Spector mataba a la gente que hacía que al Astrónomo le resultara más fácil devorar su energía, o lo que diablos fuera lo que hacía para obtener su poder. El viejo siempre canalizaba algo del fluido hacia él, lo que hacía que se sintiera genial, y ya no había muchas cosas que le hicieran sentir así. Quizá tuviera la oportunidad de matar antes a aquel viejo cabrón, si estaba lo bastante debilitado. De otro modo, el anciano se recargaría hasta el límite y nadie podría detenerle.
Hurgó en un contenedor y sacó un pisapapeles de mármol roto. Tenía la forma de un caballo encabritado, pero le faltaba la cabeza. Spector se arrodilló y colocó su brazo descoyuntado contra el asfalto. Situó el pisapapeles por encima del punto en que se habían roto los huesos y ensayó el golpe varias veces; después levantó el brazo todo lo que pudo. Cerró los ojos y se imaginó la cabeza del Astrónomo por debajo del brazo levantado. Bajó el pisapapeles golpeando tan fuerte como pudo. Se oyó un chasquido. Apretó los dientes para evitar gritar y repitió el proceso. Al cabo de un minuto o dos lo dejó. Le quedó bastante recto pero aún no podía mover la muñeca. Los huesos sobresalían y encajaban entre sí de un modo que no era el que debería.
Spector se incorporó vacilante, con el brazo colgando inerte. Le dolía aún más de lo habitual y su traje, el único que poseía, estaba hecho unos zorros. Avanzó despacio por el callejón, tratando de evitar la calle, esperando que las cosas no fueran a peor.
Fortunato sorteó con cuidado los pesados cables que los policías habían colgado en los túneles. Había luces a cada pocos metros. Las paredes eran resbaladizas y estaban salpicadas de diminutas burbujas. Supuso que uno de los ases masones las habría imbuido con algún tipo de energía calorífica.
La sala principal medía diez metros de diámetro. Había una desastrada alfombra persa en el suelo; alguien había apagado cigarrillos en ella. Los muebles eran baratijas de vinilo que habían pasado cierto tiempo bajo la lluvia.
Unos policías de paisano con guantes de látex estaban reuniendo trozos y fragmentos y guardándolos en bolsas herméticas. Uno de ellos acababa de recoger una jeringuilla de plástico desechable. Fortunato cogió al hombre por la muñeca y se inclinó para olfatear la aguja. El agente se le quedó mirando.
—Heroína —dijo Fortunato.
—Había un montón. Hoy en día es tan barata como el polvo.
Fortunato asintió, pensando en Verónica. Podría estar en la calle ahora mismo, haciéndose un torniquete para hacer destacar la vena azul del interior del brazo…
—Por ahí —dijo Altobelli—. No tengo ni idea de qué cojones es.
Fortunato le reconoció por la descripción de Water Lily. Era digno de una pesadilla, un extraño geniecillo que había reconstruido el dispositivo shakti para el Astrónomo. Su miedo y horror hacia las cucarachas le habían convertido en una.
—Kafka —dijo Fortunato—. Así es como te llaman, ¿no?
—No a la cara. Era una regla.
Estaba sentado en un sofá de color tabaco de un rincón. Las partes de su cuerpo que no estaban cubiertas por una bata blanca de laboratorio eran del mismo color marrón que el sofá: escuálidas patas con pinchos en la parte trasera, manos como pinzas, una cara plana y sin nariz, con sólo bultos en el lugar en que deberían haber estado los ojos.
Fortunato se plantó delante de él. Sólo sintió frío.
—¿Dónde está?
—No lo sé —dijo Kafka.
—¿Por qué no estás muerto como los demás?
La cara sin rostro se giró hacia él.
—Dame tiempo. Estoy seguro de que pronto lo estaré. Algunos de esos… niños… del exterior estaban divirtiéndose un poco conmigo. Cuando llegué aquí oí gritos y me escondí en un túnel trasero.
—¿Oíste algo más?
—Le dijo a alguien más…, a una mujer, que se reuniera con él en un almacén cuando hubiera acabado. Comentó algo sobre una nave.
—¿Qué clase de nave?
—No lo sé.
—¿Con quién hablaba?
—Nunca supe cómo se llamaba y sólo la vi una o dos veces. Además, mis ojos casi son inútiles. Podría intentar describirte cómo huele.
Fortunato negó con la cabeza.
—¿Algo más? Lo que sea.
Kafka pensó durante unos pocos segundos.
—Dijo algo de las cuatro en punto. Es lo único que oí.
Deceso había dicho que todo iba a ocurrir hacia las cuatro de la madrugada. ¿En un yate? ¿Alguna especie de embarcación? Era poco probable. Nada que se desplazara sobre el agua podría transportarle tan rápido como para evitar que Fortunato diera con él.
Lo que significaba que era una nave espacial. Pero ¿dónde diablos podría apoderarse de una?
—Haga que me incineren, ¿lo hará? —dijo Kafka—. Odio este cuerpo. Odio la idea de tenerlo a mi alrededor.
—Aún no estás muerto, por el amor de Dios —dijo Altobelli.
—Como si lo estuviera, como si lo estuviera.
De regreso, Fortunato dijo:
—Tiene razón, ¿sabes? El Astrónomo va a ir a por él. Tenéis que ponerle vigilancia en todo momento. Los tíos del SWAT con MI6S, por ejemplo.
—¿Hablas en serio?
—Pudo con la Tortuga —dijo Fortunato.
—Está bien, tienes razón. El procedimiento en estos casos es que el delincuente vaya al calabozo de Jokertown. Eso es territorio del capitán Black. Pero enviaré a mis propios hombres con él. Como si no hoy tuviéramos bastante mierda encima.
Volvieron a la luz del día.
—Ahora escucha —dijo Altobelli—: ten cuidado. Si ves a ese tal Astrónomo, llamas para que te enviemos refuerzos, ¿entendido?
—De acuerdo, teniente.
—Claro que sí, claro que sí.