6.00 horas
En la Quinta Avenida estaba tan oscuro y silencioso como siempre.
Jennifer Maloy observó las farolas y el flujo regular del tráfico y frunció los labios con disgusto. No le gustaba toda aquella luz y actividad, pero no podía hacer mucho al respecto. Al fin y al cabo, era el cruce de la Quinta Avenida con la calle 73 de la ciudad que nunca duerme. Había estado igual de bullicioso las últimas mañanas, en las que había pasado comprobando el área, y no tenía razones para esperar que las condiciones fueran mejores.
Con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina, pasó de largo un bloque de apartamentos de piedra gris y una altura de cinco plantas y se deslizó en el callejón que había tras él. Allí había oscuridad y silencio. Se adentró en una zona del paso que estaba tapada por un contenedor de basura y sonrió.
No importaba cuántas veces lo hubiera hecho, pensó, seguía siendo excitante. El pulso se le aceleró y empezó a respirar más rápido, ansiosa, mientras se ponía una máscara que ocultaba sus rasgos finamente esculpidos y escondía la masa de cabello rubio recogida en un moño detrás de la cabeza. Se quitó el abrigo, lo dobló pulcramente y lo depositó junto al contenedor. Debajo sólo llevaba un diminuto biquini y unas deportivas. Tenía un cuerpo esbelto y elegantemente musculoso, pechos pequeños, caderas estrechas y piernas largas. Se inclinó, se desató los cordones, se quitó las zapatillas y las dejó junto a la gabardina.
Pasó una mano por la pared trasera del bloque de apartamentos, casi acariciándola, sonrió y después simplemente la atravesó.
Se oía el sonido de una motosierra hincándose en madera empapada. El chirrido de los dientes metálicos hacía que a Jack le dolieran los suyos propios; el chico, demasiado familiar, se esforzaba en esconderse en lo más hondo de la maraña de cipreses del pantano.
—¡Está ahí, en alguna parte!
Era su tío Jacques. La gente de Atelier Parish le llamaba Snake Jake. A sus espaldas.
El muchacho se mordió los labios para evitar gritar. Mordió más fuerte, hasta hacerse sangre, para evitar transformarse. A veces funcionaba. A veces.
La sierra de acero rechinó de nuevo al hincarse en el húmedo ciprés. El chico se sumergió, bien hondo; se le metió agua marrón salobre en la boca y en la nariz. Cuando el pantano le cubrió por completo la cara se atragantó.
—¡Os lo dije! ¡Ese cebo para caimanes está justo ahí, pilladle!
Otras voces se unieron.
El filo de la motosierra chirrió una vez más.
Jack Robicheaux se agitó en la oscuridad; un brazo embrollado en la sudorosa sábana, el otro tratando de alcanzar el teléfono. Estampó la lámpara Tiffany contra la pared, soltó un taco cuando logró cogerla como pudo por su base de pétalos y tallos y la estabilizó en la mesita de noche y después sintió la fría suavidad del teléfono. Descolgó el auricular a mitad del cuarto tono.
Jack empezó a maldecir de nuevo. ¿Quién diablos tenía su número? Bagabond lo sabía, pero estaba en otra habitación, allí en su casa. Antes de que pudiera acercar los labios al aparato lo supo.
—¿Jack? —dijo la voz al otro extremo de la línea. La estática a larga distancia distorsionó el sonido por un segundo—. Jack, soy Elouette. Te llamo desde Louisiana.
Sonrió en la oscuridad.
—Me figuraba que estabas ahí. —Pulsó con brusquedad el interruptor de la lámpara pero no pasó nada. El filamento debió de haberse roto al caer la lámpara.
—La verdad es que nunca había llamado tan lejos —dijo Elouette—. Siempre marcaba Robert.
—Robert era su marido.
—¿Qué hora es? —dijo Jack. Buscó a tientas su reloj.
—Las cinco de la mañana o por ahí —dijo su hermana.
—¿Qué pasa? ¿Es Ma? —Por fin se estaba despertando, librándose de los últimos retazos de su sueño.
—No, Jack, Ma está bien. No le va a pasar nada, nos sobrevivirá a los dos.
—Entonces, ¿qué? —Se dio cuenta de lo áspero de su tono de voz e intentó suavizarlo. Era sólo que las palabras de Elouette eran tan lentas y sus pensamientos tan interminables…
El silencio, interrumpido por ráfagas de estática, se dilató en la línea. Finalmente, Elouette dijo:
—Es mi hija.
—¿Cordelia? ¿Qué le pasa? ¿Pasa algo malo?
Otro silencio.
—Se ha escapado.
Jack experimentó una reacción extraña. Al fin y al cabo, él también había huido, un montón de años atrás. Había huido cuando era muchísimo más joven que Cordelia; ¿cuántos años tendría ahora, quince, dieciséis?
—Dime qué ha pasado —le dijo en tono tranquilizador.
Elouette se lo explicó. Cordelia (dijo) apenas había dado señal alguna. La chica no había bajado a desayunar la mañana anterior. También habían desaparecido maquillaje, ropa, dinero y una bolsa de viaje. Su padre había hecho las comprobaciones pertinentes con los amigos de Cordelia; no eran muchos. Había llamado al sheriff del condado. Las patrullas habían hecho correr la voz. Nadie la había visto. La hipótesis más sólida de las autoridades era que la chica había hecho autostop en la carretera.
El sheriff había sacudido la cabeza con tristeza:
—Parece que eso hizo la chica —dijo—, bueno, tenemos motivos para preocuparnos.
Había hecho todo lo que había podido pero aquello había consumido un tiempo precioso. Al final, fue el padre quien tuvo una idea: una chica con la misma cara («la cosita más bonita que he visto en un mes», había dicho el vendedor de billetes) y el mismo cabello largo, abundante y negro («negro como el cielo en una noche de luna nueva en los pantanos», dijo un portero) se había subido a un bus en Baton Rouge.
—Era de la compañía Greyhound —dijo Elouette—. Billete de ida a Nueva York. Para cuando lo descubrimos, la policía dijo que no tenía mucho sentido intentar pararlo en Nueva Jersey.
La voz le tembló ligeramente, como si quisiera llorar.
—Todo irá bien —dijo Jack—. ¿Cuándo se supone que llega?
—Sobre las siete —dijo Elouette—. Las siete de ahí.
—Merde. —Jack sacó las piernas de la cama y se incorporó en la oscuridad.
—¿Puedes ir allí, Jack? ¿Puedes buscarla?
—Claro —dijo—. Pero tengo que salir ahora mismo para Port Authority o no llegaré a tiempo.
—Gracias —dijo Elouette—. ¿Me llamarás cuando la encuentres?
—Te llamaré. Entonces ya pensaremos qué hacer después. Ahora me voy, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, aquí estaré. A lo mejor Robert ya habrá vuelto también. —Su voz estaba llena de confianza—. Gracias, Jack.
Colgó el teléfono y avanzó trastabillando por la habitación. Encontró el interruptor de la pared y por fin fue capaz de ver en el dormitorio sin ventanas. La ropa de trabajo de la víspera estaba esparcida por el tosco banco de tablones que había a un lado. Jack se puso los vaqueros gastados y una camiseta verde de algodón. Hizo una mueca ante sus fragantes calcetines del trabajo pero no tenía otra cosa. Como hoy era su día libre, había pensado pasarlo en la lavandería. Se ató rápidamente las botas de cuero con puntera de acero, pasando los cordones por cada dos pares de agujeros.
Cuando abrió la puerta que conducía al resto del hogar, Bagabond, los dos enormes gatos, una horda de gatitos y un mapache con antifaz estaban en el umbral mirándole en silencio. En la penumbra del salón iluminado tan sólo por una lámpara, más allá, Jack distinguió el brillo del cabello castaño oscuro de Bagabond y sus ojos aún más oscuros, sus pómulos altos ensombrecidos y la luminosidad de su piel.
—¡Por el amor de Dios! —dijo retrocediendo—. No me asustes así.
Respiró hondo y sintió que la piel dura y granulosa del dorso de sus manos volvía a ser suave.
—No era mi intención —dijo Bagabond.
El gato negro se frotó contra la pierna de Jack, restregando el lomo a lo largo de la rótula del hombre. Su ronroneo sonaba como un alegre molinillo de café.
—He oído el teléfono. ¿Estás bien?
—Te lo contaré de camino a la puerta. —Le dio un resumen a Bagabond cuando se paró en la cocina para verter los últimos posos de café de la noche anterior en una taza de plástico que pudiera llevarse.
La mujer le tocó la muñeca.
—¿Quieres que vengamos? En un día como éste, unos cuantos ojos más podrían ser valiosos en la estación de autobuses.
Jack negó con la cabeza.
—No debería haber ningún problema. Tiene dieciséis años y no ha estado nunca en una gran ciudad. Sólo ha visto mucha tele, dice su madre. Estaré en la puerta misma del bus para recogerla.
—¿Lo sabe ella? —preguntó Bagabond.
Jack se agachó para acariciar rápidamente al gato negro detrás de las orejas; la tricolor maulló y se acercó reclamando su turno.
—No. Probablemente iba a llamarme al llegar aquí. Así que esto ahorrará tiempo.
—La oferta sigue en pie.
—Estaré de vuelta con ella para el desayuno, antes de que te des cuenta. —Jack hizo una pausa—. O quizá no. Querrá hablar, de modo que tal vez la lleve al Automat. No habrá visto nada parecido en Atelier. —Se levantó y los gatos maullaron decepcionados—. Además, tienes una cita con Rosemary, ¿no?
Bagabond asintió dubitativamente.
—A las nueve.
—Pues no te preocupes. A lo mejor podemos comer todos juntos. Dependerá de hasta qué punto se ha convertido en un zoo el centro de la ciudad. Igual podríamos coger comida para llevar en una tienda coreana y hacer un picnic en el ferri de Staten Island. —Se inclinó hacia la mujer y le dio un fugaz beso en la frente. Antes de que pudiera siquiera medio levantar las manos para cogerle del brazo y devolvérselo, ya se había ido; más allá de la puerta, más allá de su percepción.
—Maldita sea —dijo. Los gatos la miraron, confusos pero comprensivos. El mapache se le abrazó al tobillo.
Jennifer Maloy se deslizó a través de las dos plantas inferiores del edificio de apartamentos como un fantasma, sin molestar a nada ni a nadie, sin que nadie la viera o la oyera. Sabía que el edificio se había convertido en un bloque de pisos hacía algún tiempo y lo que ella quería estaba en la última de las tres plantas que poseía un rico hombre de negocios con el desafortunado nombre de Kien Phuc. Era vietnamita y poseía una cadena de restaurantes y lavanderías. Al menos eso es lo que se decía en el fragmento de «New York Style» que había visto en la televisión pública hacía dos semanas. A Jennifer le gustaba mucho aquel programa, que llevaba a sus espectadores a dar una vuelta por los elegantes y estilosos hogares de la clase alta de la ciudad. Le ofrecía infinitas posibilidades y toneladas de información útil.
Flotó a través del tercer piso, donde vivía el servicio de Kien. No tenía idea de lo que había en la cuarta planta, puesto que las cámaras de televisión lo habían omitido, así que lo pasó de largo y se dirigió directa al piso superior, a los aposentos de Kien. Vivía allí solo, en ocho habitaciones de absoluto lujo y opulencia: decadencia, casi. Jennifer nunca se había dado cuenta de que las lavanderías y los restaurantes chinos daban tanto dinero.
El quinto piso estaba oscuro y silencioso. Evitó el dormitorio con la cama circular, el techo de espejo (un poco hortera, había pensado al verlo en la televisión) y los fabulosos biombos de seda pintada a mano. Pasó por la sala de estar de estilo occidental con un buda de bronce de dos mil años que la observó benévolo, desde un lugar de honor junto a un fantástico centro electrónico de entretenimiento que incluía una televisión, un vídeo y un reproductor de CD junto con hileras de vídeos, cintas de audio y discos. Lo que ella buscaba era el estudio.
Estaba tan oscuro como el resto de la planta y se apresuró al ver una figura vaga y sombría cerniéndose junto al enorme escritorio de teca que dominaba la pared del fondo de la sala. Aunque era insensible al ataque físico mientras era insustancial, no era inmune a la sorpresa, y aquella figura no había sido filmada por las cámaras de «New York Style».
Se desvaneció al instante en una pared cercana pero la figura ni se movió ni mostró signo alguno de haber reparado en ella. Con cautela, volvió a deslizarse en el estudio y se sintió aliviada y sorprendida al ver que aquella cosa era una gran figura de terracota de casi dos metros de un guerrero oriental. La calidad de la pieza era impresionante. Los rasgos faciales, la ropa, las armas: todo estaba modelado con la exquisita delicadeza del detalle, como si hubieran convertido a un hombre viviente en arcilla, cocido en un horno hasta obtener un resultado impecable y preservado a lo largo de milenios para acabar en el estudio de Kien. Su respeto hacia la riqueza e influencia de Kien subió otro punto. La obra, sin ninguna duda, era auténtica —el vietnamita había dejado claro durante la entrevista televisiva que no tenía ningún trato con imitaciones— y, por lo que sabía, las figuras de terracota de 2200 años de antigüedad de la tumba del emperador Ying Zhen, primer emperador de la dinastía Qin y unificador de China, eran absoluta y sumamente inaccesibles para los coleccionistas privados de arte. Kien debió de haber hecho desplegar una cantidad considerable de trapicheos y sobornos para obtenerla.
Era una pieza increíblemente valiosa pero Jennifer sabía que era demasiado grande para poder llevársela y lo más probable era que fuera demasiado única para traficar con ella.
Sintió un repentino mareo recorriendo su forma insustancial y en seguida deseó volverse sólida. No le gustaba esa sensación. Ocurría siempre que se demoraba demasiado, como un aviso de que había permanecido en exceso en estado insustancial. No sabía qué ocurriría si se mantuviera en forma de espectro durante un tiempo excesivo. No quería descubrirlo.
Ya sólida, contempló la estancia. Estaba llena de vitrinas que contenían la colección de jades más bella, extensa y valiosa del mundo occidental. Kien había aparecido en «New York Style» por ellos, y por ellos era por lo que había venido. Por algunos de ellos, al menos. Se dio cuenta de que no podía cogerlos todos aunque hiciera una docena de viajes de regreso al callejón, pues su habilidad para volatilizar masas ajenas era limitada. Sólo podía convertir en insustancial unos pocos jades cada vez. En realidad, unos pocos era cuanto necesitaba.
Primero, pensó, antes de empezar con los jades, había algo que tenía que hacer. Experimentando una sensación bastante sensual a causa del contacto de las plantas de los pies desnudos con la gruesa y lujosa alfombra, rodeó con sigilo el escritorio de teca casi tan silenciosamente como si fuera insustancial y se plantó delante del grabado Hokusai que pendía de la pared, detrás de la mesa.
Tras el grabado, así lo había dicho Kien, había una caja fuerte. Lo había mencionado porque, según decía, era absolutamente, al cien por cien, total y completamente a prueba de ladrones. Ningún ladrón sabía suficiente microelectrónica como para eludir la cerradura electrónica y la caja era lo bastante fuerte como para resistir cualquier ataque físico que no fuera una bomba capaz de derribar todo el edificio. Nadie, de ningún modo y en ningún momento, podría forzarla. Quedaba patente que Kien, que había resultado muy pagado de sí mismo al decir eso, era un hombre al que le gustaba alardear.
Con una sonrisa picara en el rostro mientras se preguntaba qué riquezas había escondidas en la caja fuerte de alta tecnología, Jennifer hizo fluctuar la mano y la metió a través del grabado y la puerta de acero que había tras él.
Hizo malabarismos, sujetándola entre los brazos mientras trataba de pescar la llave, y por fin abrió la puerta.
—Idiota, bájame y entonces podrás abrir la puerta.
—No, te sigo llevando en brazos.
—No nos hemos casado.
—Aún —dijo y sonrió mirándole a la cara.
Su punto de vista, estando recostada entre sus brazos, intensificaba la deformidad de su cuello y hacía que su cabeza pareciera una pelota de béisbol colocada en un pedestal. Quitando el cuello —un legado del virus wild card—, era un hombre bastante guapo. Pelo corto castaño que empezaba a encanecer en las sienes, alegres ojos marrones, mentón firme…, una cara agradable.
Sorteó la puerta y la bajó al suelo.
—Mi castillo. Espero que te guste.
Proclamaba los orígenes obreros del hombre. Un práctico sofá, un sillón reclinable situado frente al televisor, una pila de Reader’s Digest en la mesita de café, una enorme y pobremente ejecutada pintura al óleo que mostraba un velero zozobrando por unos mares agitados de modo improbable: el tipo de pintura que uno encontraría en las gangas de artistas muertos de hambre de los hoteles Hilton.
Pero estaba escrupulosamente limpio y, en un toque que parecía fuera de lugar tratándose de un hombre tan grande y poderoso, una hilera de violetas africanas llenaba los alféizares.
—Roulette, no pasaba la noche fuera desde el baile de graduación del instituto.
—Pero seguro que la pasaste toda fuera. Él se sonrojó.
—Eh, era un buen chico católico.
—Mi madre siempre me advertía acerca de los buenos chicos católicos.
Entró con sus fornidos brazos alrededor de su cintura.
—Ya no soy tan bueno.
—Espero que te refieras a tu moral y no al rendimiento, Stan.
—¡Roulette!
—Mojigato —bromeó.
Él le acarició el cuello y le mordisqueó el lóbulo y Roulette reflexionó una vez más sobre la azarosa naturaleza del wild card que había golpeado a aquel trabajador del subsuelo tremendamente ordinario y lo había convertido en algo más que humano.
Alargó el brazo y pasó sus manos por su hinchada garganta.
—¿Alguna vez te molesta?
—¿Ser Aullador? Diablos, no… Me hace especial, y siempre he querido ser especial. Solía volver loco a mi viejo. Siempre decía que el agua era lo bastante buena para la gente como nosotros, queriendo decir que no tuviera demasiadas ambiciones. Ahora se sorprendería. Eh. —Alargó la mano, recogió una lágrima con la punta de un grueso dedo—. ¿Por qué lloras?
—Nada. Es sólo que… lo encuentro muy triste.
—Venga, vamos. Te enseñaré lo bueno que puede llegar a ser mi rendimiento.
—¿Antes del desayuno? —preguntó, tratando de demorar lo inevitable.
—Claro, tendremos más apetito.
Le siguió resignada al dormitorio.
Jennifer palpó el interior de la caja fuerte y tocó algo que parecía un montón de monedas dentro de un saquito. Intentó que una de ellas se hiciera insustancial y torció el gesto al ver que seguía siendo sólida.
«Probablemente oro: krugerrands o hojas de arce canadienses», pensó.
Era difícil hacer desvanecer materiales densos como el metal, sobre todo el oro, por lo que requería un nivel de concentración más profundo y mayor gasto de energía. Decidió dejar las monedas donde estaban, por el momento, y continuó explorando.
Acarició un objeto plano rectangular que se hizo etéreo con mucha más facilidad que las monedas. Sacó tres pequeños libros a través de la pared e, incapaz de ver los detalles en la oscuridad, encendió el pequeño flexo que había sobre el escritorio de teca. Ahora podía ver que dos de los libros tenían unas sencillas tapas negras y el tercero tenía una cubierta de tela azul con un estampado de bambú; abrió el que estaba encima.
Cuadraditos de papel de vivos colores colmaban las bandas de las gruesas páginas del libro: sellos postales. Los de la fila superior parecían británicos pero había palabras en otro idioma y la fecha 1922 sobreimpresas en ellos. Se inclinó más para examinarlos y se quedó helada cuando un débil sonido llegó desde algún punto del exterior del cono de luz que iluminaba parte del escritorio.
Alzó la vista pero no vio nada. Con sus ojos ya acostumbrados a la luz, dirigió la pantalla de la lámpara hacia fuera, proyectando el haz luminoso hacia el otro extremo del escritorio. Y se quedó paralizada, con el corazón de repente en la garganta.
En la otra punta de la mesa, en una esquina, había un tarro de unos dieciocho litros, más o menos del tamaño de un dispensador de agua. Sólo que éste era de cristal, no de plástico, y no estaba conectado a nada. Estaba situado sobre una base plana en el borde del escritorio, hogar de la cosa que flotaba en su interior: medía poco más de treinta centímetros y tenía una piel verde y lampiña, algo verrugosa. Flotaba con la cabeza fuera del agua, las manos sindáctilas apretadas contra el cristal y unos ojos humanos mirando fijamente a Jennifer desde una cara chupada. Se miraron el uno al otro durante un momento interminable y entonces abrió la boca y gritó con voz aguda:
—¡Kieeeeeeeennnnn! ¡Ladróoooooooon! ¡Ladróoooooooon!
«En “New York Style” no dijeron que Kien tenía un joker batracio como perro guardián», pensó Jennifer frívolamente mientras se encendían las luces de las otras habitaciones. Oyó revuelo en otras partes del apartamento y el joker del tarro de cristal siguió llamando a gritos a Kien con una voz ululante que le perforaba los oídos y se le clavaba directamente en el cerebro.
«Concéntrate —se dijo—, concéntrate o el desafiante ladrón furtivo, el autoproclamado Espectro, será capturado y quedará expuesto como Jennifer Maloy, bibliotecaria de la Biblioteca Pública de Nueva York. Perdería su trabajo e iría a la cárcel seguro. ¿Y qué pensaría su madre?»
Hubo movimiento en la puerta y alguien encendió la lámpara de techo del estudio. Jennifer vio a un joker alto y esbelto con aspecto de reptil. Siseó, sacando la larga lengua bífida hasta una longitud imposible. Levantó la pistola y disparó. Apuntó con precisión pero la bala rebotó en la pared sin causar el menor daño. Jennifer se estaba hundiendo rápido a través del suelo, con los tres libros bien apretados contra el pecho.
Después de que Jack se fuera, Bagabond inició su ritual matutino aún vestida con la bata con estampado de tigre que él le había dado. Recostándose en uno de los mullidos sillones de terciopelo rojo, cerró los ojos y localizó a las criaturas con las que compartía su vida. La gata tricolor alimentaba a sus gatitos mientras el gato negro montaba guardia. El mapache dormía con la cabeza recostada en sus tobillos. Estaba cansado por una noche de merodeos por la morada victoriana de Jack. Bagabond esperaba que no hubiera toqueteado nada importante. Había colocado protecciones en la mente del mapache para evitar que tocara las pertenencias de Jack. Últimamente habían demostrado ser bastante efectivas, pero nunca olvidaría la pelea que tuvo con Jack cuando el animal le sacó de la estantería todos y cada uno de los libros de Pogo.
Mientras estiraba el brazo para acariciar al mapache, expandió su conciencia hacia la ciudad. Ahora era fácil, un ritual al despertarse, aunque, cada vez más, cuando Jack no estaba por allí, Bagabond llevaba un horario nocturno. Durante años había mantenido su relación como algo informal, apareciendo sólo cuando el tiempo era extremadamente malo o en días como éste, cuando los extraños se abrían camino en lugares donde normalmente eran demasiado tímidos para aventurarse. Si Jack estaba en casa, se quedaba; si no estaba, se iba a otra guarida. No obstante, últimamente había empezado a buscar su compañía más a menudo, buscando excusas para visitarle. Jack y Rosemary se habían convertido en personas muy importantes para ella, de un modo que no siempre era capaz de definir. Había tardado años en confiar en ellos, pero una vez que les otorgó esa confianza, era aterradoramente fácil depender de ellos para que acudieran a su lado. Sacudió la cabeza con enojo, infeliz por distraerse pensando en cosas que no estaban bajo su control y perdiendo el rastro de las criaturas que sí lo estaban.
Ahora despertarse con sus criaturas y dolerse de ellas parecía más natural. Su mente se movió entre las ratas de los túneles, los topos, los conejos, las zarigüeyas, las ardillas, las palomas y otras aves. Comprobó la cuota de muertes de la noche. Siempre había muchos que no sobrevivían. Había aprendido que algunas víctimas no podían tener escapatoria: muchas morían para alimentar a los animales predadores; otras, a manos de los hombres. Una vez había intentado salvarlas, proteger a la presa de los depredadores, y casi se había vuelto loca de nuevo. El ciclo natural de la vida, la muerte y el nacimiento, era más fuerte que ella y, por tanto, había empezado a tenerlo en cuenta. Los animales morían; otros ocuparían su lugar. Sólo la intervención humana podía alterar el ritmo. Pero aún no podía controlar a los humanos. Contactó unos instantes con los habitantes del zoo. El odio por las jaulas tiñó su percepción. Algún día…
Una cálida pata en su mejilla la trajo de vuelta. El gato negro, con sus casi veinte kilos, yacía sobre su pecho. Cuando abrió los ojos, le lamió la nariz. Levantó la mano y le rascó detrás de la oreja.
Había un toque de gris en su hocico pero la mayoría de los días aún se movía como un gato más joven. Le envió el cálido sentimiento que ella entendía como amor. Él ronroneó y le devolvió una imagen de la gata tricolor manteniendo alejados a los gatitos del mobiliario Victoriano de Jack. A no ser que los vigilaran celosamente, los pequeños encontraban que las patas con forma de león de los sillones eran unos maravillosos rascadores.
Bueno, viejo amigo, Jack me rechazo de nuevo anoche. ¿Qué crees que ocurre? La pregunta, no pronunciada, al principio sólo recibió una mirada inquisitiva del felino, pero después le envió la imagen de un centenar de las criaturas de Bagabond rodeándola.
Sí, ya sé que estáis todos ahí, pero de vez en cuando quiero a otro humano. Creó la imagen de él y la tricolor juntos, como compañeros. El negro le devolvió otra de Bagabond y un gato de tamaño humano. La mujer asintió mientras observaba a los cachorros jugar. No es mi tipo, por desgracia. Se preguntó por qué Jack se negaba a dormir con ella. La frustración y la incapacidad para entenderlo habían empezado a convertirse en ira desde hacía un año. Cada vez que jugaba con los gatitos, sentía una carencia en su vida.
El sentimiento la irritaba, pero no podía negarlo. No hacía mucho había acudido a Jack en busca de consuelo pero, por una vez, él la había alejado. Resolvió no volver a pedirlo.
Sin las capas de mugre y ropa vieja que la protegían en el mundo exterior, sabía que no carecía de atractivo. Para evitar que su otra amiga, Rosemary, se avergonzara, había aprendido a vestirse, en contadas ocasiones, de un modo aceptable. Sin embargo, nunca se sentía bien, pues se trataba de ocasiones en las que en realidad iba disfrazada, y las odiaba. Quizá se había implicado demasiado con Jack y Rosemary. Quizá era el momento de volver al mundo subterráneo.
El gato negro siguió el tono de sus pensamientos, aunque no podía traducir su significado abstracto. Añadió su aprobación a la idea de que cortara la relación con los humanos enviándole una imagen de algunas de sus antiguas guaridas.
Pero hoy no. Hoy tengo que ir a ver a Rosemary. Bagabond se levantó del sillón y se dirigió hacia las pilas de ropa vieja, sucia y sin forma que constituían la mayor parte de su guardarropa. El gato negro y dos gatitos la siguieron.
No, vosotros os quedáis aquí. Jack tal vez necesite contactar conmigo. Además, ya es bastante difícil entrar en su oficina sin vosotros. Su atención pasó a otra cosa. ¿Abrigo azul o chaqueta caqui?
Había trece velas negras en la estancia. Al arder, la cera se volvía de color rojo sangre y se deslizaba por los lados. Ahora la habitación se estaba volviendo gris y sus apretados círculos de luz comenzaban a apagarse.
—¿Sabes qué hora es?
Fortunato alzó los ojos. Verónica estaba a su lado con braguitas de algodón rosa y una camiseta rasgada, los brazos cruzados sobre los pechos.
—Casi el amanecer —dijo.
—¿Vas a venir a la cama? —Ladeó la cabeza y ondas de cabello negro cayeron sobre su cara.
—Quizá más tarde. No te quedes plantada de esa manera, te hace tripa.
—Sí, o sensei. —El sarcasmo era tácito e infantil. Unos pocos segundos después oyó el pestillo de la puerta del aseo. Si no fuera la hija de Miranda, pensó, la habría puesto de patitas en la calle haría semanas.
Se desperezó y contempló durante unos segundos las oscuras nubes que estaban cobrando forma en el cielo del este. Después, volvió al trabajo que tenía ante él.
Había tapado la estrella de cinco puntas que había en el suelo con un tatami y en él había dispuesto el espejo de Hathor. Medía unos treinta centímetros y tenía una imagen de la diosa en el punto en que el mango se encontraba con el disco solar. Sus cuernos la hacían parecer un poco un bufón medieval. Estaba hecho de bronce; la parte delantera era reflectante para la clarividencia y la trasera estaba desgastada para repeler los ataques de los enemigos. Se lo había encargado a una vieja hippy en el East Village y había pasado los dos últimos días purificándolo con rituales a las nueve deidades mayores.
Durante meses había sido, de un modo cada vez más intenso, incapaz de pensar en nada excepto su enemigo, quien se hacía llamar «el Astrónomo» y dirigía una vasta red de masones egipcios hasta que Fortunato y los otros destruyeron el nido que se habían hecho en los Cloisters. El Astrónomo había escapado, aunque el objeto maligno que había traído del espacio, no. Los meses de silencio sólo lo habían atemorizado más y más.
El Ritual del No Nacido, los Acrósticos de Abramelin, las Esferas de la Cabala y toda la magia occidental le habían fallado. Tendría que usar la propia magia del Astrónomo contra él. Tendría que encontrarle de algún modo, a pesar de los bloqueos que había erigido y que le hacían invisible.
El truco de la magia egipcia —la real, no la versión sangrienta y retorcida del Astrónomo— era obtenerla a partir de la reverencia hacia los animales. Fortunato había pasado toda su vida en Manhattan, en Harlem al principio y luego en el centro, una vez que se lo pudo permitir. Para él, los animales eran los caniches que dejaban su caca en la acera o las caricaturas apáticas y malolientes que vivían adormecidas en el zoo. Nunca le habían gustado ni los había comprendido.
Era una actitud que ya no se podía permitir. Había dejado que Verónica trajera a su gata al apartamento; una gata gris atigrada, vanidosa y con sobrepeso llamada Liz, en honor a la estrella de cine. En aquel momento, la gata estaba dormida sobre sus piernas cruzadas, con las garras enganchadas a la seda de su túnica. El primitivo sistema de valores de los gatos era una puerta de entrada al universo egipcio.
Cogió el espejo. Casi tenía la disposición de ánimo necesaria. Observó su reflejo: cara delgada, piel morena un poco abotargada por la falta de sueño y frente hinchada por el rasa, el poder tántrico del esperma retenido. Lentamente, sus facciones empezaron a derretirse y moverse.
Oyó un sonido proveniente del baño, un suspiro ahogado, y su concentración se rompió. Y entonces, pasó de visualizar al Astrónomo en el espejo a ver a Verónica. Estaba sentada en el retrete, con las braguitas en los tobillos. En su mano izquierda sostenía un espejo de bolsillo, en su derecha, un trocito de pajita a rayas rojas. Su cabeza se dobló lánguida sobre el cuello y se frotó la mejilla contra el hombro.
Fortunato devolvió el espejo de Hathor al tapete. La droga no le sorprendía, sino que lo hiciera ahí, ahí mismo, en su apartamento. Entre protestas, se quitó al gato del regazo y se fue al baño. Descorrió el pestillo con la mente, abrió la puerta de una patada y la cabeza de Verónica se levantó con aire de culpa.
—Ey —dijo.
—Recoge tus mierdas y lárgate —dijo Fortunato.
—Eh, sólo es un poquito de coca, tío.
—¡Por el amor de Dios! ¿Te crees que soy estúpido? ¿Crees que no reconozco el jaco cuando lo veo? ¿Cuánto tiempo llevas con esta mierda?
Se encogió de hombros y dejó caer el espejo y la pajita en su bolso abierto. Se puso de pie, casi trastabilló, y entonces vio que sus pies estaban enredados con las bragas. Se apoyó en el toallero mientras se las subía y cerraba el bolso con brusquedad.
—Un par de meses —dijo—. Pero no estoy metida en nada. Sólo lo hago de vez en cuando. Entiéndeme. Fortunato la dejó pasar.
—¿Qué demonios te pasa? ¿No te importa lo que te estás haciendo?
—¿Importar? Soy una puta, joder, ¿por qué debería importarme?
—No eres una puta, maldita sea, eres una geisha. —La siguió a su dormitorio—. Tienes cerebro y clase y…
—¿«Geisha»? ¡Una mierda! —dijo, sentándose pesadamente en el borde de la cama—. Follo con tíos por dinero. Ésa es la puñetera conclusión. —Metió su lánguida pierna dentro de las medias, con la uña del pulgar haciendo una carrera en el lado derecho—. Te gusta engañarte con toda esa mierda pero las geishas de verdad no follan por dinero. Eres un chulo y yo soy una puta y no hay más.
Antes de que Fortunato pudiera decir nada alguien empezó a aporrear la puerta de entrada. Líneas de tensión y urgencia irradiaban desde el vestíbulo, pero nada amenazador. Nada que no pudiera esperar.
—No soporto a los yonquis —dijo.
—¿No? No me hagas reír. La mitad de las chicas de tu establo se toman al menos una dosis de vez en cuando. Cinco o seis están enganchadas a la aguja. A tope.
—¿Quién? ¿Caroline está…?
—No, tu preciosa Caroline está limpia. Aunque de no ser así tampoco lo sabrías, tú no te enteras de qué cojones pasa.
—No te creo. No puedo…
Se oyeron unos arañazos en la entrada y la puerta se abrió. Un hombre llamado Brennan estaba de pie en el umbral, con una tira de plástico en la mano. En la otra llevaba un maletín de cuero, un poco demasiado grande. Fortunato sabía que en él había un arco de caza desarmado y un surtido de flechas de punta ancha.
—Fortunato —dijo—. Lo siento, pero yo…
Sus ojos se posaron en Verónica, que se había sacado la camiseta y se estaba tapando los pechos con las manos.
—Hola —dijo—. ¿Quieres follarme? Basta con que tengas dinero. —Jugueteó con los pezones entre sus dedos y se lamió los labios—. ¿Cuánto llevas? ¿Dos dólares? ¿Un pavo y medio? —Las lágrimas caían de sus ojos y un hilillo de moco se deslizaba de su nariz.
—Cállate —dijo Fortunato—. Calla de una puta vez.
—¿Por qué no me das un guantazo? —dijo—. Eso es lo que se supone que hacen los chulos, ¿no?
Fortunato volvió a mirar a Brennan.
—Quizá deberías volver más tarde —dijo.
—No sé si esto puede esperar —dijo Brennan—. Es sobre el Astrónomo.