La habitación era una sala de piedra gris. Neumann accedió a esperar fuera.
Palestrina entendía que, en cierto sentido, estaba a merced de Neumann. No habría podido encontrar el camino hasta allí, y dudaba de que pudiera salir. El Instituto de Investigación para la Defensa era un auténtico laberinto de pasillos que volvían sobre sí mismos o que acababan en paredes lisas de piedra. El edificio no sólo albergaba el Proyecto Plenum de Neumann, sino otra docena de trabajos envueltos en el misterio: guerra bioquímica, hechizos de invisibilidad, tratos con los muertos. Cada nivel de la jerarquía burocrática contaba con un mapa parcial del edificio. Neumann decía que corría el rumor de que no existía ningún mapa completo; ningún arquitecto había supervisado el proyecto y no había nadie que comprendiera el edificio en su totalidad. Neumann lo contó como si fuera una leyenda, por lo pintoresca que era; al cardenal Palestrina le resultó muy fácil creérsela.
Entró en la sala gris por una de sus dos puertas y se sentó en una de sus dos sillas. Un instante después entró el hombre con quién había ido a hablar.
«No es más que un hombre», pensó Palestrina.
El hombre se sentó frente a él, en silencio, con las manos recogidas en el regazo.
Parecía muy vulgar. Un anciano desharrapado con un traje gris raído y un sombrero flexible gris en la cabeza. Palestrina pensó que en Roma no habría llamado la atención. Se le habría tomado por uno de los burgueses de menos éxito, un tendero alcohólico o un subalterno jubilado de la burocracia tenebrosa de los Tribunales. Palestrina, en busca de indicios de mala fe, no encontró nada más siniestro que cierta volubilidad en la mirada del hombre. Pero su propia mirada tampoco permanecía fija. Apenas podía resistir la tentación de apartar la vista (de algún modo, de alejar la mirada de sí mismo).
—¿Cómo te llamas? —dijo.
—Walker —dijo el hombre del traje gris.
La voz era extraña: resonante, pero de algún modo monótona.
—¿Walker…?
—Sí, caminante en inglés. Caminante, acechador, cazador, descubridor. —Esbozó una sonrisa taimada—. Me llamo Walker.
—¿Conociste a tus padres? —dijo Palestrina.
—No, señor. Me criaron aquí.
Palestrina pensó que era cierto lo que le habían contado en la Secretaría antes de que se marchase, lo que Neumann había insinuado. En aquel edificio se había criado a hombres y mujeres como ganado. Mediante intervenciones quirúrgicas: óvulos femeninos extraídos de tejido vivo y fertilizados in vitro. Clonaciones en laboratorios esterilizados por medio de hechizos de fertilidad. Sintió asco sólo con pensarlo.
—Pero sé quién es usted… es el papista—añadió Walker.
—¿Eso me llaman?
—Nadie habla mucho conmigo, pero escucho las cosas que dicen.
—Entonces, ¿comprende por qué he venido?
—Tiene algo que ver con la guerra.
—Espero sinceramente que tenga que ver con la paz.
Walker se encogió de hombros como si dijese «a mime da lo mismo».
—Usted es juez —dijo.
—Sí, en cierto modo. ¿Sabe usted lo que tengo que juzgar?
—A mí —dijo Walker. La sonrisa era insistente, horriblemente ingenua.
—Su utilidad —dijo Palestrina—. Si nos puede ayudar; si lo que usted hace nos puede ayudar en Europa.
—Para qué valgo —interpretó Walker.
«No», pensó Palestrina. «No voy a juzgar para qué vale, sino si es bueno. O peor: si nos lo podemos permitir con el presupuesto moral de que disponemos».
—Más o menos —dijo, pese a todo.
—Bueno, no sirvo para gran cosa. Me hicieron así. —Se dio un golpecito en la cabeza—. Pero me sé unos cuantos trucos.
—Hábleme de ellos.
—Son hechizos. Amarres y localizaciones. Es una tarea lenta pero se me da bien. Y también sé hacer lo otro. Supongo que estará al tanto.
—Viajar entre mundos —dijo Palestrina. Aún le costaba creerlo, pero allí, en aquella habitación, en aquel edificio…
—Sí, a través del plenum —dijo Walker.
—Si quisiera, ¿podría hacerlo ahora mismo?
—Sí.
—¿Podría ir… —Palestrina tendió las manos con las palmas boca arriba— a cualquier lugar?
—Sólo a algunos lugares —dijo Walker.
—¿A qué lugares?
—Donde ellos hayan estado.
El quid de la cuestión.
—Tengo entendido que ustedes formaban Lina familia —dijo el cardenal Palestrina.
—Hace mucho tiempo —dijo Walker, y una sombra pareció cruzarle el rostro; Palestrina pensó que no era una emoción, sino la sombra de una emoción.
—¿Le gustaría hablar del tema?
—Me dijeron que respondiera a sus preguntas.
—¿Tiene usted que hacer lo que le dice la gente de aquí?
—Sí.
—Entonces, cuéntemelo —dijo el cardenal Palestrina.
Walker cerró los ojos y pareció contemplar directamente el recuerdo.
—Éramos tres —dijo—. Fuimos lo mejor que consiguieron hacer. Teníamos el talento y era muy poderoso. Por eso nos encerraron, desde luego… y nos encadenaron con conjuros y hechizos. Y durante un tiempo funcionó.
Cruzó los dedos en el regazo. Palestrina no pudo apartar la vista mientras los dedos se entrelazaban y se separaban: dedos viejos y huesudos.
—A cada uno nos dieron un nombre. Walker, Julia y William. Todos éramos de padres diferentes, o no teníamos padres, pero nos considerábamos hermanos. William era el mayor y le tenía mucha admiración. Siempre sorprendía a los médicos y a las enfermeras, y hacía cosas que no pensaban que fueran posibles. Creo que William llevaba todo el plenum en su interior: era así de grande y poderoso. Era como un dios.
Los ojos de Walker refulgieron con los sentimientos de antaño.
El cardenal Palestrina permaneció en silencio.
—Julia era muy hermosa. A decir verdad, padre, entre los dos me sentía un tanto perdido. William era grande y poderoso, Julia era bonita e inteligente. Yo no era más que Walker. Walker el corriente. Bueno, yo también podía hacer trucos, pero no como ellos. No obstante, no pasaba nada… pues nos teníamos los unos a los otros.
—Hasta que se marcharon —dijo Palestrina con tacto.
La expresión de Walker se endureció.
—A veces hablaban de ello. Yo pensaba que era algo malo, un error, y que de ello no podría salir nada bueno. Pero me incluyeron y se lo agradecí. «No nos pueden retener», solía decir William. «No nos pueden mantener aquí ni con todos sus hechizos». Y en última instancia tenía razón.
—Pero usted se quedó —insistió Palestrina.
—¡No pude marcharme! O no quise. O no fui lo bastante fuerte para irme…
—¿No se acuerda?
—Recuerdo que me suplicaron. Ya éramos todos mayores. Para entonces, sabía que Julia y William se querían y que a mí me querían de manera distinta. Menos. Así que echamos abajo los hechizos y nos dispusimos a marcharnos donde nadie pudiera encontrarnos, a mundos de distancia de este lugar. Pero no pude, o no quise, y al final les dije que se marcharan mientras tuviesen tiempo, que se marcharan y me dejaran… y lo hicieron…
—¿Le abandonaron?
—Sí.
—¿Le sentó mal?
—No me acuerdo.
—¿Por qué no se acuerda?
—Porque los censores me capturaron. Me llevaron a los cirujanos. —Observó a Palestrina con la cabeza ladeada, en un gesto que era a la vez malicioso y digno de lástima—. Me operaron.
El cardenal Palestrina sintió una punzada de aversión.
—¿Le operaron?
Walker se alzó el estropeado sombrero gris.
A pesar de todos los años que habían pasado, la cicatriz destacaba. Discurría en un círculo irregular desde el extremo de la oreja izquierda de Walker a la órbita ocular y luego subía hasta el nacimiento del cabello. Walker la recorrió con un dedo.
—Me abrieron el cráneo —dijo—. Sacaron cosas.
—Cosas —susurró Palestrina.
—El amor y el odio. Sentir afecto o no sentirlo.
—¿Y qué dejaron…?
—La obediencia. La lealtad. Lo llaman lealtad.
—Dios mío… ¿y no les odia por ello?
Walker sonrió en un gesto espantoso.
—No creo que pueda.
«No», pensó el cardenal Palestrina. «No, esto es demasiado; demasiado cruel, demasiado obsceno». Le recordaba un tipo de tortura que los Tribunales llevaban siglos sin practicar.
Palestrina pensó que habían cauterizado una parte del alma de aquel hombre… y ¿qué parte de la conciencia o de la moral se podía matar sin que el hombre estuviese muerto en lo esencial?
A lo mejor estaba hablando con un hombre muerto.
La idea le resultó espeluznante y desagradable.
—Usted los siguió —dijo Palestrina—. Para eso le adiestraron.
—Los seguí durante años. —De nuevo la misma mirada distante en los viejos ojos difuminados de Walker—. ¿Sabe?, es un trabajo duro, pero puedo olfatearlos. Dejan rastros.
—¿Julia y William? ¿Los encontró?
—Con el tiempo.
—¿Los trajo de vuelta?
—Los maté.
El cardenal Palestrina parpadeó.
—Fue inevitable —dijo Walker.
El rostro, mostraba un gesto anodino, insulso, sonriente.
«Está muerto», pensó Palestrina.
—Entonces, eso es todo, ¿no? Su misión ha acabado… el proyecto está zanjado.
—Tuvieron hijos —dijo Walker.
—Entiendo… ¿y tenían el poder?
—Con mucha intensidad. Más de lo que creen.
—¿Los ha perseguido?
—Me he acercado varias veces, pero no es tan fácil traerlos. Estos brazos no podrán retenerlos, ni tampoco una jaula. ¡Ahí está la paradoja! Es la obra de toda una vida. Las únicas armas con que contamos son los hechizos y las ataduras mágicas, y funcionan peor a medida que atraviesan más mundos. Pero ahora están muy cerca. —Se inclinó acercándose al cardenal Palestrina, que olió el aliento rancio—. Desde mi juventud, en este edificio han aprendido cosas.
—Seguro que sí —dijo débilmente Palestrina.
—Y hay otro —dijo Walker—. El hijo de un hijo. Es un híbrido, pero el genotipo es auténtico. Él es lo que hemos perseguido todos estos años con nuestro trabajo. Lo traeremos. Yo lo traeré. Y puede hacer lo que usted quiera. Es lo bastante poderoso… Con unos cuantos ajustes… —Walker se tocó la línea pálida de su cicatriz—. Hará lo que usted le pida. Comandará ejércitos contra Tierra Santa si eso es lo que quiere. Convocará fuerzas a través del plenum, ejércitos que aterrorizarían a un dios, armas que devastarían una ciudad. Todo está ahí. —Walker volvió a mostrar los dientes—. ¿Eso le viene bien? ¿Es lo que busca?
«Podría salvarnos», pensó el cardenal Palestrina. «O condenarnos».
Se humedeció los labios. Sintió un calambre en el estómago; era todo lo que podía hacer para no gritar.
—¿Puede hacerlo? ¿Puede usted traerlo aquí? —dijo, tras tomar aliento.
—Oh, sí. —Walker se metió las manos en los bolsillos y se reclinó en el respaldo de la silla—. Esta vez tenemos ayuda.