—En realidad, es un viejo proyecto —dijo Neumann—. Comenzó en los cuarenta. En aquellos tiempos se iniciaron muchas investigaciones. Disponíamos de talento… sobre todo de los refugiados.
Atravesaron en coche la ciudad de Washington hacia el Instituto de Investigación para la Defensa. El tráfico era escaso y sobre todo equino. Había amanecido un día frío y ventoso y el cardenal Palestrina pensó que podía oler la nieve en el aire. El último invierno, Roma había sufrido una tormenta inusitada y el hielo había derribado las líneas hidroeléctricas. El frío húmedo y penetrante había invadido su oficina del Vaticano y se había grabado para siempre en su memoria. El mismo aire desagradable entraba por las parrillas de ventilación del automóvil y hacía que las rodillas le dolieran de manera espantosa.
—Herejes —dijo Palestrina.
Neumann pareció desconcertado.
—¿Qué?
—Son herejes, no refugiados.
—Puede que sean las dos cosas, Su Eminencia. En cualquier caso, son hombres útiles. Acogimos a Einstein y Heisenberg que huían de la inquisición, a rusos como Lysenko. Recibimos a Dirac y a Planck, y financiamos su trabajo. De ahí surgieron ideas únicas.
Palestrina había leído filosofía profana y estaba familiarizado con sus ideas.
—Se les consideró herejes por algo, señor Neumann.
—Desde luego, las nociones básicas no son demasiado heréticas —sonreía con insistencia—. Sé que piso terreno peligroso, pero la dualidad de la materia, las fuerzas creativas de la luz y de la oscuridad, son cosas que su orden reconoce, ¿no?
—Por favor, no me dé usted lecciones de teología —y añadió con más delicadeza ante el gesto escarmentado de Neumann—: También reconocemos un orden moral.
—Pero la idea de contemplar la naturaleza con objetividad no es nueva.
—Ni mucho menos. A Descartes lo ahorcaron por ella.
—Pero resulta útil.
—¿Es eso lo que importa?
Neumann se encogió de hombros.
—No estoy preparado para juzgarlo.
—Dios nos ordena a todos que juzguemos, señor Neumann.
—Si Su Eminencia lo dice.
La ciudad estaba llena de banderas. La bandera del Novus Ordo estaba por todas partes, la pirámide negra con ese único ojo lascivo engarzado en un campo de barras rojiblancas. Entre las banderas y la amoralidad despreocupada de Neumann, el cardenal Palestrina comenzó a comprender el horror que Europa se preciaba de sentir por los americanos: ellos no le temían a nada. El hijo bastardo de Europa era una nación de waldensianos, calvinistas, francmasones y cosas peores. Un caos de creencias perversas, que se atrevían a llamar libertad de credo. A lo mejor existía un arma secreta. En un ambiente así, todo era posible. Tal vez los rumores fueran ciertos.
—A aquellas personas se les dio libertad —dijo Neumann—. Les dimos las herramientas que querían. Por supuesto, ciertos sectores se mostraron críticos. Al fin y al cabo, hablamos de magia cabalista, tratos con elementales y alquimia. Además, costaba mucho mantener todo en secreto y se peleaban entre ellos. Pero eran hombres brillantes y compartían la necesidad de comprender ciertas cosas: las estrellas, los átomos, el mismo plenum.
—En teoría —dijo Palestrina, y deseó poder rechazarlo con tanta facilidad.
—Predijeron que no había un solo plenum, sino muchos —continuó Neumann alegremente—; mundos dentro de mundos, si alcanza a comprenderlo, todos divididos por unidades de probabilidad, que Planck llamó cuantos. La teoría predijo que la mente humana posiblemente podía atravesar esas barreras.
El cardenal Palestrina quiso decir que todo aquello era una tontería, algo quimérico, una trampa y un engaño. Pero si fuera una tontería, él no estaría allí… y Neumann no le estaría contando aquello. La Curia había averiguado algo del llamado Proyecto Plenum; Palestrina comprendía que Neumann estaba siendo más o menos sincero con él.
—Yo admiraba a aquellos hombres —dijo Neumann—. Se entregaban a su trabajo e iban en serio. Trabajaban a un nivel muy alto, pero no le prestaban mucha atención a las aplicaciones prácticas. Por ejemplo, un ejército, o al menos un hombre, un asesino, que pudiese atravesar paredes y cruzar cualquier barrera… les sorprendió que eso le interesase a alguien. Algunos de ellos se escandalizaron cuando conjuramos los hechizos de localización, cuando aislamos a los civiles que mostraban indicios de latencia. Bueno, soy el primero en admitir que se plantea un duerna moral, pero en los malos tiempos hay que tomar medidas drásticas. No se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos, ¿no cree, Su Eminencia?
Palestrina se sintió mal.
—El Instituto está a la vuelta de la esquina —dijo Neumann.
Se habían adentrado en el barrio gubernamental, de enormes edificios de piedra apelotonados junto a las calles adoquinadas, un cañón de arquitrabes cubiertos de hollín y decorados con frisos didácticos de las Virtudes, del Capital y el Trabajo yendo de la mano hacia el aparente futuro. Las fábricas a la orilla del Potomac aportaban una cortina de humo grasiento de carbón; Neumann había dicho que si hacía mal tiempo, no se podía diferenciar el mediodía de la medianoche.
Pero el Instituto de Investigación para la Defensa era el edificio más espantoso de todos. Verlo hacía que el día pareciese aún más frío. No tenía nada de la espiritualidad del Vaticano, una arquitectura que buscaba a Dios; no había nada que incitara a la oración en aquellos bastiones de piedra negra, una muralla de puntas que se alzaba como un autómata a medida que se acercaba el automóvil. Pasaron con el coche por debajo de un arco de columnas, con el motivo del ojo y la pirámide grabado en la dovela cubierta de hollín, y pareció que la temperatura bajaba diez grados.
El edificio era inmenso y parecía una cárcel. Neumann dijo que tenía una central eléctrica y una comisaría propia, y que también contaba con tiendas y lavandería. Atravesaron un segundo pórtico de piedra y Neumann se identificó a un guardia. El guardia le entregó una etiqueta de plástico para que Palestrina se la pusiera en la sotana, con su nombre grabado en relieve.
—Necesitaremos una fotografía suya, pero por ahora nos apañaremos con esto —dijo Neumann.
Palestrina aborreció la etiqueta, la asociación de su persona con aquel lugar. Los edificios interiores se alzaban imponentes y había barrotes en algunas de las ventanas. Se imaginó que podía oír los gritos de la gente que el Instituto había «aislado», empleando el feo eufemismo de Neumann.
«Quizá sea algo del pasado», pensó.
—En los cuarenta pasamos ciertos apuros —admitió Neumann—. Investigaciones del Congreso, fanáticos que intentaron cerrarnos… Fue una década turbulenta. Gracias a Dios, todo ha acabado, pero retrasó nuestro trabajo una docena de anos como mínimo… y permitió alguno de los fallos de los que tal vez haya oído hablar.
—La fuga —dijo Palestrina—. La gente que se escapó.
—No me gusta emplear un lenguaje innecesariamente dramático.
Neumann aparcó el coche en una plaza identificada con las palabras PRIVADO — RESERVADO. Salieron del coche y atravesaron deprisa el frío hasta una inmensa puerta de hierro que Neumann abrió con una llave. La luz de varios fluorescentes antiguos esterilizaba el vestíbulo interior; todas las puertas estaban pintadas de rosa salmón y numeradas.
Neumann pareció divertirse con la desorientación de Palestrina.
—Sígame, Su Eminencia.
—¿Adónde vamos? —la reticencia de Palestrina era imperativa, una resistencia física.
—A mi despacho —dijo Neumann—. A menos que quiera que emprendamos de inmediato la gran visita turística.
—Tendría que hablar con alguien. Con alguien del rango adecuado… con alguien que esté al mando.
Aquella sonrisa.
—Le tiene delante —dijo Neumann.
Neumann dijo que llevaba casi treinta años en el Instituto, que su suerte había ido de la mano del Proyecto Plenum, que había estado coordinándolo de manera independiente los últimos cinco años.
—No soy científico, claro. Pero tengo carta blanca en lo que respecta a operaciones, establecimiento de objetivos y gestión.
El despacho de Neumann era seco, glacial y austero.
—Quiero ver la criatura que ustedes han creado —dijo Palestrina.
—Hace que suene a uno de nuestros homúnculos.
—Hay homúnculos trabajando como siervos en la Biblioteca Vaticana, señor Neumann. Le aseguro que no hablaría de ellos en el mismo tono.
Por fin se desvaneció la sonrisa de Neumann y el cardenal Palestrina lo consideró una especie de triunfo personal.
—Siento que empiece con una actitud tan negativa.
—No pretendía menospreciar su labor…
—Ya sabe que las repercusiones son enormes. Hasta la Curia lo ha reconocido. Francamente, me parece que el Departamento de Estado ha sido muy generoso al invitarle. Por lo general, ni siquiera compartimos este tipo de material con los aliados.
Palestrina inclinó la cabeza.
—Hay mucho en juego.
—El suministro de petróleo —dijo Neumann.
—Yo pensaba en la supervivencia de la Cristiandad.
La sonrisa de Neumann flaqueó levemente.
—Eso también.
—Muéstrenle al hombre —dijo Palestrina.
—¿No es un poco prematuro?
—Conozco la historia de este lugar. ¿Tengo que admirar la arquitectura? —Se inclinó hacia delante—. El Vaticano reconoce la generosidad de su nación. Aun así, sigue planteándose un dilema moral y por eso he venido.
—Un dilema moral —dijo Neumann sin comprender.
—Una cuestión de fines y medios.
—No termino de entender.
A Palestrina no le sorprendió.
—¿Está aquí?
—Sí, se encuentra en el edificio, pero…
—Entonces lléveme ante él, por favor.
Palestrina pensó que Neumann dudaba, molesto, por tener que salirse del programa. Finalmente se encogió de hombros.
—Supongo que no hay nada que perder.