Walker se quedó mirando perplejo al emisario del Papa mientras salía de la sala.
El cardenal Palestrina parecía bienintencionado y podría llegar a caerle bien, pero le preocupaban los tics nerviosos del cardenal y su gesto de nauseas contenidas con dificultad. Y ahora sacaba lo del Paraíso. No era algo que Walker se hubiera encontrado, sobre todo en los pasillos del IID.
A falta de más órdenes, Walker volvió a su habitación del subsótano del Instituto por un pasillo con tuberías con gotas condensadas que recorrían el techo.
En la habitación de Walker había una alfombra y una fotografía enmarcada de las montañas Rocosas, una cama con colchón de muelles y sábanas finas de algodón, una televisión de pantalla redonda y voluminosa sobre una plataforma giratoria con tubo en S, Apenas veía la televisión. Nunca ponían nada más que el canal del gobierno; noticias y asuntos públicos y algunos espectáculos de variedades bastante malos. Lo que más le gustaba a Walker eran las noticias. Le gustaban los mapas, las flechas animadas que atravesaban el Mediterráneo hacia Sicilia. Le gustaban las fotografías aéreas que tomaban los aviones europeos de las ciudades turcas, las hélices giratorias, las bombas que caían como confeti.
Comprendía las cuestiones políticas que habían hecho que el cardenal Palestrina cruzara el Atlántico; entendía la guerra en Oriente Próximo. Walker no era tonto, pero, aunque comprendía todo aquello, no le prestaba demasiada atención. Siempre había habido guerras y las seguiría habiendo; había guerras por todas partes. La guerra no tenía nada que ver. Su obsesión era la búsqueda; la acuciante presencia a través de aquellas distancias insondables. La telaraña compleja y luminosa de obligaciones mágicas. Ansiaba la culminación que le reportarían sus esfuerzos: volver a estar completo.
Aunque rara vez permitía que la idea se volviese explícita, Walker creía que había perdido algo mucho tiempo atrás y que lo recuperaría al devolver a Michael, el hijo de Karen White al IID. ¿Qué era lo que había perdido? No lo sabía. Tal vez fuera algo tan etéreo como un aroma, un recuerdo o una sensación; o tal vez algo tangible, una recompensa. Algo que había sido de su propiedad y se le había escapado, Walker a menudo soñaba con que perdía la cartera o el sombrero, y se despertaba agarrando con fuerza las sábanas; estaba aquí, sé que estaba por aquí en algún lugar.
Pero nunca se permitía darle demasiadas vueltas al asunto. Si pensaba mucho en ello cuando estaba solo (y casi siempre lo estaba) se le saltaban las lágrimas y los puños se le crispaban. Los cirujanos IID le habían cauterizado casi toda su capacidad emocional, pero las emociones que sentía eran caprichosas y a menudo le quemaban. Walker trataba de reprimirlas con diligencia.
Pero quería recuperar aquello.
Después de cenar en la comisaría, Walker fue a ver a Tim.
Neumann había asignado a Tim una habitación lujosa en la tercera planta, lo bastante alta para que tuviera vistas de la ciudad, ya a oscuras y cubierta de nubarrones. Tim oteaba el exterior desde la ventana. Walker, que no era tonto y comprendía la naturaleza de los hechizos que se habían conjurado a lo largo de los años, procuró permanecer erguido, fijar una sonrisa en su rostro y asumir cierto aire autoritario.
Al hacerlo vio su reflejo en la ventana y pensó que parecía viejo. Desde luego, lo era. Había perdido la cuenta de su edad exacta, pero era lo bastante mayor para ser el padre de Tim hecho que se reflejaba en la naturaleza de las cosas. Y eso que Tim ya era una persona mayor. No había alcanzado la mediana edad pero tampoco era joven. Walker era vigoroso pero sabía que la edad y el tiempo le afectaban, y antes de morir esperaba recuperar aquella cosa preciada que había perdido.
—¿Te gusta la ciudad? —dijo.
Tim se volvió para mirarlo.
Timothy Fauve había cambiado mucho en los últimos seis meses. Se le había aclarado la mirada, llevaba la cara y la ropa limpias y parecía gozar de buena salud. El pelo moreno le caía por los hombros pero no estaba enmarañado. Se había afeitado. No le temblaban las manos.
—Hola Walker —dijo Tim, y añadió—: No creo que sea un lugar que te pueda gustar. Digamos que le tengo cierto aprecio.
Walker amplió un poco la sonrisa,
—Vienes de muy lejos.
—De todo lo lejos que se puede estar. En todos los aspectos.
—No nos quedaremos mucho. ¿Estás listo?
—Creo que sí.
Había vacilado más de lo que Walker hubiera querido. Frunció el ceño y vio que Tim reaccionaba con una mueca.
—Entiendes lo que nos hemos esforzado para llegar a este punto.
Tim asintió con fuerza.
—Sabes lo que hemos hecho por ti.
—Claro que lo sé. Desde luego.
—Y lo que está en juego.
—Sí.
—¿Seguro que estás dispuesto a acabarlo?
—Segurísimo.
—Muy bien. —Walker se tranquilizó—. ¿Echamos una partida de ajedrez?
Walker era un buen ajedrecista y jugó sin un alfil y una torre. Rápido, metódico y limpio, blandía las piezas igual que un cirujano empuñaba un bisturí.