El cardenal Palestrina fue presentado a las altas esferas de la comunidad diplomática de Washington, y algunos de sus miembros estaban al tanto de su misión: el enviado alemán, Max Vierheller, y un hombre llamado Korchnoi, de la corte del zar.
Korchnoi lo llevó aparte en la fiesta en la hacienda virginiana de un senador republicano, lo acompañó a un mirador acristalado y le echó un sermón mientras la nieve caía más allá del perímetro de plantas de invernadero.
—Desde luego, sabrá que el asunto no se reduce a esta o aquella arma —dijo el legado ruso en inglés. Hizo un gesto efusivo con una copa de vino azteca—. Los americanos se ofrecen a participar en la guerra. ¿Importa el regalo que escojan para indicarlo? Es una ceremonia. Teatro. Lo importante es la posibilidad de una alianza entre Roma y América. Los infieles están aterrados.
—Hasta hace poco los americanos eran los infieles —observó el cardenal Palestrina.
—Ni mucho menos —dijo Korchnoi—. Herejes quizá. Una nación mestiza de francmasones y protestantes… ¿no es eso lo que dicen los clérigos? Pero la capacidad industrial, la riqueza, el poderío militar… saltan a la vista.
—Desde luego —admitió Palestrina—. No tengo ningún inconveniente en que se formalice la alianza. Ni Roma; el Vaticano y el Senado ya se han puesto de acuerdo. Pero nos jugamos algo más que el destino de una alianza. Seguro que usted ha leído De Officiis Civitatum. Adrián es un pontífice realista, pero no es ni mucho menos pragmatista. Si concedemos la aprobación eclesiástica a este proyecto en particular…
—Disculpe —dijo Korchnoi—, pero empieza a sonar como un ideólogo… un jesuita.
«No», pensó el cardenal Palestrina. Los jesuitas tenían un punto de vista más duro acerca de la realidad política. «Soy un obispo de provincias enmarañado en asuntos que le superan. Jamás tenía que haber ido a Roma». Se habría contentado con una parroquia rural, con viñedos, agricultores humildes y cosas así. De ese modo, su erudición habría llamado menos la atención. Por encima de todo, el amor insensato por la sabiduría era lo que le había llevado al escenario político eclesiástico: había pecado de orgullo.
El cardenal Palestrina extrañaba mucho su país.
—Roma y América —dijo Korchoi y los ojos comenzaron a brillarle—. América y Europa. Piense en ello… piense en ello.
Por la mañana Palestrina envió un mensaje Marconi desde el consulado vaticano (en resumen, que había llegado y que las suposiciones de la sección de inteligencia de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios eran correctas en gran medida) y luego cogió un taxi para ir al IID.
Detestaba aquel edificio. Ya tenía una identificación oficial, una tarjeta con fotografía sujeta a la sotana. Atravesó la puerta principal bajo la nieve y se dirigió hacia el edificio interior, la pequeña parte de él que había aprendido a recorrer. Fue directo al despacho de Carl Neumann.
—¿Sigue Walker en el edificio?
—Por poco tiempo —dijo Neumann—. Creía que ya había acabado con él.
—Tengo algunas preguntas más.
—Bueno, si es necesario… Cooperaremos de buen grado si las circunstancias son propicias, Su Eminencia. Pero debe comprender que esta labor nos está acercando al límite. ¿Es capaz de encontrar la sala de interrogatorios?
—No —confesó Palestrina. Humillante pero cierto.
—Yo le llevaré —dijo Neumann—. Y haré que Walker nos esté esperando.
Una vez más, el cardenal Palestrina se reunió con el Hombre Gris en el cubículo frío y sin ventanas. Walker le observó expectante.
Palestrina se sacó un cuaderno de la sotana, en el que había apuntado algunas de las preguntas que quería hacer. Además, el cuaderno le permitía hacer algo con las manos…, una excusa para evitar la mirada de Walker.
Sintió el contorno duro de la silla debajo de él y un nudo desagradable en el estómago.
—Quiero asegurarme —comenzó— de que comprendo con exactitud y claridad lo que me ha contado. Discúlpeme si me repito. Usted era uno de los tres… productos originales de este proyecto.
—Sí, éramos tres —asintió Walker.
—Y los otros dos se fugaron.
—Sí.
—Tuvieron hijos.
—Sí.
—Usted mató a los dos, pero los hijos sobrevivieron.
La pregunta pareció molestar a Walker.
—Sus muertes fueron un error —dijo—. Lo admití y me castigaron por ello. Contaba con hechizos para traer a Julia y a William, pero sobre todo nos interesaban los niños. ¡Pero no estaban, y William no quiso decirme dónde los había escondido! Así que extendí la mano…
El Hombre Gris titubeó.
—¿Los mató con sus propias manos? —dijo el cardenal Palestrina.
—Los envié a casa —dijo remilgadamente Walker—. Al menos, a una parte de ellos. Pero no se puede estar en dos lugares a la vez. —Negó con la cabeza—. Fue muy sangriento.
El cardenal Palestrina cerró los ojos un instante.
—¿Le ordenaron que lo hiciera?
—No —dijo Walker—. Como ya le he dicho, me castigaron por ello.
—¿Y no pudo limitarse a recuperar a los niños?
—Eran demasiado pequeños para seguirlos. No tenían… —Pareció buscar una palabra—. Canción. No podía escucharlos.
—Supongo que fue capaz de localizarlos posteriormente.
—Cuando empezaron a utilizar su talento.
—Pero no los trajo.
—Queríamos asegurarnos de no cometer más errores. Comprendimos… el señor Neumann me explicó… que un trabajo así requiere tiempo. Hay hechizos que conviene desarrollar despacio. Maduran. Pero plantamos la semilla cuando los niños eran muy pequeños —dijo Walker.
—¿La semilla? —preguntó el cardenal Palestrina.
—De las ataduras —dijo Walker.
—¿Qué tipo de ataduras?
—La vanidad, el odio y el miedo. —El Hombre Gris esbozó una sonrisa—. Un espejo, los reinos de la tierra, su primogénito…
—Hechizos que cristalizarían en el futuro —interpretó Palestrina.
—Sí.
—¿Usted puede ver el futuro?
—No. Pero en el edificio hay gente que sí puede. En uno de los otros proyectos: «Por un espejo y oscuramente[2]»… ¿conoce la expresión? Confiamos en su asesoramiento. No es infalible, pero en este caso parece ser acertado.
—Los hechizos están cristalizando.
—Sí.
—¿Ya?
—Oh, sí.
—¿Y está usted seguro de poder recuperar a la tercera generación… al hijo?
—Es el que usted quiere —dijo Walker—. Puedo traerlo.
El cardenal Palestrina alzó la mirada, apartándola de las notas.
—Una cosa más… algo que dijo en la última sesión y que no entendí. Mencionó que había recibido ayuda. ¿A quién se refería?
Walker, con un rostro viejo y arrugado, aunque inquietantemente infantil, sonrió al cardenal Palestrina.
—Se llama Tim —dijo el Hombre Gris.
El cardenal Palestrina se levantó para salir de la sala, dudó un instante y finalmente se dio la vuelta. Se le había ocurrido una pregunta imprevista y no sabía cómo hacerla.
O si debía hacerla. Un obispo antioquiano de Malabar que estaba en Roma por algún acontecimiento ecuménico le había confiado que, en su opinión, el pecado venial más grave era la añoranza. Igual que el orgullo es el pecado de los ángeles, la añoranza lo es del clero.
«Entonces debo de ser culpable», pensó Palestrina.
—Lo que usted llama plenum… ¿es infinito? —dijo.
—Hay mundos y más mundos —dijo Walker—. Una infinidad. Eso es lo que me dicen.
—Pero no puede verlo, sentirlo o hacer lo que quiera que usted haga… del todo.
—No. Del todo no. Y sólo puedo ir a donde ellos vayan. Pero a veces sueño con otros lugares.
—¿Ahí fuera está todo… todo lo que nos podamos imaginar? —susurró Palestrina.
—Es posible —dijo Walker.
—¿Está…? —pero al cardenal le avergonzó su propia pregunta—. ¿Está Dios ahí fuera?
El Hombre Gris sonrió levemente.
—Dios está en todas partes… ¿no?
—¿Y el Paraíso? —dijo Palestrina—. Un mundo donde la humanidad no haya perdido la gracia divina. El Edén, señor Walker. ¿También existe?
Walker soltó una carcajada.
—Si existe, no lo he encontrado —dijo.
El cardenal Palestrina se dio la vuelta para que Walker no le viera sonrojarse; la puerta se cerró con un golpe espeluznante, de lo terminante que pareció.