El cardenal Palestrina había tenido muy pocos encuentros personales con el mal.
A pesar de todo, sentía un gran respeto por él. El mal, durante el último siglo, había sido lo que los americanos llamarían un valor en alza. Nadie parecía ajeno a él. Hasta la Iglesia… (se permitió un pensamiento algo blasfemo), hasta la Iglesia había cometido actos que podrían considerarse excesivos. La inquisición teutona y su represión sobre los judíos y los polacos, una doctrina ejercida con fines políticos mientras Roma permanecía callada…
Pero la historia era así. La historia estaba repleta de opresión. En los últimos tiempos, la Cristiandad parecía amenazada y eso era lo más importante. El Islam se había extendido como un incendio incontrolado por el norte de África y había fomentado revoluciones contra los holandeses, los franceses y los británicos. Los rusos combatían musulmanes rebeldes en sus fronteras meridionales. Las razas orientales habían desalojado a las fuerzas armadas del Novus Ordo de las avanzadillas del Pacífico y habían prohibido el comercio con occidente. Por todas partes había guerras a pequeña escala, y las guerras a gran escala parecían inevitables.
Había muchos malos augurios. El Domingo de Ramos de 1982 la imagen del Príncipe de las Tinieblas había aparecido en una nube de triclorofenol sobre la basílica de San Pedro Encadenado y centenares de personas tuvieron que ser hospitalizadas. Las últimas Navidades llovieron palomas sobre el Palazzo de Venecia. Sicilia había estado a punto de sucumbir ante la flota turca, el Mediterráneo corría peligro y se habían movilizado tropas en todo el territorio de Italia y España. La situación era desesperada; si no lo hubiera sido, no le habrían mandado allí a prolongar aquella relación turbia con los americanos, por si acaso habían logrado fabricar un arma secreta.
«Porque a pesar del protestantismo cándido y la superstición impenitente, se parecen más a nosotros que los árabes», pensó Palestrina. «Salvandorum paucitas, damnandorum multitudo. Eso se daba por sentado. Además, la política crea extrañas parejas».
Dio una cabezada en el automóvil. Cuando salió a la intensa luz artificial del vestíbulo del hotel, se sintió magullado irreparablemente. La columna vertebral gritó de dolor. Neumann, contra toda lógica, estaba tan fresco. Sonrió a Palestrina a través de la ventanilla del automóvil como un cuadro enmarcado de un arlequín especialmente insolente.
—¿Le llevo a su habitación?
—Ya la encontraré yo.
—Me pasaré mañana a recogerle. Supongo que le vendrá bien descansar.
Gracias —dijo el cardenal Palestrina con sequedad.
El hotel —se llamaba Waterwheel o Waterfall, o un nombre igual de extravagante— tenía vistas al Potomac. Era del gótico que se había puesto tan de moda medio siglo atrás, un laberinto de patios y agujas falsas. Se registró, subió dando bandazos en el ascensor hasta el piso decimoquinto, abrió la puerta de una habitación llena de aire viciado y se desplomó en la cama. Durmió sin cambiarse de ropa.
Se despertó de madrugada, antes de que amaneciera. Había dormido poco, pero muy profundo, y se sentía igual de cansado que siempre, con el espíritu agotado. Rezó en silencio y se lavó la cara en el resonante baño de azulejos.
Sintió claustrofobia y descorrió las cortinas. En la otra orilla del hueco negro del Potomac pudo ver que la ciudad americana respiraba llamas en las fundiciones nocturnas, y que estaba sucia y cubierta de hollín. Cogió una silla y se sentó a beberse un vaso de agua del grifo. El vaso estaba envuelto en papel: toda una novedad. Había muchas cosas nuevas. En ese momento pensó que era viejo… por primera vez en su vida, se sintió viejo. Como para subrayar el hecho, sintió un calambre en el estómago.
Era viejo y nunca había estado tan lejos de casa.
Tan lejos de Dios.
Extra eclesiam nulla salus.
«Pero aquí soy la Iglesia», pensó con tristeza.
Echó una ojeada a las manillas fosforescentes del despertador de la mesilla. Eran las cuatro y veinte. Se sintió huérfano, espiritualmente vacío. Dejó el vaso en el alféizar, y dio una cabezada hacia delante.
Parpadeó y de repente había amanecido; la ventana estaba llena de luz y Carl Neumann aporreaba la puerta.