El cardenal Simón Palestrina —de la Congregación Vaticana de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, y legado de facto del Tribunal del Novus Ordo— se enfundó la capa para protegerse del viento de octubre y contempló con gesto adusto la costa, cada vez más cercana, del Nuevo Mundo.
Lo inhóspito de la costa se reflejó en el rostro del cardenal. La severidad del gesto y la palidez de las mejillas le habían labrado la fama de ser un erudito adusto, casi jesuítico. De hecho era un hermano maniqueo, y su semblante tenía más que ver con los ataques periódicos de gastritis que habían marcado su entrada en la madurez que con cualquier pureza eclesiástica figurada. Por supuesto, sus amigos lo sabían… pero el cardenal Palestrina tenía muy pocos. Palestrina solía pensar que se sufría mejor en solitario.
Por motivos similares, se había reservado la opinión en el transcurso del largo viaje trasatlántico. En un mundo cuerdo habría viajado en dirigible. Los zepelines habían mejorado mucho desde los tiempos de las tragedias teutónicas, pero el presupuesto de la Curia era vergonzosamente bajo, aun a la luz de los acontecimientos del Mediterráneo.
«El conservadurismo vaticano y el miedo a los aliados en potencia podrían hacer que perdiéramos la guerra», pensó Palestrina con pesar.
Agarrado a la barandilla, se mortificó con una visión de las hordas islámicas invadiendo la Europa civilizada. Un muecín llamando a la oración desde la catedral de Orvieto, ulemas amputando extremidades de cristianos honrados.
«Y aquí estoy, con un mes de retraso en el alquitranado Virgen de Aviñón».
Ni siquiera era un barco nuevo. La jarcia era vieja y las velas eran de cáñamo y estaban llenas de remiendos; el motor de aceite de alquitrán bajo cubierta hacía más por contaminar el entorno cercano que por acelerar el viaje. El cardenal Palestrina había pasado la primera semana tras salir de Génova sumido en nauseas y bamboleos incesantes.
«Volveré a casa y habrá musulmanes furibundos en la basílica de San Pedro», pensó, «y buscaré al hermano Oswaldo del Subcomité de Financiación en la mazmorra en que lo hayan encerrado y le diré: Te lo advertí».
Disfrutó con aquella fantasía mientras el Virgen de Aviñón entraba en el puerto ventoso de Filadelfia.
La ciudad parecía cumplir con todas las expectativas que el cardenal Palestrina se había formado acerca de los americanos. El puerto apestaba; olía a pescado muerto y a ciénaga. Todos íos veranos, la fiebre amarilla medraba en aquella miasma y asolaba la ciudad. Los muelles eran antiguos y los pilares estaban cubiertos con los excrementos de las gaviotas del puerto. En la lejanía, las torres de la ciudad se elevaban negras e imponentes, como monumentos cubiertos de hollín a la supremacía industrial del Novus Ordo, el Nuevo Orden de América. Se habían esforzado con desesperación en emular los valles purulentos del Rin y el Ródano, y lo habían conseguido a la perfección.
El cardenal Palestrina, mientras permitía que los demás pasajeros se agolparan en el muelle antes que él, sintió una punzada de añoranza por Roma. Evidentemente era una ciudad a la antigua usanza, y le sacaba varios milenios de orgullosa historia a cualquier cosa que hubiesen construido los americanos. Se acordó del jardín del Vaticano, de la muralla leonina; se acordó de los barrenderos que cruzan el Giardino della Pigna como un ejército y dejan los adoquines mojados y relucientes al sol matinal…
Una maravilla. Al menos cuando el viento no venía del Tíber.
Se dijo que no era añoranza auténtica, sino reticencia. No le gustaba la labor que tenía que realizar allí. Era un estudioso, no un inquisidor. Sólo se sentía a gusto en compañía de libros. Había escrito una hagiografía de san Eustaquio que la Curia romana declaró «intachable» y por eso se le había considerado digno de confianza, inteligente y sobre todo incorruptible —o al menos doctrinario— y, por lo tanto, apto para llevar a cabo una misión eclesiástica peliaguda. Lo más importante tal vez fuera que su inglés era muy bueno. Pero tenía que enfrentarse a problemas relacionados con fines y medios, con la herejía y el poder, la guerra y la paz…
«Sobre todo, con el bien y el mal», pensó. Y en los últimos tiempos, los poderes siniestros se mostraban sobrecogedoramente activos.
La idea le resultó desagradable. Sintió un espasmo en el estómago.
Con un suspiro, el cardenal Palestrina se tapó la nariz con un pañuelo y bajó al Nuevo Mundo.
En los muelles le recibió un hombre llamado Carl Neumann, que conducía un automóvil.
El automóvil era significativo. Las Guerras de la Yihad habían interrumpido el tránsito de petróleo por el golfo Pérsico y la gasolina estaba a un precio prohibitivo. Por supuesto, los americanos (Palestrina utilizaba en privado el arcaísmo) contaban con yacimientos petrolíferos propios. Y las interminables crisis fronterizas con los aztecas solían tener que ver con derechos mineros. No obstante, incluso allí un automóvil era un lujo poco frecuente.
Sobre todo un automóvil como aquel, bajo, grande y tremendamente pesado, una especie de barca terrestre. Palestrina, impresionado a su pesar, metió sus dos maletines negros en el amplio maletero del auto y se subió al lado de Neumann. El olor de la tapicería era fuerte y agobiante.
—Nos alegramos de que Su Eminencia pudiese viajar.
Palestrina comprendió al instante que Neumann era uno de esos funcionarios del gobierno que siempre hablan de sí mismos en plural. Neumann llevaba un traje azul a medida, una estrecha corbata negra y un sombrero de fieltro con ala curva. Se estrecharon la mano y Neumann arrancó el motor. De vez en cuando, mientras se abrían paso hacia el sur a través de una multitud de carros y cabriolés, Neumann echaba una ojeada a la sotana negra del cardenal Palestrina. Palestrina supuso que se trataba del legado waldensiano del que le había advertido la Secretaría, aquella mezcla de curiosidad y desdén. Fastidioso, pero a su manera, útil. Le mantendría en guardia y le recordaría que había entrado en un país extranjero.
No es que se le fuera a olvidar. En menos de una hora habían alcanzado una carretera asfaltada que salía de la ciudad hacia el sur y el bosque se cerró a su alrededor.
«El Gran Bosque del Nuevo Mundo», pensó Palestrina.
Era legendario. En el pasado, lo habían habitado salvajes. El automóvil avanzaba a toda velocidad entre pasillos interminables de árboles, y las nubes se abrieron para mostrar un crepúsculo chillón. Oscureció deprisa y, de repente, las sombras detrás del automóvil parecieron muy densas, y Palestrina pensó en espíritus del bosque y elementales. Pero aquellos eran terrores puramente europeos; lo había leído en algún lugar. En el Nuevo Mundo, casi todos los peligros eran seculares.
Neumann habló en medio del silencio.
—Seré su contacto mientras se encuentre entre nosotros. Me temo que Su Eminencia tendrá que acostumbrarse a mi compañía.
Sonrió. Palestrina no lo hizo.
—No puedo evitar preguntarme por su apellido —prosiguió Neumann—. ¿Está emparentado con… esto… el famoso Palestrina?
—¿Se refiere al Palestrina que compuso la Misa del Papa Marcelo?
—Eso es.
—¿Es usted historiador, señor Neumann?
—Un aficionado a la música —dijo Neumann con modestia—. Colecciono discos. La Missa Papae Marcelli zanjó la cuestión de la música en la liturgia, ¿no? —Y añadió—: Una pieza magnífica. Muy emotiva.
Al cardenal Palestrina no le gustaba la grabación secular de la música litúrgica. No obstante, tenía una grabación, el Jubílate Deo de Giovanelli en un disco de laca español, una pasión secreta: lo ponía en su pequeño Victrola eléctrico.
—No —dijo remilgadamente—. No estamos emparentados.
Neumann pareció decepcionado.
—Estoy muy cansado —dijo Palestrina—. ¿Podría decirme aóonde me lleva?
—Lo lamento, Su Eminencia. Suponía que le habían informado. Llegaremos a Washington a medianoche. Le espera una habitación de hotel y yo seré su guía, o contacto, o lo que necesite. Luego tendrá que desplazarse todos los días al Instituto de Investigación para la Defensa. Allí hay personas con las que tiene que reunirse…
—¿Nos faltan cinco horas en coche?
—Me temo que sí, Su Eminencia.
«Que Dios me asista».
—Y luego, en Washington, ¿podré verlo?
—¿A quién, Su Eminencia?
—Al prodigio, por supuesto. Al monstruo que ustedes han creado. Al hombre que camina entre mundos.
El silencio en el automóvil fue breve pero intenso. Las ruedas rechinaron contra el asfalto. Los faros dibujaron grutas profundas en los bosques otoñales.
—Supongo que sí, Su Eminencia —dijo Neumann.