Aquella noche, durante la cena, Michael guardó silencio. Su madre tampoco hablaba, y miraba con el ceño fruncido el gran cuenco oriental que la tía Laura le había servido. Laura era la que más hablaba, a la vez que troceaba jengibre o atendía el wok.
Habló de su trabajo. Laura se dedicaba a la alfarería, tenía un horno en la caseta grande de la parte de atrás, y hacía piezas de arcilla y porcelana que alcanzaban altos precios en las tiendas de recuerdos de la autopista. Pensaba en la posibilidad de incluir un nuevo diseño floral… algo sencillo. Clásico. Oh, la col china estaba muy fresca. (Todo huele muy bien, dijo con indiferencia la madre de Michael). ¿A que hace buen tiempo? (Hace buen tiempo). Y así sucesivamente.
Pero de vez en cuando Laura echaba una ojeada meditabunda a Michael, y el chico se dio cuenta y comenzó a cohibirse. Comprendía que el talento secreto de su tía era poderoso y evidente, en cuanto sabías lo que tenías que buscar (una especie de brillo o aura) y Michael se preguntó si había adquirido el mismo aspecto.
Pero nadie dijo nada.
A la mañana siguiente, se despertó impaciente por ponerse a prueba de nuevo. Soportó con ansiedad los rituales del desayuno, vio un poco de televisión matinal y se desgastó los callos con la guitarra nueva. Quería marcharse sin llamar la atención. La situación era tensa, y Laura y su madre se movían inquietas por la casa, dando vueltas; estuvo a punto de abandonar, pero un par de horas antes de comer su madre anunció que se encargaría de la compra, que ya le tocaba; se fue en el coche de la tía Laura con la lista de la compra y unos cuantos de aquellos extraños billetes del banco estatal que hacían las veces de dinero en Turquoise Beach. Michael despidió el Durant con un gesto y luego caminó despacio hacia la parte trasera de la casa, con la intención de dejar atrás el estudio de alfarería y volver a la playa. Pero cuando rodeó la caseta vio que la tía Laura le esperaba junto a la valla de mimbre y que era demasiado tarde para darse la vuelta.
La tía Laura le caía bien. Su madre le sacaba sólo un par de años, pero parecían más. Era fácil llevarse bien con ella y estaba alegre casi todo el rato. Era todo un contraste. Michael había empezado a comprender, en los pocos días que llevaba allí, lo infeliz que su madre había sido desde el divorcio. La casa de Toronto había sido un pozo profundo de silencios. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que había sonreído? Mucho.
La tía Laura sonreía. Lo hacía en ese momento, en pie junto a la valla destartalada con unos Levi's y una camiseta sin mangas. Llevaba un par de gafas de sol redondas, de esas que Michael llamaba gafas de Lennon.
—¿A dar un paseo por la playa? —dijo, y el tono de la pregunta era serio y desenfadado a partes iguales.
Michael sintió vergüenza.
—Más o menos.
—¿Sabes?, me gustaría que habláramos —dijo ella.
—Me encantaría —dijo Michael—. Algún día. Claro. Pero… que habláramos de ti, Michael —dijo—. De lo que puedes hacer. De lo que hacías ayer en la playa. Michael no pudo hacer más que mirarla sorprendido.
Laura había conjeturado lo que le había sucedido a su sobrino en el largo paseo del día anterior gracias a pistas, el aspecto de Michael y algunos comentarios crípticos por parte de Emmett. A juzgar por la expresión del chaval, había acertado de pleno.
Laura pensó que era asombroso que no hubiera sucedido antes.
Pensó en su sobrino con toda la objetividad que logró reunir. Era un espécimen aceptable del género masculino adolescente. Flaco en su suéter azul y los vaqueros raídos, con el pelo rapado y unas zapatillas Nike moteadas de arena seca. Empezaba a estar bronceado y el escaso acné juvenil se batía en retirada. Los ojos eran oscuros y a veces miraban de manera furtiva, en un gesto que le recordaba a Karen. Karen había tenido la misma costumbre de eludir las verdades incómodas, aunque en Michael era menos acusada.
«Un rasgo familiar», pensó. «Es sobrino mío. El hijo de Karen. La única generación que hemos tenido… a menos que Tim se haya dedicado a engendrar hechiceros».
Lo llevó por las tranquilas calles secundarias cercanas a su casa. Turquoise Beach era un pueblo de jardineros y a ella le gustaba la vegetación tropical que rebosaba de aquellos emparrados y jardines: buganvillas, hiedra terrestre, áloes en flor. En mañanas como esas, el aire estaba saturado de perfumes silvestres.
«Me costaría mucho dejar este lugar», pensó Laura.
Pero aún no habían llegado a ese punto.
—¿Te ha hablado tu madre de su casa? ¿De los abuelos y de su vida con ellos?
Era evidente que Michael no se había adaptado a la idea de la entrevista. Negó con la cabeza.
—No mucho.
«Lo que significa que tal vez no lo haya hecho nunca», pensó Laura.
Puso en orden sus ideas. ¿Cómo decírselo de manera que tuviera sentido para un chaval de quince años? Había demasiadas penas rancias y era complicado construir una buena historia.
—Eramos tres: tu madre, Tim y yo —dijo Laura—. Y tus abuelos. Nos mudábamos mucho, pero papá tenía un cartelito de cobre que solía colgar dondequiera que viviéramos: «Los Fauve». A mí siempre me pareció una especie exótica de animal. Y creo que a veces yo solía pensar que éramos así, una especie aparte.
La mirada de Michael era cauta pero comprensiva.
—Mamá y papá eran lo que podría considerarse gente corriente. Gente del valle del Mon, del río Ohio. Aún lo percibo en la manera de hablar de Karen… y a veces lo oigo en mi voz. Papá tuvo varios empleos, sobre todo en fábricas, cuando la siderurgia iba bien. Era soldador y sabía manejar un torno, pero bebía y lo despedían a menudo. Vivimos un par de años en Duquesne y luego en otros lugares alrededor de Pittsburgh. La cuestión es que resultaba difícil vivir con él. Llevaba una vida bastante triste y amargada, y nosotros sufríamos por ello.
Tomó aliento y vio que Michael seguía atento.
—Creo que para mí fue más fácil. Yo era guapa y era la mediana. Tim era el chico y tenía que estar a la altura de muchas expectativas. Y Karen… bueno, tu madre era la mayor y a lo mejor eso fue lo peor. Ella pagaba el pato por todas las trastadas que hacíamos Tim y yo.
—Debió de ser duro… —aventuró Michael.
—¿Ser lo que somos? —Pero era evidente que se refería a eso. El quid de la cuestión. A estas alturas seguía siendo difícil hablar del tema: ni siquiera a Emmett podía haberle dicho algo así—. Más de lo que crees. Cuando éramos pequeños jugábamos a «hacer ventanas» o a «hacer puertas». Comprendimos, supongo que por algo parecido al instinto, que teníamos que mantenerlo en secreto, y por eso lo hacíamos de noche, a oscuras, o en el barranco de detrás de la casa vieja en Constantinople. Y a veces… a veces nos pillaban.
Había bajado la voz hasta convertirla en un susurro. Michael seguía caminando a su lado, con la vista fija en las lazadas de las zapatillas.
—Papá decía que era lo peor que se podía hacer. El peor pecado. Era un pecado tan malo que ni siquiera salía en la Biblia, salvo donde se hablaba de dejar vivir a una bruja. Era malo y nos metería en un lío… o nos mataría.
—¿Decía eso?
—Con esas palabras. Con frecuencia. Y, a veces, con sus puños.
Michael volvió al estudio de la acera.
—Por supuesto, nos lo tomamos muy a pecho. Pero para mí (y, sin duda, para Timmy) la tentación seguía ahí. Nos llegaba de manera natural. Se nos daba bien. Y por eso seguíamos haciéndolo y abríamos ventanas y puertas cuando estábamos seguros de que no nos pillarían. Lo hacíamos y rezábamos para que Dios nos perdonara. Pero Karen se lo tomaba todo muy a pecho. Todos nosotros creíamos a papá, pero Karen le creía con una intensidad virulenta y atroz… Creo que la cegó. En cierto modo, creo que aún le cree.
Llegaron hasta la esquina de la calle sombreada y giraron a la izquierda. Dejaron atrás un par más de casas altas y antiguas, y luego un vacío de hierba de mar y rocas. La acera acababa en un caballete amarillo y negro en el que ponía: PRECAUCIÓN — CALLE CORTADA. Al otro lado había un cabo herboso y una caída de quince metros hasta el mar. La espuma del agua se agitaba contra las rocas.
Laura se sentó y se rodeó las rodillas con los brazos. Michael se acuclilló contra una piedra y miró al horizonte.
—No sueles pensar en tu madre de este modo.
—Supongo que no.
—Uno tarda en acostumbrarse.
Michael parecía pensativo. Laura dejó que se alargara el silencio. Le gustaba ir a aquel lugar y estaba contenta.
Michael cogió una brizna de hierba y la hizo trizas con los dedos.
—¿Eso es todo? —dijo.
—¿A qué te refieres?
—Jamás he oído que nadie pudiera hacer esto. ¿Y tú? Me refiero a que no es como la percepción extrasensorial o la brujería, algo sobre lo que puedes leer en una biblioteca. O sea, nacimos así, ¿no? Pero ¿por qué? ¿Cuál es el origen?
Ella se encogió de hombros.
—No conseguimos averiguarlo.
—Quieres decir que nunca lo preguntasteis.
—No había nadie a quien pudiéramos preguntar. Desde luego, ni a mamá ni a papá. Ellos no tenían el don. Si los mirabas, sabías que no lo tenían. ¿Sus padres? Vi una vez a la abuela Fauve y vivía en una casa vieja en Wheeling con tres gatos y un doberman encadenado al cobertizo. Era tan normal como cualquier otra anciana. Además, creo que sí mamá o papá procedieran de una casa con gente como nosotros, yo lo habría sabido. Hay una manera de no hablar de ciertas cosas… y ninguno de los dos hablaba así.
—Entonces es un misterio.
—Sí —dijo Laura—. Es un misterio.
—¿Crees que lo desentrañaremos algún día?
La pregunta puso el dedo en la llaga. Laura arqueó la espalda y volvió la cara hacia la brisa marina. El viento ascendía por el acantilado como un río; en agosto, la gente iba allí con cometas. Pero el tiempo había cambiado y hacía demasiado frío para eso.
—Tal vez tengamos que hacerlo —dijo, tras volverse hacia su sobrino.
—Enséñame lo que sabes hacer —dijo Laura antes de que volvieran a casa.
Al principio, Michael se mostró reticente. Era algo íntimo, algo que acababa de descubrir. Pero pensó en lo que ella le había contado —era más de lo que su madre le había dicho— y supuso que se lo debía.
No obstante, tal vez no pudiera hacerlo. A lo mejor había perdido el don. Quizá tuviera que estar drogado para poder hacerlo… o estuviera demasiado nervioso.
Extendió los brazos hacia delante y unió los pulgares y los índices como lo había hecho el día anterior. No sucedió nada. Con desesperación, Michael buscó en su interior un rastro de la electricidad que había logrado conjurar en la playa. Se acordó de la sensación, del modo en que pareció llegar, que no surgió de él, sino que lo atravesó después de que saliera del suelo, un voltaje extraño de granito, caliza y lecho marino, magma y tectónica. Y, al acordarse, comenzó a sentirlo de nuevo, débil al principio, un hormigueo, y luego algo más intenso.
«Sí», pensó, y abrió el vórtice de posibilidades entre las manos.
Le mostró a Laura el mundo sin océanos y arrasado que había descubierto el día anterior. Le mostró el planeta vacío: ese día, las focas se arremolinaban lejos de la costa y caía una lluvia grisácea. Y le mostró lugares que no había visto nunca, mundos que no se parecían a Turquoise Beach: mundos desérticos, un océano sin la interferencia de tierra alguna, un cielo con nubes altas de color lavanda… y más. Apenas era consciente de la presencia de Karen, que miraba por encima de su hombro fuera de la periferia de su visión; los gritos ahogados de asombro que apenas percibía le alegraron.
«Ella también lo ve», pensó.
No era una alucinación, ni estaba loco y tampoco estaba solo. Algo aturdido, cambió a toda velocidad media docena de veces hasta que la fatiga (una especie de agotamiento interior) le obligó a detenerse.
Michael se recostó en un peñasco. Le palpitaba la cabeza.
—¿Qué tal? ¿Está bien? —preguntó, tras respirar hondo y quedarse satisfecho de aire.
Laura lo miró como si lo hiciera desde muy lejos. Habló con voz débil y entrecortada.
—Yo nunca he podido hacer nada así…
La discusión entre Karen y su hermana tuvo lugar al día siguiente, pero la frustración se había ido acumulando durante todo el día.
Era su tercera semana en aquella casa. Parte de la tensión que sentía no era más que el estrés de vivir cerca de Laura, que prácticamente seguía siendo una extraña para ella, y otra parte era a causa del periodo de adaptación que sucedía de manera inevitable a cualquier cambio doloroso.
Pero una parte de la tensión era algo más, un trastorno más profundo. Curiosamente, el mundo en que vivía Laura casi era demasiado familiar, pero cuando Karen comenzaba a sentirse a gusto, se topaba con alguna incongruencia que hacía que la cabeza le diera vueltas. Estaba haciendo cola en la tienda cuando escuchó que la cajera le decía a un dependiente que John F. Kennedy había muerto… jubilado, en Nueva Inglaterra, a los setenta y dos años. Un ataque al corazón, dijo. «Admiraba a ese hombre, aunque fuera católico».
MUERE EL EX PRESIDENTE JOHN FITZGERALD KENNEDY, decía el titular del L.A. Times. El funeral está previsto para el sábado. Reunión de dignatarios en Washington. El presidente Bartlett expresa su pesar, etcétera, etcétera.
«¿A quién lloré yo hace tantos años?», pensó Karen. «¿Se puede hacer desaparecer una bala con un mero deseo?».
Estuvo horas en las nubes dándole vueltas al asunto.
Pero eso no era todo. Estaba el ambiente de Turquoise Beach, el estilo de vida tranquilo que tanto parecía gustarle a Laura. A Karen le hada menos gracia. Era hedonista y carecía de rumbo fijo, y no tenía claro si quería que Michael estuviera expuesto a él mucho más tiempo. Su hijo le había cogido simpatía a Emmett, el vecino de abajo de Laura; Emmett, que se ganaba la vida como músico y a quien Karen había visto fumando hierba en la playa por las noches.
Todo aquello acrecentaba el estrés de Karen. Pero fue Laura quien inició la discusión, cuando insistió en hablar de Michael.
Michael se había ido a la cama. Laura estaba acabando de fregar los platos. Karen se había puesto el camisón y la bata pero no podía dormir, así que estaba sentada en la cocina bajo la fluorescencia fría de la luz del techo, escuchando los traqueteos húmedos procedentes del fregadero.
—¿Sabes?, deberías hablar con él —dijo Laura, tras declinar la oferta de Karen de secar los platos.
—Michael está bien —dijo Karen—. En los últimos días se ha adaptado bien.
—No creo que los tópicos resulten de mucha utilidad. Ya sabes a lo que me refiero.
—Al talento —dijo Karen—. ¿No se reduce todo a eso?
—Esta vez sí. ¿No has pensado en lo lioso que tiene que ser todo esto para él? No sólo Turquoise Beach, sino todo el follón previo a vuestra marcha… lo del Hombre Gris. ¿Qué se supone que tiene que pensar al respecto?
«Preferiría que no pensara en ello», pensó Karen. Sabía lo ridículo que sonaría, pero sería más sencillo…
—Sería más sencillo si aquí pudiésemos vivir una vida normal.
—¡Normal! —Su hermana soltó una salsera de plástico en el escurridor—. ¡Esgrimes esa palabra como si fuera una especie de reliquia sagrada! Es decir, lo entiendo… pero ¡por el amor de Dios, Karen, no tengo claro que se pueda tener como objetivo ser «normal»!
—Por el bien de Michael…
—Hablo del bien de Michael. Es un chaval inteligente, es curioso y creo que se merece cualquier explicación que podamos darle.
Karen se calló un instante.
—Esperaba que quedara por encima de todo eso —dijo por fin.
—Me parece que es un poco tarde.
Laura se secó las manos y se sentó en la pequeña mesa de madera maciza.
—Michael es un chico inteligente y curioso. Tendría que hablar de esto contigo, no conmigo.
Karen alzó la vista con brusquedad.
—¿Ha hablado contigo?
—Sí.
—¿Qué le has contado?
—La verdad.
Karen quedó horrorizada.
—¿Todo? Es decir, ¿lo de casa, papá y Tim y todo lo demás?
—Todo.
Karen se sintió muy avergonzada. Todo aquello había sucedido a sus espaldas.
—¡No está preparado! ¡Sólo tiene quince años! —Era como una conspiración—. ¡Por Dios, Laura, es mi hijo! ¡Tengo derecho a tomar ciertas decisiones!
—Es tu hijo y lo lamento si me he entrometido. Pero también es un joven muy confuso que necesita respuestas con urgencia. Debería haberte preguntado… pero no lo hizo. No pensó que pudiera hacerlo.
—¿Y, en cambio, acudió a ti? ¿Por qué? —Se sintió herida—. ¿Por que vives en esta utopía hippy? ¿Y qué le has contado? ¿Que todo iría bien si nos pusiéramos vaqueros y ropa teñida más a menudo?
Laura se levantó y volvió al fregadero. Se puso cara a la ventana, que estaba llena de noche, y Karen pudo ver su rostro reflejado, con los labios fruncidos con fuerza.
—Este mundo es el mejor que pude hacer. ¿Lo entiendes? Sea cual fuere el talento que tenemos, creo que… de algún modo está relacionado con la imaginación. Con la capacidad de ver lo que no está ahí, al menos la silueta, el perfil. Quería encontrar el mejor lugar que pudiera, un lugar en que vivir, un lugar cuerdo… quería hacer que mi sueño se hiciese realidad. Y esto es lo todo lo que conseguí. —Se encogió de hombros—• A lo mejor no se me dio muy bien.
—No me refería a…
—Quizá a Michael se le dé mejor. ¿Has pensado en ello?
Karen se quedó desconcertada.
—¿Michael?
—Es evidente. Cuando tengas la oportunidad, piensa en ello. Es decir, piensa en ello en serio. —Laura se apartó de la ventana. Agarraba con fuerza el borde de la encimera—. Creo que tiene más talento que cualquiera de nosotros… más incluso que Tim.
Pero Karen no quería pensar en ello.
Ya era malo que Michael tuviera que enterarse de todo aquello. Ya era malo que lo hubiese llevado hasta allí, y que Laura hubiese sacado a colación todas las penurias familiares. Era algo malo, pero tal vez fuera comprensible. Michael formaba parte de aquello y a lo mejor tenía que haber hablado con él.
Pero no había querido admitir que Michael también contaba con el talento.
No se había permitido admitirlo. Era inconcebible, con mayúsculas. La última vez que había albergado la idea (el recuerdo le llegó al instante) era cuando estaba embarazada. En aquel entonces, Michael no era Michael, sólo era una presencia en el interior de ella, un peso incómodo, una espiral de vida en el vientre. De noche, tumbada en la cama y mientras sentía las patadas, se había permitido pensar: «¿Y si es como yo?». Supuso que era como tener una de esas enfermedades congénitas, como la de Woody Guthrie. Había corrompido su vida y tal vez corrompiera la de su hijo.
¿Podría soportarlo?
Se había apretado contra Gavin, que dormía a pierna suelta, hasta que el calor de su marido envolvió su cuerpo. En ese momento decidió, mientras se sumía en un sueño agitado, que ni siquiera consideraría la posibilidad. Haría que fuera normal gracias a sus deseos, a sus rezos; su hogar sería un hogar normal. Con eso bastaría, ¿no?
Desde luego, Laura tenía razón. Había convertido la palabra «normal» en todo un icono. Era un don y se lo había intentado dar a Michael.
Lo había intentado y… bueno, como resultaba evidente, había fracasado.
Alzó la cabeza y miró a su hermana.
—Dices que fui yo la que huyó… la que se escondió.
—En tiempos lo pensé, pero no creo que pueda ser tan farisaica a estas alturas. Creo que huimos las dos, cada una a su manera. —Y añadió—: Michael es diferente.
—¿A qué te refieres? —contestó temerosa.
—No ha aprendido a temerlo. Ha estado haciendo preguntas que ni tú ni yo podemos responder. ¿Lo hemos heredado? ¿Se trata de un milagro o de algo que podemos comprender?
Karen negó con la cabeza.
—No hay respuestas.
—No podemos estar seguras. Nunca hemos intentado encontrarlas.
—¿Cómo íbamos a hacerlo?
—Karen, no sé. Pero creo que tendríamos que empezar en casa, con papá y mamá. Y tal vez deberíamos hablar con Tim.
—Eso es absurdo.
—¿Ah, sí?
—Aquí estamos a salvo.
—¿Lo estamos? —dijo Laura.
—¿Qué quieres decir?
Laura habló en tono prudente y serio.
—El Hombre Gris. De eso tampoco hemos hablado. Pero es el mismo hombre, ¿no? El mismo hombre que vimos aquella noche en el barranco, con Tim, hace tantos años.
De pronto, Karen volvió a sumergirse en su sueño, en las calles oscuras de aquel otro pueblo costero, con adoquines fríos bajo los pies desnudos y el Hombre Gris (era él) que les ofrecía regalos desde el hueco cavernoso de su abrigo. Y Laura también se acordaba, con lo que no era un sueño; era un recuerdo y sólo su ansiedad desesperada le había convencido de lo contrario.
—Aquí no puede encontrarnos —dijo Karen.
—Me encantaría creerlo, pero no lo tengo claro. No lo sabemos. ¿Y no es ése el quid de la cuestión? No sabemos lo suficiente como para protegernos.
—¡Tú dijiste que aquí estaríamos a salvo!
—Más que donde estabais. Pero no puedo garantizar durante cuánto tiempo.
—No quiero volver a casa… —susurró Karen—. No quiero sacar a la luz todos aquellos problemas.
Laura estiró el paño de cocina y lo colgó para que se secase. Fue hasta donde se encontraba Karen y puso las manos sobre sus hombros. El contacto fue fresco, tranquilizador.
—Yo tampoco —dijo—. No sabes cuánto me gustaría no ir a casa. Yo sola no lo haría. Y si quieres que te sea sincera, tampoco creo que lo hiciera por ti. Pero creo que las dos tenemos que hacerlo por Michael.
Aquella noche Laura durmió abajo, con Emmett.
La aventura amorosa era discontinua y Laura solía ser la que marcaba el ritmo. Emmett era poco remilgado, hasta un extremo casi patológico, en lo tocante a las relaciones amorosas. Si Laura quería que fuera su amante, por él estupendo. Si ella tenía otra cosa que hacer o veía a alguien más, podía hacerse a la idea.
No era una actitud malsana (de hecho, se parecía bastante al enfoque de Laura) pero le faltaba algo de pasión.
Pero esa noche Laura necesitaba su calor. Estaba tumbada junto a él en una destartalada cama con dosel que Emmett había comprado en una tienda de viejo en Pueblo de Los Ángeles, hundida en el colchón estrafalario y escaso de relleno. Habían hecho el amor y la habitación se había quedado fresca y a oscuras, un lugar reconfortante. A veces le gustaba imaginarse que la cama de Emmett era un velero que surcaba el mar y cuyos maderos crujían. Pensaba que era un buen modo de quedarse dormida.
Emmett se sentó, encendió un porro y se lo ofreció. Ella sólo dio una caladita. Temía que pudiera hacerle sentirse paranoica. No obstante, iba bien para suavizar las cosas. Esa noche quería sosiego, tranquilidad, calma.
Detrás de las persianas de bambú había oscuridad y el ruido del oleaje. La manaza de Emmett se movía acompasada con la marea y le acariciaba el hombro. La sábana de la cama de Emmett era fina y fresca como la lluvia. Emmett dio una calada honda y Laura vio la punta del porro brillar en la oscuridad.
—¿Qué pensarías si me fuera? —dijo, sin que tuviera intención de hacerlo.
Emmett, cuya velocidad de reacción era glacial aunque no estuviese colocado, se lo pensó.
—¿Dónde vas? ¿Durante cuánto tiempo? —dijo por fin.
Laura le pasó la mano por el pelo erizado del pecho.
—No te puedo decir el lugar. Tal vez durante un tiempo.
—¿Mucho?
—Es posible. ¿Qué dirías?
—Te preguntaría cuándo ibas a volver —dijo Emmett pensativo.
—Seguramente volviera. Pero estás esquivando la pregunta —añadió.
—Ya sabes la respuesta. —Se sentó con las puertas cruzadas y Laura admiró cómo un rayo de luz de luna recorría la cresta desnuda de sus caderas. Carne pálida como montañas desnudas—. Te echaría de menos hasta que volvieras —dijo.
Eso debería haberla complacido. Curiosamente, no lo logró.
Laura estaba enfadada con Emmett y consigo misma. ¿Qué quería que dijese? «¿No puedo vivir sin ti?», «¿Quédate o me pego un tiro?». Había cultivado cierto tipo de relación y no podía quejarse si él se atenía al guión.
Pero (la irritación alcanzaba su punto crítico) no sólo era Emmett, era todo, Turquoise Beach, su vida allí. La visita de Karen había refrescado muchos recuerdos antiguos. Laura había llegado allí recién salida del vertiginoso torbellino psicodélico de Berkeley a finales de los sesenta y Turquoise Beach le había parecido una colonia lejana, un puesto avanzado más moderado del mismo imperio embriagador. Y a pesar de todo… En aquellos días estaba llena de energía, obsesionada con la idea de ir más allá, más lejos, más hondo. Desde entonces, imperceptiblemente, poco a poco, su vida se había frenado. La revelación final, aquello a lo que solían llamar Luz Blanca en las sesiones de LSD en su segundo año universitario, siempre quedaba fuera de su alcance, y el fervor se enfrió. La vida se convirtió en algo meramente agradable.
Su aventura intermitente con Emmett era agradable. Siempre lo sería. Pero Karen era un ejemplo aleccionador (algo que había sorprendido a Laura). Karen había aparecido con su conformismo compulsivo, su respeto exagerado por lo «normal», sus miedos intactos; pero Laura vio el modo en que se preocupaba por su hijo (se preocupaba por él de manera profunda, muda y sin reservas) y comprendió que, en comparación, sus pasiones eran triviales; que su idea del amor era algo truncado y egoísta. Karen amaba a Michael de una manera que de veras iba más allá, más lejos y más hondo.
Sintió una oleada de vértigo a causa de la hierba potente de Emmett. La cama pareció dar vueltas hacia atrás. De pronto, 3a noche se había cernido sobre ellos como un muro.
«El amor es algo muy peligroso», pensó.
Emmett se tumbó y se dispuso a dormir. Giró la cabeza sobre la almohada.
—¿Sabes? —dijo con frialdad—, Mike tenía razón… das un poco miedo.
Pero pasó el tiempo, una semana, diez días, y empezó a pensar que se había alarmado sin necesidad, que se había sentido paranoica sin motivo… hasta la noche en que Michael llegó lívido a casa y dijo que había visto al Hombre Gris en la playa.